Aria

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El rato que Cameron se mantuvo fuera con aquel fariseo pretexto de fumarse un cigarro de duración eterna resultó el suficiente para dar respuesta a todas mis preguntas. Una tras otra, las averiguaciones se sucedieron frente a Patrick Cromwell con tal grado de eficacia que acabé constatando que Taylor (o Brandon Townsend) e Yvonne (o Herta Grubitz) me habían acercado más a la verdad que a la mentira: Cromwell y su veintena de rebeldes, los artífices de sacarme del hospital, seguros ya de mi supervivencia, y montar en plena calle el engañoso atropello que alejó a mi entorno y allegados del motivo real que me había inducido a la amnesia. Cromwell y su veintena de rebeldes, los arquitectos de la estructura defensiva para guarecerme en el Majestic y distanciarme de los tres propietarios de la clave, un sistema bloqueado desde entonces por mi sustracción y por el recuerdo dañado. Cromwell y su veintena de rebeldes, los instigadores del exitoso plan que escudó a Collins (tras su ingreso en el hospital más concurrido de Washington) en una pérdida de memoria por el vuelco de su coche en la carretera 77. Todo gracias a que Cromwell logró introducir en la central de la CIA —mediante conexiones con un médico amigo— informes falsos que constataron el daño cerebral en un tal Isaak Shameel. Los Townsend no cayeron en la treta de Cromwell por ocultar a Collins tras una identidad falsa, pero titubearon frente a la posible lesión cognitiva de Cameron. De esa forma se consiguió aplacar, durante ese último año, el ansia vengativa en el bando de la agencia aliado a Kent. Cromwell aprovechó la coyuntura para sacar a Collins del hospital al día siguiente y llevárselo a las montañas de Alberta, Canadá, donde en un piso franco dio alas a la personalidad de Isaak Shameel y a Qubaisi, misión que acabó por dar caza en Dubái a la segunda llave de la clave, en poder de Alekséi Zharkov.

—Para disfrutar de un mayor interés por parte de los Zharkov, mis hombres asignaron a Isaak Shameel una doble vida —prosiguió Cromwell ante mi pregunta acerca del grado de éxito obtenido con la creación del personaje israelí—, una monumental farsa que le nombraba, al margen de su función como bróker del petróleo, dirigente de una recién estrenada red de tráfico de armas destinadas a países de África y Sudamérica. Le ofrecí toda la credibilidad internacional al operativo del nuevo personaje de Collins, relaciones ficticias con coroneles colombianos y sudafricanos, varias cuentas bancarias en Zur, Suiza, un paraíso fiscal dentro de otro paraíso… —Cromwell tomó aire y espació el habla con el cuidado de no perderme por el camino de su discurso—. A los despachos de Alekséi y Viktor Zharkov no tardaron en llegar, de forma casi indirecta, pruebas concluyentes de la existencia de Shameel: falsos vídeos y fotografías, supuestas transacciones bancarias a Suiza con la huella y señal de este nuevo señor del petróleo y la guerra, o lo que es lo mismo, de un nuevo cabrón directo a comerse el terreno de las armas por donde los Zharkov pastaban libremente. En el transcurso de veinte días, Alekséi Zharkov cayó en la tentación de conocer a su competencia más activa. No iba a perder la oportunidad de echarse a la cara al pirata que abordaba su barco de lucro ilegal. En una semana picaron el anzuelo: Alekséi llamó a Shameel para proponerle un encuentro cara a cara. La excusa se resumía en una posible unión de fuerzas entre Shameel y la mafia Zharkov. Se confirmó una cita en tierra de nadie: Dubái. A partir de ese día, la gran ciudad de los Emiratos Árabes, nuestro lugar de operaciones para hacernos con la segunda llave de la clave. Nos resultó decisiva la colaboración de Muhammad Abd Al Qubaisi. El príncipe ya andaba con los Zharkov ente ceja y ceja por competencias en negocios inmobiliarios en el Índico, y quiso colaborar con nosotros nada más planteárselo. Sabíamos que los rusos llevaban desde 2009 sacándole rendimiento a esa propiedad suya en The Address. Y para nuestro acomodo, Qubaisi llegó a comprar el apartamento frente al de los Zharkov. Aquella maniobra nos sirvió para abonarnos el terreno y adoptar posiciones de cara al enemigo. Siete millones de dólares por cuatrocientos cincuenta metros cuadrados de sueloespía. El gran regalo de nuestro príncipe que promovió mi conciencia para bautizar la operación con su nombre. Aquella residencia fue nuestro piso franco durante cinco meses. Desde su puerta atestiguamos las idas y venidas de los hombres de Zharkov por el apartamento de su jefe. Conseguimos bastante información siguiéndolos desde ese punto hasta sus conexiones por todo Dubái.

—Yo estuve en ese apartamento —le aclaré—. El treinta y tres cero tres.

—Lo sé. Collins me ha informado al respecto —me dijo—. En lo concerniente a ese príncipe…, no dejo de sentirme culpable por su muerte. No le dimos la protección debida…, y ha pagado con su vida… Era el hombre que más se merecía el éxito de la misión. Fue él mismo quien nos convenció para actuar en la noche de su fiesta de cumpleaños. Sabíamos que no habría mejor forma de pasar desapercibidos con esos cientos de invitados por los jardines y primeras plantas del Burj Khalifa. Pero como usted sabe, los Zharkov se nos adelantaron; con esa Emperatriz Roja del infierno.

—Vi a esa mujer salir del apartamento de los Zharkov. Alekséi acababa de cruzarle la cara con esa uña de diamante suya.

—Katrina Kozlov, agente de inteligencia rusa. Cuatro años más tarde de su ingreso en el GRU, su ambición la llevó al asesinato por encargo y, a posteriori, a ser la amante del menor de los Zharkov. No la vimos venir, eso es cierto, como tampoco a Leonard Burke, a quien yo mismo le encargué el mando de Qubaisi una semana antes de activarse. Ese mismo día el muy cabrón les dio a los Zharkov el chivatazo de que Collins andaba tras la máscara de Isaak Shameel. Burke era uno de mis hombres de confianza. Tampoco imaginé que Davis y Anderson se unirían a él.

