Ariana

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La primavera había estallado y aunque en aquella parte del mundo no resultaba tan radiante como en España, Rafael sabía por propia experiencia que podía resultar increíblemente hermosa días más tarde. Pero en Inglaterra hacía todavía frío.

Se subió el cuello del abrigo y apuró el paso del caballo que comprara en Northampton.

Warwich estaba a poca distancia y deseaba, antes de encontrarse inmerso en aquella locura a la que diera su beneplácito, vagar un poco en solitario por aquella zona, recordando la vez anterior que pisó aquellas tierras, hacía ya demasiados años.

Si no le fallaba le memoria, los dominios de los Seton se extendían después de un bosquecillo de coníferas y un riachuelo; una propiedad amplia y hermosa llamada Queene Hill, una gigantesca y cuadrada construcción, recia como una montaña, de enormes salones, gigantescos jardines plagados de fuentecillas escondidas entre el follaje… Realmente aquella casa parecía haber sido construida para que nadie ni nada pudiera acabar con ella.

Rememoraba Queene Hill con bastante claridad a pesar del tiempo transcurrido. O al menos así lo pensaba porque cuando empezaba a oscurecer, aún no había sido incapaz de encontrar aquel recodo del riachuelo y el pequeño puentecillo por el que se accedía a las tierras de los Seton.

Maldijo entre dientes cuando echó un vistazo en derredor y no distinguió más que árboles. No le hacía la menor gracia pasar la noche a la intemperie. Y no podía quejarse, la idea descabellada había sido solamente suya al rechazar la oferta del dueño de las caballerizas para que alguien le acompañara. Se pasó de listo y ahora se encontraba perdido.

De repente, un gamo atravesó el claro del bosque y el estúpido jamelgo que montaba se encabritó, asustado. Rafael lo tranquilizó dándole unas palmadas en el cuello y siguieron adelante unos metros. La noche se le echaba encima y no quería arriesgarse a que la montura sufriera un percance que podría costarle a él la cabeza. Cabalgaría una hora más, como máximo -para entonces ya sería noche cerrada-, y luego acamparía si no…

Tiró de las riendas y detuvo al caballo. Escuchó con atención y una sonrisa ladeó sus labios. Si no se estaba volviendo idiota acababa de escuchar la corriente del riachuelo que configuraba la frontera de los Seton. Hizo avanzar al animal con precaución y, en efecto, un minuto después se encontraba en la orilla del pequeño río, de apenas seis metros de ancha y poca profundidad. Se aupó sobre la silla y distinguió, a unos cien metros a la izquierda, el pequeño y viejo puente. Se felicitó por su astucia y se encaminó hacia allí, sabiendo ya que dormiría bajo techo.

Llegó a la plataforma y comenzó a atravesarla.

Pero no llegó al otro lado.

El disparo llegó desde algún lugar a su derecha, aterrizando entre las patas del animal y levantando las tablas carcomidas.

El relincho inquieto del caballo se unió a la maldición en voz alta de Rafael, que intentó controlar al animal, pero no pudo conseguirlo y acabó cayendo al suelo con estrépito.

Para cuando la montura del español corría ya, desbocada, Rafael se erguía con una pistola en su mano derecha. Nunca iba desarmado, demasiadas veces se encontró en dificultades para olvidarse de su seguridad. Sin pensarlo dos veces saltó hacia un lado, justo en el momento en que el agua le salpicaba violada por el segundo disparo.

Se metió en el río parapetándose tras el pequeño puente y oteó los alrededores, pero ¡maldito si veía tres burros delante de sus narices! porque la visibilidad ya era casi nula. Aguardó un momento, conteniendo la respiración y preguntándose quién diablos quería quitarle de en medio.

Aguardó varios minutos sin moverse, pensando que debía de tratarse de cazadores furtivos que no deseaban la intromisión de ningún fisgón. Volvió a quejarse mentalmente, porque sin caballo era imposible llegar a Queene Hill aquella noche.

Estaba casi seguro de que los furtivos habían desistido cuando algo se movió a su derecha, al otro lado del riachuelo.

- De modo que no os habéis marchado -murmuró entre dientes-.

Reptó bajo el puente, calado hasta medio cuerpo, el frío taladrándole los huesos, dispuesto a dar un buen susto a aquel desgraciado que estropeaba su viaje.

