Ariana

Ariana


DIEZ

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DIEZ

Ariana despertó pronto. El reloj que había situado sobre la repisa de la chimenea marcaba las seis de la madrugada. Se resistió a tirarse de la cama aunque ya no podría dormirse de nuevo.

Su sueño había estado plagado de pesadillas y había descansado mal, de modo que su humor no era de los mejores. Además tenía un apetito voraz, ya que el día anterior apenas probó bocado.

Sintió frío y se arrebujó entre las sábanas, preguntándose, una vez más, qué clase de locura había cometido su abuelo. Y qué clase de locura había cometido ella, al aceptar sus deseos.

Desde luego no se sentía una mujer casada. Realmente no lo estaba. Pero sintió la presencia de Rafael en el otro cuarto como si la pudiera observar a través de las paredes.

Se dedicó a admirar la habitación. No había vuelto a lo que su abuelo llamaba la cabaña, desde hacía años. La habitación estaba decorada con columnas y ventanas ojivales, con preciosas tallas de madera de roble, resaltando el cabecero de la cama que mostraba una escena de caza. El dormitorio hubiera resultado más cómodo de tener su propio cuarto para el aseo, pero no era así y ella necesitaba usar uno. El cuarto de baño que había al final de uno de los corredores, lo hizo construir su padre hacía años; aunque era antiguo había sido reformado con un complicado sistema que proporcionaba el agua corriente.

Se recostó en los almohadones, tapándose hasta la barbilla y sintió la incomodidad del traje de viaje, porque se había acostado vestida. ¡Oh, maldito Rivera! No permitir que Nelly fuera con ella… La noche anterior intentó quitar el vestido ella sola, pero acabó desistiendo. Llevaba un millón de botones a la espalda y, aunque hizo todo lo posible por desabotonarlo, retorciéndose como una anguila, acabó por acostarse con él. Su malhumor renació.

Se levantó, maldiciendo por lo bajo a todos los españoles, principalmente a Rafael, y se miró en el espejo. ¡Estaba horrible! El vestido arrugado, el cabello totalmente despeinado… ¿Como iba a hacer para arreglárselo, por Dios? Por si fuese poco, tenía oscuras ojeras.

Necesitaba un buen baño y lavarse el cabello. Se encaminó hacia la salida del dormitorio, pero se frenó en seco cuando asió el picaporte. ¡Rafael estaba fuera! ¿Como iba a salir de allí si tenía que atravesar el salón para llegar? Ni siquiera sabía si aquel salvaje dormía con camisón.

Tomó aire y valor y agarró de nuevo el picaporte. Procurando no hace ruido, para no despertarlo, abrió la puerta y asomó la cabeza. El sofá en el que debía estar Rafael, no permitía ver a su ocupante, pero atisbó el bulto de ropa y tragó saliva. ¡Al demonio con él! se dijo. Necesitaba lavarse y sería capaz de atravesar el Amazonas con tal de conseguir llegar a su destino.

Con todo el sigilo de que fue capaz salió de la habitación, dejando la puerta abierta para evitar hacer ruidos innecesarios. Caminó de puntillas sin dejar de mirar hacia el sofá. Aquello la hizo chocar contra uno de los robustos muebles; la estatua que estaba sobre él tembló y antes de que Ariana pudiese sujetarla, se estrelló contra el suelo con estrépito.

Se quedó sin respiración. Luego se volvió con cuidado, segura de que él se había despertado con el ruido y dijo en un susurro:

- Lo siento. No quería…

Pero cuando llegó a la altura del sofá, abrió los ojos como platos. Estaba vacío. La ropa formaba una masa informe, como si Rafael hubiese estado peleando con ella durante toda la noche. Parpadeó. ¿Donde diablos se había metido? ¿Se habría atrevido a dejarla sola en aquel lugar, sin una de sus criadas?

El revoloteo de pájaros en el exterior del palacete hizo que centrara su atención en el magnífico amanecer. Se acercó hasta los ventanales y salió al balcón cubierto, desde el que podía verse el lago y sus alrededores.