—Los vi morir a los tres, en el avión. Esos dos hombres eran como perrillos falderos detrás de Burke. No hablaron con nadie durante el vuelo, ni tan siquiera entre ellos. Me parecieron asustados, incluso inexpertos en compañía de su jefe.

—Veintiséis y veintiocho años respectivamente, recién instruidos para la CIA, y en el día de hoy pudriéndose ambos dentro de una caja de pino, ¿qué le parece…? —El capitán de la actual guerrilla insurgente de la CIA se atusó el cabello rojizo. Una sempiterna aura de culpabilidad rodeaba la silueta de Cromwell, sentado en aquella sucia silla de madera desgastada. Después contuvo su eterno gesto de resignación y aquello que había rememorado de los dos chicos, traidores y muertos, lo dejó aparcado en el rincón más oscuro de su conciencia—. Ya solo me quedan veinte agentes a quienes confiarles nuestras vidas. Se trata de catorce hombres y seis mujeres; doce, residentes en Estados Unidos; los otros ocho, dispersos por Irán, Irak y los Emiratos Árabes. Y tenga por seguro que, a estas alturas de la sublevación contra Kent, si alguno de ellos decidiera seguir los pasos de Burke, mañana mismo podríamos estar abonando con nuestra carne la tierra del desierto de Utah.

—Pero eso no ocurrirá, ¿verdad?

—Confiemos en que no.

—Esa respuesta no me basta.

—A mí tampoco, señorita Greenwood. A mí tampoco.

—¿No puede darme ningún motivo de esperanza para convencerme de que en veinticuatro horas seguiremos vivos? No sé…, algo en lo que creer, algo que me ayude a levantarme mañana con la certeza de que las cosas saldrán tal y como las deseamos…

El agente me dedicó una inacabada sonrisa, que percibí un tanto forzada:

—Claro. Pero antes pongámonos en antecedentes: con Herta y Brandon Townsend metidos en el Majestic, la CIA de Reynolds ha controlado todos nuestros movimientos desde el principio de la misión. Sepa que gracias a usted y a su amnesia, Collins, mis hombres y yo hemos seguido manteniendo viva la esperanza. Al sacarla del hospital, y tras su coma de tres días, conseguí esconderla de Reynolds, de Kent, con el simple hecho de devolverla a la cotidianidad de su vida marital. Su propia casa, su empleo en la cafetería nos sirvieron a Collins y a mí como lugares clave, escondites para mantenerla alejada de la CIA de Reynolds, hasta que decidimos atraerla por segunda vez al Majestic. Sepa que Reynolds y Kent han esperado su recuperación todo este medio año como fieras al acecho entre la maleza. Pero ante la reciente desaparición de la llave de Zharkov se han obligado a saltar sobre usted, a darle caza antes de tiempo, sobre todo para no vernos a Collins o a mí en poder de la tercera y última llave que abra la clave.

—¿Adónde quiere llegar?

Cromwell carraspeó y dirigió toda su atención a mis ojos:

—Haciendo un improvisado resumen en esta mañana, las cosas pintan de este modo: los dos espías predilectos del enemigo, detenidos. John W. Kent, por primera vez con el agua al cuello. La llave de Zharkov en nuestras manos; la llave que le robó usted al presidente, a tiro de piedra de su recuerdo, que al parecer va poco a poco recomponiéndose. Solo nos queda capturar la tercera llave en poder de un anónimo empresario de armas. Un paso más para hacernos por fin con el secreto de la clave. Creo que por hoy, señorita Greenwood, podemos darnos por satisfechos.

Me convenció. Al menos para aguantar veinticuatro horas más la tensión y la angustia de sentir a todo el sistema defensivo de mi país contra mi persona.

Frente a Patrick Cromwell, el jefe-espía huido, bien entrada en su cuarentena, pelo enroscado y porte elegante, me insté a retomar la cuestión acerca de la posible muerte de Craig Webster, un asunto que llegaba a conmoverme especialmente.

—Siento decirle que Brandon Townsend tampoco le mintió a ese respecto —afirmó el agente—. Efectivamente, encontraron el cadáver de Craig Webster en la bahía Chesapeake, hace un par de días.

—Brandon me comentó que una trabajadora del Golden, infiltrada por los Zharkov, delató a Webster, a quien vio charlar varias veces con Cameron en el Golden.

—Puedo asegurarle que Cameron Collins jamás ha pisado el Golden. Como también puedo confirmarle que no existe ninguna mujer que conozca a los Zharkov ofreciendo su servicio allí. Dispongo de los nombres y apellidos de las diez mujeres, incluida usted, que han trabajado en el Golden en los últimos seis meses. Y para su información, todas estadounidenses, mujeres libres, sin ningún tipo de coacción para ejercer su trabajo y con identidades cuidadosamente contrastadas. Es más que improbable esa teoría.

—¿Está insinuándome que los Townsend mataron a Craig?

—Esa puede ser la conclusión más acertada. Como usted me ha contado, Brandon Townsend ha trabajado durante este último tiempo en la barra del Golden sin que Collins o yo lo sospechásemos. Bajo su disfraz de simpático barman, la cercanía con Webster sería más que considerable. Entre wiski y wiski, Craig podría haberle relatado a Brandon su estrecha relación con Collins. En su día se lo comenté a Cameron: ese Webster nunca me gustó como aliado de la misión. Era un playboy caduco que amaba demasiado la noche, y la experiencia me ha enseñado que a ese tipo de hombres no hay que dejarles mucho tiempo las llaves de tu casa.

—Empiezo a pensar que en la noche anterior a la detonación del Majestic, Brandon, recién llegado conmigo tras el amerizaje en la presa, obligó a Webster a confesarle el actual escondite de Collins en su hotel.

