Aria

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El ascensor se detuvo en la planta 20. Salí de la cabina apretando los dientes, los puños. Imposible reprimir la mezcla de ira y congoja que llevaba mi respiración al límite del jadeo nervioso.

Arrepentida. ¡Tan arrepentida de lo que había hecho! De haber arriesgado mi vida por ese hombre tan lejos de conceptuarse como tal; de haber ido a Dubái dejando sola a mi tía, a la vez que haber carecido de sentido y juicio para apreciar el aviso de Johanna: «No te acerques a él por nada del mundo». Aunque lo que no intuía ella es que su estúpida hermana menor se había arrimado más de lo debido a ese tipo, hasta el punto de perder todo sentido común, toda lógica y precaución.

Mis pies mantuvieron su andar por la larguísima alfombra color camello hasta dar con la última puerta a mano derecha del pasillo: la de la suite 2023. Tomé la llave digital de mi bolso y abrí. Inesperadamente me topé a escaso metro y medio con la delgada figura del gentil camarero que, se suponía que ordenado por mi tía, nos había ayudado a llegar hasta allí. Hablaba con Cameron, a quien una simple toalla de baño le cubría desde la cintura hasta los pies. Los dos hombres se incomodaron nada más entrar yo en escena. Hablaran de lo que hablaran, compartieron la complicidad suficiente para dar por zanjada su conversación. En realidad, ¿podrían creerme tan idiota?

—Espero haberles servido de ayuda, señor —relanzó el joven.

—Gracias por todo, muchacho —remató Cameron con el pelo aún empapado de su segunda ducha tras recomponer sus horas sin dormir.

El chico se despidió de mí con un educado ademán de cabeza.

Lo ignoré por completo tras comprobar que, en efecto, en el pecho no portaba placa alguna indicando su nombre.

Con manifiesto desprecio, lancé en el sofá las bolsas con la ropa recién comprada.

Crucé los brazos delante de Cameron Collins, o frente a lo que quedase de él. Los latidos se me agolpaban en el pecho. Algo me decía que lo que mi furia estuviera a punto de desatar entre nosotros no sería la forma más propicia de abordar la situación. «En caliente, nada sale bien, Maddie. Déjate un margen de tiempo para actuar. Desenmascárale sin que se entere. Mañana sabrás qué hacer con él. Puede ser un criminal sin escrúpulos. No le descubras ahora, Maddie, o morirás».

Lo miré. El agua empapaba el negro de sus cabellos. Gotas de agua le resbalaban por las sienes, y cayeron hasta su ancha mandíbula, hasta el cuello… Como buen observador, supo enseguida que algo en mí había cambiado. Ya no era la misma mujer. La misma idiota.

La desaparición de mi tía acalló de repente esa voz que me alentaba a actuar con tiento frente al que tomase como suyo mi destino. Era urgente localizar a Gloria y ese malnacido me diría dónde encontrarla.

—¿Por qué ahora le llamas muchacho? —arremetí.

—¿Cómo?

—Se llama Jimmy ¿O es que no sabes leer el nombre en su placa? Ah, por cierto, parece que esta vez se le ha debido de caer por el camino…

—Debe de haber sido eso… —añadió bajando la cabeza, al tiempo que una línea de agua le rebasaba un pectoral hasta calar por el surco central de los abdominales.

—¿Quién es? ¿Tu chico de los encargos?

—¿Cómo?

—¿Te hace favores sexuales cuando no tienes a mano ninguna zorra del Golden? Por cierto…, aún no me has invitado a conocer cada rincón de tu maravilloso hotel, puede que haya mejor escondite que este para evitar al personal que va llorando tu muerte por los pasillos…

Cameron giró el cuello hacia un lado. Después hacia el otro. Busco la palabra precisa. No la encontró. Tras un par de segundos se atrevió a mirarme:

—Madison…, deja que te explique…

—¡No vas a explicarme nada! ¡Me importa una mierda quién seas! ¡¿Me oyes?! ¡Me importa una mierda si te matan o no! ¡O si tu puta memoria sigue recordando al cabrón que llevas dentro! —Fuera de mí, no veía el momento de salir de allí y comenzar la búsqueda de mi tía—. ¡Un plan perfecto! ¡El papel del amnésico se merece un premio! ¡Enhorabuena! —Me acerqué a él, presa de una mezcla de miedo y cólera que me secaba la garganta—. Y ahora se te acabó el juego de utilizar a la imbécil de Madison Greenwood —percibí aflorar la rotura de mi voz—. Solo quiero que me digas dónde te has llevado a mi tía y no nos volverás a ver jamás.

—Tranquilízate, Madison…

—Te lo preguntaré otra vez…

—Te juro que sabrás dónde encontrarla, pero antes debes…

—¡Yo sí puedo jurarte que localizaré al mismísimo Viktor Zharkov para que te arranque la cabeza como no me digas qué has hecho con ella!

—¡Tú tía está bien! He encontrado una nota en la cocina. Se ha marchado a Broken Bow por unos días… Pensaba que ya la habías leído. —Cameron dio un paso al frente con sus manos preparadas a posarse sobre mis hombros—. Madison…

—¡No me toques, hijo de puta! —Solté un fuerte manotazo que desvió su intención. Quedó quieto, frente a mí, con el cuerpo titubeante a cada gesto que optara por acercarse a la mujer que lo despreciaba. Me fui a la cocina esperando hallar lo que los ojos habían despistado en mi llegada a la suite en aquella mañana. Una nota escrita. Sobre la puerta del frigorífico, medio folio sostenido por el imán de la vaquita que tanto le gustaba a mi tía.

