Aria

Aria


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La Emperatriz Roja quedó a merced de mi voluntad, tumbada y con las dos manos asidas a la perforación de la pierna. Podrán tacharme de idiota, pero he de confesar que, aun sabiendo su gana por degollarme, me sentí culpable al asistir al dolor de esa mujer, indefensa, como un animal injustamente herido por la ley del más fuerte. La cara se le comprimía contra la tarima de roble ocultando la vergüenza de verse abatida por aquella putita aparecida de quién sabía dónde.

—No te muevas, o una segunda bala acabará perforándote el hueso de la misma pierna y ya sí que la Emperatriz Roja podrá irse despidiendo de sus andares de zorrita de mafioso, ¿has entendido?

Katrina mantuvo su silencio, apretando unos labios humedecidos por la rabia y el dolor contenidos.

Oí a la espalda un gruñido, un grito sin serlo, un clamor de ayuda sin palabra que lo hacía indescifrable. Al fondo del recibidor, un cuerpo atado a una silla, aproximado a los dos cadáveres dejados por la secuaz de los Zharkov. El rostro se le enrojecía por la presión de un trapo blanco apretado con saña. El rostro de Muhammad Abd Al Qubaisi. Con el triunfo de mi lucha contra su secuestradora, el padre de mi hijo abordó miradas de auxilio, de pánico. Supuse su contento, así como su turbación, al verme allí, a la antipática hermana de su querida Denise convertida ahora en su salvadora. No supe qué decirle. El anfitrión de la fiesta (iniciada ya sin él ciento cinco pisos más abajo de nuestra posición) reforzó su calma al atestiguar mi presencia. Su mirada se centró de pronto en mi espalda, en lo que acontecía más allá de la puerta, que daba al pasillo de la planta 108.

Apoyado en la puerta de ese apartamento, Cameron. Vestía un traje color azul marengo y camisa gris perla. El pelo conservaba la longitud precisa para cubrirle las orejas, tal y como lo llevaba, jovial y sonriente, en aquella fotografía trucada. Y allí, ahora, el mismo rostro, cargado de impotencia, desecho en el esfuerzo gestual, como si cada arruga le sirviera para mantenerse en pie un segundo más. En pocos minutos quedaría inconsciente por efecto del sedante.

Con la pistola de Katrina en la mano me acerqué a él y le hablé por primera vez tras mucho… mucho tiempo:

—Tenemos que salir del edificio…

—¿Qué coño haces tú aquí…? —me soltó con una voz tensa e inevitablemente adormecida.

—Salvarte…, ¿no te parece suficiente excusa?

—Estás en peligro. Van a matarte como no salgas de aquí pronto… Vete…

Quedé extrañada. ¿Me había reconocido al instante? ¿Por el hecho de mi sola cercanía física después de casi veinte años sin vernos? Imposible. Valentina Castro distaba mucho de lo que fuera una vez Madison Greenwood con catorce años de edad… No. Pensaría que yo no era más que una extraña, posible policía vestida de paisano o espía internacional enterada de los planes de los Zharkov contra él. Dilucidar eso era, para mi tranquilidad, lo más lógico.

Cameron se apoyó en la pared, tambaleante. Se llevó las manos al abdomen. Los ojos se movían desorientados, perdidos.

—Acabo de verlo en el tubo de la jeringa… Esa hija de puta me ha inyectado carfentanil, presurizado en microgramos… Es un opiáceo sintético… mucho más fuerte que la morfina… No sé cuánto duraré consciente… Necesitaría naloxona, o en su defecto epinefrina… No tienes nada de eso en tu bolso, ¿verdad? —se lanzó Cameron a la broma. Luego le vi torcer el gesto hacia la derrota—. Tienes que salir de aquí… ¡Vete!

—No me iré sin ti —repuse tan segura como capaz de dejarme la vida por ese hombre.

—Sabías que esta noche irían a por mí… ¿Cómo te enteraste de…?

—No voy a quedarme aquí a charlar contigo mientras Alekséi Zharkov me busca por todo el Burj Khalifa —resolví con la característica chulería de la Castro—. Así que más vale que ahorres lengua para soltar pierna.

Inestable, y con gasto de la poca fuerza que le concedían sus piernas, se acercó hasta el charco de sangre dejado por la ya menos implacable Katrina.

—¿Quiénes son esos dos? —preguntó Cameron al aire al percatarse de los dos cadáveres tumbados en un rincón, uno encima del otro.

Al acercarse emitió un gesto de dolor. Se dio la vuelta una vez que reconoció uno de los rostros tendidos en el suelo, aquel similar en características físicas a Cameron.

—Mierda… Miller, ¡joder! —Cameron se llevó las manos a la cabeza a sabiendas de que, en algún momento, su amigo y él habían perdido el control de la situación. Uno de los dos había pagado el precio más alto.

