Aria

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Miércoles 4 de febrero de 2015

1.27 a. m., Catoctin Mountain.

Thurmont, Maryland.

Me desperté con un sudor frío bañándome la frente. El salón de la cabaña se encontraba casi en penumbra. Un sueño dedicado a Taylor, una pesadilla que al despertarme había caído en la niebla de mi inconsciente. La chimenea había dejado de irradiar su cálida luz y en su lugar yacían unas ascuas agónicas, al límite de envolverme en la oscuridad total. Con luz insuficiente para ver la hora en mi reloj de muñeca, eché mano a la linterna que había dejado en el suelo. La encendí. Supuse que el amanecer estaría próximo e hice idea de preparar un buen desayuno a mi amigo con aquella comida que había sobrado de la compra del día anterior.

Me incorporé en el sofá. Las cervicales se resintieron. La almohada era tan fría y dura como lo era la cima del Everest. Me restregué los ojos. Un bostezo surgió de improviso. Debían de ser las siete, pues si llegaba a ver otra hora en la esfera del reloj, ya nada me salvaría del maldito insomnio tras un inesperado despertar (como ese) en mitad de la noche.

La una y media. No podía ser cierto. Resoplé lanzando mi incredulidad al techo. Ahora sí que podía prepararme para una noche tan tediosa como lo habían sido las otras, tan llenas de incertidumbre de cara a continuar despierta y alerta a lo largo de la mañana.

Comencé a darle vueltas a la cabeza. Un día más significaba un paso más hacia la clave Ishtar. Desde que abandoné Dubái, continuar respirando cada día no era ya una inercia natural de mi organismo, sino un regalo mismo de la suerte. La situación de máximo riesgo en la que me encontraba me obligaba a imaginar el atardecer de la jornada que amanecía —no fuera a prohibirme una bala la caída del sol del último de mis días—. Pensamientos de desánimo tales como mi imagen con la cabeza reventada o mi hermana llorando sobre mi tumba me hicieron saltar del sofá.

Imposibles eran los enemigos para abatir: a la altura de la nuca apretaba los dientes el mismísimo presidente de los Estados Unidos junto a su servicio de inteligencia, por el oído izquierdo lograba oír al mafioso ruso reclamando la cabeza de la asesina de su hermano, y aproximado a la oreja derecha el inquieto malestar de un empresario de armas sin rostro al que pronto tendría que joderle la vida para que su llave pasara a mi poder y completara la clave Ishtar. Todos dispuestos a darme caza, y el que no, lo estaría muy pronto.

Era una cuenta atrás. En poco más de veinticuatro horas el presidente sería asesinado por Zharkov en el Desayuno de la Oración. Pero aquello ¿era bueno o malo para mi permanencia en el mundo? Pensándolo fríamente, la muerte del presidente, unida al posible arresto de Zharkov, me daría el beneplácito de caminar tranquila sin necesidad de preocuparme por dos de mis mayores enemigos. Tan solo el empresario de armas sería el único adversario del que cuidarse, y con este aún estaba por forjarse nuestra enemistad, en los albores del robo de su llave. Entonces, ¿era esa la meta final de Cameron y Amanda? ¿La confrontación de los tres poderes de la clave para así destruirla? ¿De qué serviría aquello si las tres llaves volvían a caer en manos equivocadas? Encontrarlas y llevarlas a buen recaudo haría que la amenaza desapareciera en su totalidad.

Me llevé los dedos a las sienes. Por enésima vez, hice esfuerzos mentales para dar con el paradero de la llave de Kent. Rodeada de margaritas amarillas, sentada en un campo asilvestrado… Imágenes que me acudieron a la cabeza de improviso, en mi esfuerzo por recordar el escondite de esa maldita llave. Pero ¿qué tenían que ver unas ridículas flores con secretos de Estado asociados al presidente?

Tampoco atinaba a comprender el por qué habría yo de negarle esa llave a Cameron en el momento más crucial. ¿Tendría el director de hotel un plan paralelo a riesgo de mi vida? ¿Qué había descubierto Amanda sobre Cameron como para que ella —o sea, yo misma— se viera en la tesitura de ocultar la llave en un lugar tan inaccesible y oscuro como su intención?

Mi imaginación dio rápidos paseos por los lugares posibles en donde atinar con la llave que le robé al presidente la noche del 15 de marzo de 2014. Pero ni mi apartamento en el barrio de Adams Morgan, ni la cafetería de los hermanos Wayne se adivinaban como refugios seguros para tal objeto.

