Ariana

Ariana


TREINTA Y UNO

Página 33 de 45

T

R

E

I

N

T

A

Y

U

N

O

Ariana dormitó durante el viaje de ida sin importarle el traqueteo del vehículo. Se habían levantado muy pronto, apenas clareaba. Les recogieron a las siete de la mañana. Por fortuna, el tiempo parecía haberse aliado con ellos, porque amaneció un día límpido y claro, aunque la temperatura había bajado. Pero al menos, según indicó Ortiz, no llovería.

- Claro que tampoco importaría que diluviase -había comentado sin soltar la mano de Ariana-, porque se celebrará en un recinto cerrado.

La joven estaba demasiado cansada por el madrugón como para interesarse en averiguar si había plazas de toros cubiertas o no. Apenas emprender el viaje se quedó dormida. Julien hizo otro tanto. El único que permanecía despierto era Domingo Ortiz.

Le resultaba imposible dormir teniendo semejante belleza frente a él. De modo que se recostó en el asiento y se dedicó a admirarla durante todo el trayecto hasta las inmediaciones de Toledo. Bien podía hacer aquello sin molestar al que él creía esposo de la dama. La idea de presentarse como matrimonio fue de Julien, para prevenir que pensaran mal de Ariana. Una pareja que viaja junta y a la que no le une más que una buena amistad, podría haber levantado recelos. Ariana había estado de acuerdo y para todos, desde su llegada, eran los señores de Weiss.

Cuando atravesaron el camino de arena bajo el enorme portón del que colgaba un cartel metálico indicando el nombre de la finca, Ortiz tomó la mano de Ariana, despertándola.

- Estamos llegando, señora -le indicó-.

Ella se despabiló. Le agradaba Domingo. Era un hombre de unos treinta y cinco años, tal vez cuarenta pero bien llevados. Alto y delgado, elegante y caballeroso. Olvidando el detalle de mantener su mano retenida más del tiempo prudente cuando Julien se lo presentó, se comportó de modo excelente. Además, ella ya sabía de la fogosidad de los españoles, de modo que la ardiente mirada de Domingo Ortiz no hizo otra cosa que divertirla.

Era medio día cuando llegaron a su destino. De inmediato, tres criados se encargaron de su equipaje, cargado en la parte trasera del vehículo. Ariana echó una ojeada al lugar y se maravilló.

La hacienda era grande y hermosa. Campo abierto, llano; los montes al fondo. Y la casa era preciosa, amplia y blanca, cuadrada, impresionante.

- El dueño de todo esto debe ser un hombre acaudalado -comentó Weiss-.

- Lo es. El antiguo vizconde de Portillo es, posiblemente, el segundo hombre más rico de esta parte del país. - ¿El antiguo?

- Se han suprimido los títulos de nobleza, señora mía -explicó Ortiz-. En la intimidad, sus criados siguen llamándole vizconde, pero no de cara al exterior.

- Ya entiendo. De modo que es el segundo hombre más poderoso. ¿Quien es el primero?

- Su hijo mayor. También tiene título de nobleza, pero no lo utiliza. Digamos que es más… adicto al nuevo régimen de cosas. Hemos entrado por la parte que da a su propiedad -les explicó-. Lo cierto es que muy pocos sabrían decir donde acaban los terrenos de uno y comienzan los del otro. Y esto que ven aquí, no es más que un pabellón de invitados. Se construyó hace seis años para albergar a los invitados a las capeas y novilladas. Hay dos plazas en la parte trasera, una cubierta y otra no. Si nos les importa, hoy descansaremos aquí pero mañana, para el baile que se dará en la casa grande, deberemos viajar durante un buen tramo-les dijo-. Al hijo del vizconde se le ocurrió levantar el pabellón, con todas las comodidades, por supuesto, y ahorrar a sus invitados un largo paseo si sólo venían para disfrutar de una capea.

Ariana asintió sin salir de su asombro. - ¿Y los animales? -miró a su alrededor- No estarán sueltos…

Domingo Ortiz rió de buena gana.

- Se pueden ver sueltos, señora, claro está, pero no en esta parte de la propiedad, sino más al sur. Pero nunca es conveniente meterse en el terreno de los toros, son animales peligrosos, sobre todo si se viste con el color que vos lleváis ahora mismo. El rojo les atrae.