Contuve el escrito en la mano izquierda. No había duda, la letra era de mi tía:

Mi niña preciosa: He salido para Broken Bow. Esta vieja necesita un descanso. Mi cabeza no anda del todo bien y temo olvidar a quienes más daño causé. Así que les visitaré el tiempo que me permitan para que no duden de que la Gloria siempre los tuvo presentes. Hazme un favor: dile al guapo de Cameron que esta vieja vino a este mundo demasiado pronto para echarle el guante. Aprovecha ahora, mi niña, que lo primerito que se les rebana a los hombres es el culo y la Torre de Babel no es que dure eternamente mirando para el cielo…

Hay chocolate a la taza en la alacena, de esa marca que tanto nos gusta. He comprado un montón de sobres para que no me eches mucho de menos, aunque la preparación sabes que es cosa de mano maestra…

Te quiero, mi niña.

Tu tía Gloria

Llevé la nariz a los bordes arrugados y resecos de la nota. Habían sido impregnados de wiski. Mandé a la intuición a averiguar el tiempo transcurrido desde que se había escrito la primera letra de esa nota. «¿Qué has pensado hacer, tía? ¿Visitar a la hija de Jake Brennan? ¿Por qué condenarte siempre a revivir el pasado?». Si con ese aviso de mal gusto mi tía había pretendido tranquilizarme, no cabía duda de que con su misterioso viaje había conseguido el efecto contrario. Y más cuando descubrí en el filo de la encimera su móvil, olvidado; apagado. No sabía si con premeditación. Sin embargo, la escapada de mi tía a Broken Bow generó en mi interior la excusa perfecta para abandonar definitivamente a Valentina Castro, en el mismo lugar donde se había engendrado: la suite 2023. Alejarme cuanto antes de allí, del hombre que había provocado en mí esa transformación hacia el sinsentido. Aunque me hallaba a escasos metros de él, pese a que me debía todo el perdón por sus infamias, Cameron Collins dejaría de existir para mí. Ya, desde ese momento. Obrar según la voz del orgullo, de la honra tantas veces desoída, porque sintiendo su sola presencia en esa habitación llegó a carcomerme la cordura, como la termita adentrada en el eje de un carromato a la espera del trágico desprendimiento de sus ruedas.

Me marcharía con mi tía Gloria. Esa misma tarde. Al pueblo del que no debíamos haber salido. Ninguna. Ni ella ni yo.

Dejé la nota de Gloria sobre la encimera e impuse a las piernas un paso ágil para atravesar el salón. Cameron, obstaculizándome el camino. Lo ignoré. Tomé mi bolso de la mesita colindante con la puerta de entrada. Estaba dispuesta a avanzar hacia mi dormitorio y cargar con la última maleta de mi vida. Pero un cuerpo semidesnudo se interpuso en mi huida.

Su espalda. Sus hombros. Su mirada.

—Escúchame… Siento haberte metido en todo esto. Pero no tenía opción. Sabía que tú…

—Tú no sabes nada sobre mí, ¿me oyes? No tienes ni idea de lo que siento o dejo de sentir porque jamás has mirado más allá de tus putas narices. —Mi mente inició un divagar obtuso por todos los misterios que me rodearon y, por otro lado, atrajeron hasta el hotel Majestic Warrior—. ¿Qué te propusiste con esa foto en el ordenador de Larry? La trucaste tú, ¿verdad? Se la enviaste a mi marido para que yo la viera o algo así…

—No sé de qué me estás hablando…

—Y qué hay de ese chico, Jimmy, ¿tampoco vas a decirme nada de él? O de Norman Farrell, el taxista… A él le ordenaste esta mañana calar su coche a la salida del aparcamiento para que yo me montase en él… —Las imágenes del pasado me dentelleaban la mente mientras las encajaba en aquel infame puzle de lógicas—. El señor Farrell, siempre esperándome en la puerta durante estos cuatro meses, dispuesto a llevarme adonde le ordenase, a cualquier hora…, como si yo fuera su única cliente… ¿Qué puedes decirme de eso, eh? —La voz me retumbaba en la laringe irreconocible, como si a lo emanado por la boca nunca se le pudiera atribuir significado—. Ese hombre es tu mejor empleado, ¿no es así? ¿O es también un agente de la CIA? Esta mañana… Desde ese artilugio atado a tu muñeca avisaste a Farrell de nuestra llegada a Washington. Les enviabas mensajes, ¿verdad? A él y a Jimmy. Uno cuando subimos al coche de esa familia en Baltimore, otro a la salida del aparcamiento… Lo planeaste todo para que llegásemos hasta esta habitación sin riesgos. ¡Dime si me equivoco!

—Déjame que te explique, Madison… —Sin avisar, me tomó por la muñeca.

—¡Suéltame, hijo de puta! —le grité zafándome con un puñetazo en el cuello. Llevada por un instinto que clamaba la consecución de mi vida fuera de ese hotel, me encaminé hacia la puerta de salida, dispuesta a escapar del enésimo atentado contra mi vida.

Mi mano presionó el picaporte y en ese mismo instante el hombro quedó doblegado por el empuje del brazo de Cameron. Me volteó la espalda para estrellarla contra la puerta de entrada a la suite.

Y allí, en un vano esfuerzo por asirme a la vida, aquella bestia me rompería el cuello.

Fin de la historia.

Sin embargo, dio tiempo a mirarnos. Una última vez. Frente a frente.

Le escupí en la cara.

Esperé su represalia. El desquite de un asesino, concomitante a esos dos tipos sin rostro a los que mi inocencia sorprendió murmurando en mi primera visita al Golden. En la oscuridad. Aunque fuera de la propia muerte de Collins de la que hablasen, Madison Greenwood, aun siendo del bando amigo, aun habiendo salvado la vida de Isaak Shameel, era conocedora de nombres clave como ese, de conexiones y traiciones en la mayor agencia de inteligencia del país. La único testigo debía ser vigilada, y si escapaba a las previsiones —como era el caso—, aniquilada. Esa era la orden. Ese era el plan. Su plan.

Antes de partirme el pescuezo se limpió mi saliva de los ojos, de las mejillas.