—Intentó detenerme… —me aventuré a decir—. Estaba convencido de que yo era una enviada de los Zharkov y no pude persuadirle de lo contrario. —Señalé a Katrina, a la que aún no habíamos visto moverse del suelo tras herirla yo en la pierna—. Ella le pegó un tiro antes de llamar a tu puerta… Cuando llegué a esta planta ya había matado a ese camarero…

—Salgamos de aquí… —me dijo de pronto con una imposible pero renovada fuerza en las piernas que lo condujo hasta el príncipe árabe. En ese preciso instante oímos una risa persistente, apenas sin gana, emergida de la boca de la criminal rusa. Mientras, Cameron se ocupó de quitarle la mordaza a Muhammad. Recordé la secreta alianza del príncipe con la «agencia» a la que presuntamente pertenecían Cameron y su compañero Miller. ¿Por qué razón se aliaría el príncipe con Cameron? ¿Qué fin perseguirían ambos?

Sin levantarse del suelo, Katrina reforzó sus carcajadas nerviosas que, entre lágrimas, intentó coparnos la escucha. Fue entonces cuando el príncipe entre forcejeos convulsos nos lanzó una expresión facial de absoluto espanto. Su mirada impresa sobre la grotesca imagen de la rusa deshecha en risotadas.

En cuanto la boca de Muhammad se vio libre de mordaza soltó un griterío incontenido en su idioma natal. Sus ojos desorbitados señalaron a la Emperatriz Roja, que parecía divertirse más que nunca con mi bala metida en su pierna, imposibilitada ya para alejarse del enemigo.

—¡Tiene un detonador! —bramó el príncipe, intentando desasirse de las cuerdas que le oprimían los brazos al respaldo de la silla—. ¡Esa puta tiene un detonador!

A las palabras del árabe, Cameron se acercó al cuerpo encogido de Katrina.

Lo vio.

La Emperatriz Roja sostenía un pequeño cilindro metálico en una de las manos. Una luz roja intermitente impulsada por el sonido de una alarma de toques agudos cada vez más sucesivos y rápidos.

Cameron se aventuró a desplegar los dedos de Katrina sobre el artefacto.

Ella no opuso resistencia.

Cameron giró el cilindro que contenía la mano de la mujer.

Bajo la luz roja intermitente, una minúscula pantalla digital.

Unos números marcando una imparable cuenta atrás.

Cameron abrió los ojos con el reflejo de dos dígitos cambiantes en sus pupilas: «07, 06, 05…».

—¡¡Corre!! —me gritó dándose la vuelta y dejando por imposible la liberación del árabe.

Cameron me arrebató la pistola de la mano, me tomó del brazo y me sacó casi en volandas de la habitación.

Los Zharkov cumplirían con lo prometido: sus «fuegos artificiales» darían comienzo.

Desde el pasillo atendí a las carcajadas más sonoras de Katrina. Histriónicas.

La garganta de Muhammad Ab Al Qubaisi se hinchó de pánico.

Me dejé arrastrar por la mano de Cameron.

Una última carrera.

Pero aquel pasillo no tenía salida. Un gran ventanal nos esperaba en el extremo.

—¡Salta! —exclamó Cameron en nuestra carrera.

—¡¿Qué…?!

—¡Confía en mí!

Un monumental estallido hizo que el suelo que pisábamos se partiera literalmente en dos. Los oídos quedaron sordos. La explosión de fuego alcanzó en décimas de segundo el corredor en el que nos encontrábamos. Sentí que mi espalda se abrasaba. Apreté la mano de Cameron.

Era el fin.

El arrastre de Cameron se cargó de mayor empuje pese al carfentanil corriéndole inclemente por la sangre.

Vida o muerte. Atravesar el ventanal con el empuje de nuestros cuerpos era la única salida de escape. El salto al exterior y lo que hubiera más abajo solo él lo sabía.

Por un momento percibí el estallido de las llamaradas rodearnos a ambos lados.

Una última mirada a Cameron, de despedida. Él imitó mi gesto.

Saltamos.

El cristal estalló al impacto de los cuerpos. Y la gravedad convino en hacer su trabajo.

No pude evitar lanzar un grito de terror.

La gran bola de fuego rebasó el aire de la noche por encima de las cabezas de ambos.

Los cristales del ventanal acompañaron nuestra caída con un suave tintineo en contraposición con el rugir de los muros del piso 108 del Burj Khalifa, que reventaron a gusto y placer de la onda expansiva.

Seis, siete segundos de caída libre. A dos mil pies de altura, el viento helado me cortó el aliento de súbito. Toda mi vida se me paseó por la mente en un solo instante. Las piernas, la espalda terminaron por estrellarse en una superficie que me azotó como un látigo todos los músculos. Agua entrándome por la garganta. Una piscina. Los cristales y ribetes de metal del piso 108 caían como hoja de guillotina hacia lo más profundo de la piscina. En un desafortunado acierto cualquiera de ellas me hubiera cortado en dos. Bajo el agua, mi mano perdería el contacto con la de Cameron. En la oscuridad deseé calibrar las distancias con los bordes de la piscina para salir de allí cuanto antes. Pero me vi sin fuerzas. El oxígeno abandonaba los pulmones a tal velocidad que una sola brazada suponía un paso más hacia la inconsciencia.

