Ariana

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VEINTIOCHO

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VEINTIOCHO

Madrid tampoco gozaba de paz en aquellos días. Los comentarios surgían en cada calle, cada reunión y cada encuentro. Los madrileños, como el resto de los españoles, intuían que se preparaba algo importante que provocaría un cambio en la política y en sus vidas. Aguardaban unos, intrigaban otros.

La fiesta se desarrollaba tan anodina como todo aquel tipo de celebraciones. Caballeros formales y estirados, bien vestidos y mejor peinados; damas engalanadas, luciendo sus mejores joyas y vestuario. El país podía tener una crisis de poder, pero los grandes de España continuaban con su vida.

En apariencia aburrido, Rafael Rivera salió al jardín, alejándose de las conversaciones y de la suave melodía que desgranaban en esos momentos los músicos que su anfitriona, Laura de Montull, contratara para la velada. La fiesta no tenía otro sentido salvo olvidar los incómodos tiempos por los que atravesaba España. Rafael aprovechó el acontecimiento para buscar pruebas. No había aceptado la invitación por otra causa. - ¿Pensativo?

Se volvió y sonrió a la mujer que le observaba con descaro, apoyada en la baranda, envuelta en una capa que había dejado abierta adrede a pesar del frío. Resultaba explosiva. No era muy alta pero tenía un cuerpo curvilíneo, busto alto, cintura estrecha y amplias caderas. Mercedes Cuevas vigilaba constantemente su figura y cuidaba con esmero su largo y sedoso cabello oscuro, sabiendo que era lo que atraía a los hombres. También encandiló en su momento a Rafael. Para Mercedes los varones eran un entretenimiento con el que solazarse unos días o unos meses. Luego olvidaba al amante de turno para cambiarlo por otro. No buscaba el dinero, tenía el propio, heredado de su padre. Pero le encantaba tener a los varones a sus pies y disfrutar de la vida, siempre tan ingrata según ella.

Hizo abanico con las pestañas y se humedeció los labios con la punta de la lengua.

Rafael sonrió. Nunca conoció a una mujer con tanto descaro, pero había pasado buenos ratos con ella antes de partir hacia Inglaterra y pudiera ser que retomaran su antiguo flirteo. Enlazó su cintura y la arrastró hacia la parte más frondosa del jardín, sin obtener resistencia.

Apenas estuvieron al abrigo de miradas indiscretas Mercedes le lanzó sus brazos alrededor del cuello, se alzó de puntillas y le besó en la boca. Al cabo de un largo minuto se separó, jadeando, brillante la mirada. Se apoyó en el pecho de Rafael y suspiró. - ¿Por qué no nos vamos? Te he echado mucho de menos.

- Sería una descortesía para la señora Montull.

- Olvida a esa vieja y fea pájara de mal agüero. Mi casa se siente muy sola desde que no me visitas.

- Ahora tengo asuntos importantes que resolver, preciosa. He de salir de viaje. Tal vez te visite pronto, cuando regrese. - ¿Te vas? ¡Pero si apenas hace dos semanas que estás aquí!

- Lo siento, no me queda otra opción. - ¿No puedes olvidar tu horrible Toledo por unos días? ¡Yo te necesito! -declaró con vehemencia, fruncidos los labios-.

La risa de Rafael fue tan espontánea que la hizo fruncir el ceño. Nunca estaba segura con él. No era como los demás. Lo había conquistado, era cierto… ¿Lo había conquistado, realmente? Bien, en todo caso había conseguido acostarse con él, disfrutar de su cuerpo musculoso y recio, sentirse una verdadera mujer entre sus brazos. Pero nunca sabía lo que pensaba y eso la irritaba y la intrigaba. Siempre alardeó de conocer al sexo opuesto, de poder manipularlo. Con Rafael Rivera era lo contrario, se sentía manipulada. Incluso había empezado a pensar que una relación duradera con él sería interesante. Pero Rivera no daba la impresión de estar interesado.

- No necesitas a nadie, Mercedes. -Era como una mantis religiosa, que devora a sus machos cuando ha terminado con ellos.

- A ti quiero devorarte ahora, Rafael -se pegó a su cuerpo en un descarado tanteo.

Rivera agachó la cabeza y la besó en la boca mientras sus manos se perdían en el escote y bajo las faldas. La arrancó gemidos de placer y por un instante casi llegó a olvidarse de todo. Con desenvoltura, Mercedes bajó la mano y le frotó entre los muslos. Por fortuna, una ligera tosecilla que Mercedes no escuchó obligó a alzar la mirada a Rafael.

Juan le hacía señas.

Se separó de ella y sonrió al ver el arrobamiento en sus mejillas. La besó en la punta de la nariz y dijo:

- He de marcharme. Si quieres, dentro de una semana celebro una capea en Torah, mi finca de Toledo. ¿Cuento contigo?

Ella suspiró. Se arregló la ropa y el peinado y luego le miró fijamente. - ¿Qué pasó en Inglaterra, Rafael?

Se evaporó la alegría del conde en un segundo. Casi había olvidado su estancia en Inglaterra y aquella mujer venía a recordarle el dolor.

Mercedes notó el cambio. Le besó en los labios con suavidad y le acarició la mejilla. Él se le escapaba como agua entre los dedos.

- Podría hacerte olvidar -dijo en una promesa-, si me dejaras, Rafael.

- No hay nada que olvidar, Mercedes. La muerte de un amigo jamás se olvida.

- Pero se puede alejar la imagen de una mujer… si tiene otra dispuesta -insinuó-.

La risa de Rivera fue más bien un gruñido atormentado cuando el recuerdo de Ariana le golpeó sin piedad.

Besó a Mercedes en la frente y desapareció en pos de Juan.

El joven le aguardaba, impaciente y helado, palmeándose los costados con las manos. - ¿Qué has podido averiguar?

- Más de lo que esperábamos saber, señor. - ¿Debo quedarme más en la fiesta?

- Podemos irnos cuando gustéis. No creo que pueda sonsacar más a los criados.

- Ve al coche entonces. Me reúno contigo en un minuto.

El minuto se convirtió en un buen rato mientras se excusaba con los anfitriones y se despedía de algunos invitados, prometiéndoles que la capea prevista en Torah se llevaría a cabo aunque cayesen chuzos de punta. Apenas se subió al carruaje, éste partió y Juan comenzó a contarle.

- Han vuelto de Sandhurst. - ¿Quien ha vuelto?

- Dos hombres enviados por el actual gobierno. - ¿Y?

- Al cochero con el que hice amistad en las cocinas le gusta hablar. Fue él quien les condujo desde la costa cuado desembarcaron. Dice que parecían contrariados. Por sus escuetas frases mientras pernoctaban, cree que habían hecho un viaje infructuoso. Entendió que no pudieron encontrar a la persona que buscaban.

Rafael se retrepó en el asiento y soportó los vaivenes del carruaje sobre el desigual empedrado de las calles. - ¿Alfonso? -preguntó al cabo de un momento-. - ¿Quién sino, señor? No hubo nombres, pero la cosa está clara. Si han sabido que él ya no está en Inglaterra y ha vuelto a España, corre peligro. - El gesto de Rafael se tornó más severo.

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