Ariana

Ariana


TRECE

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TRECE

Comieron viandas frías porque Rafael bromeó acerca de no tener intención de fregar más platos. Ariana le ayudó a prepararlo todo e incluso después, a recogerlo. Rafael insistió en no dejar la cocina como un estercolero para cuando fuesen los criados a hacer limpieza al palacete y ella aceptó a regañadientes a limpiar lo poco que mancharon mientras él lo secaba.

Cuando terminaron, los dos reían como unos chiquillos y ella se felicitó por haber hecho algo útil.

Luego se sentaron en el mirador, la pequeña terraza descubierta al lado más oeste de la casa, y Rafael volvió a encender uno de aquellos cigarrillos delgados que le gustaba saborear.

Le observó entre las pestañas medio cerradas y volvió a darse cuenta que resultaba realmente atractivo. - ¿Qué vamos a hacer contigo, chiquita? -preguntó de pronto él, haciendo que ella le prestara más atención-. - ¿Que quieres decir?

- Imagino que habrá que planear el modo de buscarte un marido definitivo. ¿Has pensado en alguien?

Sintió como si la hubieran abofeteado. Se irguió y le regaló una mirada de desprecio. Desapareció la armonía. Ahí estaba la cuestión, pensó ella. Rafael Rivera estaba deseoso de acabar con aquel endemoniado pacto hecho con su abuelo y de regresar a su bendita España, para seguir con su vida licenciosa. Seguramente, a los brazos de alguna amante. - ¿Como se llama ella? -le interrogó-.

Lo preguntó sin pensar, sin darse cuenta de que se ponía de nuevo en evidencia, pero ¿acaso no era porque le estaba esperando una mujer en España, la causa por la que Rafael atacaba el tema de la disolución del matrimonio tan repentinamente?

El conde de Torrijos frunció el ceño y dio una larga calada al cigarrillo.

- Como se llama ¿quién?

- La persona que te aguarda -atacó ella en firme. No iba a dejarse intimidad por aquel desgraciado y si él deseaba dejar las cosas claras desde un principio, también ella-. No hace falta que disimules conmigo, Rivera, sé muy bien el acuerdo que hay entre nosotros, ¿recuerdas? Pero me temo que deberemos posponer todo hasta que mi abuelo…

Sus ojos se cubrieron de lágrimas y él se sintió incómodo. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en la inminente muerte de Henry.

- No tengo prisa en volver -mintió-. Sólo trataba de saber qué piensas hacer.

Ariana se repuso de inmediato y, secándose las lágrimas de un manotazo alzó la barbilla con insolencia.

- Por supuesto, esperar. Aún tengo esperanzas de que mi abuelo no… - ¡No hay esperanza, Ariana! -dijo él en tono brusco, tirando el cigarrillo con rabia- ¡No las hay, maldición! Antes de venir a Inglaterra me entrevisté con varios médicos. Los mejores médicos españoles. Les puse al tanto de la enfermedad de Henry, de los síntomas -encajó los dientes y ella supo que Rivera estaba tan angustiado como ella. Una corriente de afecto la acercó más a él sin poder evitarlo-. Todos dijeron lo mismo. Confirmaron el diagnóstico. A Henry puede que le queden dos meses de vida, chiquita. ¡Y él quiere resolver tu futuro antes de que ocurra lo inevitable!

- Habernos casarnos no revolverá mi futuro -le retó-.

- Desde luego que no -convino él-. Pero Henry piensa que yo puedo evitar que cometas la locura de aceptar a un papanatas que sólo quiera el dinero de los Seton.

- No soy una idiota.

- Pero eres una niña. Y careces de experiencia.

- Y tú tienes demasiada -dijo, mordaz- ¿No es eso?

La mirada de Rafael se tornó turbia por la indirecta, pero se relajó de inmediato. Ella llevaba razón ¡Qué narices! No podía recriminarla echarle en cara lo que hasta su propia madre le repetía frecuentemente.

- Sí, la tengo -aceptó-. Por eso tu abuelo piensa que soy la persona adecuada para catalogar a todo el idiota que se te acerque y encontrar al que verdaderamente te quiera, y no por tu fortuna.

- Podías haber sido, simplemente, mi albacea.

- Se lo propuse, pero no le convencí. Henry está chapado a la antigua usanza y piensa que quien mejor puede proteger a una mujer es su marido. - ¡Ja!

Se incorporó hecha una furia. Cada vez que hablaban del acuerdo se sentía como una mercancía comprada y vendida entre los dos hombres. Había odiado a su abuelo por aquel compromiso, cuando se lo comunicó. Y rabiaba porque sabía que no podía hacer ya nada al respecto.

- No voy a meterme en tu vida, si es lo que te preocupa -dijo Rafael-. - ¡Ni yo dejaré que lo haga, señor Rivera!