Apoyada en una columna aspiró el aire fresco. Hasta ella llegó el olor de los pinos y de las flores, procurándole un poco de sosiego. Por un momento, incluso se sintió cómoda.

Hasta que le vio.

Se ahogó cuando descubrió a Rafael Rivera, tan desnudo como su madre le había traído al mundo, lanzándose al lago desde un montículo. Le vio sumergirse y, sin darse cuenta, contuvo la respiración hasta que le vio emerger de nuevo, a muchos metros de distancia.

Una dama hubiera dado media vuelta y regresado al interior, pero Ariana fue incapaz de moverse; incapaz de evadirse de la atracción de la visión de Rafael surcando las aguas del lago como un delfín, a largas brazadas, ladeando de cuando en cuando la cabeza para respirar, incansable y elegante cada uno de sus movimientos.

Aguardó allí, medio escondida detrás de la columna, hasta que él llegó a la mitad del lago, se zambulló -haciendo que contuviese de nuevo la respiración-, y regresando hacia el montículo desde el que se lanzara. Al llegar, se izó en la roca con la única fuerza de sus brazos. Luego, Rafael se tumbó, dejando que los tenues rayos de sol que iban apareciendo, caldeasen su cuerpo musculoso y moreno. ¡Y totalmente desnudo!

Ariana se dio cuenta de lo que estaba haciendo al notar que le ardía el rostro. Roja como la grana, a pesar de no haber sido descubierta, desapareció en el interior. Llegó al cuarto de baño, se arrancó el vestido haciendo saltar todos y cada uno de los botones, dejó correr el agua de la bañera y se sumergió en ella. Cerró los ojos y se enjuagó la cara. Estaba temblando. ¡Si sería idiota! pensó al cabo de un momento. Rafael Rivera era sólo un hombre. Nada más. ¿Y qué si le había visto desnudo? Había estudiado anatomía y algunas de sus compañeras, más atrevidas que ella, consiguieron fotografías de desnudos que le mostraron entre risitas. No era una neófita en lo que se refería al cuerpo de un hombre ¡por amor de Dios!

Pero Rafael le resultó avasallador. Como un puñetazo en el estómago.

Dejó caer un chorro de agua fría.

A pesar de lo que Ariana creía, había sido observada desde que saliera al balcón del palacete.

De haberse encontrado a solas, probablemente no se le hubiera ocurrido eliminar la única prenda que tenía sobre su cuerpo cuando decidió ir a darse un baño en el lago, después de una noche infernal.

Apenas había pegado un ojo, a pesar que después de que Ariana se metió en la alcoba, había consumido dos copas más de brandy. La oyó moverse en el lecho, la escuchó hasta respirar. En una de las ocasiones, debían ser aproximadamente las cuatro de la madrugada, le pareció oír un gemido. Alarmado, se había acercado hasta el cuarto que ella ocupaba, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto.

Apenas comenzó a clarear, decidió que hacer un poco de ejercicio calmaría sus deshechos nervios, de modo que fue al lago, se quedó en calzoncillos y se dispuso a tirarse al agua cuando, por el rabillo del ojo, vio movimiento en el balcón cubierto. No supo si por rabia, por desdén o por jorobar a la muchacha, lo cierto fue que se quitó la prenda y se tiró al agua. Sabía que le había estado mirando todo el tiempo y al salir, en lugar de vestirse, porque la temperatura así lo recomendaba, se tumbó sobre la roca, desnudo.

Sabía que era una chiquillada. Una estupidez. Pero no había podido remediar dar una lección a la recatada inglesita con la que le habían casado. Si ella pensaba que iba a comportarse como un caballero elegante, iba de cráneo, pensó.

Se vistió y regresó al palacete. Ella estaba en el cuarto de baño, de modo que tomó el maletín, sacó los útiles de afeitar y se dirigió al dormitorio. Escanció agua en la palangana y procedió a rasurarse a conciencia, mientras comenzaba a sentir un hambre feroz.

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