Ariana

Ariana


TREINTA

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- No podemos poner hombres armados junto a los monjes, ¡por el amor de Dios! -saltó Rafael-.

- De algún modo debemos preservar la vida del rey.

- Si la vida cotidiana del monasterio se viera alterada, ¿cuánto tiempo cree que tardarían en hacer conjeturas? Alfonso sería víctima en menos que canta un gallo.

Cánovas del Castillo asintió, conciliador, entre Martínez Campos y el joven conde.

- Rafael tiene razón, no podemos alertar a nuestros enemigos.

- Si han mandado hombres a Sandhurst es porque lo están buscando -argumentó Martínez Campos.

- Evidentemente -gruñó Rafael-.

- Y si consiguen saber el lugar en el que se encuentra, su Majestad estará solo. De poca protección van a servirle un montón de monjes.

- Es imposible que lo sepan. Sólo seis personas estamos en el secreto y daría mi brazo por cada una de ellas. - ¿Incluso por vuestro criado? -preguntó ácidamente su interlocutor-. No ha sido más que un ladrón de pacotilla antes de entrar a vuestro servicio y… regenerarse. ¿Quien nos dice que no vendería al rey por una buena suma de dinero?

Los dientes de Rafael rechinaron.

- Confiaría más en él que en vos, señor.

Martínez Campos se incorporó como si le hubiera picado un escorpión en el trasero y se le sonrosaron las venillas de las mejillas. Cánovas intervino de nuevo. - ¡Caballero, por Dios, estamos perdiendo la cabeza! Empezamos esta empresa de traer aquí a nuestro futuro rey juntos, y juntos habremos de acabarla. Hasta ahora hemos confiado unos en otros, hemos hecho las cosas como se debían hacer y están saliendo bien. Si Alfonso acaba en el trono de España, la historia ni sabrá siquiera que no estaba en Sandhurts, sino en Ávila. ¿Quieren ustedes que nuestros nombres salgan en los libros de Historia como los idiotas que trajeron al rey a territorio español para dejar que lo mataran?

Rafael sacudió la cabeza y se dejó caer en uno de los sillones, la vista perdida en el exterior. Fuera, el día se veía claro y hubiera deseado cabalgar en lugar de mantener aquella estúpida discusión.

- Lo lamento -se excusó-. Estoy nervioso. Tener aquí, dentro de poco, a toda esa gente, me pone enfermo.

- No tenéis más remedio que relacionaros con ellos. Ser su amigo, ir a sus fiestas, darlas vos mismo. Que no imaginen siquiera en que bando estáis.

- Conozco mis obligaciones, Cánovas.

- Además, el romance con esa muchacha, Mercedes Cuevas, ha dado sus frutos.

- Odio tener que manipular a la gente. - ¿Acaso ellos no manipulan al pueblo?

- Lo cierto es que la época no es la más propicia para montar una capea -dijo Cánovas-, pero es una forma de tenerlos juntos y poder vigilarlos. Además, eso os hará mucho más popular.

- Lo de la fiesta está arreglado. He mandado preparar el picadero cerrado, de ese modo no importará si llueve -suspiró y se levantó-. Todo va a salir bien, caballeros, lo prometo.

- Si conseguimos que uno sólo de ellos se ponga de nuestro lado, habrá valido todo la pena.

- Y en caso contrario, señores, debemos impedir a toda costa que Alfonso se vaya de nuevo de España. Habrá de nombrársele rey y enfrentarse a lo que venga después. Estoy seguro de que el pueblo nos apoyará.

- El pueblo ama a Alfonso, como amaba a Isabel.

- Entonces no hay nada que temer. No puede surgir ningún contratiempo.

Rafael se equivocaba en eso. Poco imaginaba que sólo cuatro días después iba a tener que enfrentarse con un capítulo de su vida que había tratado de olvidar en vano.

Ariana le miró por encima del hombro mientras Nelly colocaba sus cabellos sobre la coronilla.

- Estate quieta -pidió la criada-. - ¿Una novillada?