Estaba claro. La llave debía de estar en el interior de esa cabaña. En esa casa donde Cameron y yo muy probablemente estudiáramos en secreto nuestra misión contra la clave. La llave de Kent podría estar oculta a unos pocos metros de mí, en cualquier compartimento secreto, o bajo el sótano cuya trampilla de acceso adivinaba en un extremo del salón.

Decidí inspeccionar sin Taylor la cabaña. Aunque mi compañero, al igual que yo, sufría de sueño intranquilo, cabía la posibilidad de que esa noche lograra dormir de un tirón. Sería todo un desacierto despertarle apenas iniciada la madrugada. Más que yo, Taylor necesitaba descansar tras su noche en vela en el motel.

Me calcé. Al apagarse del todo el fuego de la chimenea, el frío retornó a la cabaña y absorbió parte del recogimiento en el ambiente. Vestida aún con la ropa del día anterior, corrí hasta una silla de donde pendía mi última muda para estrenar: ropa interior, una camisa, un jersey granate y unos vaqueros, que al igual que los anteriores me estarían ni que pintados. Me costaba creer que Taylor, con esa buena carga de testosterona en su carácter, hubiera elegido con tan buen gusto esa ropa venida de un supermercado de carretera. Otra incógnita de tantas que rodeaban la personalidad de mi amigo.

Me dirigí al minúsculo cuarto de baño con la linterna y con la nueva ropa a cuestas. En diez minutos me aseé y me vestí como pude. Al salir del aseo, corrí hacia el perchero para tomar mi abrigo y colocármelo antes de que me invadiera la previsible tiritona. Me lo enfundé al cuerpo. Estaba lista.

Tuve que detener el paso hasta la trampilla del sótano. Me quedé en el centro del salón esperando a que mi abdomen disipara un tirón muscular. Tomé aire repetidas veces, me acaricié la tripa como si llegara a rozar la cabecita del ser en mi interior. «Saldremos de esta. Te lo prometo, hijo mío».

El dolor acabó por desvanecerse en apenas un minuto.

Recompuesta, caminé al extremo derecho del salón, justo el contrario adonde se situaba la escalera que conducía al dormitorio superior.

Me acuclillé y agarré la anilla de hierro que sobresalía de la trampilla. Por suerte, su apertura fue tan rápida como silenciosa.

La luz de la linterna acabó perdiéndose por lo empinado de una escalera de la que no veía el fin. Más allá del décimo escalón la oscuridad era total. Hace unos meses, la Madison Greenwood que conocía no se hubiera metido ni loca en ese agujero. Pero Valentina Castro había hecho de Maddie una nueva mujer, una mujer combativa sin estúpidos miedos que la alejaran de sus propósitos. Bajé la escalera aspirando un fuerte olor a tierra húmeda y raíz corrompida. El silencio era tan absoluto que el chascar de la madera bajo los pies se entremezclaba con el gemir de las moribundas brasas en la chimenea. Al bajar el último de los escalones, los ojos adivinaron una pequeña sala de herramientas, decenas de útiles para el trabajo agrario: sierras, hachas, picos, un panel con llaves cubiertas de herrumbre y una mesa de trabajo pegada a la pared del fondo. A la izquierda, un armario de madera un tanto destartalado con una manta blanca plegada en lo alto. El sótano había sido excavado en esa parte de tierra sin otorgarle preocupación al alicatado en la pared o a la baldosa que acomodaba el paso al visitante. Me encontraba en una cueva en toda regla, con la tierra y sus piedras apegadas a la inocua estabilidad ante un posible derrumbe. La linterna acertó a iluminar una puerta de madera, muy estrecha y que en su situación (en un extremo del sótano) parecía la entrada al centro mismo de la Tierra. Decidí no acercarme demasiado a ella. Aunque sin miedo en mi andanza por ese agujero, esa puerta cerrada con cadena bien podría haber sido la causa que me indujera a salir corriendo de allí al menor ruido tras ella.

Me lancé enseguida a la búsqueda de la llave de John W. Kent. Palpé las paredes, el suelo, levanté la mesa, abrí el armario…, pero solo hallé polvo, telarañas y más arsenal campestre. Abrí el cajón de la mesa y lo vacié con cuidado sobre ella. Cintas métricas, llaves inglesas, botes de silicona y pegamento secos, y el cadáver putrefacto de una cucaracha que habría visto mejor vida en verano. Devolví al cajón todos sus objetos, incluida la cucaracha que sin desearlo había encontrado allí su sepulcro.