—Y en un par de horas, el topo de los Townsend en la mafia de los Zharkov, ese tal Gustav del que usted me ha hablado y del que disponemos de referencias, acercó a Viktor esa información. Con Collins localizado en la planta veintitrés, la detonación se produjo a la mañana siguiente, y John W. Kent, mediante el uso indirecto de la venganza del ruso, se quitó de un plumazo a Collins.

—Zharkov, otra víctima de la manipulación del presidente…

—Tenga por seguro que Zharkov no tiene ni idea de la división actual de la CIA y considerará a Collins un eslabón de la cadena de atracción del presidente Kent para hacerse con el poder de la clave, aparte, por supuesto, de achacarle a Cameron la autoría del asesinato de su hermano Alekséi en el jet ruso. Cabe pensar que desde la muerte del hermano la cordura se mantiene a buena distancia de él. ¿Qué le importa ahora a ese tipo la estabilidad de la clave y su alianza con Kent? Hoy por hoy, Viktor está enajenado, no le importa ya nada… Solo busca venganza contra el presidente y la destrucción del país que ha causado su desgracia familiar.

Caminé por la habitación intentando dar una conexión lógica a los acontecimientos precedentes al momento en el que la cúpula del Majestic saltó por los aires:

—El día anterior a la explosión —murmuré—, me encontraba en Broken Bow. Allí recibí un mensaje de Brandon desde el número privado de Cameron… ¿Cómo pudo hacerlo?

—En la central de Langley disponemos de Athox, un sistema de captación de frecuencias, algo inferior al Echelon de la NSA, pero capaz de localizar cualquier número móvil activo en un radio ambiental terrestre ilimitado. Una vez aislada la señal, podemos extraer la agenda de contactos del número en cuestión y hacernos pasar por su propietario.

—Con el envío de ese mensaje, Brandon se aseguró así de mi ausencia en el interior del Majestic el día que había elegido Zharkov para detonar su bomba…

—Es una opción. Con el envío de datos desde Athox a cualquier móvil, el usuario, en este caso Townsend, puede localizar de forma inmediata las coordenadas exactas donde se halla el aparato receptor del mensaje. No olvide su papel de…, cómo denominarlo…, ¿portadora mental? Usted es la única persona que puede llegar hasta la llave de Kent y proteger su cabecita ha sido para nosotros y para el bando contrario el gran leitmotiv común.

Cada palabra, cada sílaba venida de Cromwell era succionada por mi cerebro dándole un progresivo orden al caos de nombres, acciones y conceptos en torno a la magnánima conspiración de Estado que clamaba mi detención y mi más que plausible asesinato.

Otro flanco que exigía aclaración era la participación real de Cameron en todo ese devenir de acontecimientos que había transformado mi vida en un huir sin destino. Respecto al asunto de hacerme regresar cual cobaya al Majestic Warrior, Taylor había optado por ocultarme la verdad —en perjuicio de Cameron— con la idea de tenerme para sí mientras mi memoria daba indicios de su recomposición.

Fue allí mismo, en esa habitación de motel, donde el propio Cromwell me confesó que había sido él, y no el señor Collins, el artífice que, en solitario, llevó a la práctica el plan que me atrajo a pisar el Golden por segunda vez. Un plan elucubrado al margen de Cameron, pues este, cargando con la culpa de haber ayudado a involucrarme en la misión contra Kent (provocando así nuestro frustrado asesinato en la carretera 77) se obligó, en segunda instancia, a separarse por siempre de mí con tal de trabajar y hacer efectiva mi desvinculación total del peligro que sobre nuestras cabezas se cernía.

Analicé la esbelta silueta de aquel hombre de la CIA, como recién sacado de un episodio de esas series policiacas de la NBC de tanto éxito. Y con el culpable de todas mis desgracias enfrente, me sorprendí sin ánimo de escupirle a Cromwell una sola palabra de ira o rencor. Portador de una cautivadora honestidad, mi credulidad se vio redimida al suave vaivén de su hipnótica mirada azul mar, con lo que se dedujo como suficiente la insinuación de mi perdón acoplado a evidentes y solapados silencios.

Ahí lo tenía, sentado ante mí, Patrick Cromwell, el hombre que finalmente había comprado la sobornable mezquindad de Larry para urdir mediante el ordenador de casa el cebo que arrastrase a su esposa hasta el Majestic: la foto convenientemente trucada de Cameron y Denise. Patrick Cromwell, el hombre que consiguió la liberación de mi tía ocho meses antes de que lo hiciera el estado de Oklahoma. De ese modo y junto a Gloria, el Majestic llegó a envolverme con ese calor de hogar jamás sentido ni disfrutado junto a Larry.

Agregadas al mea culpa de Cromwell, sobrevinieron justificaciones a beneficio de Cameron, siempre al margen de toda acción que me ligara a la misión; siempre obsesionado por mi protección. Tras sobrevivir ambos al accidente en la carretera 77, el cometido de Cameron conmigo no había sido otro que alejarme del peligro que suponía para mí permanecer a su lado, algo que su compañero Cromwell subestimó con el fin de que mi recuerdo algún día pudiera acercarle a la llave perdida de la clave.

¿Debía creer que Cameron no había tenido nada que ver en esa vil maquinación de soborno y mentiras? ¿Que jamás él había buscado en mí un interés particular por hacerse con la llave robada al presidente?

Esta vez mi percepción no se detuvo en la mera escucha, sino que abordó la intuición a riendas de lo sentido. Si Cameron Collins no había participado en aquel basto atentado contra mi inocencia, habría de hallar en sus ojos la confirmación final; ahondar en el reflejo de las pupilas y tener la suerte de vislumbrar el ahogado esplendor de aquella alma adolescente que una vez había quedado al descubierto a mi sentir, a nuestros quince años, en confidencias con la tierra de Broken Bow.

A los veinte minutos cumplidos de su marcha, Cameron regresó a la habitación.