Sin esperarlo, un brazo venido de la superficie me tiró de la mano izquierda y me sacó la cabeza a la superficie. Inspiré como si aquel fuera el instante de mi nacimiento. Después, la laringe se colmó de tos, de ahogos. No veía nada. El cabello empapado me cubría el rostro. Alguien me tomó por la cintura elevándome el cuerpo hacia el exterior, hasta dejarme caer sobre el ribeteado metálico en el borde de la piscina.

Permanecí un par de segundos tumbada. Aire. Necesitaba aquel aire. Cameron me lanzó toda la potencia de su voz entre el estruendo producido por la detonación. Un pitido incesante en los oídos me impedía oírle con claridad.

—¡Levántate! ¡Vamos!

Intuí el peligro que suponía para los dos permanecer allí por más tiempo, aunque fueran esos segundos de más que nos ayudarían a recuperar el aire. Los infiltrados de los Zharkov en el Burj Khalifa andarían cerca. Demasiado cerca.

Por insistencia de Cameron, me aferré a fuerzas desconocidas en mi interior para ponerme en pie. Alcé la vista. En la noche, la bocanada de fuego expelida desde las alturas por las que habíamos saltado daba al Burj Khalifa la apariencia de una gran antorcha de muerte y destrucción. A kilómetros a la redonda podría llegarse a apreciar el rastro devastador dejado por la ya extinguida Emperatriz Roja, quien además se había llevado consigo la vida del padre del que sería mi primer hijo. La detonación había sido tan monumental que desde donde nos hallábamos se lograban escuchar cientos de alarmas aullando al unísono, procedentes de locales, viviendas o coches aparcados en las calles.

Habíamos aterrizado en la gran piscina exterior del hotel Armani, en la planta 76. Era un auténtico milagro que Cameron y yo continuáramos vivos. Resultaba probable que mi salvador supiera de la existencia de la profunda piscina bajo aquel ventanal, treinta y dos pisos más abajo. Increíble era que siguiéramos de una pieza. Por el contrario, no daría lógica a la acertada dirección que deberíamos tomar tras nuestro salto mortal y escapar del edificio sin que sufriéramos retención o daño alguno.

Nos internamos nuevamente en el Burj Khalifa por una puerta que había dejado abierta una pareja de casuales bañistas que abandonaba en ese momento la zona de la piscina, aterrados a consecuencia del tremendo estallido sobre sus cabezas y la posterior caída a plomo de dos cuerpos en la misma agua donde, segundos antes, se habrían comido a besos.

Cameron me tomó la mano por segunda vez y, aún empapada y expuesta al fresco de la noche dubaití, mi interior volvió a llenarse de ese característico ardor en cuanto él me daba la oportunidad de tocarle.

Tuvimos la suerte de tomar un ascensor repleto de gente en pijama o en bata instada a abandonar el edificio por la voz de evacuación que no cesaba de expandirse por altavoces y monitores. En el veloz descenso a la planta baja, varias eran las mujeres que lloraban asustadas, muchos los hombres que sudaban de puro pánico. Pero a ninguno podía oírle. Me llevé las manos a los oídos. Con los dedos apreté hacia dentro el llamado trago de las orejas. Un incesante pitido copaba mi audición. La detonación había estado a punto de dejarnos sin tímpanos. Retomé la atención en Cameron. Las piernas ya apenas le sostenían y los ojos difícilmente lograban permanecer abiertos. Era inminente. Caería inconsciente en cuanto saliéramos del edificio. Llevé uno de los brazos a rodearme el cuello. La cabeza caía lánguida, al igual que su percepción de la realidad.

Al abrirse el ascensor, la gente escapó de la cabina en estampida, forzándome a perder el equilibrio con el peso del cuerpo de Cameron sobre el costado. Ya en la calle, recompuesto el paso y sin soltar palabra, agradecí a Cameron su titánico esfuerzo por echar un pie tras otro. Hasta el último instante. Hasta el último segundo de vernos a salvo. Porque yo podría arrastrar su andar durante quinientos metros más, pero mi fortaleza mermaría de inmediato ante la posibilidad de tener que cargármelo a los hombros hasta el lugar donde nos viésemos a salvo.

A la salida del Burj Khalifa, las ambulancias, coches de policía y bomberos atravesaban a gran velocidad la avenida para acabar estacionando a escasos metros de la puerta principal por la que acabábamos de salir. A izquierda y derecha, la multitud corría despavorida, con los atentados del 11-S minándoles la esperanza de supervivencia. Todos los accesos del Burj Khalifa no paraban de vomitar gente y más gente. Y entre tanto caos, nuestra huida hallaría los recovecos necesarios para no llegar a ser interceptada por los secuaces de Zharkov. Por el momento. En los márgenes de las aceras muchos de los conductores que atravesaban Emaar Boulevard —algunos de ellos fotógrafos y periodistas— habían estacionado de mala manera sus vehículos para no perderse ni un solo detalle del posible atentado del que hablaría el mundo a la mañana siguiente.

—Subamos a… ese coche… —arrastró Cameron su habla seguida de una mirada al frente, imposible de mantener por más tiempo. De la cintura extrajo el arma de Katrina, que había preferido guardarse él antes de saltar desde el piso 108.

Me cedió la empuñadura. Enseguida supe lo que tenía que hacer.