—Hazlo —le dije falseando una valentía lejos de asentarse en mi ser—. Mátame ya.

Cameron tomó aire. Al contemplarme, las pupilas se empequeñecieron rodeadas de su verde esmeralda. Pese a todo contraste, la más bella imagen que podía llevarme a la tumba.

—Inicié todo este asunto para encontrarte… —repuso—. Tu tía y yo planeamos alojarte en mi hotel con la intención de que volvieras a mí.

—Pero ¿qué clase de monstruo eres…?

—Madison…, te he buscado desde que nos separaron.

—Estás loco… —sus palabras denotaban verdad, al igual que mis lágrimas. ¿Qué pretendía ese maldito psicópata? ¿Alargar mi agonía a placer? «Acaba ya, Cameron. Termina conmigo».

—Al cumplir su condena, Gloria me localizó aquí, en Washington. Quería que volviéramos a estar juntos… —Intentaba hacerme ver lo mucho que le costaba hablar sobre esos falsos sentimientos. Tragó saliva y probó a mirarme con una caída de ojos que estuvo al borde de desarmarme, de convencerme—. Probar si aún nos recordábamos, si aún manteníamos intacto lo que sentimos esa vez…

—No metas a mi tía en esto. Ella jamás hubiera aceptado hacerte ningún favor.

—Escúchame: tu tía Gloria ideó todo para cumplir con su objetivo. Más que nada en el mundo deseaba vernos juntos, de nuevo. Y yo también.

—¡Cállate! ¡No sabes de lo que estás hablando! —bramé sintiéndome cautiva del malévolo hechizo que lanzaba el verdor de sus ojos.

—¡No! —Se abalanzó sobre mí. No daría tregua a más de mis desprecios—. ¡Vas a escucharme, y cuando termine podrás llamar a Viktor Zharkov para que me arranque la cabeza delante de ti si te place!

La puerta sostenía el equilibrio de mi espalda, de todo mi cuerpo. A escasos centímetros de mi mano, el picaporte que podía separarme de Cameron, y nunca verlo más. Inmóvil, mi mano escogió el camino inverso.

La arrebatadora honestidad que transmitía aquel desgraciado permitió que mi boca se cerrara, no ya por su mandato, sino para que el lance no se alargara más de lo debido.

Pasaban los segundos. Cameron se resistía a matarme. Ante lo que su verdad comenzó a ganar terreno al peor de mis augurios. ¿Me amaba? ¿Era eso lo que estaba intentando decirme?

No pude evitar un incipiente llanto, cruento y evidente a la fragilidad de una resistencia emocional enfrentada a la revelación más turbadora de cuantas hubiera vivido.

—Tu tía se sentía culpable de habernos separado aquel año en Broken Bow —alegó airado—. Al salir de la cárcel se instaló en una pensión de mala muerte a las afueras de la ciudad. Llegó al hotel una mañana… Me habló de ti y de su propósito. Ese mismo día le conseguí alojamiento y trabajo como cantante en el Majestic a cambio de que me ayudara a recuperarte. Nunca esperé que tú también residieras en Washington. Así que no tardé en localizar tu calle. —El ser trémulo que tenía delante oscureció de repente el tono—. Aquel día descubrimos que estabas casada con un tal Larry Bagwell… Esa semana no quise volver a saber de ti. Pero un mes después apareciste una noche por el Golden, no sé si por arreglo de la casualidad o del destino, pero lo importante es que te encontrabas a escasos metros de mí. Tu tía quiso hacer el resto.

—Mentira… —le contesté—. Fui yo la que le hablé de ti. No ella. Se obligó a seguirme en mi locura. Lo último que quería mi tía era verme metida en el Golden.

—Lo mismo que yo —susurró—. Y sigo sin entender por qué razón tu tía actuó de esa forma, a sabiendas de lo que ella y yo habíamos pactado. —Cameron apretó los labios y pensó reiteradamente lo que convenía confesarme—. Por esa estupidez tuya de bajar al Golden tuve que echar mano de Jimmy, y de Norman. Y sí… Estás en lo cierto. Ellos han sido mis ojos y oídos durante estos cuatro meses, el tiempo que la CIA determinó alejarme de Washington para preparar mi enlace dentro de la operación Qubaisi. —Se acarició los cabellos húmedos, vacilante, mermada la lengua al peso de su palabra—: No pude creerlo en cuanto Jimmy me informó de tu vínculo con el club.

—Todo apuntaba a que te encontraría allí… —añadí con la imagen de una sonriente Yvonne Williams cincelándose en mi memoria—. Una de las chicas aseguraba haberte visto. Incluso haber hablado contigo…

—Eso es imposible. Nunca he bajado al club. Como director del Majestic Warrior no me permito interceder en la privacidad de mis clientes.

—Yvonne Williams, ese es el nombre de la prostituta que me habló de ti. Sabía detalles acerca de ese accidente tuyo con Amanda Baker en Catoctin Mountain. Se despidió del Golden’s Club al poco de irme yo para Dubái. ¿Vas a decirme ahora que no conoces a esa mujer?

—Vuelvo a repetir que nunca he pisado el club. Para la gerencia del Golden dispongo de intermediarios al margen del hotel. Me creas o no, desconozco quiénes son, o cómo se llaman las chicas que amenizan la estancia de mis amigos, los presidentes. Es la regla de oro mientras sean máximas autoridades de este mundo las que requieran de ese servicio…, llamémoslo, extra. Pero si comentas que esa mujer te habló de Amanda, entonces habrá que atarla en corto. ¿Te dijo adónde iba?

—No —le contesté amenazante—. Y si lo supiera, ten por seguro que no te lo diría.

Su mano derecha hizo amago de posarse en mi hombro.

—Escucha, Madison…

—No me toques…

—Madison… —A mi desdén, los dedos cayeron al vacío—. Todavía tienes que explicarme qué fue lo que te llevó hasta el Golden, y por qué cojones te presentaste a Craig Webster.