- Con novillos y todo, sí -aseguró Weiss, sonriente-. - ¿De veras? -se volvió del todo-. - ¡Por la Santa Virgen, estate quieta, Ariana! - ¿Son peligrosos?

- Supongo que un poco. El toro es un animal muy bravo. - ¿Torearás?

Julien Weiss puso cara de terror. - ¡Ni por todo el oro de Inglaterra, mujer!

Ariana le sonrió. Estaba muy guapo vestido con aquel traje de corte español que comprara apenas pisar la capital. La capa oscura le quedaba de maravilla. Estaba segura de que Julien podría romper muchos corazones.

- Me gustaría verte de torero -le dijo-.

Weiss rió con ganas.

- Pudiera ser que me hiciera popular.

- Pudiera ser -le coreó ella-.

Nelly acabó de peinarla como mejor pudo y les dejó solos. Ariana se sentó en un silloncito y dio un par de palmadas al que tenía al lado, indicando a Julien que la acompañara.

- Y ahora, explícame eso de la capea.

Él se tomó su tiempo. En realidad, estaba aterrado ante su propio arrojo. Si Ariana llegaba a enterarse de que aquel viaje había sido ni más ni menos que un montaje para volver a ponerla en contacto con Rafael Rivera, podía incluso matarle. Debía actuar con tiento. No se fiaba del carácter irascible de la joven, ni siquiera sabiendo que Peter estaba de su lado en la farsa. Ambos la querían y la habían visto languidecer en Inglaterra, por eso estaban decididos a acabar de una vez por todas con aquella estúpida separación, fruto del orgullo y no del odio. ¿Por qué sino Rivera permanecía sin compromiso? ¿Por qué no había solicitado después de un tiempo el documento de divorcio con Ariana? Lo había firmado, sí, pero nunca se quedó con el suyo. Claro que, si se equivocaba con él, tal vez fuera el propio conde de Torrijos el que le degollase, máxime cuando no era exactamente afecto lo que le profesaba desde que les presentaron.

- Domingo Ortiz es el encargado de nuestra transacción comercial -explicó-. Le conocí ayer, como sabes. No sólo hablamos del carbón que podríamos proporcionarle sino de las costumbres españolas. Una cosa llevó a la otra y acabó hablándome de esa capea. Parece que es todo un acontecimiento en esta época del año, porque suelen celebrarse en verano. - ¿Dónde será? ¿En Salamanca? He oído decir que los toros de esa zona son excelentes.

- No se me ocurrió preguntarlo -Julien comenzó a sudar-. Un carruaje nos recogerá el sábado en la mañana temprano. Me aseguró que en algunas horas estaríamos en la hacienda.

Ariana frunció el ceño y Julián rezó para que la joven no se percatara de su nerviosismo. - ¿Qué ropa he de ponerme? -preguntó al cabo de un momento-.

Weiss respiró, más tranquilo.

- He visto un traje encantador. - ¿Cómo es?

- Típico para estos acontecimientos.

- Bien. No me gustaría aparecer vestida inadecuadamente.

- Entonces… ¿no te molesta ir?

Ella alzó las cejas y sus ojos chispearon. - ¿Molestarme? ¡Pero si me parece una idea estupenda! ¿Sabes?, espero que uno de los toreros me dedique su faena. Sería emocionante, ¿no te parece? - ¿Emocionante? -gruño Rafael, mirando a Juan como si se hubiera vuelto loco-.

- Tener aquí a todos esos personajes, nos da ventaja, señor. Podré espiarles hasta aburrirme.

Rivera rió entre dientes.

- Y si te descuidas, alguien te cortará las orejas. No quiero que seas demasiado visible.

- Ni me verán siquiera, señor.

- Bien -se inclinó sobre la baranda de piedra y señaló tres de los novillos-. El retinto, el peceño y ese otro, Fermín -indicó a su mayoral-, el que cabecea sin parar.

El hombre que se encargaba de cuidar las reses asintió.

- Excelente elección, señor conde.

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