Todo el cuerpo se me armó de valor. No había opción si queríamos salir vivos de allí. Y sin pensármelo dos veces me acerqué a los dos árabes —ataviados con su pompa blanca y cordón negro sobre la cabeza, y posibles señores del petróleo— detenidos en la cuneta, con cuello al alza, absortos en la escena de fuego y horror que se desarrollaba en lo alto del Burj Khalifa.

En mi brazo derecho, el cuerpo casi inerme de Cameron. En el izquierdo, el ímpetu que arrojó la mano a sostener en alto la amenaza de la pistola.

—¡La llave de arranque! —les grité—. ¡Denme la jodida llave!

El cañón de mi arma les apuntaba directamente a la cabeza. Por fortuna me tomaron en serio. Me cedieron la llave sin oponer resistencia. La llave de un Bugatti Veyron Super Sport. Conocía la carrocería y cualidades de ese superdeportivo gracias al gusto de Larry por los coches absolutamente inaccesibles para el 99,9 por ciento de la población mundial. Precisamente ese era el gran sueño inalcanzable de su vida, el coche de un millón setecientos mil dólares, el vehículo más rápido del planeta y el que había copado el salvapantallas de su portátil durante los últimos dos años.

Sin saber cómo me las apañaría para domar esa bestia bajo mi conducción, monté a Cameron en el asiento del copiloto con un ojo puesto en la conmoción de los propietarios árabes a los que mantuve pegados a la acera como corderitos.

Me subí al coche tan rápido como pude. Metí la llave en el contacto y el sonido de los mil doscientos caballos de potencia inspiró a mi pie derecho a hundirse de inmediato en el pedal.

En ese momento una bala impactó en la carrocería.

Dos hombres vestidos con traje negro y pajarita se acercaban corriendo, echando a un lado a todo el gentío, directos a impedir nuestra salida. Los hombres de Zharkov.

—Vamos… Acelera… ¡Acelera! —me acució Cameron, testigo de cómo los desconocidos se aproximaban de cara a nosotros.

Presioné el pie al fondo del acelerador y las ruedas abrasaron el asfalto.

Conduje marcha atrás, a lo que le siguió un violento giro en un intento por despistar a los atacantes. Las armas no cesaban de disparar una tras otra, siempre apuntadas a nuestras cabezas.

Un segundo de quietud para cambiar de marcha.

La luna trasera del Bugatti estalló en mil pedazos al sucumbir al impacto de una bala que acabó perforando el salpicadero. Aceleré de nuevo y tomé la subida de Emaar Boulevard con un chirriar y quemazón de neumáticos.

Un nuevo disparo enfilado al cuello de Cameron nos dejó sin el espejo retrovisor derecho.

Apreté las manos al volante. Tal y como me había advertido Larry —en uno de sus tediosos comentarios acerca de sus coches imposibles—, el Bugatti Veyron Super Sport atesoraba la cualidad de pasar de cero a cien kilómetros por hora en dos segundos y medio. No estaba equivocado.

Saltándome dos o tres semáforos y dejándome media rueda en el asfalto, me incorporé a la carretera por la que, según un cada vez más adormilado Cameron, debía conducir para escapar hacia vete a saber dónde.

—Toma ahora la E sesenta y seis… No salgas de ella… —me dijo señalando el cristal como si el brazo le pesase una tonelada—. Debes ir hasta una localidad llamada Al Haiyir, que está a unos setenta kilómetros de aquí.

—¿Qué hay allí? ¿Ayuda?

—Es la base de Operaciones… —me contestó—. Al entrar en el pueblo debes tomar la cuarta calle a la derecha… La última casa a la izquierda… Llama a la puerta y pregunta por Burke, Leonard Burke; es el tipo que comanda la operación…

—¿Perteneces a la CIA o algo así?

—Ellos son parte de este juego…

—¿Y a qué se supone que jugamos?

—Conduce y calla… —ordenó, como si se perpetuara su enfado para con mi presencia salvadora.

Tomé la E-66 sin más sobresaltos. La policía dubaití permanecería en sus posiciones, en la ciudad. Tanta suerte nunca había estado de mi lado. La fortuna me había reservado el lugar y el momento adecuados para conducir por Dubái a 180 kilómetros por hora, saltarme tres semáforos y tomar curvas al límite del vuelco.

La E-66 era una recta interminable en la noche, como negra cicatriz en mitad del desierto. El aire frío se colaba al interior del coche por la espalda, donde antes lucía la carísima luna trasera del gran Bugatti. Era increíble el acusado cambio de temperatura que sufría Dubái a la caída de la noche. A los cinco minutos de conducción comencé a sentir un frío muy intenso, con el cuerpo empapado por el agua de la piscina que nos había salvado la vida. Si allí, conduciendo ese coche, no habría de coger una pulmonía, sería gracias a la adrenalina que me seguía fluyendo a raudales por la sangre desde que había resuelto soltarle la primera patada a la Emperatriz Roja.

Miré un segundo a Cameron. No pude distinguirle la cara, absorbida por la oscuridad en el habitáculo. No hablaba. ¿Habría caído bajo los efectos del carfentanil?