No dijo nada. No nos miró. Sin deshacerse del parapeto frontal que a la indiscreción de su mirada le concedía su gorra de los Lakers, se tumbó en la otra cama. Con absoluta indiferencia a su entorno, se bajó la visera al máximo del roce con la nariz y permaneció así durante la siguiente media hora, en la que Cromwell y yo aprovechamos para desparramar, sobre la mesa de madera, toda la documentación disponible en la carpeta rescatada del sótano de aquella cabaña.

La acritud de Cameron llegó a eclipsarse ante la atención de Cromwell, absorbida por los nombres e historiales que aparecieran en torno a la llamada Orden de los Skull & Bones. Su lectura se detuvo más tiempo de lo esperado en dos párrafos, uno escrito por mí, el otro extraído de una de las webs que me sirvieron para contrastar información, una documentación venida a mis manos en un tiempo sin memoria:

Algunos historiadores sugieren el ingreso manipulado de unos cuantos integrantes de Skull & Bones en la filas directivas de la OSS (Office of Strategic Services), antiguo servicio de inteligencia estadounidense que, tras finalizar la Segunda Guerra Mundial y con el presidente Truman al mando, pasó a llamarse CIA. De hecho, existe un número desproporcionado de Bonesmen adheridos (a lo largo de los años y pese a los cambios de gobierno) a la cúpula de la comunidad de inteligencia. Antiguos directivos de la OSS, o CIA, marcados por las directrices de los Skull & Bones, han pasado a sentarse en el sillón del Despacho Oval, o bien tuvieron el camino libre para acceder a la Asesoría de Presidencia. […]

La Orden llama la atención por encarnar la quintaesencia del medio social más favorecido de Estados Unidos y cuyos puntos de vista están muy lejos de representar el ideal democrático al que aspira el resto de su población. Capitalistas partidarios de un seudoliberalismo y defensores de los valores de libertad que supuestamente defiende su país. Comoquiera que sea, esta orden secreta sigue siendo la fachada más evidente del puritanismo más acérrimo, enemigo de clase que representa la aristocracia imperial de Estados Unidos. […]

Indagué en la figura encorvada de Cromwell; sentado al borde de la cama, no cesaba de escudriñar cada letra, cada punto o coma plasmados en la hoja que abordaban sus ojos.

—Tenía cierta idea de toda esa leyenda que rodea a los Skull —me adelantó Cromwell al término de su lectura—. Incluso conocía la influencia de esta orden en la CIA. —Pero lo que nunca llegué a imaginar es la autoridad ilimitada con la que actúan sobre los poderes de la nación. ¿No recuerda la procedencia de toda esta información? ¿El lugar al que acudió usted para documentarse sobre este tema?

Negué con la cabeza y repuse:

—Si hay aquí alguien sorprendido por lo que se descubre en estos informes soy yo. Puedo asegurarle que los comentarios a los márgenes de estas páginas están escritos de mi puño y letra. Pero no recuerdo ni cuándo los escribí, ni la cara o voz de quien me ayudara a escribirlos, o lo que me es más sorprendente, llegar a razonarlos en el contexto en el que están incluidos… Leo todo esto y me parece una película de ciencia ficción, como si esa orden, los Skull & Bones, fueran unos alienígenas venidos a adueñarse del planeta… Dígame, ¿qué personas en su sano juicio pueden querer dominar el mundo con tanta arrogancia, tratando de «bárbaros» al resto de los humanos?

—Se sorprendería descubrir un buen número de ese tipo de personas repartidas por su vecindario. La mala distribución de la riqueza en este mundo es un ejemplo de ese avance «extraterrestre» al que usted alude. Pero intuyo que los verdaderos alienígenas tienen más cerebro, o por lo menos más conciencia que muchos de los que aquí se nombran.

Cromwell señaló con un índice los nombres de los quince miembros pertenecientes al curso de 1980-81:

1. Charles L. Townsend 2. Steve Renbeck 3. Peter T. Jensen 4. Viktor Zharkov 5. Paul. L. Walker 6. Scott McCallister 7. Richard C. Wyman 8. Jason Howells 9. Eric Smith 10. Warren F. B. Miller 11. Adam Reynolds 12. David H. Johnson 13. Thomas Nielsen 14. John W. Kent 15. William P. Jackson.

En ese repaso junto a Cromwell descubrí un nuevo nombre que había logrado escabullirse en mi estudio en solitario: Adam Reynolds, actual directivo de la CIA y principal enemigo de la coalición rebelde de Cromwell y, dicho sea de paso, íntimo amigo de John W. Kent desde que «casualmente» coincidieran ambos, a finales de los setenta del siglo pasado, en clase de Económicas en Yale.

—Así que estáis todos aquí… —dijo para sí el agente mientras observaba la foto de los quince jóvenes de recta pose, girados a la cámara—. Cualquiera hubiera dicho que con esos trajecitos de niño rico jamás romperíais un plato…

Cromwell me invitó a realizar con él una identificación de las personalidades encontradas en la foto y conectadas, décadas más tarde, por las circunstancias concernientes, con la clave Ishtar:

John W. Kent, vicepresidente de los Estados Unidos en 2008. Convertido en el principal dirigente de la Casa Blanca el 10 de enero de 2014 tras la muerte accidental del presidente Murray.

Viktor Zharkov, capitán de la mafia Zharkov secundada además por su único hermano Alekséi, poseedor de la segunda llave de la clave en el momento de su muerte.

Otros dos hombres no vinculados directamente a la clave, pero que sí se les podía denominar protectores de ella, compartían posición fotográfica con los dos anteriormente mencionados:

Charles L. Townsend, padre de Brandon. Predicador y cabecilla de The Fellowship Foundation durante diecisiete años. A finales de enero de 2014, nombrado asesor principal de la Presidencia de Kent.

Adam Reynolds, cabeza exponencial de la CIA desde el año 2004 y, en palabras de Cromwell, máximo aliado de Kent en su escalada al poder de Estados Unidos. Muy probablemente junto a Reynolds Kent viera el camino libre para la creación secreta de la clave en 2009, año en el que se encargó de hallar a dos aliados necesarios, pero suficientemente discretos y cercanos como para compartir con ellos aquella información que decidieron, de mutuo acuerdo, esconder en la clave Ishtar.

