Aria

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Lunes, 2 de febrero de 2015

12.13 p. m., Washington.

El taxi dejó atrás el edificio de llegadas nacionales del aeropuerto Ronald Reagan. Crucé las piernas para rehuir el temblor nervioso en uno de los muslos.

—Pare, por favor —le dije a los trescientos metros recorridos. El taxista, muy entrado en kilos y bigote amarillo de nicotina, estacionó su vehículo en un aparcamiento exterior del aeropuerto. Tras la detención del taxi me apeé tan rápido como pude y encorvé la espalda para vomitar el horrible desayuno que habían servido en el avión.

—¿Se encuentra bien? —se interesó el conductor desde su asiento.

—Sí… —le contesté parapetada entre dos coches aparcados. Tomé aire entre arcadas—. Me ha sentado mal el desayuno, no es nada.

Recompuesta, volví a sentarme en el coche con un pañuelo de papel sobre la boca. El conductor arrancó de nuevo. Me inspeccionó por el retrovisor.

—Si quiere tener un embarazo tranquilo, déjese de vuelos… —me dijo—. Mi esposa, que Dios la tenga en su gloria, me dio doce retoños, y en los primeros meses de gestación tenía la misma cara que usted: ojeras, la piel como el culillo de un bebé… Se les hinchan un poco las mejillas… Hágame caso, déjese de viajecitos, que ya tiene bastante con gestar a un hijo.

—A veces la vida no te da opciones para mantenerte tranquila en casa.

—Nada…, ¿me oye?, nada es más importante que un hijo. Se lo digo yo, que soy padre de una docena. Si piensa que la vida no le da opciones, piense qué opciones le da a su hijo para vivir sus primeros meses de vida con calma.

—Pensaré en ello —sentencié un tanto incómoda por la intromisión de aquel desconocido.

Subida en ese taxi, dejé pasar unos minutos cargados de incómodo silencio. El conductor los tomó como mero toque de atención a su indiscreción, que, aunque de intención sabia, era del todo inoportuna. Era probable que nada más internarme en el Majestic Warrior, los hombres de Zharkov me meterían un tiro entre ceja y ceja, por lo que a esa hora los sentimientos maternales arraigados hacia mi hijo eran desoídos lo suficiente como para que mi conciencia no me gritara «mala madre» a cada dos segundos. Pero tuvo que venir el comentario del taxista, responsable de su rebaño, para hacerme sentir tan inconsciente e irresponsable como lo sería la peor de las madres. Y el peor de los padres, que, aunque no consciente, con su mensaje a mi móvil inducía esa mañana la perdición de toda su familia.

¿Por qué iba a querer ahora Cameron mantenerme a su lado, y más sabiendo que el enemigo para abatir estaba a tan solo unos pasos de nosotros? ¿No era más que probable que Viktor Zharkov hubiera descubierto —por razón de sus infiltrados en la CIA— que el causante de la muerte de su hermano seguía vivo y escondido en su hotel de Washington? ¿Por dónde empezaría a recalar la sangrienta venganza de Zharkov sino por las paredes y techos procuradores de toda sospecha?

Se tratara del señor Collins o no, aquel que había convenido en enviarme ese mensaje había conseguido su objetivo: verme pisar las calles de Washington en esa misma mañana.

Los primeros números de Connecticut Avenue se sucedieron por mi ventanilla.

Volvió a asomarse por la garganta la mala intención de la arcada. Pude aplacarla tomando aire de forma profunda y compulsiva. Los nervios no me dejaban pensar más allá de la cita pactada. Con el objetivo de no llegar a ser reconocida por los indeseados —aparte de vestir mi abrigo tres cuartos gris—, me había endosado en la cabeza un sombrero y unas gafas suficientemente acaparadores como para que la duda germinara en quien se incitara a buscarme bajo ellos.

—Me bajaré aquí —anuncié al padre de la manada.

—Aún no hemos llegado al Majestic, señorita.

—No importa. Caminaré un rato. Me hará bien.

—Hace frío y eso no es bueno para…

—Eso es problema mío, señor —le contesté tan cortante como pude.

