Ariana

Ariana


CUATRO

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Sentado en uno de los apartados bancos diseminados entre el laberinto del jardín, Rafael lió un cigarrillo con aire distraído. Se lo llevó a los labios, lo encendió y aspiró el humo casi con ansia. Desde luego su obligada estancia en la cama durante aquellos pasados cuatro días no le ayudaron nada a ver su situación de modo halagüeño, muy por el contrario, la empresa le parecía cada vez más descabellada.

Henry se había tragado la versión de los furtivos. Eso le hacía gracia. De modo que su amigo Seton pretendía que la muchacha se casara para estar protegida. ¡Protegida! A Rafael le había bastado un segundo para saber que aquella fiera no necesitaba estar escudada detrás de nadie. No había conocido a nadie tan capaz de valerse por sí misma.

Las pisadas en la gravilla le hicieron alzar la mirada. Henry le saludó con la mano y se acercó, tomando asiento a su lado.

- Pensé que no te encontraba. Hacía más de cinco años que no pisaba el laberinto.

- Es un buen lugar para pensar.

El inglés le miró con renuencia.

- No irás a echarte atrás, ¿verdad?

- No. Te di mi palabra, Henry. - ¿Explicaste a tus padres…? - ¿Querías que me encerraran en un sanatorio mental?

- Bueno, pensaba que…

- Sólo les dije que necesitabas consejo sobre algunos negocios. Te aprecian, lo sabes, y aunque mi madre no me perdonará nunca haberle ocultado lo que te pasa, no quise darles un disgusto. Cuando la boda sea un hecho ya tendré tiempo de informarles.

- Bien. Tu casamiento es algo que sólo te incumbe a ti, muchacho.

Rafael miró a su amigo y al ver su irónica sonrisa, gruñó:

- Si sigues jorobando, Henry, me echaré atrás. - ¡Ni lo sueñes, chico! -dijo, levantándose-. Cuando un Rivera entrega su palabra, va la misa. ¿No es eso lo que dice siempre tu padre?

Rafael le maldijo en silencio mientras el inglés se perdía en los pasadizos del laberinto, dejándole de nuevo a solas.

Aquella noche, después de la cena, buscó la ocasión para hablar con Ariana. Preguntó y le indicaron que la joven se encontraba en el saloncito azul, situado en la primera planta de la mansión. Llamó a la puerta y aguardó. Le abrió una mujer mayor, de pelo canoso y rostro sonrosado.

- Mister Rivera -le saludó-. ¿Se encuentra mejor?

- Casi repuesto -contestó, aunque el hombro seguía lanzando punzadas cada vez que se movía y debía llevar el brazo en cabestrillo-. Me dijeron que Ariana estaba aquí.

La mujer se hizo a un lado para permitirle la entrada. Ariana estaba sentada tras una mesa amplia, al parecer revisando documentos. Alzó la mirada un segundo y le hizo señas para que tomara asiento.

- Nelly, ¿puedes dejarnos ahora?

La mujer recogió la caja de costura, saludó de nuevo al invitado de su señor y salió, cerrando la puerta con cuidado.

- Nelly me acompaña casi todas las noches -dijo de pronto la joven-. Mientras yo repaso los libros, ella me cuenta los chismes de Queene Hill.

Rafael se acomodó y estiró sus largas piernas, cruzando un pie sobre otro. Esperó a que ella acabase lo que estaba haciendo y mientras se deleitó mirándola a placer. No podía negar que era bonita. Mucho. Su cabello rubio parecía casi blanco y, desde luego, había crecido lo suficiente como para que cualquier hombre se fijara en ella. Era indiscutible que ya no era la niñita que conoció hacía un siglo.

Poco después Ariana cerró la carpeta, cruzó las manos sobre la mesa y le miró directamente. Rafael volvió a pensar que nunca vio a nadie tan seguro en su vida. ¿De veras Henry pensaba que aquella amazona era una pobre criatura que necesitaba vigilancia?

- Quería hablar con usted -dijo ella-.

- Entonces ya somos dos.

La sonrisa de Ariana no llegó a sus ojos. Estaba claro que no le agradaba en absoluto tener que dialogar con él, pero también en esa cuestión parecían estar a la par. Se incorporó y Rafael pudo apreciar la forma perfecta de sus caderas embutidas en una falda marrón. Tontamente, se preguntó como serían las piernas. - ¿Una copa?

La oferta le hizo volver a la realidad.

- Brandy, por favor.

Ariana se acercó hasta el mueble donde estaban la bebidas y sirvió dos generosas cantidades en copas grandes. Se acercó a él con pasos largos y seguros, pero elegantes y femeninos. Al inclinarse para ofrecerle la bebida, la blusa se acopló a la perfección a su busto.

- No le importará que una mujer le acompañe a beber, ¿no es cierto?

Era increíble. Rafael estuvo a punto de echarse a reír, pero decidió no responder e ir al grano.

- Ariana, quiero que hablemos de esos intentos de asesinato.

- No hay nada de qué hablar -se acomodó al otro extremo del sofá ocupado por él y cruzó las piernas. La falda se ajusto a sus muslos de forma casi indecente-. Supongo que alguien a quien no le hace gracia que yo herede la fortuna de los Seton. - ¿Hay más parientes que yo no conozca? - ¿El abuelo no le puso al día?