—Iban a matarte…

—Cómo llegaste hasta esa información… —Sin esperarlo rompió la regla de fusionar nuestra piel. Prendió mis hombros con ambas manos. Inquieto, casi desbordado—. ¿A quién le oíste hablar sobre mi asesinato en Dubái?

—Unos hombres… en el Golden… No pude verles la cara… —Me ahogaba. A su tacto sentí la imperiosa necesidad de alejarme de él. La ansiedad por darle la credibilidad que ni por asomo merecía, a la que combatía en mi interior, me robaba el oxígeno—. No puedo seguir hablando… Esto me está sobrepasando…

Me llevé las manos a la cabeza. No dejé que la culpa por haberle escupido momentos antes obstaculizara la claridad con la que mi mente debía encarar la situación. Caminé hasta el ventanal y descorrí las cortinas. Tras ellas, una aparente normalidad, refugio para los sentidos. La fulgurante vida nocturna de Connecticut Avenue yacía bajo mis pies. La permanente aglomeración de luces y sonidos que distraía a mi tía en sus noches de alboroto mental. De pronto, un elemento desentonó en la confesión de Cameron. No tardé en exponérselo:

—Si mi tía se había aliado contigo, ¿por qué no me dijo que eras el director de este maldito hotel? ¿Por qué motivo iba a exponerme a los clientes del Golden?

Ante la demanda de sus aclaraciones, Cameron acudió al mueble bar. Cogió un vaso de la repisa y lo llenó hasta la mitad de wiski. Con la única cobertura de la toalla pendiendo de la cintura, caminó por el salón hasta tomar asiento en el sofá. Tomó un sorbo que lo relajó, y miró al frente.

—Esa es la gran pregunta que me hago a diario, créeme —arguyó algo más capacitado para contener su acercamiento a mí—. Solo sé que cuando quise darme cuenta te habías escapado de mis manos. Desde que pisaste mi hotel, el único objetivo fue mantenerte al abrigo de tu tía, en esta habitación, y mientras durase la planificación de la operación Qubaisi. Patrick Cromwell me lo advirtió: durante la preparación de la misión contra los Zharkov era peligroso mantenerse a mi lado, o bajo un simple contacto. Por eso, y como he intentado explicarte antes, la CIA consideró alejarme de los Estados Unidos, cuatro meses, los ciento veinte días que has permanecido aquí, en mi ausencia; en el tiempo en que la agencia acordó la creación de Isaak Shameel.

Seguidamente, Cameron convino en relatarme parte de la información antepuesta a la misión secreta sacada a la palestra; como que, tras sobrevivir milagrosamente al vuelco del coche junto a Amanda Baker en marzo de 2014, la CIA hubo de persuadirse ante un segundo ataque de los Zharkov contra él. Fue entonces cuando Cromwell aconsejó a Cameron desaparecer del mapa y trasladarlo bajo su protección a un lugar apartado en las montañas de Alberta, Canadá. En ese tiempo, Patrick Cromwell ideó la identidad de Isaak Shameel: partida de nacimiento, infancia, incluso estudios empresariales en la Universidad Hebrea de Jerusalén, por no hablar de falsas contrataciones y conexiones ficticias con el mundo de las finanzas y el petróleo. Shameel, el anzuelo perfecto para un excelente día de pesca en Dubái. Pero a nadie se le pasó por la cabeza que el agente especial Leonard Burke —mano derecha de Cromwell y el mismo que había concebido y comandado en el terreno la operación Qubaisi— llegaría a ser el malnacido que filtrara toda la información de la misión a los rusos. Por supuesto, los Zharkov eligieron el mismo día para contraatacar. Jamás lo tendrían más fácil para atentar contra el llamado Isaak Shameel.

—Para Cromwell habrá sido hoy un gran día de pesca, ya lo creo —consideró Cameron—. Podrá darse por satisfecho: en un mismo avión su presa mayor, Leonard Burke, y agarraditos a sus aletas sus dos pequeñines, por no faltar el besugo ruso al que todos habían seguido. Pero si lo que quieres es reírte, pon la televisión. Informan ahora del accidente de avión en la presa Prettyboy. Lo tachan de «fatídico», además de tergiversar la identidad de los muertos: «Fallece el empresario ruso Alekséi Zharkov junto a varios de sus secretarios». Es de risa. A la Casa Blanca no le interesan titulares como: «Mafioso ruso hallado muerto junto a varios agentes traidores de la CIA». De puertas afuera, los Zharkov ostentan buena reputación como empresarios aliados a los poderosos de este país. ¿Mafiosos? ¿Quién puede llamarles mafiosos a esos dos hermanitos de la caridad? No conocerás a nadie en el Gobierno de Estados Unidos que los catalogue como lo que realmente son, a no ser que te quieras dar una vuelta por algún cementerio. El año pasado, un periodista de la revista Time lo intentó y a los pocos meses un «accidente» se lo llevó de entre nosotros.

—¿Por qué esa ocultación? —pregunté—. ¿Qué tiene que ver la Casa Blanca con los Zharkov.

—Esa pregunta debería contestártela el actual presidente de la nación. Lo que ocurre es que me he dejado su número de móvil en casa —lanzó su cinismo—. Te lo traeré mañana.

—Pero tú formas parte de esa alianza…

—No soy un criminal, si es lo que quieres saber… —respondió contundente.

—Y por qué hacerme creer tu amnesia… —repuse con incontenible altivez—. Dime, ¿qué ganabas mintiéndome?

—Tu protección —me respondió con cierta reserva.

Ante esas dos palabras no fueron pocas las ganas de lanzar mi menosprecio al infierno para caer en los brazos celestiales del hombre que había dirigido mis pasos en el último tiempo. ¿Quién nos detendría? Tendría a mi hijo. Él lo aceptaría como suyo. Viviríamos y envejeceríamos orgullosos de habernos engrandecido con una existencia colmada de experiencias y sentido, una vida entregada a la pasión que nos vería morir. Escapé de ese sueño irrisorio a fuerza de amordazar al corazón con la poca razón que me quedaba íntegra.