Lo vio de inmediato. Era un hombre robusto, de buena estatura, enfundado en una cazadora de piel. Y llevaba un rifle en sus manos.

Rafael sonrió a pesar de la situación. Hacía tiempo que no tenía una buena escaramuza y la subida de adrenalina le procuraba una sensación gratificante. Bien, si aquel cerdo quería jugar, jugarían.

Se movió con lentitud, procurando no hacer el menor ruido y no dar pistas a su enemigo sobre su posición. Tenía intención de cazarlo por la espalda después de dar un corto rodeo.

Casi lo consiguió.

Mientras que aquel mamotreto, al que calculó casi dos metros de altura, echaba un vistazo a las oscuras aguas de la corriente, Rafael Rivera salió del agua y se le acercó por detrás. Alzó el brazo armado dispuesto a asestarle un golpe en la cabeza y…

Un grito agudo a su derecha le hizo respingar y algo frío le rasgó el hombro. La pistola se le cayó de entre los dedos y un segundo después algo contundente le golpeaba en la mandíbula haciendo que cayese a tierra.

Para otro cualquiera, el golpe hubiera sido el final, pero no para el conde de Torrijos, acostumbrado a situaciones similares. A pesar del dolor del hombro y del aturdimiento del golpe, giró sobre sí mismo al tiempo que golpeaba la pierna derecha del sujeto. El gruñido que escuchó le hizo sonreír y el estruendo del corpachón de su enemigo al estrellarse contra el suelo le arrancó un brindis mental.

Se tiró en picado hacia su pistola, olvidada a unos dos metros de donde cayese y consiguió alcanzarla un segundo antes de que el gigante se incorporara y alzara el rifle, del que no se había desprendido en su caída.

Rafael giró y elevó la mano armada, encañonándole.

- Pestañea, muñeco, y te vuelo la cabeza -dijo en perfecto inglés-.

Sus palabras causaron efecto y el gigante de la cazadora de piel bajó su arma lentamente mientras sus ojos adquirían un brillo demoníaco.

- Atrás - le ordenó-. Y di a tu compañero que se deje ver y que tire el arma que lleva o acabarás sin cabeza, hermano.

- No se mueva ni un milímetro de donde está -dijo por toda respuesta una voz neutra, a su espalda-.

Rafael se incorporó poco a poco, sin dejar de apuntar al rostro barbudo del gigante. El hombro derecho dolía terriblemente y tenía el brazo inmovilizado. Sintió la sangre chorrear hacia los dedos de la mano y estuvo en un tris de disparar contra aquel cabrón. Apretando los dientes para soportar el dolor observó a su oponente. Era muy corpulento, capaz de tronzar el cuello de cualquiera con sus manos limpias.

- Dile a tu amigo que salga -repitió-.

El sujeto negó en silencio y Rafael alzó un poco más su pistola.

- De acuerdo, compañero -masculló-. No serás el primero al que meto una bala entre ceja y ceja.

No era su estilo matar a un hombre indefenso, pero el acompañante del barbudo no debió pensar lo mismo. Una pistola cayó en medio de ellos. Rafael sólo se permitió echar un rápido vistazo al arma y apenas prestó ya atención a la sombra que se deslizó, con mucha precaución, hacia el claro.

Sacudió la cabeza para despejarse, rezando por no perder la conciencia en ese momento, porque si lo hacía era seguro que aquellos dos desgraciados le abrirían en canal y dejarían sus huesos tirados por cualquier parte, para pasto de las alimañas. Y aunque su viaje a Inglaterra no era para un asunto de su agrado, una boda no deseada siempre resultaba mejor que un puñal clavado en las tripas o una bala.

- Acérquese -ordenó por encima del hombro-.

El otro hizo caso y se puso al lado del gigante.

Estaba oscuro, pero no tanto como para que Rafael Rivera no fuese capaz de distinguir las formas de una mujer. Mucho más baja que el hombre, de un metro sesenta y cinco aproximadamente, delgada, vestida con ropa de muchacho. Casi parecía una figurita de porcelana al lado del barbudo.

Rafael parpadeó. Era la primera vez que se encontraba con una cazadora furtiva. - ¿Y sus caballos?

El hombre hizo un gesto con la barbilla, indicando el bosquecillo de coníferas.

- De acuerdo. Que ella los traiga.