—¿Cameron?

—Qué pasa… —me contestó un hilo de voz.

—Me conoces, ¿verdad? Quiero decir… Sabes quién soy…

—No…

—Soy Madison. Madison Greenwood. Nos conocimos en noviembre de 1997, hace diecisiete años, en Broken Bow, Oklahoma… Tú tenías dieciséis años y yo catorce… —no pude terminar la frase. ¿Qué iba a contarle? ¿Que había decidido salvarle la vida porque le debía una, o porque había sentido la corazonada de que él aún seguía amándome y por tanto podíamos casarnos al día siguiente y ser felices para siempre?—. Y, bueno…, me salvaste de una muerte segura… Esa tarde un tornado se dirigía hacia mí y tú emergiste de aquella trampilla en el suelo…

—No te esfuerces —me interrumpió—. Si una vez nos conocimos, eso solo lo sabrás tú.

—¿Cómo…?

—Me diagnosticaron amnesia global —se esforzó en vocalizar—. Hace casi un año mi coche volcó y en el accidente me dejé la puta memoria… En el hospital me dijeron que me llamaba Isaak Shameel… Sin hijos…, sin vida marital ni familiar. Una existencia volcada en el petróleo y en hacer más ricos a los podridos de dinero en el mercado bursátil… Te guste o no…, esa es la vida que me agenciaron…

—Te llamabas Cameron —le dije con tono firme—. Cameron Collins, de Chicago. Tu padre era de origen irlandés y tu madre, una cantante de ópera de ascendencia judía. Con dieciséis años sabías hablar inglés, hebreo y francés. Tu padre era el senador Arthur Collins. En 1995 sufrió una caída montando a caballo. Quedó paralítico. Su vida política se truncó y la prensa publicó que se suicidó seis meses después. Pero tú me dijiste que no había sido así… Rebecca Allen, tu madre, fue quien le metió esa bala en la cabeza; que ella eligió escuchar la ópera Turandot por toda la casa en el momento de ejecutar a tu padre… Era ambiciosa y…

—Vaya…, un buen guion para mantener audiencias… —repuso somnoliento—. Qué garantías me ofreces para que pueda creerte… Son muchos los que han querido inventarme vidas paralelas para sonsacarme un fajo de billetes.

—Solo sé que no he viajado once mil cuatrocientos kilómetros para mentir al hombre por el que acabo de arriesgar mi vida.

Cameron se pensó muy mucho lo que me diría a continuación.

—Hasta ahora esa es la respuesta más convincente que me han dado. Enhorabuena.

Respiré hondo. La sorna de Cameron comenzaba a crisparme los nervios. La cantidad de carfentanil en ese dardo-jeringa debía de ser mínima a tenor del ingenio perpetuado en la lengua de su víctima.

A la velocidad de cien kilómetros por hora, mi boca cargaría nuevos cartuchos contra el secretismo de ese supuesto amnésico.

—Me hablaron de ese accidente que sufriste en Catoctin Mountain, el año pasado… —retomé el asunto que formaba parte de mi interés—. Intentaron matarte… La CIA o los Zharkov…, no lo sé. Ibas acompañado de una mujer… Amanda Baker…

—Iba solo en ese coche. Fue lo que me dijeron… Pero haz el favor de no meterte más en asuntos que no te incumben, ¿de acuerdo? ¿Quieres que te agradezca que me hayas salvado la vida? Pues gracias, muchas gracias, seas quien seas…

—Al parecer, Amanda te ayudaba en aquello que planeabas contra la mafia de los Zharkov…

—No sé nada de esa Amanda… ¿Quién coño te ha contado todo eso…? —Cameron mitigó su tono amenazante para decirme—: No… La pregunta no es esa. La cuestión es cómo has llegado esta noche hasta mí y cómo supiste que los Zharkov nos la tenían jugada…

¿Me obligaría a exponerle mi andanza por el lugar donde había escuchado la conversación de esos dos hombres armados de amenaza y oscuridad? ¿El prostíbulo de lujo bajo el Majestic Warrior? «Sí, Maddie. Dile que por salvarle esta noche tuviste la gran osadía de convertirte en una puta de lujo, de nombre Valentina Castro».

—No puedo contarte nada —se me ocurrió contestarle—. Les debo lealtad a mis informadores…

—Vaya, solo una espía puede hablar así…; ¿lo eres?

—¿Lo eres tú?

—No…

—¿Por qué quieren matarte entonces? —le lancé.

—Hazme un favor… Si quieres que salgamos vivos de este país, no le cuentes a nadie quién eres realmente, ni lo que has venido a hacer aquí… Ni siquiera a Leonard Burke, mi contacto directo en Al Haiyir, hacia donde nos dirigimos. No nos quedará otra que unirnos a Burke para regresar a Estados Unidos de una pieza.

—Lo haré… Pero dime por qué los Zharkov andan detrás de ti… —quise saber, consciente de lo retorcido de la cuerda que me unía a su confianza—. Tu amigo Miller me había contado que el príncipe Abd Al Qubaisi era aliado vuestro… ¿Para qué? ¿Por qué?

Silencio.