Me desplacé hasta la zona de sofás donde su voz se recostaba. Al parecer, dispuesta a contestarme a todo. Desarmado. Descubierto.

Madison Greenwood merecía sus explicaciones. Y aquella tregua entre nosotros provocó que la decena de preguntas sin respuesta me avasallaran el cerebro como animales salvajes amenazados por el fuego, forzados a buscarse una salida obstruida por las llamas. Ya sin lágrimas, me enfrenté a la máxima autoridad de aquel edificio.

—Te habrá resultado tan fácil como gratificante mantenerme bajo tu control todo este tiempo. ¿Te sientes más hombre desde entonces? Si, seguro que sí…

Ladeó su cabeza y con expresión irritada engulló mi atención.

—¿Gratificante? ¿Quieres saber lo gratificante que ha sido para mí urdir tu protección en este hotel las veinticuatro horas para que luego la mandes al infierno con tu viajecito a Dubái?

Hui de su penetrante mirada en cuanto deseó corroborar en mí el grado de credibilidad a sus palabras. Ante tal intención me mantuve tan hierática como pude. Contraataqué sin esperas:

—¿Vas a decirme de una vez qué les hiciste a los Zharkov? —le arrojé sin pensar.

—Ser el hombre que mejor conocía a Amanda. Creen que comparto con ella la misma información. Pero están equivocados.

—Y fuera de falsas amnesias, ¿podrás aclararme ahora quién es Amanda…?

—No puedo revelártelo… Todavía no.

—¿Cómo que no puedes hacerlo? No vuelvas a jugar conmigo, Cameron. ¿Quién es realmente tu novia?

—Para empezar, nunca fue mi novia…

Tragué saliva. Mi corazón aceleró el latido. No iba a permitir que se me notase.

—Entonces, ¿qué es para ti esa mujer…?

—Una clave.

—¿Una clave?

—Sí. En cuanto demos con su paradero, todos podremos respirar tranquilos. El mundo podrá hacerlo.

—Es de locos… —aduje—. ¿Te das cuenta de cómo hablas? Ni que la tal Amanda tuviera el poder para desencadenar el Apocalipsis.

—No voy a quitarte la razón en eso…

—Estás loco, ¿lo sabías? ¡Todos estáis locos! —Caminé por el salón sin saber por dónde reanudar el paso. El ventanal del salón me mostró mi reflejo mezclado con la caída absoluta de la noche—. Y qué me dices del ucraniano Andriy…, ¿qué pinta ese hombre en todo este circo?

—Nunca lo había visto antes.

—Pero estaba claro que pertenecía al entorno de Amanda. Sabía lo que significa esa mujer para todos los que la conocisteis. «Nadie sabe nada de Amanda, y sin embargo lo es todo, para todos», esas fueron sus palabras.

—Amanda la jodió. Y yo con ella —reveló Cameron con demostrada aflicción.

—¿Y qué hiciste junto a Amanda, o eso tampoco puedes contármelo? Dime, a ver… ¿Robasteis el Banco Central? ¿Custodiáis el Arca de la Alianza? ¿Ella es la mujer de Bin Laden? ¿La hija del asesino de Kennedy, quizá?

—Si te doy esa información, correrás el mismo riesgo que yo. Es mejor mantenerte al margen…

—Mantenerme al margen…, bien… ¿Y cuándo ibas a confesarme lo poco que me has contado? ¿O es que me ibas a tomar por una idiota ingenua para los restos?

—Estaba seguro de que, llegados a Washington, la televisión o la radio, o los propios trabajadores del hotel te expondrían mi vinculación real con el Majestic. Con esto quiero decirte que, al igual que tú, el noventa y nueve por ciento de la plantilla ha conocido hoy, por los boletines informativos, quién era y cómo se llamaba su jefe, ahora incluido en la lista de fallecidos en el atentado de Dubái. Cromwell lo ha decidido así por mi bien. Y yo debo acatar su orden, hasta que se le antoje resucitarme.

—¿Y se puede saber cómo diriges un hotel de estas características siendo un fantasma a quien nadie ve ni conoce?

—Durante los siete años de existencia del Majestic, y por mi expreso deseo, las competencias de la dirección, digamos, visibles han recaído en Margaret Newman, de sesenta años, discreta, precisa y fiable; y al igual que Jimmy y el señor Farrell, enterada de la existencia de mi apartamento, en el piso 23, bajo las dos plantas de la azotea. No busques su botón en el ascensor porque no lo encontrarás. Para toda persona adentrada en el Majestic, la planta 22 es el último de los pisos. Como podrás imaginar, no se me da demasiado bien eso de las relaciones públicas…

—Nadie lo creería siendo la CIA una de tus mejores amigas… —le rebatí mordaz.

—Esperaba contarte esto en el momento en el que Cameron Collins dejase de ser el punto de mira de los Zharkov. Pero por tu mala cabeza decidiste plantarte en el Burj Khalifa, mientras yo te creía a salvo en Washington; me salvas, y para colmo te adelantas a la emboscada de la CIA enfrentándote a esa puta de los Zharkov.

Mientras le escuchaba hablar, figuré el descenso de mi peso hasta alcanzar los trescientos gramos de una marioneta. Imaginé a Cameron sobre mi cabeza, con su cruceta atada a mis pies y manos, dirigiendo a su antojo cada uno de mis movimientos, desde el principio.

Lo que se había atrevido a contarme en esa tarde posiblemente sería todo, o nada.

Con rápida lógica, dilucidé que a Cameron Collins, desde su supuesto escondite en Canadá, pudiera haberle resultado imposible el manejo de la imprevisible Valentina Castro con la sola ayuda de Jimmy o de Norman Farrell. A mi mente acudió raudo el nombre de Craig Webster.