De mi monedero emergieron los dólares y céntimos justos que marcaba el taxímetro. Se los planté en la mano y con un suave adiós bajé del coche. El taxista me lanzó todo el acuse de su mirada. Quizá así consiguiera hacerme abortar. No lo logró.

Con la incorporación del taxi al intenso tráfico de las doce y media, volví a marcar en mi iphone el mismo número del que había procedido el envío del mensaje. Por enésima vez, apagado. Seguía sin comprender por qué Cameron había optado por enviarme un parco mensaje para luego desconectarse del mundo. ¿Es que estaba tan seguro de que la estúpida de turno acudiría a su cita? Al parecer, sí.

Aun con todo, estaba allí. Y me odiaba por ello. Pese al riesgo que suponía volver a la capital con Viktor Zharkov pisándonos los talones; allí estaba yo, por si había que interceder, de nuevo, por la salvación de aquel miserable, dueño de lo que una vez había sido mío.

Me insté a mantener el rumbo hacia el Majestic, con el traqueteo de mi trolley sobre la acera, prendida a infinidad de hipótesis, unas irreales, otras no tanto. El frío intenso enrojecía las narices de los peatones y los alientos, convertidos en vaho, se exponían al paso de bufandas, sombreros o altos cuellos de abrigo.

Con la mitad de Connecticut Avenue bajo los pies, calibré las distancias con los grandes coches de lujo que estacionaban en la acera frente a la recepción del hotel.

Me oculté bajo los toldos de la pastelería Mansfield, el negocio más próximo a la gran manzana que formaba el hotel. Treinta metros me separaban de la entrada.

No más esperas. Solté el paso, directa a la cara frontal del edificio, dispuesta a cruzar, en un minuto, las puertas doradas del Majestic.

La escalinata principal se descubría tranquila, con los aparcacoches y botones ofreciendo toda la galantería de servicio al nuevo ministro o al jefe de Estado recién llegado.

Buscando la discreción más absoluta en mi paso, decidí entremezclarme con los apostados en la entrada. No faltaron las miradas de los guardaespaldas de turno que, viéndome a unos veinte metros de sus protegidos y tan escondida en mi atuendo, me supondrían como la casual estrella de Hollywood, o no.

Pero mi intención de pisar el primer escalón de mármol se vio saboteada por la irrupción en mi campo visual de un joven, escapado por una puerta lateral del edificio.

Jimmy. Desconcertado. La mirada esquiva, casi trágica.

—Jimmy…, ¿sabes si el señor Collins está en la suite, o en su despacho? —le pregunté asistiendo al reverberar de un sudor frío por la frente del chico.

—Váyase, señorita Greenwood —me contestó con ojos desorbitados. Su cuerpo reaccionaba torpemente a la orden de un cerebro que lo inducía a escapar de allí cuanto antes.

Le tomé por los hombros. Todo él temblaba.

—¿Qué ocurre, Jimmy? —me preocupé. El chico giró la cabeza y apuntó su terror a la recepción del hotel. El lado derecho del rostro quedó visible a mis ojos. A través de su cabello rubio, un hilo de sangre le cruzaba por la mejilla—. ¿Qué te ha pasado, Jimmy? ¿Dónde está Cameron?

—No he podido avisarle a tiempo…

—¡Dónde está Cameron, Jimmy…!

—Han secuestrado el hotel. Váyase de aquí, señorita Greenwood, o morirá.

—¿Pero qué estás diciendo?

Rompió a llorar como el niño de diecisiete años que era.

—Yo no quería hacerlo —dijo—, pero… iban a ir a por mi familia… No quería hacerlo, se lo juro, señorita… Pero ayer me obligaron…, por favor, no se lo diga a nadie…

Decenas de gritos a mis espaldas salieron despedidos de la entrada del hotel. Los guardaespaldas congregados se tiraron literalmente encima de sus clientes para meterlos en los coches aún aparcados. Solo me dio tiempo a girar un poco el cuello para comprobar cómo decenas de personas lanzadas al pánico se pisoteaban unas a otras sin otra ley que escapar cuanto antes de la recepción del hotel. Un hombre con el rostro cubierto por una careta del presidente Bush disparó su arma con el objetivo de agujerearme el cuello.