—Falta uno —dijo Cromwell a su enésimo repaso de la lista de quince nombres de aquel curso de los Skull & Bones.

—¿Uno? —repetí con la mirada puesta en la inmovilidad de Cameron sobre la cama adyacente.

—Claro. Falta el nombre del tercero en discordia, el nombre del fabricante de armas al que nadie ha podido ponerle cara hoy por hoy. El último integrante de la clave, el hombre que esta tarde secuestraremos, torturaremos y quizá mataremos en caso de que se resista a darnos su llave.

La última de las llaves para hacerse con los secretos de la clave.

—Acaba de prometerme que no va a matar a nadie más…

Él me miró con cierta guasa. Me estaba tomando el pelo y yo había caído como una idiota.

—Secuestrar, torturar, matar…, ¿con cuál de estos verbos podría sentirse su conciencia más cómoda para el resto de sus días? —me propuso.

—¿Secuestrar?

—Bien. Usted ha elegido el destino de ese tipo. Secuestrarle, eso haremos, ¿o prefiere el concepto de detenerle?

—No. A estas alturas, la detención para estos cabrones suena demasiado benévola… Secuestrar con un par de bofetadas incluidas creo que no estaría mal para empezar…

—Con razón Collins me avisó esta mañana de que no le diera a usted ningún arma de fuego…

—Será que él no me ha visto ya con alguna.

—Y espero que sea la última vez… —soltó Cameron de improviso desde su retiro.

Cromwell lanzó una mirada de sorpresa nacida de su afilada ironía:

—Vaya… Me alegra saber que no ha entrado ningún fantasma con gorra por esa puerta, sino que llevamos un buen tiempo disfrutando de la compañía del señor Collins. Ha sido muy productiva su aportación a la investigación que la señorita Greenwood y yo estamos llevando a cabo en esta mañana de miércoles. No deje de aportar tanto de sí mismo a la operación o nuestras vidas podrían correr un grave peligro sin sus ingeniosas ideas…

—¡Vete a la mierda, Cromwell! —Cameron saltó de la cama y apuntó con un dedo a la frente de Cromwell—. ¡Tú fuiste quien me indujo a meterla en el Majestic! Así que no pretendas ahora que presencie cómo le vuelves a lavar la cabeza con tus aires de mártir suicida. ¡Estamos jodidos, Cromwell, desde el principio! Ella no debería haberse quedado con nosotros…

—No la obligamos, lo sabes —le contestó el agente—. La impulsaste a que reflexionara sobre los peligros que conllevaba convertirse en Amanda y ella tomó su decisión al respecto. Se integró en la operación como la mejor espía que jamás hubiera conocido. Parecía haber nacido para ello, tú mismo me lo dijiste.

—¡Me engañaba a mí mismo, joder! ¿Qué coño querías que te dijera? ¿Que me encantaría haberla visto con esa pinta de furcia delante de Kent, eh? ¿Que por qué no habíamos aplaudido o brindado mientras el viejo se la follaba en provecho de tu jodida misión?

—¡Ya era tarde para arrepentimientos, Collins! Nadie iba a dejar que Greenwood abandonase su posición… Lo hemos hablado infinidad de veces, coño.

—¡Sabías muy bien por qué esta mujer jamás abandonaría la operación! Y eso no es excusa para utilizar a nadie y menos enfrentarle a su propia muerte. —La furia de Cameron cruzó la habitación hasta detenerse frente a la puerta del cuarto baño—. ¡¿Ahora quién cojones va a sacarla de esta mierda?! ¿Tú? ¿Yo? ¿Tu puta veintena de agentes contra los cientos de miles a la voz de Kent? Nunca debimos unir mi plan con el tuyo. Me hubiera bastado mi sola gerencia en el Majestic para acercarme a la Casa Blanca y rendir cuentas. No, tuve que prestar oídos al pobre sobrino del presidente muerto y dejarme inducir por él, por su privilegiada posición en la CIA. ¡Pura mierda me soltaste, Cromwell! ¿A quién querías engañar? Solo a mí, supongo, porque lo que se dice al bando de Kent, más que engañarlos, los has hecho reír a todos con tu caída de ojitos hacia Herta Grubitz.

—Será mejor que calles esa boca antes de que te arrepientas… —amenazó Patrick aún con su contención nerviosa en permanente asiento a mi izquierda.

—¿De que me arrepienta? Si arrepentido estoy, ¿no me ves? Arrepentido de pisar este motel de mierda en la víspera de que nos manden al infierno, arrepentido por haberme fiado de tu sobrado talento como espía, puesto en evidencia por ese polvo que te negó la puta de Grubitz. ¿Arrepentido? Sí…, arrepentido de haber hecho de esa mujer que tienes al lado una loca suicida a la que ahora todo el Gobierno quiere dar caza… Pero tú no entiendes nada de lo que te digo… —Cameron miró al suelo y nos soltó una sonrisa lastimosa—. ¡Qué coño vas a entender tú! Eres un puto loco de la CIA como todos los demás. Os basta que un ratón os cruce entre los pies para apretar el gatillo y exponer a las balas a todos los que os siguen… —Nos dio su espalda en su camino hacia el baño—. Maldito cabrón…

A medio trayecto, Cameron se inclinó para asir una de las cuatro o cinco bolsas de equipaje que rondaban por el suelo. Después se introdujo en el baño y cerró de un portazo.

El ambiente quedó enrarecido por el enfrentamiento de los dos hombres. Sin despegar las manos unidas sobre el regazo, levanté la mirada a Cromwell, quien aún no había digerido la escena de rebeldía montada por su aliado en toda esa misión contra la regencia de Kent.

—Por alusiones quisiera hablar si se me permite… —propuse amparada en el susurro. Cromwell giró su cabeza hacia mí y esperó a que volviera a despegar los labios—. Entiendo que usted cazó al vuelo mis sentimientos hacia Cameron. Quiero decir, que antes de que me involucrara en la misión de robar la llave al presidente usted era consciente de mi…

—… amor por Collins. Claro… —me interrumpió—. Era consciente de lo mucho que usted le quería, y de lo que Collins sentía por usted.