—Craig Webster… —al resonar en mi boca ese nombre, la mente fue encajando las piezas del maquiavélico puzle del que yo había sido motivo—. Él también ha participado en tu plan romántico por recuperarme…

El ambiente de confesión que habíamos construido se enrareció de súbito. Cameron se levantó del sofá para extraer un cigarrillo del paquete de tabaco traído, probablemente, por el joven Jimmy en mi ausencia. Se lo encendió con un mechero que volvió a dejar junto al tabaco. Con el cigarrillo en la mano derecha y el vaso de wiski en la izquierda, el director del Majestic se detuvo en mitad del salón para contestarme un tanto esquivo.

—Está bien… —me dijo incapaz de ocultarme lo que convendría no decirme aquella tarde—. Digamos que el señor Webster ha jugado un papel importante, sí…

—Sumamos tu cuarto aliado en el Majestic… —le dije cruzándome de brazos y viéndome por primera vez dominadora de la situación—. Vamos sacando cosas en claro, ¿no le parece, señor Collins?

Cameron se rascó la nuca, para concertar más tarde el tono adecuado que me ayudase a no perder la compostura.

—Webster no me conocía. Ni yo a él. Pero a tu llegada al club como Valentina Castro tuve que llamarle a mi despacho. Le hablé de ti. No me diste opción. No iba a permitir que fueras presa de la clientela del Golden. Ordené a Craig que te mantuviera a su cuidado, que no te dejara sola ni un momento, y que por supuesto resultases inalcanzable para cualquier tipo que se te acercara… Costeé tu sueldo y todo aquello que te compró Webster para aparentar ser la mejor de las chicas. Conseguiría retenerte dentro de esa burbuja de cristal que ayer llegaste a explotar a conciencia.

—Acordaste con Webster el juego de que los clientes apostaran por mí… —murmuré arrastrando los pies hasta el metro cuadrado en el que se mantenía Cameron.

—Funcionó —tardó en decirme—. Me dio garantías para no verte bajo ningún cabrón que no fuera yo.

No pude aguantarme. Le propiné un puñetazo en la mandíbula causándome un daño horrible en los nudillos. El vaso de wiski saltó de su mano. El mullido de la moqueta evitó la rotura del vaso a mis pies.

—¡Hijo de puta! —grité—. ¡Pues tu previsión falló, malnacido!

Le había hecho daño de verdad. Las clases de kickboxing con Taylor retomaban su sentido. Cameron se llevó las manos a la mandíbula. Apretó los labios para no gritar. El dolor le retorció el rostro. Se lo merecía, y él mismo lo sabía. No se le ocurrió lanzarme una voz más alta que la anterior.

—¿De qué coño estás hablando…? —espetó con la mano derecha atenuándole el dolor en la mandíbula.

—¡De tu genial plan con Webster para protegerme! ¡Falló, Cameron, vuestro plan falló! —clamé—. ¡Tuve que acostarme con Qubaisi para tener acceso a ti!

—¡No lo hiciste!

—¡¿Te atreves a negarme lo que tuve que sufrir por tu maldita culpa?!

—¡No lo hiciste!

—¡Es que acaso estabas tú allí para verlo!

—Sí…

—Qué…

—Era yo —me susurró—. Yo te hice el amor aquella noche.

Al instante, me pareció que el Majestic Warrior se había derrumbado. Y yo con él. Pero los techos, los suelos, las paredes seguían en su lugar, al contrario que mi razón.

—No… Estás mintiendo… —expelí sin aire.

—Regresé de Canadá esa misma noche, sobre las diez. A ninguno de mis cuatro confidentes en el hotel les había adelantado mi vuelta. Tan solo a Webster. El único que podría darme noticias frescas sobre ti. Tenía por delante ocho horas para descansar en mi apartamento. La CIA me había organizado el vuelo para Dubái a la mañana siguiente. A las once de esa noche pedí a Webster que subiera a verme. Me habló de los buenos resultados para con tu protección. Pero cuando se le ocurrió a Webster bajar de nuevo al Golden, te halló ya enfrascada en conversaciones con Muhammad. Nos habíamos distraído. Solo esa noche…

—Estás intentando volverme loca, ¿no es así…?

—Escúchame… Al verte marchar de los privados del brazo de Qubaisi y cuando se cerró el ascensor con vosotros dentro, Western observó el indicador de alturas de la cabina. Os detuvisteis en el piso veinte. Luego, una camarera de planta le indicaría a Webster que os había visto entrar en la 2002. Craig me avisó de inmediato y bajé. Al llegar le dije que se marchara… —Cameron tomó aliento. No le hizo falta escudarse en más intentos que reforzaran su verdad, mi credulidad—. En cuanto me quedé solo, os escuché hablar tras la puerta. No tardaste en meterte en el baño. Fue en ese momento cuando me arriesgué a entrar con mi llave maestra. La única del hotel que abre todas las puertas. En cuanto Muhammad me vio aparecer, me reconoció al instante. Llevábamos tiempo conociéndonos a través de videoconferencia. Hacía un par de meses que Patrick Cromwell me había presentado a él como su contacto interno dentro del Burj Khalifa. Isaak Shameel, el bróker judío con el que habría de aliarse en su noche de cumpleaños si quería cargarse así a los rusos que le hacían la competencia en su negocio hotelero en Indonesia. Le dije al príncipe que no hablase, y que saliera por donde había entrado. Que esa noche eras mía. Quizá imaginó que tú eras mi preferida del Club y que, al igual que a él, no me gustaba que otras manos tocasen lo que fuera de mi propiedad. Tenía entendido que Muhammad llevaba encaprichado con una chica del Club algún tiempo… El caso es que Qubaisi supo entenderlo.

—¿Entenderlo? —le pregunté fuera de mí—. ¿Y qué se supone que debo entender yo ahora?