Dos brazos me flanquearon por los costados y tiraron de mí al suelo. La bala con mi nombre escrito en su punta acabó perforando el tórax de Jimmy. El chico cayó al suelo, herido de muerte. Los disparos se sucedieron a mi alrededor. El terror me paralizó, dejándome doblegada en la acera, desprovista del parapeto de las gafas y el sombrero. Los fuertes brazos volvieron a sacarme de mi inacción y el cuerpo al que pertenecían, el escudo protector de mi vida. Me vi arrastrada, distanciada del griterío y las balas. El hombre que me arrancaba de las garras de la muerte no cesaba de taparme la boca para que no gritara. El otro brazo me rodeaba el pecho, sujetándome en volandas y desplazándome por la avenida con el peligro de sufrir un atropello mortal. Los coches se detenían entre chirridos de frenos y neumáticos, no sabía si por el tiroteo en plena calle o por no verme bajo sus ruedas. El secuestrador apretó aún más sus manos contra mi mandíbula y cintura. La oscuridad de un callejón sin salida, enfrentado a la recepción del hotel, le sirvió a mi raptor como lugar de escondite momentáneo. Un cubo de basuras pegado contra la pared, nuestra barricada salvadora. Me obligó a pegar la espalda contra el muro. Quedé de cara a aquel hombre sin identidad. No vi medio ni forma posible de salir viva de su firme asimiento.

Me habían capturado. Hasta ahí había llegado Valentina Castro en su propósito de salvar al hombre que amaba. Aquel criminal, descolgado de su grupo de enmascarados, me miró contemplativo tras las cuencas de su máscara de goma, dedicada a la caricatura del presidente Clinton.

Era uno de ellos. Uno de los hombres de los Zharkov.

Levantó su arma a la altura de mi cara. Cerré los ojos.

Sentí desvanecerme. El secuestrador me palmeó las mejillas.

Se deshizo de la máscara y descubrió sus rasgos.

Taylor.

Miró su reloj. Un segundo.

Su piel emanaba un sudor que le caía a borbotones por el rostro.

—¡Agáchate! —me gritó. Su cuerpo me abrazó por completo. El pecho contra mi cabeza, las piernas pegadas a mi costado. Todo él, una coraza humana para salvarme de lo que el mundo llegaría a comentar durante décadas.

Primero un silbido en el aire, una comprensión del ambiente que absorbería el oxígeno. En centésimas de segundo, las ventanas de los tres últimos pisos del Majestic Warrior quedaron suspendidas en el aire, reducidas a millones de partículas de cristal. La onda expansiva desplazó el cubo de basura que nos protegía a riesgo de aplastarnos.

Y el centro de Washington tomó el negro rostro del desastre.

La cima del hotel explosionó a sus noventa y cinco metros de altura, dejando escapar una descomunal lengua de fuego y muerte sobre las cabezas de los transeúntes. Las llamaradas coronaron la torre principal del hotel, rugiendo sobre el cielo gris, como puerta del infierno recién abierta sobre la capital. Millones de cascotes lanzados como proyectiles destrozaron las azoteas, ventanas y coches más próximos. Le siguieron el impacto del ladrillo y el hormigón aplastando los techos de los vehículos detenidos a un kilómetro a la redonda.

Grité bajo la chaqueta de mi protector. No por miedo a morir, sino por lo que ese desastre significaría para mi andar sobre la tierra. Aquella explosión se habría llevado la vida del padre de mi hijo. Y por razones del destino yo me había salvado por la decisión de mi tía de pudrirse bajo una cruz antes de tiempo.

Los gritos de heridos y moribundos no dejaron de sucederse tras la catástrofe. Las sirenas de policía, bomberos y ambulancias, el humo gris empañando un ambiente de muerte, imposible borrar de la memoria.

Taylor levantó su peso de mi espalda. Yo incorporé el tronco, el pecho, el cuello.

Todo me pareció irreal. Taylor, allí, conmigo…

Él me miró nervioso.