Ariana lucía, en efecto, un precioso traje de chaqueta corta de color rojo fuego, muy a la moda española. El tono de la tela y su cabello recogido sobre la coronilla en un artístico moño de estilo español que Nelly se había empeñado en hacerle, resaltaban su cutis anacarado. Ortiz estaba deslumbrado por aquella belleza inglesa de cabello platino y no pensaba en otra cosa que en caer bien y poder seducirla más adelante, con o sin marido. Ya se había dado cuenta de que el hombre que la acompañaba no era rival, aunque no conseguía determinar la causa. - ¿Podemos ver la plaza? - ¡Por descontado, señora! ¡No una, las dos! La abierta y el picadero cubierto, donde se celebrará la novillada mañana.

La plaza abierta encantó a la joven. Amplia, de unos cuarenta metros de diámetro, totalmente encalada de blanco. La arena, casi rojiza, destacaba contra las paredes inmaculadas. Había tres filas de gradas.

Se inclinó hacia un pasillo interior que desembocaba en la arena.

- Por aquí salen los toros -dijo Ortiz-. - ¿Y eso? -señaló los burladeros- ¿Adornos?

- Protección para los toreros, señora. A veces las bestias salen con demasiados bríos y es necesario dejar que se desfoguen dando unas cuantas carreras y cornadas. Algunos toros pesan incluso seiscientos kilos.

- Me parece peligroso.

- Lo es. Sin embargo, para el que ama el toreo es más importante la faena que el peligro.

- En Inglaterra no dejamos que un hombre se enfrente con una bestia de ese tamaño.

Ortiz rió a carcajadas y palmeó con delicadeza la mano de la joven.

- España es España, señora mía -resultaban muy atractivo cuando sonreía-. Le prometo que le gustará la experiencia.

El pabellón de invitados tenía catorce habitaciones distribuidas en dos plantas. La inferior estaba destinada a los cuartos de los sirvientes -contaba con otros seis-, a las cocinas, despensas y al salón principal donde, según indicó Ortiz, también se celebraban reuniones.

Ariana se refrescó en el cuarto que le destinaron y se cambió de ropa con ayuda de una muchacha que fue puesta a su servicio. Peter y Nelly se habían quedado en la capital y aprovecharían el tiempo para comprar algunos regalos para llevar al personal de Queene Hill.

- Es muy bonito, señora -sonrió la jovencita cuando la observó-.

Ciertamente, el vestido elegido por Julien era una maravilla. De un verde ni oscuro ni claro, se ceñía a su cuerpo como una segunda piel y la corta chaquetilla, apenas por debajo del busto, no hacía más que resaltar su estrecha cintura. La falda era amplia y con poco vuelo, por lo que parecía más esbelta si cabía. Y contrastaba estupendamente con su cabello.

Ariana sonrió a la jovencita y se miró al espejo. - ¿Puedes alcanzarme el neceser? Creo que tendré que hacer algo con el pelo, lo tengo hecho un desastre del viaje.

La chica se apresuró a servirla y tomó un cepillo, dispuesta a ordenar el peinado, pero cuando observó el cabello suelto cambió de idea. - ¿Me dejáis, señora?

Ariana accedió y ella demostró ser una experta. Sin embargo, no volvió a recogerle el pelo en un moño; por el contrario, lo cepilló y formó una cola de caballo que adornó con algunas guedejas enroscadas a la base de la misma. El resultado fue delicioso y Ariana se miró al espejo con una sonrisa. - ¿No es muy escandaloso? -rió, contenta- Todas las damas llevan el cabello recogido.

- Un pelo como el vuestro, no, señora. Sería un pecado esconderlo en un rígido moño.

Satisfecha con su atuendo le dio las gracias y bajó presurosa para encontrarse con Julien.

Apenas llegar al salón de reuniones, su amigo se le acercó con una sonrisa de oreja a oreja.

- Estás encantadora -alabó-.

Tomándola del codo la guió hasta el grupo de personas que conversaban. Las presentaciones fueron rápidas y Ariana trató de retener todos a los nombres. En deferencia a la ocasión Ortiz presentó a los anfitriones como los vizcondes de Portillo. El hombre, moreno, maduro y muy atractivo sonrió con sarcasmo a Ortiz, pero no dijo nada.