La mujer se movió con agilidad y se alejó dispuesta a obedecer sin una protesta. Mientras, Rafael buscó el apoyó de un árbol para descansar. A cada segundo que pasaba el dolor del hombro se volvía más insoportable; comenzaba a nublársele la vista y los dedos que sujetaban la pistola apenas tenían ya fuerza. Estaba perdiendo mucha sangre y era consciente de que o salía de aquella estúpida situación con rapidez, o no saldría nunca.

La mujer apareció un momento después llevando a dos caballos de las riendas. Rafael ni siquiera le dedicó una mirada de frente, observándola por el rabillo del ojo; aunque estaba claro que era ella quien le había herido, le parecía menos peligrosa que el hombre.

- Acerque uno de los caballos.

Ella obedeció de nuevo y Rafael se apoyó en el animal.

- Ahora quiero que se larguen -dijo-. Si les veo merodeando cerca de mí, les juro que les descerrajo un tiro.

Se aupó para montar pero la voz profunda del hombre le detuvo.

- No conseguirán matarla, dígaselo a su jefe.

Rivera sacudió la cabeza para despejar su visión; comenzaba a ver borroso. - ¿De qué mierda me está hablando?

- Sabemos a lo que ha venido. No es el primero. Puede que no sea el último -su voz sonaba ronca, como si hablara en el interior de una caverna-. Sólo quiero que sepa que ella estará siempre acompañada y protegida.

- Mire, amigo… - ¡Hace falta mucho más que un maldito gilipollas para acabar con mi señora!

Rafael medio sonrió al ver las intenciones del sujeto. Quería incitarle a la pelea por medio del insulto, pero él no estaba en condiciones de un cuerpo a cuerpo, de modo que se encogió de hombros, se olvidó de él y sujetó las riendas con la mano derecha. Se aupó de nuevo para montar y, apenas lo intentó, soltó un grito de dolor, sus piernas se doblaron y la montura se alejó un par de metros. El momento fue aprovechado por su rival para adelantarse, pero Rafael volvió a alzar la pistola y el cañón quedó casi pegado a las narices del otro.

Con lentitud y encajando las mandíbulas, Rivera consiguió ponerse de nuevo en pie. Buscó el apoyo de un árbol hasta que el dolor remitió ligeramente y se encontró en mejores condiciones. Pero se estaba muy mareando.

La mirada de la mujer pareció catalogarle mientras ocupaba un segundo lugar en el enfrentamiento, siempre detrás del gigante.

Sin soltar el arma, Rafael trató de sujetarse el brazo herido, que apenas sentía ya.

- Sólo tengo que esperar a que se desangre.

Las razones de su enemigo le hicieron parpadear y se maldijo, porque tenía razón. ¡Condenación! no podía montar a caballo sin utilizar una mano y si la usaba debería soltar la pistola. ¡Bonita situación! - ¿Por qué han querido matarme?

El de la barba parpadeó, evidentemente asombrado. - ¡Y usted pregunta eso! ¡Un asqueroso asesino que ha venido a…!

Si había algo que consiguiese que Rafael Rivera reaccionase en casos extremos, era la cólera. Y acudió en grandes cantidades a él al escuchar la acusación; tanto, que avanzó un paso hacia el hombre y le metió el cañón de la pistola bajo la barbilla, a pesar de que eso le exponía a un golpe bajo.

- Si vuelve a llamarme asesino, lo mato. - ¿Acaso no le han pagado para eso?

La pistola hizo más presión en la garganta del inglés.

- Mire, amigo. No tengo idea de lo que está hablando. Sólo sé que iba camino de Queene Hill sin meterme con nadie y ustedes me han disparado y acuchillado. - ¿A qué iba a Queene Hill?

Rafael desvió la mirada hacia la mujer, que se había adelantado un poco. Ahora podía verla mejor gracias a la claridad de la luna. Parpadeó al contemplarla y casi se olvidó del principal enemigo. Llevaba el cabello suelto a la espalda y era plateado; el gesto airado, la nariz pequeña, un poco respingona, los labios gruesos, los ojos… Se quedó sin habla al ver aquellos ojos. Eran claros y grandes, de un tono indefinido de violeta y en la oscuridad relucían como los de un gato.

Rafael se olvidó definitivamente del otro, soltó la pistola, que cayó al suelo, y se sujetó el brazo herido, notando que comenzaba a deslizarse en un poco negro y que sus piernas se doblaban. Su voz fue un susurro cuando preguntó, un segundo antes de caer desmayado: - ¿Ariana?

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