—¿De lo que Collins sentía por mí?

—¿Me está tomando el pelo? ¿Es que no le ve? Ahí le tiene, como un animal sin control maldiciendo el día en que usted accedió a ayudarnos. —Patrick se levantó del borde de la cama y se sirvió de la nevera un wiski solo. Al derramar el líquido en su vaso levantó los ojos y me miró bajo un completo mutis. Caminó hacia mí. Volvió a sentarse a mi izquierda, en la cama donde yo había estado sentada toda esa mañana. Tomó un sorbo de su wiski y me dijo—: Collins la ama mucho más de lo que usted pueda imaginarse, desde que tenían quince años, ¿no es así? En un refugio para librarse de los tornados o algo parecido…; ¿no fue ese el lugar donde se conocieron? —A su pregunta, asentí tímidamente. Él dio su segundo sorbo al alcohol convertido en su desayuno—. Ese es el gran hándicap de Collins: amarla sin saber evitarle el peligro. No soportaría verla morir por su culpa. Pero como ya le he dicho, no hay vuelta atrás; o está bajo nuestra protección o morirá si la exponemos a ojos de otros, a menos que quiera acabar usted con su propia vida, cosa que, ya le adelanto, impediré a toda costa.

—Le he oído decir que antes de que me convirtiera en Amanda yo accedí a ayudarles de buena gana…

—Eso es. Ni el mismo Collins sería capaz de hacerla bajar del tren que la llevaba directa al robo de la llave del presidente Kent.

—Bien…, pero ¿cómo Cameron llegó a contactar conmigo después de diecisiete años?

—A través de su hermana Johanna.

—¿Qué…?

—Desde 2002, Johanna Greenwood era una de las principales ingenieras informáticas de la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional administrada por el Departamento de Defensa con sede en Fort Meade, a treinta y tres kilómetros de Washington. —Cromwell detuvo su discurso ante la blanca incredulidad de su interlocutora—. Observando su cara, era de lógica pensar que su hermana no la había hecho partícipe de esta información…

Tragué saliva y dije:

—Sabía que desde el 11-S Jo trabajaba para el Estado, pero en tareas relacionadas con el control informático para los ayuntamientos de Maryland…

—Efectivamente… Ese ha sido durante estos años su empleo tapadera como empleada civil en el Departamento de Estado. Entienda que una agente especial anexa a la NSA, como era su hermana, no puede constar en ninguna base de datos…

Respiré hondo. No iba a permitir que la situación derivara hacia ese punto de surrealismo.

—Mire…, creo que se equivoca…

Patrick se preparó para arrebatarme el último rescoldo de la ingenuidad que mi espíritu aún retenía intacto. Me arrojó una expresión casi paternal, y me hizo sentir completamente imbécil.

—Desde ya le pido que perdone a su hermana —dijo—, puesto que la dirección de la NSA la instaría a mentir a su familia y amigos respecto a su labor secreta para el Gobierno. Es una prioridad proteger a los nuestros cuando se trata de un oficio que compromete la Seguridad del Estado.

—¿Qué está intentando decirme…? ¡Maldita sea! No siga metiendo a Johanna en esto.

—Al contrario. En realidad fue ella quien acabaría metiéndonos a todos en este asunto de la clave. Como le digo, su hermana llegó a convertirse en una de la principales ingenieras informáticas de la NSA. Nada más hacerse con la vicepresidencia del país, Kent urdió su plan para la creación de la clave, y en enero de 2009, junto a sus aliados en la NSA, encargó la creación de las tres llaves a Johanna Greenwood y a otros dos de sus compañeros del departamento de ingeniería.

—Eso es imposible, Cromwell.

—Su hermana es indirectamente la máxima responsable de que usted, Collins y yo estemos ahora esquivando balas. Claro que, en el mismo proceso de creación de la clave, Johanna Greenwood no tendría ni la más remota idea de a quién irían destinados esos tres artefactos, o bajo qué propósitos se utilizarían. Ella se limitó a cumplir órdenes, nada más. —El agente contempló mi escepticismo, cuya contención me había dejado con la boca semiabierta. Prosiguió con su discurso, esta vez apoyándose en tres dedos ahora estirados—. Johanna Greenwood, Henry Boyle y Mark Smithson, nombres de los tres ingenieros de la NSA a los que encomendaron, bajo secreto, un encargo venido del director de la CIA, Adam Reynolds, viejo amigo del recién nombrado vicepresidente Kent. No había que pedir más explicaciones para llevarle a casa el pedido al cliente, ¿no cree?

—Dice que Cameron contactó con Johanna…

—Sí… y no. En realidad, Johanna jamás vio a Collins en persona. Y Collins… Él me localizó por una cuestión personal que deseaba resolver también relacionada con la Casa Blanca y…, en fin, yo acepté a ayudarle a cambio de que colaborase conmigo en mi cruzada contra el presidente. En realidad, nuestros caminos estaban destinados a cruzarse por el parecido de nuestros objetivos. Pero ese es otro tema… —Aspiró el aire que le ayudaba a centralizar su conversación—. Antes de que Collins pudiera toparse con Johanna Greenwood, nos decantamos por investigar el proceso de creación de la clave; había que forzar una entrevista privada con los artífices del ingenio para que nos acercaran a los planos de construcción y a las maneras de uso. Estudiamos los tres historiales de los ingenieros responsables. Pero de inmediato vimos que las tres posibilidades de éxito acabarían reduciéndose a una sola: dos de los tres ingenieros artífices, Henry Boyle y Mark Smithson, integraban el grupo de las treinta y siete personas que perdieron la vida en el Air Force One. Más tarde supe que, en diciembre de 2013, ambos habían sido ascendidos y enviados al departamento informático de la Casa Blanca, y que aquel fatídico día debían cumplir jornada junto al presidente Murray. Johanna Greenwood se convirtió, pues, en la única y primera referencia para adentrarnos en lo que significaba la clave para el resto del mundo. Desde mi despacho en la agencia indagamos en el historial de su hermana. Para nuestra sorpresa, había abandonado su puesto en la NSA hacía un mes. De un día para otro, renunció a una vida entregada a la Seguridad Nacional por otra bien distinta: la de una común ama de casa en el privilegiado barrio de Georgetown. Pero ¿cómo no hacerlo…? Christopher Wyman, magnate de la ingeniería moderna para el Ejército, todo un partidazo, ¿no cree?