- Mis hijos Miguel y Enrique -le presentó a su vez a los dos apuestos jóvenes que no dejaban de mirarla-y mi hija Isabel.

- Es un placer conocerles. No saben lo agradecidos que estamos Julien y yo por su invitación, siendo unos recién llegados.

- Realmente -dijo don Jacinto-, la invitación al señor Ortiz no ha sido idea mía, sino de mi hijo mayor, que no se encuentra aquí en este momento -Ariana notó cierta tirantez en su rostro-. Pero le aseguro, señora, que es un regalo tenerles aquí.

Ariana agradeció el cumplido.

La persona que llamó más poderosamente su atención fue una mujer. Delgada y elegante, de cabello moreno recogido sobre la nuca y ojos algo rasgados. Era muy hermosa, aunque en su rostro bailaba un gesto extraño y su mirada amedentaba.

- La señorita Mercedes Cuevas -presentó don Joaquín-.

El último en presentarle sus respetos fue un hombre joven, de rostro curtido y cabello ensortijado, vestido con pantalones y camisa negros y una especie de delantal de cuero que le cubría el vientre y las perneras. Botas camperas del mismo color que su ropa. Se inclinó sobre su mano cuando ella se la tendió.

- Alvaro Castillo, para servirla.

- El señor Castillo es torero -indicó el anfitrión-.

Ariana abrió los ojos como platos, provocando las sonrisas del grupo.

- De modo que se visten así para enfrentarse a las bestias.

- Bueno, este es el traje campero -dijo Alvaro-. El traje de luces es más bonito. Puedo enseñárselo cuando guste, señora… y donde usted prefiera.

Ariana enrojeció y la insinuación levantó la carcajada general, incluso la de Julien. De inmediato, la anfitriona intervino.

- No le haga caso, querida -la tomó del codo y todo el grupo se dirigió hacia el picadero cubierto-. Alvaro es un redomado conquistador, pero no es mal chico. Si no se toma sus palabras en serio, puede llegar a ser francamente agradable. Y hasta evitaremos que su esposo le rete a duelo. - ¡Señora! -protestó él, a sus espaldas- ¡Acaba de chafarme una conquista!

Entre bromas, atravesaron distintas dependencias hasta llegar a destino. El picadero cubierto era más pequeño que la plaza al aire libre, pero resultaba tanto o más encantador. Igualmente encalado de blanco, pero sólo con una grada rodeando un foso de arena roja y cuidada que se adivinaba recién peinada.

La vizcondesa no soltó el brazo de Ariana, haciendo que se acomodara a su lado. De inmediato, dos muchachos de unos diez años llegaron corriendo con los brazos cargados de cojines para procurar más comodidad a los asientos. - ¿Vamos a capear ahora?

La pregunta inocente de Ariana hizo reír al vizconde de Portillo.

- La novillada será mañana -aclaró su esposa-, cuando lleguen el resto de los invitados. Aún faltan, al menos, ocho personas más. Ahora sólo vamos a disfrutar del trabajo del señor Castillo, como aperitivo. - ¿Donde se ha metido vuestro hijo, señora? -preguntó Domingo Ortiz, acomodado cerca-.

- Lo verá pronto -repuso ella sin dar más explicaciones-.

Al otro extremo, un empleado abrió un portón y se retiró con celeridad. Todos se echaron hacia adelante para ver mejor y Alvaro Castillo les saludó desde el burladero.

Julien le contó, después de aceptar la invitación de Ortiz, que las corridas de toros se impusieron unos veinticinco años atrás -aunque el primer ruedo se construyó en 1761-, y que ya en la Edad Media caballeros moros y cristianos solían alancear toros en los festejos públicos.

Allí, en aquel recinto cerrado no había presidente ni músicos. Tampoco banderilleros ni cuadrilla. Se trataba sólo de una pequeña fiesta privada y no de una corrida en toda regla.

Pero lo que salió por aquella puerta oscura no fue una acémila. Ariana dejó escapar una exclamación al avistar a la bestia. Un toro negro como la noche, con una mancha blanca en el morro, de ojos oscuros, piel brillante y un par de cuernos que le quitaron la respiración. Sin embargo, para sus acompañantes, incluso para Julien, aquel bicho provocó palmas y alabanzas.