Me sentí desfallecer. ¿Cuántos golpes me tenía reservados el destino? ¿Era verdad lo que aquel miserable estaba intentando decirme? Él. ¿Su padre? ¿El verdadero padre?

Cameron acudió a sentarse de nuevo en el sofá. Se masajeó la parte del rostro que el puño le había dejado dolorida y alzó la vista al techo. A su mente acudió la imagen que tantas veces le había arrebatado el sueño:

—Me llevaron los demonios en cuanto te vi del brazo de otro hombre. Me negaba a pensar que te lo llevaras a la cama por dinero… Llegué a imaginar que el príncipe te atraía de algún modo y que…

—Haz el favor de callarte… —ordené al más que probable causante de mi embarazo.

—Pero ahora entiendo por qué lo hiciste…

—Pues yo jamás lo entenderé, Cameron…, jamás —solté con furia contenida.

—Qubaisi sería tu contacto para alojarte en Dubái, para colarte en su fiesta de cumpleaños, en el Burj Khalifa… Solo por llegar hasta mí… No sabes lo miserable que me siento al pensar que… —se interrumpió al verme incapaz de sostenerle por más tiempo la escucha.

Cameron podía estar apoyándose en una absoluta verdad. Aquella noche, en la cama con el supuesto príncipe. A la salida del cuarto de baño. Premeditada oscuridad. El wiski ingerido no me permitiría adentrarme en detalles de su físico, de su tacto cambiante. La barba, al reconocimiento de las manos, no sería ya tan tupida, tan escarpada y dura. Los brazos, las piernas, nada que ver con lo que mis ojos habían visto a la luz de la lámpara minutos antes. Aquel árabe cambió radicalmente de piel, de músculo, sin yo saberlo, sin yo preverlo. La angustia de la situación convino en apartarme de la mentira para hacerme partícipe de una realidad etílica. «Así que tengo tu hijo en mi vientre… ¿Mereces saberlo? No, mientras yo viva».

Sentado en el sofá, le vi cruzar las manos nervioso, o eso me pareció a mí. Falto de palabra o más explicaciones. Se acabó su confesión. Su verdad. ¿Debía creer yo entonces que ya todo quedaba dicho? ¿Comprendido?

No. Por supuesto que no. Mi entendimiento seguía sin llevar a la lógica lo enrevesado de su trama en relación con mi búsqueda, lo intrincado de su mentira para llevarme hasta donde él viera conveniente. ¿Y todo porque aún seguía enamorado de mí? ¿Qué tipo de maquiavélica estratagema era aquella? ¿Con qué fin? Estaba claro que no era por amor. ¿O sí?

Cameron se levantó del sofá para llenarse un nuevo vaso de wiski. Retornó al asiento tras varios segundos de silencio. Y habló:

—Bien…, pues dicho todo esto, ya puedes llamar a los rusos. En la bolsa que hemos traído del avión encontrarás mi cartera. Dentro hay una tarjeta con el teléfono de un concesionario de vehículos de lujo en Moscú. La CIA investigó esa empresa. Es de Viktor Zharkov. Diles que estoy vivo y que sabes dónde localizarme. Esta habitación será el único lugar en el que han de buscar. —Se llevó el vaso a los labios, tragó de un golpe el wiski. Coló el pensamiento en el vacío de su vaso—. Solo quería que supieras la falta que me has hecho durante estos años. Y por un impulso idiota te he metido en toda esta mierda. Lo último que deseaba en este mundo era ponerte en riesgo, que los Zharkov supieran de ti. Pero he fallado, y por ello te he perdido.

—No es de los Zharkov de los que debiste ocultarme, sino de ti, miserable cabrón… —arremetí conteniendo un nudo en la garganta.

De forma imprevista, la fuerza que durante esa hora me había recompuesto la rectitud de la mente, de todo el cuerpo, se desvaneció por completo. Caí arrodillada en la moqueta, perdida por la confusión, sin fuerzas para dilucidar si aquel hombre había entrado en mi vida con el afán de destruirme sin más, o con la intención de amarme con la misma enajenación de la que yo era víctima.

Presa del dolor más irreprimible, a la altura de las rodillas de un hombre yacía una mujer a la que el orgullo había abandonado, redimida a la fuerza de una ventura cuyo control se manejaba imposible a sus manos. Porque, entrado Cameron Collins en mi vida, los planes que mi sentido común había reflotado a sus espaldas comenzaron de nuevo a hundirse como barcos sin timón. Nada quedaría a flote. Ni mi promesa interior de formar mi pequeña familia con mi hijo y mi tía, ni mi cambio de aires lejos de amores utópicos, para beneficio de la salud mental.

No existía alternativa posible. En esa habitación, Cameron Collins sintetizaría su existencia en aras de mi salvación o perdición. En sus manos, mi vida, o mi muerte.

—Mira lo que has hecho de mí… —mi voz no era más que un frágil expirar. Un susurro moribundo mermado por el desasosiego—. Yo… ya no sé ni quién soy… Ni por qué estoy aquí contigo. Escuchando tus explicaciones… ¡Ninguna da motivo para que te perdone tanta mentira! Eres un despreciable hijo de puta… —Cameron saltó del sofá y se arrodilló alineando el rostro a la altura de mis lágrimas. Esa vez consentí que sus fuertes manos blandieran mis hombros, porque ese hombre, sin él saberlo y en ese instante de quebranto humillante, podría haber hecho con ese despojo humano todo lo que hubiese querido—. Dime, ¿qué has ganado con todo esto, Cameron, sino apartarme de ti…? Yo ya no sé quién eres…

—Lo sé. Y pagaré por ello. Mañana no volverás a verme. Te alejaré de todo. Lo juro por lo que más amo en esta tierra, que eres tú. —Con furia animal, apretó las manos contra mis mejillas. Los ojos se le tornaron acuosos a lomos de una contenida desesperación—. Pero, por favor, dime qué debo hacer para deshacerme de esta culpa que me ahoga. Dime qué debo hacer para que no me abandones con el remordimiento de saber que el odio te consumirá cada vez que me recuerdes.

