Aria

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—Tal y como se han ido desarrollando los acontecimientos, créame que no me sorprende su afirmación. Los Townsend han sido como serpientes escurridizas. Tras casi perderlos a los dos, di por supuesta la idea de hallar a los Zharkov detrás del accidente. Ahora, con su testimonio, podría confirmarse que los Townsend colocaran pruebas falsas en el lugar del siniestro; como muestras de sangre de Dmitry Gólubev, un conocido integrante de la mafia de los Zharkov afincado en el sur de España y deportado en 2003 a una cárcel de Moscú por blanqueo de capital. Cumplió su condena en 2011. Y al año siguiente se creó una identidad y pasaportes falsos para cruzar a los Estados Unidos. Dos meses después, y por si alguna vez lo necesitaban, encontramos su asentamiento en Silver Spring, cerca del reducto en la capital de sus jefazos rusos. Ante el éxito de la pesquisa, evitamos detenerle. Era nuestro mayor anzuelo para obstaculizar las próximas operaciones de los Zharkov en suelo estadounidense. Pero por raro que parezca el tal Dmitry no movió ficha, hasta que logré comparar su sangre encontrada en la ventanilla rota del Mercedes con las muestras de ADN cedidas por España. Esos Townsend… consiguieron despistarnos a todos.

—Le harían creer que ese Dmitry se había cortado con la ventanilla al acercarse a nosotros. A fin de cuentas, Cameron y yo nos hallábamos inconscientes; ¿quién iba a testificar que por allí no hubiera pasado ningún ruso? Lo que aún me pregunto es por qué Brandon no se aseguró de nuestra muerte al vernos indefensos, boca abajo en ese coche. Quizá ya nos creyera muertos…

—Lo que es cierto es que al tipo no le dio ningún reparo el daño vertebral que pudierais haber sufrido.

Desabrochó los cinturones de seguridad y sacó los cuerpos del coche con la mera intención de rebuscar entre las ropas. Por suerte no encontró lo que andaba buscando, o sea, la llave de su presidente. Una pareja de montañeros que pasaba por allí con sus mochilas a cuestas distinguieron en la distancia a un hombre que tras verse descubierto dejó tirados dos cuerpos en el suelo para correr ladera arriba hasta montarse en un todoterreno negro. El cabrón escapó sin que esos dos testigos pudieran reconocerle.

—Creo que Cameron y yo le debemos la vida a esos dos montañeros…

Patrick carraspeó y afianzó su gesto cómplice:

—Los Townsend nos han mordido un par de veces, pero no con el suficiente veneno para quitarnos de en medio. Ahora están jodidos, uno a cero en el marcador al término de la primera parte, ¿no le parece?

—Se equivoca, el resultado es de cero a uno, recuerde que estamos jugando en el campo de Kent. Y por lo que creo, los miles de seguidores del equipo contrario hacen bastante más jaleo que su veintena de hombres.

—Cierto —rio.

—Pues como los grandes equipos de fútbol, nunca habremos de bajar la guardia en territorio enemigo o nos ganarán por goleada.

—Veo que le gusta el fútbol, señorita Greenwood.

—No. Pero no me queda otra que seguir dando patadas al balón. Créame que ya he sufrido unas cuantas faltas de tarjeta roja y el árbitro no ha sido capaz de pitar ni una sola. Y para colmo de males me dice usted que no hay banquillo para retirarse…

—No, no lo hay. —Cromwell me miró un tanto sorprendido por la vuelta de tuerca que mi humor le regalaba.

—Bien… —concluí—. Asegurémonos entonces de que en las próximas horas el marcador continúe a nuestro favor.

Cromwell apoyó mi comentario con una amable sonrisa.

Lancé un nuevo vistazo a mi derecha. La puerta de la habitación permanecía cerrada.

Cameron se hallaba fuera, yo dentro. Y a pesar de nuestra distancia percibí su dolor, su resignación, su repulsa de mi vuelta al ruedo. Pensaba en mí y yo en él. Toda nuestra distancia se acortaría acercándole a la vida que llevaba en el vientre. O no. Esa duda me dejó clavada en el borde de la cama, junto a la amable mirada de Cromwell. Este se levantó y llenó un vaso con leche de una botella procedente de una nevera portátil. Me lo ofreció y bebí. Con absoluta discreción me palpé el vientre cada vez más prominente y retador al ajuste de los vaqueros. El crecimiento de mi hijo se estaba convirtiendo en un arma arrojadiza que, en apenas unos días, destruiría su secreto. Un secreto al que me asía ya sin esperanzas por conservarlo oculto por más tiempo.

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