- No demasiado. Me hizo la propuesta, me obligó a aceptarla y regresó a Inglaterra.

- Típico de él -sonrió la joven-. Bien, pues contestando a su pregunta: no. No hay más familiares directos que puedan optar a la fortuna de los Seton. Puede que algún primo lejano… No conozco a nadie.

- Investigaremos eso, de todas formas -musitó Rafael-. ¿Qué piensas sobre el asunto que me ha traído a Queene Hill?

Ella le miró y las dos gemas violeta despidieron fuego, pero pudo su flema británica y, mirando de nuevo al frente, dijo:

- Una locura.

- Henry no lo cree.

- Mi abuelo siempre me ha sobreprotegido. ¡Y no entiendo por qué quiere que me case, cuando con su compañía…!

El acceso de cólera acabó con un sollozo entrecortado. Rafael intentó acercarse a ella, pero una mirada helada le hizo quedarse donde estaba.

- Lo siento -dijo ella-. Mi madre me enseñó que una Seton no debe dejarse llevar por los sentimientos.

Rafael puso los ojos en blanco. Aquella chiquilla iba a ser un hueso duro de roer. Permaneció en silencio un momento, para darle tiempo a recuperarse. - ¿Qué gana con este… pacto, mister Rivera? -le preguntó de repente-.

- Imagino que un buen dolor de cabeza.

Ariana volvió a desafiarle en silencio, sin darse cuenta que él comenzaba a cansarse de ser observado como un idiota. - ¿Por qué accedió, entonces?

- Henry me lo pidió. Y es mi amigo. - ¿Le contó las condiciones?

- Perfectamente, princesa -gruñó él, acabando la copa de un trago que le supo a hiel-. Una boda, unos meses hasta encontrar al marido ideal y un divorcio. ¿No afectará eso al buen nombre de los Seton?

- Mi tía Alexia ya puso aquella pica hace ahora doce años. Un nuevo divorcio no enlodará más el nombre de mi familia, mister Rivera.

Rafael se incorporó y la observó desde la altura. Fuego y hielo, volvió a decirse.

- Mira, Ariana -le dijo, tratando de conservar la calma-. Esta boda no me gusta más que a ti. No pensaba casarme y no puedo prometer que sea un marido ejemplar durante el tiempo que dure nuestro… contrato. Pero ambos queremos a Henry y trataremos de complacerlo. Por otro lado, me gustaría que empezaras a llamarme por mi nombre de pila, si no te importa. Francamente, me parece ilógico que te dirijas a tu futuro marido como mister Rivera.

El cuerpo de Ariana se envaró.

- Trataré de recordarlo.

- Bien. Tu abuelo arreglará las cosas para que la ceremonia se celebre en la capilla de Queene Hill. Asistirá poca gente, sólo los más allegados.

- Por supuesto. No podíamos esperar una gran celebración, ¿verdad?

Rafael apretó los dientes para evitar soltar una palabrota. Comenzaba a perder la cuenta de las veces que había deseado blasfemar desde que pisara las tierras de los Seton. Dejó la copa con más fuerza de la debida sobre la mesa.

- Buenas noches -se despidió ya en la puerta-.

Por toda respuesta, Ariana bostezó, como si la conversación la hubiese aburrido y pidió: - ¿Puede decirle a Nelly que vuelva a entrar… mister Rivera?

Los dedos de él apretaron tanto el picaporte que los nudillos se le pusieron blancos. No contestó pero el portazo que dio al salir, dejó muy claro que había conseguido irritarle hasta límites insospechados.

Ariana se recostó en el sofá, acabó su bebida y sonrió de forma torcida.

- Ya verás, Rafael, lo punzante que puede ser una Seton cuando alguien la ofende- musitó entre dientes-.

Porque Ariana pensaba que aquella farsa de la boda y su posterior divorcio no era otra cosa que un insulto. No por parte de su abuelo, al que idolatraba, sino por parte de aquel estúpido y engreído español que el infierno se llevase. ¡Aceptar casarse con ella para protegerla de buitres carroñeros! ¡Tener que supervisar al hombre que ella eligiese como futuro y permanente esposo! ¡Dios, tenía los nervios crispados desde que supo lo que se le avecinaba!

Realmente, no la enfurecía el hecho en sí, ya habían existido matrimonios de conveniencia en la familia. Se trataba del hombre elegido. ¡Un maldito mujeriego y libertino! Su abuelo debía estar más grave de lo que decían los médicos para haber ofrecido a aquel asno un acuerdo semejante.

Era humillante pensar que Rafael Rivera había aceptado casarse con ella única y exclusivamente por la promesa hecha a un hombre al que quedaba poco de vida. Al llegar a ese punto, Ariana se tapó la boca, tratando de controlar del acceso de llanto, pero acabó llorando con todo sentimiento, alarmando a la pobre Nelly que entraba en ese momento.

Ariana amaba a su abuelo y saber que iba a perderlo pronto, la llenaba de angustia. Por eso se había dedicado, desde que supiera la mala noticia, a encargarse de los documentos, a cazar, a cabalgar, a matar el tiempo lejos de él. Era como si estando alejada pudiese olvidar lo que iba a pasar, como si ignorar la sentencia pudiera alargarle la vida.

Se cubrió el rostro y su cuerpo se convulsionó por los sollozos. Y Nelly se sintió incapaz de calmarla.

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