—Tengo que sacarte de aquí —murmuró.

—No… Tengo que encontrarle. Solo me tiene a mí… —le lloré sin hallarle lógica a nada, sin tan siquiera preguntarme cómo había salido de la cárcel para lanzarse arriesgando su vida y salvarme después con tan ofuscados medios.

—Escúchame bien, Maddie. Porque no voy a volver a repetírtelo. —Taylor hizo uso de la hipnótica negrura de sus pupilas—. Vas a venir conmigo.

—No… Hay que salvar a Cameron —le dije en mitad de mi horrible ensoñación.

—Cameron ha muerto.

—¿Qué…?

—Ha muerto, Maddie…

Descompuse el gesto. No era posible. Negué todo raciocinio que me alejara por siempre de la utópica familia unida.

—Pero me dijo que… —titubeé—. No… No es posible. Llevará un día entero fuera del hotel. Dijo que se iría, Taylor. Dijo que se iría…

—Collins estaba dentro, Maddie. Zharkov ha tomado el hotel y ha hecho volar por los aires su bonito apartamento en lo alto de la torre principal.

—Tú no lo sabes. No sabes si ha escapado.

—Eso es poco probable —afirmó—. Maddie, la jodisteis matando al hermano.

—¿Quién te ha dicho que…?

—Te hablé una vez de mi confidente en el Golden, Gustav, aquel que parloteaba acerca de las operaciones de los Zharkov. Le llamé la semana pasada y vino a visitarme a la cárcel. Me puso al tanto de todo. En cuanto Gustav me demostró su conexión directa con la cúpula rusa, le pedí que hablara de mí a Viktor Zharkov. Enseguida me tomaron en serio. Zharkov llegó ayer a Washington desde Méjico, quiso conocerme y me presenté como el tipo que lo sabía todo sobre ti. Le juré lealtad, no tuve elección.

—¿Te colaste en su organización así, sin más…?

—Viktor dispone de contactos, de influencias… Me sacaron del trullo con el propósito de ayudarles a encontrarte. Les aseguré que podría dar contigo en menos de veinticuatro horas…

—Para matarme…

—Les prometí que te pondría a tiro…

—Localizarme y hacerme volver al hotel… —cavilé. Taylor asintió con mirada baja—. Tú me escribiste el mensaje al iphone.

—Sí. No sabía dónde te habías metido. Necesitaba localizarte.

—Pero utilizaste el número privado de Cameron. ¿Cómo lo hiciste?

—Eso no importa… Mi objetivo era que regresaras a Washington.

—Bien, pues ya estoy aquí. ¿No vas a entregarme a Zharkov? Teniéndome en este callejón a resguardo, pensarán que…

—… que ya no será tu cabeza la única que quieran cortar —me interrumpió.

Fuera, el desconcierto extendía sus afilados dedos. Tras los disparos y los gritos en mitad de Connecticut Avenue, sobrevino el silencio, momento en el que se asentó la penuria y el lamento a la altura de las aceras.

Taylor blandió su ancha mandíbula y me acarició la mejilla.

—Te has raspado la cara —me dijo retomando aquel tono paternal tan suyo.

Sin necesidad, expuesto a la amenaza de todo un imperio criminal. Convertido al igual que yo en carnaza para devorar en pocos días. Allí, conmigo, aventurado a la pérdida de su vida, le compadecí tanto que me sentí la mujer más miserable a sus ojos.

—¿Qué has hecho, Taylor…?

—No iba a dejar que te mataran.

—Sabía que no debía involucrarte en esto. No tendrías que estar aquí. Debiste dejar que me acribillaran ahí fuera. No mereces arriesgarte por mí… —Mantuve mis rodillas pegadas al suelo, derrotada, consciente por completo de la muerte de Cameron. Hablé al aire, sin fuerzas para seguir luchando por la vida de mi hijo, de nuestro hijo, del que ya nunca sabría de su existencia—. Debí decírselo… No se le habría ocurrido nunca apartarme de él. Quizá ahora estaría aquí, conmigo…

Al constatar mi delirio, Taylor me tomó de los brazos. Insistió en reflotar mi conciencia, en darle apego a la realidad compartida.