—Está bien… —suspiró al fin—. Si por el carfentanil caigo antes de llegar a Al Haiyir, necesitarás una coartada delante de Burke… Así que te contaré hasta donde sé que debo hacerlo… —Los oídos se mantuvieron expectantes. El volumen de la voz caía en picado. Ahora sí que la conciencia comenzaba a rendirse al trance del opiáceo—. Has sido testigo de la operación Qubaisi comandada desde la base secreta de la CIA en Yemen por Patrick Cromwell, jefe de Operaciones en el Golfo Pérsico. El segundo de abordo y subdirector de esta orquesta es al que llamamos Leonard Burke… Yo no soy más que el cebo en toda esta pesca. Íbamos a capturar al pez gordo…, a Alekséi Zharkov. Se le vincula con la venta de armas a células de Al Qaeda en Yemen, además de portar información relativa a pisos francos de yihadistas en Saná. Por mis contactos con la realeza de los Emiratos Árabes, la CIA, desde hacía tiempo, quería sacarme partido para darle captura al ruso. Y ni hace falta que te diga que los de la plaza Roja se nos han adelantado esta noche. No sé cómo coño lo han hecho, pero han descubierto a nuestro principal salvoconducto, Muhammad Abd Al Qubaisi, el príncipe emiratí que ha dado nombre al fracaso de esta operación. —Cameron esperó unos instantes para tomar aire. Lo soltó en una sola bocanada—: Dile a Burke que Qubaisi ha muerto en la explosión, que lo apresaron minutos antes de que comenzase la misión. Impidieron al príncipe llegar hasta mí y por esa causa acabé vendido al asalto de los Zharkov. De los otros dos agentes infiltrados en el Burj Khalifa, Anderson y Davis, no sé nada… El único que tuvo olfato para intuir el ataque de los rusos fue el agente Milles…, que ha muerto por salvarme… Más tarde has entrado tú en el juego…, y lo demás ya puedes argumentarlo con tus propias palabras… —Su aliento se extinguía progresivamente—. Tendrás que informarme de cómo llegaste a saber que los Zharkov planearían mi captura… esta noche…

Un quejido. Impotencia.

—¿Estás bien? —me preocupé por su silencio de diez segundos.

—Esa hija de puta… —Intentó revolverse en su asiento, pero no pudo. Paladeó con dificultad—: Al final va a salirse con la suya… No puedo mantenerme despierto por más tiempo… —Intentó levantar la cabeza para fijar la mirada en mi perfil—. No te fíes de nadie… Algo me dice que nos han saboteado desde dentro. Debe de haber un topo metido en el comando… Eso explicaría la captura de Qubaisi antes de que la operación diera comienzo… —Cameron tragó saliva con dificultad—. Hazle creer a Burke que eres una aliada mía, ¿me oyes?, una amante si te parece; que te vinculé en la misión para tener mayor refuerzo dentro del edificio…, que eres…, que eres de Los Ángeles y que te prometí al término de la misión volver… conmigo a los Estados Unidos…, que ya sabrán más de ti en cuanto Cromwell regrese de Yemen y pida hablar contigo en la base central de Langley. Es un protocolo de seguridad de la agencia, así que podrás atenerte a él. Solo a Cromwell debes confiarte…, ¿has entendido?

—Sí…, qué más…

—Invéntate un nombre… —exhaló pausadamente—. No me fío de ese Burke…

—¿Algo más?

—Cómo… Cómo has dicho que te llamabas…, tu nombre real…

—Madison Greenwood.

—Eres una idiota, Madison Greenwood —me soltó—. Una maldita idiota…

Y en un par de segundos cayó rendido por efecto de la droga.

En la noche, conduciendo por esa carretera inhóspita, Cameron Collins (o lo que quedase de él) me había dejado sola, completamente sola. Únicamente un destino: Al Haiyir. Pocos eran los coches que transitaban en sentido contrario a esa hora, como pocos los que me acompañaron en mi dirección hacia el poblado donde había de encontrarme con Leonard Burke.

Un estremecimiento me recorrió la espina dorsal. Hacía un año que Cameron había dejado en la cuneta al chico que una vez ambos conocimos, en ese accidente en Catoctin Mountain. Nada quedaba de su anterior vida, de su pasada y única existencia… Entonces… ¿por qué me había contestado al oír su verdadero nombre al inicio de esa conversación? ¿Acaso había sido un lúcido reflejo del inconsciente inducido por el carfentanil?

* * *

Los siguientes cuarenta kilómetros los pasé con la conciencia amarrada al silencio, con el desmemoriado Isaak Shameel inconsciente a mi derecha. Ansiaba su pronto despertar por encima de todas las cosas. Porque por mucho que le había hecho ver que me atendría segura a todas sus directrices, la congoja y la desazón me carcomían a cada kilómetro que las ruedas del Bugatti dejaban atrás.

No sabía adónde me llevaba. No sabía con quién me enfrentaría.

Y el pie insistente presionando el acelerador.

Los veinte minutos de conducción a solas se me antojaron como dos horas enteras. Aferrada siempre al dirimir de esa pesadilla, al influjo de esa suerte que abogaba por mantenernos vivos, todavía. Por alguna razón sería. Nunca supe cuál.