Nada. Allí no había nada de mi interés.

Frustrada, retorné sobre mis pasos, y antes de iniciar el ascenso por la escalera detuve en seco el pie izquierdo, apoyado ya en el primer escalón.

¿Dónde escondería yo algo de gran valor? ¿Qué lugares convierte mi previsión en refugio de mis secretos?

Proyecté la memoria al pasado inmediato. Al momento en el que había decidido ocultar la mitad de la camisa de Alekséi Zharkov en el alto del armario de tía Gloria, bajo las mantas. Hacía unas horas también había repetido inconscientemente el mismo gesto. Aquel dispositivo electrónico hallado en mi bolso aún se escondía tras la cornisa de otro armario, en esos momentos el mueble más próximo al sueño de Taylor.

No perdí más tiempo. Enfoqué la luz hacia lo alto del armario de aquella gruta. Allí reposaba otra manta plegada con el mismo toque de perfección que utilizaba yo para doblar las de mi apartamento a la llegada del verano en Washington. De puntillas, alcancé a bajar la pesada manta, que cayó al suelo sin contención. Pegada al armario, estiré el brazo derecho todo cuanto puede. La mano solo alcanzó a palpar la cornisa superior. Habría de ingeniármelas de otro modo, pues mi altura no era suficiente ni para inspeccionar la mitad de la parte superior del armario. Atisbé arrinconada una escalera de pie, la abrí y me subí a ella.

La luz de la linterna me avisó del buen ojo en mi búsqueda.

Había algo, al fondo, pegado a la pared.

No era la llave de Kent, pero sí una carpeta de cartón, negra y rajada en sus extremos.

Estiré el brazo cuanto pude. Mi «yo» de 2014 se había asegurado de ocultar esa carpeta a conciencia, en la oscuridad de ese sótano, bajo la pesada manta y al fondo de la parte superior de aquel armario.

Bajé con la carpeta a cuestas. Dejé la nueva «reliquia» sobre la mesa. Uno de los peldaños de la escalera de obra me sirvió de improvisado asiento. Quedé enfrentada a la mesa donde reposé el material hallado.

Era probable que dentro de la carpeta no hubiera más que facturas o recibos de cualquier cobro o gasto. Deseé estar equivocada.

El haz circular de la linterna contuvo su intensidad en la primera hoja de papel de la veintena que le seguirían. Ante mí, la misma imagen impresa del relieve en piedra de la diosa Ishtar, y debajo de esta, nuevas especificaciones escritas de mi puño y letra:

[…] Ishtar era hija del dios Sin (dios lunar) o de Anu. En carácter de hija de aquel, era la dama bélica; como descendiente de este, el exponente del amor, lo licencioso, la intemperancia y la violencia caprichosa hasta el extremo. […]

Ishtar, la diosa de la cultura sumeria, se convierte en la diosa de la belleza y la sensualidad babilónica, a la que agradaban los actos de amor carnal y que para asegurar su veneración y culto se consagraban vírgenes en beneficio del templo, dedicándolas a la prostitución sagrada, es decir, a la prostitución selectiva y puntual, cuyo provecho se dedicaba exclusivamente al servicio del templo. […]

La segunda hoja me reveló un dibujo que consiguió estremecerme. Supe entonces que no era la primera vez que me enfrentaba a lo siniestro de su trazo: una calavera con cuencas asimétricas, con dos fémures cruzados bajo ella. En el centro del par de huesos un número: 322. Recordé la contraseña para encender el aparato que ocultaba la llave de Zharkov: «X322X».

Bajo la calavera, una nueva descripción que hacía referencia al símbolo numérico:

La cifra clave de la Organización es el 322, en conmemoración al 322 a. C., año en que murió el orador griego Demóstenes. Según la leyenda que rige la Orden, Eulogia, diosa de la Elocuencia, marchó en ese año al paraíso para retornar en 1832 y unirse a la sociedad secreta. Desde esa fecha le rinden tributo a Eulogia, del mismo modo que a la diosa Ishtar, primera representante de las logias de índole sexual y bélica. Estas logias son obligatorias en la iniciación de los miembros adolescentes de la Orden, quienes, para entrar en la sociedad, deben relatar sus experiencias sexuales con los ojos vendados en mitad de un círculo formado por los Caballeros más veteranos. Al término del rito, al iniciado se le concederá la denominación de Caballero, dejando la de bárbaros para el resto de los integrantes de la especie humana al margen de la Orden.