—Escúchame: has de olvidar a ese Cameron. Te ha estado engañando sin importarle nada tu vida. Te ha ocultado información a riesgo de verte morir…

—Lo sé, Taylor… Pero no me importó. No me importó —le confesé al borde del desquiciamiento—. Solo… quería estar con él… Nada más…

—¿Quién cojones te ha lavado el cerebro? —Me zarandeó cual muñeca de trapo—. ¿Estás oyendo lo que te digo?

Frente al hotel, las fuerzas de rescate estatales no lograban mitigar el alcance de la tragedia. Ya no habría motivos para volver a sonreírle a la mañana, ni a esta ni a las siguientes.

—Taylor… No quiero seguir huyendo… Quiero volver a Broken Bow —le dije alejada de mi razón—. Llévame, por favor. He dejado a mi tía allí, sola…

—Maddie, estás metida en algo jodidamente serio. Y no hay vuelta atrás.

—No me importa. Que me maten. Que me encuentren donde quieran. Los esperaré con los brazos abiertos. Ya estoy cansada de huir…

—¡Muy bien! Y dejaremos que este puto país se hunda en el infierno…

—¿De qué estás hablando?

Le miré. Taylor rehusó ofrecerme cualquier indicio de estar viviendo una pesadilla. Esperé unos segundos. El despertar jamás llegaría. Enfrentó su cara hasta el límite de rozar la nariz contra la mía. Me arrojó una realidad tan aterradora como inimaginable:

—Aunque en estos tiempos parezca imposible, Viktor Zharkov comanda, desde hace décadas, a varios espías durmientes infiltrados en la CIA. Tiene previsto activar un plan que dejará a Estados Unidos con el culo al aire. Su mafia tiene atribución suficiente para crear pruebas falsas y culpabilizar a la actual inteligencia rusa de los muertos de ahí afuera. Pretenden crear un conflicto bélico sin precedentes. Depende de ti que…

—No, Taylor. No quiero saber nada más. —Me levanté dispuesta a alejarme de su lado—. Y tú no deberías estar aquí… No voy a ayudarte en lo que te propones…

Taylor me sostuvo los brazos, firme.

—No, tú no. Pero Amanda está deseando hacerlo.

—¿Quién? —De nuevo ese maldito nombre. Ese fantasma que parecía atrapar mi destino en su bucle de lamentaciones—. ¡Por qué todos habláis de esa Amanda! ¡¿Quién demonios es?!

—Maddie… —Taylor clavó los ojos en mí como si se tratara de la última vez—. Tú eres Amanda.

* * *

Esa mañana, el ataque contra el Majestic Warrior se llevó la vida de diecinueve personas, entre ellas el joven Jimmy, Cameron Collins y Liu Zhang, el ministro de Asuntos Exteriores chino, estratégico lazo de unión entre las dos potencias mundiales y cadáver carbonizado en la planta veintiuno del hotel. A la muerte de Alekséi Zharkov, el hermano mayor había planeado aquel asalto a conciencia: matar varios pájaros de un tiro, y con ello aniquilar la trabajosa alianza con Oriente. Ninguna organización criminal se atribuyó el ataque. Los servicios de inteligencia de todo el país no tardaron en sospechar de los mismos misteriosos artífices del atentado en Dubái. El mismo modus operandi con tan solo tres días de diferencia. Y fue a partir de ese momento, tras la consumación del atentado contra el Majestic Warrior, cuando la mafia de Zharkov calló mientras sus durmientes lograban vaciar por completo su saco de miguitas por los despachos de la CIA. En unas semanas, y si nadie lo impedía, la ley y el orden de Estados Unidos darían con equívocos culpables: la Sluzhba Vneshney Razvedki, la SVR, o lo que es lo mismo, el Servicio de Inteligencia Exterior ruso.

Diecinueve vidas apagadas y un conflicto mundial en ciernes. No supe entonces, a ciencia cierta, cuánta parte de culpa había de soportar por aquello la pobre desgraciada proveniente de Broken Bow, un pequeño y pacífico pueblo del estado de Oklahoma.

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