—Bésame… —Levanté la mirada rota por el llanto—. Bésame, y olvidemos mañana lo que ocurra esta tarde.

Si era verdad lo que sentía por mí, debía demostrármelo; con el fuego de la carne, con el aliento de su amor.

Con impulso arrollador abalanzó los labios contra los míos. Propagó su pasión sobre mi piel con la misma entrega con la que yo la recibía. Tomó suya mi boca, tomó suyo mi cuello, mi pecho. Decidió entonces levantarme del suelo con la fuerza heroica de los brazos. Por el camino hacia mi dormitorio se deslizó la toalla que le cubría su medio cuerpo. En volandas y arrimada a su pecho no dejó de besarme, de revelarme su ansia de poseerme, de hacerme suya a placer, al deseo de su virilidad.

A oscuras, caí sobre mi cama en la suite, y él cayó sobre mí. Aún persistía la humedad de la ducha entre sus negros cabellos. No dejó que mi tacto se entretuviera en el pelo ni dos segundos. Me lanzó las manos contra el cabecero de la cama y me sacudió todo el cuerpo a fin de deshacerse de toda la ropa que le impedía saborear mis piernas, el vientre, el sexo.

Piel con piel, alma con alma, nos entregamos al placer sin demora. Primero él, convirtiendo los senos en elixir para la mordedura. Después yo, desatando mis ganas por estremecerle con el mejor arte de mi boca. Toda una entrega para ese malnacido, sin escrúpulos para la mentira, sin conciencia para quien lo amaba.

Aquel culto a la carne incrementó al máximo nuestras ganas de hacernos uno. Con ansia de poseerme cuanto antes, Cameron propulsó el cuerpo dejando caer sobre mí todo el peso del músculo. Sentí su masculinidad emanando desde el ardor de la polla, a la entrada de mi bajo vientre. La plena gestación del hijo, unos centímetros más arriba, hizo que recuperara parte de la sensatez. Sin embargo, me vi impedida de resistirme a la dominación, al sometimiento del mismo dolor que abrió tiempo atrás la flor de mi fecundidad.

—Despacio… —le susurré al oído.

Cameron se transformó entonces en el amante que, aplacando la bestia que lo enajenaba, convertía el abrazo en un refugio para la comúnmente entregada. Cálido. Acogedor.

Me penetró sin esperas. Obtuvo de mi cuerpo una respuesta contradictoria, concebida en el fragor de la batalla donde el dolor y el placer manejaban su adversidad. Finalmente, el gozo ganaría su particular guerra.

El glorioso juego de las caderas de Cameron indujo a mis piernas a un mayor arco de apertura. Acerqué los labios al ancho de su cuello y lamí el sudor que se desprendía por aquel trozo de piel.

Lo amaba, con el mismo desencadenamiento y arraigo que la raíz del roble, hundida a perpetuidad bajo la roca milenaria. Ahora, sin el fantasma de Amanda nombrándose poseedor del amor de Cameron, me limité a disfrutar de mi propiedad, del hombre que en aquella vida me pertenecía, por signo propio. Lo disfruté, quizá por última vez.

Obtuvimos plenamente lo esperado del uno, del otro. Probó a darme la vuelta y evidenciar su deseo en la postura animal más ancestral. Después continuó volteándome, calibrando mi aguante en diversas direcciones y poses, azotándome los glúteos sin receso cual látigo desatado. En respuesta, mi sexo le respondía con lubricante paso.

No tardaron en florecer los orgasmos. La sangre me fluyó al son del éxtasis, glorioso e inimaginable. Él, sin embargo, decidió correrse dentro de mí, cerciorado de mi satisfacción y más allá del tiempo que saturaba nuestra ansia carnal.

Llegados al límite de nuestras fuerzas y tras cuarenta minutos de desenfreno ininterrumpido, sucumbimos al desgaste físico. Nos desplomamos en el colchón. Cameron me tomó en los brazos, yo me dejé querer en ese único instante de recogimiento mutuo, donde aún se podía respirar la fragancia del altruismo otorgado.

—Supongo que hasta aquí hemos llegado —le dije rompiendo un largo y costoso silencio.

—A partir de ahora cada uno ha de seguir por su camino —murmuró—. No quiero que sigas a mi lado. Es peligroso.

A tal vehemencia, la piel de su pecho se tornó áspera a mi cara. Me alejé de su tacto en la penumbra. Observé el reloj despertador en la mesilla: siete de la tarde.

Lo dejaría marchar, esa noche. O al amanecer.

Me levanté de la cama, desnuda.

Me detuve en el marco de la puerta del dormitorio.

Mi voz resonó más dura de lo que hubiera pretendido:

—Cuando mañana salgas por la puerta, no me avises. Márchate sin más. Tampoco me digas adónde vas. No quiero saberlo.

—Así lo haré —me contestó el hombre que desde esa noche hizo de mi vida un divagar sin sentido, un arrastre existencial en pos de su recuerdo opresor.

* * *

Esa tarde, probada y comparada la fortaleza de su sexo, confrontaría semejanzas. Y obviedades. Lo que mi tacto había comprobado, pero mis ojos no habían visto. Veintiocho eran los días transcurridos desde aquella noche en la que creí consumar mi papel de prostituta con aquel silente u oscuro cuerpo.

¿Fuiste tú en realidad? «Sí, Cameron. Tú eres su padre. Y esa es la única verdad a la que puedo atenerme contigo. Por lo demás, te deseo suerte. Mucha suerte. La misma que me robarás mañana con tu marcha. Porque mi suerte seguirá siendo eso. Lo que siempre fue y será. Tu suerte, mi amor. Tu suerte».

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