Las siguientes páginas hacían mención de detalles aún más desconcertantes. Una impresión de ocho hojas, extraída de Wikipedia, en la que se describía una sociedad secreta de estudiantes de la Universidad de Yale: Skull & Bones.

Leí cada párrafo subrayado:

La sociedad fue fundada en 1832. La primera clase o cohorte Calavera se formó el curso siguiente, 1832-1833. Los Skull & Bones, llamados en su primer año de existencia Club Eulogie, no admitieron miembros femeninos hasta el año 1992. Desde el 13 de marzo de 1856, los miembros sénior junto con los júnior (universitarios de clase social alta, captados para la Orden) se reúnen en la Tumba, un oscuro edificio de una sola planta con aspecto de mausoleo adyacente a las dependencias de la Universidad de Yale.

Los arraigados lazos con el congregacionalismo garantizan el puritanismo en la enseñanza de Yale. Tanto estudiantes como profesores están obligados a hacer profesión de fe para ser admitidos. Al puritanismo se agrega un acusado elitismo: los estudiantes son clasificados no según sus capacidades de estudio, sino en función de la posición social de sus padres. En primer lugar, los hijos o nietos de gobernadores y vicegobernadores, seguidos de los familiares de jueces de la Corte Suprema. En la última columna del listado de admisión, los nombres de los hijos de granjeros, comerciantes y artesanos.

Me llamó poderosamente la atención una pequeña fotografía en blanco y negro, probablemente fechada a finales del XIX, con quince jóvenes de aspecto señorial. Y continué leyendo:

En la Orden, a cada cohorte de miembros se hace un retrato, y siempre en la misma pose: los quince miembros júnior trajeados, dispuestos a heredar el poder de la generación predecesora; con huesos humanos sobre una mesa central y un viejo reloj al fondo marcando las 8 de la tarde.

Los relojes de la Tumba de los Bones están intencionadamente adelantados cinco minutos del resto del mundo, para darles a los miembros la sensación de que el espacio de los Bones es un mundo aparte, un universo por delante de la curva del resto de los bárbaros del exterior.

Cada año se reclutan quince miembros, lo cual permite estimar en cerca de 800 el número de miembros vivos de la organización en cualquier momento preciso. Bajo la autoridad de los miembros más antiguos, los quince recién elegidos se reúnen dos veces por semana para conversar sobre sus vidas, de sus estudios y sus proyectos profesionales. También hay debates sobre cuestiones políticas y sociales. Una vez al año, los Skull & Bones organizan un retiro en Deer Island, una vasta isla situada en el río Saint Laurent, cerca de Nueva York, donde construyeron un club señorial estilo inglés. La finca se complementa con dos casas, un bungaló, un embarcadero y un anfiteatro.

Muchas figuras influyentes del poder político y legislativo del país han formado parte de Skull & Bones. Familias poderosas que han tenido a menudo múltiples miembros a través de sucesivas generaciones. Los Bones, o Bonesmen, abarcan un rango que va desde presidentes de Estados Unidos hasta jueces de la Corte Suprema, pasando por hombres de negocios y senadores de los dos principales bandos políticos.

La bombilla de la linterna hizo amago de fundirse. Parpadeó un par de veces dejándome a oscuras durante cinco inquietantes segundos. Golpeé su cristal. La luz se recompuso. Falsa alarma.

Continué indagando en la letra de más folios que luchaban contra mi incredulidad a cada renglón leído.

Desoyendo los sonidos de la noche, me adentré en conexiones que dieran sentido y forma a la amenaza a la que debía enfrentarme. Skull & Bones…, ¿qué tenía que ver una sociedad secreta estadounidense con la mafia de los Zharkov?

Los siguientes escritos habían sido sacados de otra web: voltairenet.org.

En ellos se daba una amplia visión de lo que supuestamente se había generado en torno a esos Skull & Bones, de los que algo había oído en televisión, pero que como la mayoría de los estadounidenses no había prestado la suficiente atención. A lo largo de los años, las teorías sobre conspiraciones secretas vinculadas a la nación nunca habían dejado de ser eso, simples teorías más cercanas a la credibilidad de la existencia del Yeti que a la realidad que a todos interesa. Quizá esa fuera la meta de cualquier gobierno: politizar los medios de comunicación para así darle un enfoque de irrealidad a la turbiedad de sus asuntos.