—Ahora Johanna es feliz —le informé con la autoridad justa que le hiciera comprender que no deseaba ver a mi hermana de otro modo.

—No lo dudo, y ni yo ni mis hombres seremos los que amenacen el estado de buena ventura marital de su hermana, créame. Pero he de decirle que en vista de la estrenada vida de Johanna tuvimos que adentrarnos en todas sus antiguas y nuevas referencias, tanto sociales como burocráticas: infancia, familia, amigos, IP de su ordenador, marca y matrícula de su coche, todo.

—Y es ahí cuando yo aparezco en escena, ¿no?

—Su nombre, Madison Greenwood, única hermana de nuestro posible salvoconducto, había sido escrito de forma casual en el informe de investigación; pero Collins no llegó a leerlo hasta más tarde. No fue hasta que mandé a uno de mis agentes a fotografiar el día a día de su hermana por Georgetown. En una de las fotografías a las que un día accedió Collins aparecía usted acompañando a su hermana en una tranquila tarde de compras. Collins la reconoció al instante, y el cielo volvió a abrirse para todos. Cierto era que las conexiones de Johanna con la NSA habían quedado por completo anuladas, y qué decir tenía que secuestrar a la esposa de un asociado al Departamento de Defensa no sería más que complicarnos la existencia. Nos sobrevino entonces la esperanza del posible reencuentro de Collins con su amiguita de Oklahoma, al margen de esos diecisiete años sin saber nada uno del otro.

—Me sustituisteis por Johanna…

—Fue todo muy rápido. Collins se presentó un día en la cafetería donde usted trabajaba y allí volvieron a recordarse mutuamente el amor que se profesaron de adolescentes. Ninguno de los dos había perdido ni un ápice del recuerdo que los unió. A los dos días de su reencuentro con Collins, usted estaba dispuesta a dejarlo todo por él: su matrimonio, su trabajo, su casa… Tengo que decirle que Cameron jamás se habría presentado delante de usted si no hubiera sido por mi insistencia, aunque la afección que Collins sintió tras su reencuentro hizo el resto…

—¿Afección?

—Ya se lo he dicho. Cameron ha disfrutado de unas cuantas mujeres en su vida, pero ninguna ha logrado ocupar el hueco que su amor le dejó. En resumen, el señor Collins sigue tan enamorado de usted como la vez en la que lo encontró siendo un chiquillo perdido en Oklahoma. Y verla de nuevo en el punto de mira le está haciendo perder los estribos… —El rostro de Cromwell palideció de repente. Desvió su atención a aquella parte de su mente que le había obstaculizado repentinamente el habla. Recuperó su interés por las hojas de papel esparcidas por la mesa—. Joder… Wyman… Wyman… ¡Joder, lo teníamos delante!

—¿Qué es lo que pasa?

—Christopher Wyman, el marido de su hermana… —dijo con su lengua entorpecida por un enaltecido estado de nervios—. El padre… El padre de Christopher…

—¿Qué pasa con él?

Cromwell me acercó la lista de los quince nombres elegidos para la cohorte de 198081 de los Skull & Bones. Me obligó a volver a repasarla:

1. Charles L. Townsend 2. Steve Renbeck 3. Peter T. Jensen 4. Viktor Zharkov 5. Paul. L. Walker 6. Scott McCallister 7. Richard C. Wyman 8. Jason Howells…

Richard C. Wyman… El número 7.

—Pero esto no quiere decir nada… —le adelanté consciente del grado de paranoia germinado en todo lo acontecido en la última hora.

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde el casamiento de su hermana?

—Ocho, nueve meses… Pero…

—¿Y cuánto duró el noviazgo de su hermana con Christopher Wyman?

—Estu… Estuvieron muy poco… No sé si llegó a los dos meses. Pero no desvaríe, Cromwell. Puede ser una coincidencia… —repuse airada—. ¿Cuántos cientos de miles de hombres apellidados Wyman habrá en este país?

Cromwell no contestó. Me llevó hacia el pequeño escritorio apoyado en la pared del fondo. Levantó un plástico negro. Lo dejó caer al suelo. A la vista se desplegó sobre la mesa todo un arsenal informático: dos portátiles, una impresora, un escáner, una torre de tamaño mediano que supuse un servidor a conexiones exteriores, un extraño aparato metálico similar a un módem… Todo conectado por una decena de cables enmarañados tras las pantallas de los ordenadores. Me invitó a sentarme en una de las dos sillas frente al escritorio.

El agente tecleó frenético uno de los teclados. El buscador de Google le concedió al instante el acceso a la página web oficial de Wyman Technologies, empresa que heredó Christopher a la muerte de su padre hacía ya casi un año. Cromwell tomó aire:

—El grado de coincidencia se reduce si le digo que el nombre de pila también corresponde con el mismo que eligió la abuela de su cuñado para su hijo, o sea, el padre de Christopher, Richard C. Wyman.

La página web de Wyman Technologies comenzó a desplegar toda su pompa y honorabilidad en la pantalla. Cromwell dejó de lado el menú correspondiente a la presentación de proyectos tecnológicos para el Gobierno, y llevó el puntero a colocarse sobre el archivo que contenía el árbol genealógico de la empresa. La siguiente página acabó desplegando las fotos de los dos hombres, padre e hijo, encargados de la antigua y actual gerencia de la principal empresa al servicio del Departamento de Defensa. Dos fotos, grandes, de medio cuerpo. A la derecha de la pantalla, el rostro de Christopher se mostraba muy atractivo y sonriente. Casi dulce. Algo más serio, su padre, a la izquierda; un hombre de unos sesenta años, delgado, de incuestionable presencia directiva y ojos expresivos. Bajo esa foto, una dedicatoria: «Fundador y Presidente de Honor Richard C. Wyman (1954-2014). Con el abrazo del Señor, te recordamos».