- Vaya. Vuelvo a ser señor Rivera -chascó él la lengua y buscó otro cigarrillo-. - ¿Quieres dejar de fumar esas cosas apestosas? -estalló Ariana-. ¡No me gustan! - ¡Tampoco a mi me gusta abotonar dos mil botones y lo hice esta mañana! -gritó Rafael a su vez, enfrentándola- Mira niña, las cosas están así. Estamos casados. Soy tu esposo. Voy a tratar de comportarme dignamente y espero que hagas lo mismo. Buscaré el mejor partido para ti, nos divorciaremos y me largaré de tu lado con viento fresco tan pronto encuentre a un imbécil capaz de soportar tus ataques de furia. - ¡Mira quien habla de ataques de furia! - ¡Por Dios, soy un corderito blanco comparado contigo, princesa!

- Un cordero que está loco por acabar con su compromiso para correr tras las faldas de la primera mujer que se le cruce en el camino -dijo ella, enojada-.

Rafael parpadeó. ¿Qué le pasaba a aquella arpía? ¿Quería volverle loco?

- Evidentemente, señora mía -le respondió, mordiendo cada palabra-, nuestro compromiso no me obliga a ser fiel a una esposa que realmente no lo es. - ¿Y en qué lugar me dejará eso a mí? ¿Crees que quiero ser la comidilla de toda Inglaterra? Por supuesto el abuelo no debió pensar en este pequeño detalle, ¿verdad? - ¿En qué detalle?

- En que mientras que dure nuestro matrimonio, señor, no quiero ver mi nombre enlodado por un adulterio.

Rafael se dejó caer contra una de las columnas. Estaba perplejo. ¿De modo que aquella bruja pensaba que iba a pasarse tres o cuatro meses ¡o quién sabía el tiempo que haría falta para encontrar esposo a aquel cardo borriquero!, en el celibato? ¡Era el colmo!

- En realidad -dijo en un susurro-, es lo único que te preocupa, ¿no es cierto? Me refiero a que mis correrías puedan ponerte en un compromiso con tus amistades.

- Me preocupa, sí. Los Seton no han sido ángeles, lo sé muy bien. Ni siquiera mi abuelo ha estado libre de alguna aventura cuando la abuela aún vivía. Pero lo han llevado con discreción.

- Yo no tengo por qué ser discreto. - ¡Pues deberá serlo, señor mío! ¡No pienso tolerar que me conviertas en el hazmerreír de todos!

Rafael se acercó a ella tanto que Ariana hubo de levantar la cabeza para mirarlo a la cara. Los ojos de Rafael brillaban, negros de cólera.

- Hay una solución para que yo no salga, durante nuestro obligado matrimonio, a buscar mujeres.

La voz masculina sonó ronca, amenazadora. - ¿Qué solución?

Rafael la miró largamente y tardó un poco en responder. Cuando lo hizo fue en un susurró.

- Entrar en tu cama, Ariana.

El brazo de ella se levantó como impulsado por un resorte y la bofetada sonó como un trallazo. Al instante siguiente chilló, su muñeca aprisionada entre los fuertes y largos dedos masculinos y retorcida hacia su espalda. El cuerpo delgado de Ariana quedó pegado a los músculos duros de Rafael y ella se quedo perpleja. La verdad es que estaba anonadada por su reacción. Se había comportado como una mujer celosa y eso la dejaba desarmada. Además, era la primera vez que abofeteaba a un hombre.

El primer instinto de Rafael había sido devolver el golpe, pero se limitó a tratar de intimidarla. Sin embargo, cuando sintió las curvas femeninas contra su cuerpo, se le quedó la boca seca. Perdió unos instantes preciosos, asombrado de la rapidez con que su organismo respondía al contacto femenino.

Podría haber hecho un esfuerzo. Podría haberse comportado como lo que era, como un caballero español, y dejar libre a Ariana, perdonando su estallido de cólera y el golpe.

Podría haberlo hecho, sí.

Pero fue lento para controlar la necesidad que comenzó a arder en su interior. Incapaz de evitar rodear el delgado talle con su brazo izquierdo, pegarla más a sus muslos, agachar la cabeza y besarla.

Ariana no pudo reaccionar a tiempo para librarse y cuando la boca de Rafael tomó la suya, obligándola a abrir los labios y permitirle la entrada, el estallido de placer que experimentó la dejó tan perpleja que ya no hizo nada para escapar del abrazo.

Los labios de Rafael trabajaron sobre su boca con rabia contenida, castigándola por haberle despertado sentimientos no deseados. Ella sabía a canela y el dulce aroma que despedía su cuerpo lo envolvió en un letargo que le hizo olvidarse del honor. Lo único que deseaba era tenerla, tumbarla allí mismo, fundirse con su cuerpo. Amarla.

Por fortuna, se detuvo a tiempo. Una lucecita en su cerebro le avisó que se estaba internando en terreno pantanoso y la soltó de repente, con brusquedad. Ella se retiró un par de pasos, tambaleándose como si estuviera ebria. Y Rafael maldijo en voz baja cuando vio la mirada acusadora de la muchacha y sus ojos enceguecidos por las lágrimas. Dio media vuelta y entró en el interior del palacete, dejándola sola.

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