- Es un careto -explicó la vizcondesa-. Por la mancha de la cara.

Ariana la miró con preocupación y ella palmeó su brazo, dándole a entender que todo estaba controlado.

Alvaro Castillo saltó a la arena desplegando un capote de color rosa fuerte por un lado y amarillo por otro. Lo sujetaba con ambas manos delante de su cuerpo. Incitó a la bestia y el toro, tras mirarle con la cabeza gacha, arañó la arena con sus pezuñas y atacó.

Las mujeres gritaron, entusiasmadas por la bravura del animal, pero Ariana no podía respirar, completamente aterrada al ver al español tan cerca de las astas.

Alvaro era un experto. Les deleitó con varias verónicas y acabó con una media verónica cuando el astado apenas sobrepasó su cuerpo, enrollando el capote a su costado y obligando al animal a girar alrededor de él. Los gritos de olé atronaron el recinto.

Sin que nadie reparara en él, un hombre seguía con atención las filigranas de Castillo con el capote.

Alvaro hizo las delicias de los pocos asistentes. No estaban sólo los invitados, ya que un nutrido grupo de sirvientes y chiquillería se habían reunido al otro extremo de la plaza.

Con algunos pases más, dejó al toro mirando hacia el lado derecho. El animal bufó y levantó terrones del suelo mientras su atención se clavaba en el otro individuo, parapetado hasta entonces tras la madera del burladero. Embistió con fuerza, pero la madera soportó la carga con un leve chasquido.

Ariana estaba tan absorta admirando el innegable poder del animal, que sólo veía aquel conjunto de músculos en movimientos, sus largos cuernos curvados, capaces sin duda de atravesar el cuerpo de un hombre de parte a parte.

El toro olvidó al individuo que no parecía querer hacerle frente y giró, trotando hacia el otro lado de la arena, donde se encontraba Castillo.

Ariana respingó al escuchar los aullidos de sus acompañantes cuando el maestro esperó a la bestia de rodillas. La vizcondesa, sin perder la sonrisa, apretó su brazo, tensa y algo pálida.

Volvió su atención al ruedo. El torero no llevaba ahora capote, ni banderillas, ni espada. Iba a cara descubierta. Frente al toro, se alzó sobre las puntas de sus botas y lo provocó, llamándole. Al arranque de la bestia lo esperó con los pies juntos. Ariana pensó que iba a marearse, le sudaban las manos y su espalda estaba tan rígida que creyó que se quebraría. Pensó que los españoles estaban locos al enfrentarse con un animal semejante. Cualquier fallo podía dejarle ensartado en los cuernos. El silencio podía cortarse. Y a ella le era imposible cerrar los ojos para no ver aquella barbaridad.

Un instante antes del encuentro entre el hombre y la bestia, él inclinó el cuerpo hacia un lado, por el que pasó el astado y, justo cuando éste humilló, recuperó su postura y volvió a citarle.

La concurrencia aulló mientras el animal se revolvía, atacaba de nuevo y, una vez más, era burlado, aunque uno de sus cuernos rasgó la chaquetilla de aquel demente que jugaba con él… y con la muerte. Afortunadamente, dando por concluida la exhibición, se puso a buen recaudo. - ¡Eso es tener valor, maldita sea! -gruñó orgulloso don Joaquín. Achicó los ojos al descubrir al otro sujeto que aplaudía tras el burladero-. ¡Ah, ahí está mi hijo Rafael! -señaló-.

Ariana reparó entonces en el sujeto y sus ojos se agrandaron al mirarle. ¡Él! Sonreía y saludaba a los invitados… hasta que la vio.

El gesto de Rivera pasó del desconcierto a la cólera en cuestión de segundos.

Ariana sintió un mareo súbito y entendió todo de golpe. "Ahí está mi hijo", había dicho el anfitrión. ¡Por Dios bendito! Comprendió que se encontraba en la hacienda de Rafael, que el vizconde no era otro que su padre, que la vizcondesa era su madre y que los muchachos jóvenes y la encantadora criatura llamada Isabel eran sus hermanos.

Jacinto fue el primero en reaccionar cuando Ariana perdió el conocimiento.

Ir a la siguiente página

Report Page