Isaak Shameel. Toda yo puesta en sus manos. Así, sin más. Sin pensar siquiera que la amnesia pudiera haberle arrebatado la nobleza, la honestidad; crédula a toda la palabrería convenida en esa misión secreta ideada por la CIA. Y viceversa, porque en el supuesto de que Cameron realmente no me recordase, ¿cómo había confiado plenamente la vida a esa desconocida al volante? Supervivientes de la bomba, del tiroteo en plena calle… ¿Qué otra alternativa podría quedarnos a los dos?

Ayudada por un cielo raso, la luz de la luna reposaba su presencia como sábana blanca sobre la llanura desértica. Y sin embargo, el horizonte, más allá de las luces del Bugatti, se resistió a destaparme cualquier luz de esperanza, cualquier señal de vida amiga que me ayudara a rebajar los nervios.

Ante la imposibilidad de que fuera un espejismo en plena noche, agudicé la vista en aquello que a unos cien metros me mostraron las luces del coche: una barrera creada en mitad de la carretera por cuatro vehículos todoterreno. Cinco, seis siluetas en la penumbra, portadoras de linternas esperando una detención. La mía.

En mitad de la nada dubaití sentí trazarse mi fin. Agarrada al volante, me atuve a los peores presagios. La mafia de los Zharkov nos había encontrado. Preparados para abrir fuego contra el Bugatti robado. Imaginé los brazos girando el volante ciento ochenta grados.

Sí. Dar la vuelta para seguir viviendo, al menos unas horas más.

Pero ya no tenía ganas de seguir huyendo. Si no era allí, sería en otro lugar. Como me había advertido Taylor, los Zharkov eran una gente poderosa, influyente. Nadie escaparía a sus designios.

Frené progresivamente. Me dolía la garganta, oprimida de tensión, sequedad y nervios.

Detuve el coche a tres metros de impactar contra el parachoques de un Lexus negro. El haz de una de las linternas se encaprichó al momento con mi rostro. Fijo y malintencionado. Bajé la mirada. Una bala podría haber atravesado la luna de cristal en ese momento. Los sesos esparcidos por el salpicadero. Se ahorrarían la limpieza.

Una de las siluetas se acercó a mi puerta. Llevaba puesta una gabardina color camello. Debajo de ella, un traje gris marengo, con corbata roja incluida. La sombra llamó al cristal.

Dispuesta a no ponérselo fácil a mis asesinos, me limité a apretar el botón que hizo descender la ventanilla. Del Bugatti habrían de bajarme con la cabeza ya reventada.

El hombre de la gabardina, entrado en la cincuentena y con sobrepeso, de pelo cano y mirada de halcón, adiestraba una frialdad gestual nunca antes vista. Agachó el semblante para preguntarme:

—¿Habla mi idioma? —me dijo apoyando las dos manos en la ventana. Su inconfundible acento sureño, posiblemente forjado a orillas del Misisipi, me tranquilizó sobremanera.

—Sí… —asentí. El fogonazo de luz viajaba de mi cara al dormir de Cameron, una y otra vez—. Soy norteamericana, de Los Ángeles. Pero ¿puedo saber por qué han cortado la carretera? ¿Quiénes son ustedes?

—¿Qué le ha pasado a Shameel?

—¿Y usted es…? —repuse colocándome molesta una mano frente a los ojos, por si el de la linterna se daba por aludido.

—Su único amigo. Por favor, baje del coche. —Me ordenó casi en susurro—. A cuatro metros tiene una mirilla marcándole la frente. Así que no haga ninguna tontería.

Obedecí. Al situarme de pie sobre el asfalto varios haces de linternas viajaron por mi cuerpo, de arriba a abajo. Silbidos soeces y de mal gusto se oyeron al asentarse las luces sobre el pecho y el trasero bien contorneados bajo el vestido calado.

Empapada. Muerta de frío. Pero al tipo que me amenazaba parecía no importarle la tiritera que azotaba toda mi verticalidad. Un flash fotográfico parpadeó un par de veces frente a mí. Uno de aquellos hombres tendría ordenado llevarle a su comando fotografías de la inesperada acompañante de Shameel.

—No quiero que me hagan fotos… —decreté con actitud amenazante.

—Tranquila… —recabó el trajeado—. Forma parte de un simple trámite de reconocimiento.

—¿Para quién?

El hombre se empujó a endurecer el semblante a fin de hacernos comprender a ambos quién tenía el mando allí, y por tanto quién se reservaba el derecho a preguntar.

—¿Documentación? —demandó llevándome irremediablemente a su terreno.

—No tengo… —me castañearon los dientes sin lograr contenerlos—. La dejé en el apartamento.

—¿Su apartamento?

—No… He venido invitada a Dubái.

—¿Por el señor Shameel?

—Sí. Así es.

—¿Es su… chica…? ¿Su… acompañante? ¿Su…?

—Su prima lejana… ¿A que no se lo esperaba?

—Claro…

A mi salida de tono, el hombre, de ojos azul claro, enfatizó el dominio de la situación con sarcástica sonrisa. Era evidente que aquella mujer no sería más que una puta con malos humos.