La voz de Cromwell me sobresaltó:

—¡Que me parta un rayo si el joven número siete de esos Skull no es el mismo viejo que ha dirigido Wyman Technologies durante treinta años!

Patrick me plantó enfrente la imagen de los quince pupilos de aquella orden secreta nacida en Yale. En efecto. Era el mismo hombre, la misma caída de cejas, la misma sonrisa hierática y visiblemente forzada.

—Y ahora escúcheme, Greenwood. —El desconcierto me alejaba de discernir las palabras que Cromwell me lanzaba—. ¿Johanna le habló alguna vez de retomar su trabajo en Wyman Technologies?

—¿Cómo?

—Madison Greenwood, necesito que me escuche atentamente y responda a mis preguntas. —Cromwell me tomó por los hombros, caídos al tiempo que el raciocinio—. ¿Su hermana le comentó alguna vez que iba a volver a su puesto de ingeniera informática, o que realizaría alguna otra tarea concerniente a la empresa de su marido?

—Johanna me dijo que… Había comenzado a trabajar en un proyecto que Christopher le había pedido de forma confidencial.

—¿Qué proyecto?

—Thalion, un programa de seguridad informática. Dijo que ya había trabajado en ese programa anteriormente, que un amigo de Seguridad Nacional le filtraba información a través de un canal encriptado.

—Tenemos al portador de la tercera llave de la clave.

—¿Qué…?

—Richard C. Wyman es el empresario de armas que completa la alianza de la clave. A su muerte, la llave ha tenido que pasar a manos de su hijo Christopher.

—Pero no hay prueba de eso… Creo que es pronto para esas conjeturas —le solté. Hice el amago de levantarme de mi asiento del colchón. Deseaba respirar aire fresco.

—Pero ¿no se da cuenta, Greenwood? —Cromwell retuvo mi intento de escapar de su lado—. Ante el robo de la llave del presidente Kent, a la muerte de Richard, su padre, Christopher Wyman realizó la misma búsqueda que yo y mis hombres. Fue a la caza de los creadores de la clave. Forzó un encuentro, llamémoslo casual, con su hermana. La sedujo, se casó con ella con el fin de tenerla cerca viviendo en su misma casa, protegida. Johanna guardaba consigo el origen de la clave y Wyman planeó acercarse a ella antes de que nadie pudiera hacerlo.

—Y dígame…, ¿con qué propósito Christopher iba a hacer tal cosa?

—Recuerde que le robamos a la Triple Alianza la primera de sus llaves. Y que Wyman, al igual que su amigo el presidente Kent, tiene miedo de que la clave caiga en manos enemigas. Sé que estamos dando palos de ciego, pero es probable que con ese proyecto del que me acaba de hablar, Thalion, su todopoderoso cuñado intente hacerse con todo lo atesorado en la clave gracias al trabajo indirecto de su hermana; inducir una manipulación informática de la clave para hacerla suya, y de ese modo potenciar el alcance de la tercera llave en su propiedad, en detrimento de las otras dos.

—¿Está intentando decirme que Christopher ha utilizado a mi hermana por esa miserable clave?

—No suena demasiado romántico, pero sí. Así es. Sea consciente del escaso tiempo del noviazgo y la prisa que tenía Christopher en casarse con su hermana. El matrimonio le permitiría alejar a Johanna de la sociedad que la conocía y poder así semiocultarla dentro de la mansión Wyman, cuya alta vigilancia es de sobra conocida por la agencia y el Gobierno. Un simple paso intruso en la noche por los jardines Wyman y en medio segundo la mitad del ejército estadounidense se persona en el acto. La CIA no ha logrado meter demasiada mano al clan Wyman. Las cuentas, los móviles, los movimientos informáticos de Wyman Technologies se protegen bajo un sistema de cifrado infalible, imposible de desencriptar, por algo es la principal empresa tecnológica aliada del Pentágono. Dígame, Greenwood: ¿tiene sentido que su hermana le dijera que trabajaba en un nuevo sistema de seguridad informático cuando Wyman ya contaba desde hace años con el más potente?

Contuve el aliento ante la evidencia que me mostraba el agente de la CIA. El pensamiento se me quedó bloqueado, y la lengua a duras penas reaccionaba al impulso eléctrico que le enviaba el cerebro.

—Puede… Puede que tenga razón… —susurré con sudores fríos recorriéndome el cuerpo—. Recuerdo que Johanna evitó… hablarme demasiado de ese proyecto suyo… La sentí nerviosa…

—Su hermana no querría que usted entreviera su pasado con la NSA, nada más. Christopher podría haberse inventado cualquier señuelo para atraerla e involucrarla, sin ella saberlo, en la manipulación de la clave Ishtar, el sistema de memoria y pruebas criminales que lo ataba a Kent y a los Zharkov.

Quedé absorta en mi pensamiento, presa del miedo más atroz por el destino de la única persona de confianza que me quedaba con vida.

—Johanna está en peligro… —balbucí.

—De forma permanente, señorita Greenwood —añadió el agente sentado a mi derecha—. Es necesario que nos demos prisa para…

—Tú no te mueves de aquí, cabrón —ordenó una voz a nuestra espalda.

Miré hacia Cromwell. El cañón de una pistola le apuntaba directo a la sien. Me eché hacia atrás sin dar crédito al giro de nuestra suerte.

Cameron insistía en apretar la embocadura de su arma contra el cráneo del agente con el que se había acompañado cada día, cada hora desde el inicio de su evasión. Había cambiado su vestimenta negra por una camisa a cuadros azul y unos vaqueros.

—Cameron…, ¿qué estás haciendo? —le dije sin todavía reconocerle.

Los ojos le brillaban, arrebatados.

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