—Bien…, ¿puede decirme a qué se debe que esta preciosidad mojada de pies a cabeza ande esta noche junto a Isaak Shameel?

—Son demasiadas preguntas para contestarle a un desconocido, ¿no le parece?

Vislumbrando su actitud misógina desde que había posado los ojos en mí, esperé un bofetón por su parte. Pero el viaje que hizo la mano desembocó en el bolsillo interior de su gabardina. Sacó una cartera y me la desplegó ante los ojos. Una identificación, con fotografía incluida.

—Agente Burke. Inteligencia de Estados Unidos. Amigos de su amiguito, por si le sirve de referencia. ¿Ahora podrá decirme qué coño le ha pasado a Shameel?

—Le dispararon una dosis de carfentanil. Cayó dormido hace veinte minutos.

—¿Quién? ¿El propio Alekséi Zharkov?

—No. En el edificio había más de su gente. Mandó a su supuesta novia, Katrina, la Emperatriz Roja. Ella hizo explosionar la bomba. Murió al activarla, al igual que Muhammad Abd Al Qubaisi.

—Vaya… —espetó el agente—. Trágica pérdida la del príncipe. Acabamos de enterarnos de la explosión en el edificio… Como no actuemos pronto tendremos a las puertas un conflicto internacional sin precedentes con los Emiratos…

—También murió el agente Miller… —le anuncié—. No pude detenerle.

Burke no emitió ni una mínima afección por la muerte de Miller y se concentró en analizarme, frente a él. Una prostituta a la que jamás había visto la cara, inmersa en ese mundo de espionaje de alto nivel.

—¿Y a qué se debe su aspecto de sirena recién sacada de su concha? —preguntó el agente en alusión a la contención del agua de la piscina más alta del mundo sobre mi piel y vestimenta.

—Saltamos desde el piso 108… —respondí—. Caímos en la piscina exterior…

—¡Joder!… —se asombró—. No olvide ponerle una velita a su ángel de la guarda. —El jefe compartió su diversión con el resto del equipo, al que aún no podía descubrirles la mirada a causa del incómodo efecto a contraluz de linternas y faros de los cuatro vehículos apuntando hacia mí. Enseguida, Leonard Burke recompuso su seriedad para reconducir su interrogatorio—. Entiendo que Shameel la vinculó a usted en la operación…

—Sí. Vine a Dubái con ese propósito.

—¿Desde cuándo Shameel tiene permiso para actuar libremente e involucrar a personas ajenas a la agencia? ¿Sabe alguien más de su inclusión en esta operación?

—No. O eso debo pensar.

—«O eso debo pensar…». Al parecer no tiene ni puta idea de dónde se ha metido, señorita.

—Isaak necesitaba mi ayuda, un respaldo extra por si la cosa salía mal…

—Entonces estamos ante la mujer que le ha salvado la vida a Shameel…

—No iba a quedarme de brazos cruzados.

—¿Cuánto le ha pagado?

—¿Antepone el sucio dinero al altruismo de una mujer?

—Siempre.

—Le debía un favor a Shameel…, ¿le vale con eso?

Uno de los hombres apeado del Lexus dio un aviso a Burke. Con una sola lectura de labios el director de la operación Qubaisi se daría por enterado de aquel mensaje. Después continuó hablándome, esta vez con un tono más conciliador.

—Si le sirve de utilidad, sepa que la misión no ha salido tan mal como pueda imaginarse. Hace media hora hemos interceptado la huida de Alekséi Zharkov y sus cinco hombres afincados en Dubái. Han sido capturados por nuestra unidad de combate desplegada a las puertas del Burj Khalifa. Lo que no sé es cuánto debemos agradecerle a usted por su participación en este sorprendente final. Deberá explicarme cada detalle de su trabajo en la zona, señorita…

—Castro. Valentina Castro —me adelanté—. Pero no espere a que largue por esta boquita si no es frente a Patrick Cromwell. Tengo entendido que es el jefe de Operaciones en el Golfo Pérsico y el que está al frente de esta operación. Es a él a quien debo explicar mi incursión en la operación Qubaisi.

—Veo que el señor Shameel la ha aleccionado en profundidad.

—Digamos que me informó del proceder protocolario en estos casos.

—Bien… —rio—. Y ahora, ¿qué he de hacer con usted en base a ese protocolo?

—Deben llevarme a los Estados Unidos con el señor Shameel —respondí amaestrada por la seguridad y concisión de Valentina—. Hablaremos con Patrick Cromwell a su regreso de Yemen y después, en lo que respecta a mí, me dejarán marchar.

Leonard Burke chasqueó los dedos y los cuatro hombres que le acompañaban se subieron raudos a los vehículos. Encendieron los motores. El agente se forzó a levantar la voz:

—Tenemos el avión privado de la agencia preparado para tal efecto a quince kilómetros de aquí —me dijo—. Su vuelo está previsto dentro de cuarenta minutos con destino al aeropuerto internacional de Dulles, Virginia. —Burke se acercó un tanto a mí. Acerté a olerle la halitosis—. ¿Le apetece una ducha, señorita Castro?

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