Voltairenet.org, a diferencia de Wikipedia, conseguía ahondar, al límite de lo incriminatorio, en lo concerniente a esos Skull & Bones:

La Orden llama la atención por encarnar la quintaesencia del medio social más favorecido de Estados Unidos y cuyos puntos de vista están muy lejos de representar el ideal democrático al que aspira el resto de su población. Capitalistas partidarios de un seudoliberalismo y defensores de los valores de libertad que supuestamente defiende su país. Comoquiera que sea, esta orden secreta sigue siendo la fachada más evidente del puritanismo más acérrimo, enemigo de clase que representa la aristocracia imperial de los Estados Unidos. […]

Numerosos miembros de la organización han estado involucrados presuntamente en diversas «acciones sucias» que han escrito la historia negra de los Estados Unidos en los últimos sesenta años. Desde la invasión de bahía Cochinos en abril de 1961, cuyo sonoro fracaso vino a cargo de la negativa de JFK a secundar aquel ataque con un refuerzo aéreo, hasta la elaboración de la doctrina nuclear. […]

En un margen de la hoja atiné a leer una de mis notas:

Ronda en el aire la supuesta financiación de los Skull & Bones de la guerra del opio entre Reino Unido y China a inicios del siglo XIX, así como el presunto provecho de la destrucción del World Trade Center para ofrecerle al mundo falsas teorías que «justificaran» las consabidas invasiones de Afganistán e Irak, tales como la caza de Bin Laden o la existencia de armas de destrucción masiva. Ocupaciones de dos países de estratégica geografía o recursos, no exentas de la matanza de sus civiles, y al servicio de supuestos y controvertidos objetivos: la apropiación del suelo de Afganistán para la construcción de gasoductos por donde transportar el gas natural procedente de Turkmenistán (quinta reserva de gas del mundo) hasta la terminal paquistaní de Multa, abierta, convenientemente, al Índico. Este plan energético, asignado a un acuerdo firmado el 27 de diciembre de 2002 entre los presidentes de Turkmenistán, Afganistán y Pakistán, aportaría, presuntamente, excelsos beneficios a compañías del gasoducto estadounidense aliadas al Gobierno de aquel entonces. Tres meses más tarde, los pozos de petróleo iraquíes se adscribirían a una firma estadounidense con la polémica invasión del país, dando así luz verde a la sustracción de la energía iraquí por parte de los empresarios petroleros pertenecientes a la Orden.

Me había quedado helada. ¿Realmente mi mano había escrito eso?

No podía deshacerme de la sensación de encontrarme frente a una escritura que, pese a reconocerla como mía, aparentaba pertenecer a mente ajena; reflexiones de una mujer distinta, desconocida, con un lenguaje conciso, amarrado al progresivo avance de una incansable investigación.

Lo siguiente que abordó mi comprensión no hizo más que reafirmar la mayor de mis inquietudes:

Algunos historiadores sugieren el ingreso manipulado de unos cuantos integrantes de Skull & Bones en las filas directivas de la OSS (Office of Strategic Services), antiguo servicio de inteligencia estadounidense que, tras finalizar la Segunda Guerra Mundial y con el presidente Truman al mando, pasó a llamarse CIA. De hecho, existe un número desproporcionado de Bonesmen adheridos (a lo largo de los años y pese a los cambios de gobierno) a la cúpula de la comunidad de inteligencia. Antiguos directivos de la OSS, o CIA, marcados por las directrices de los Skull & Bones, han pasado a sentarse en el sillón del Despacho Oval, o bien tuvieron el camino libre para acceder a la Asesoría de Presidencia. […]

¿Los Skull & Bones artífices y propulsores del servicio de inteligencia actual del país? ¿Cuán largos serían los dedos de esa orden para mantener consigo, durante más de setenta años, el beneplácito y el consensuado silencio del poder político, el judicial y el legislativo de toda la democracia contemporánea? Allí, sola, en mitad de Catoctin Mountain, abducida por la oscuridad de un sótano y a las dos menos cuarto de la mañana, las respuestas a esas preguntas cuando menos tardarían en llegarme.

Pasaron por mis manos una veintena de hojas referentes a información de presidentes, vicepresidentes, jueces, senadores, banqueros…, todos ellos licenciados por la Universidad de Yale y, cómo no, miembros de aquella siniestra organización en distintos periodos de su historia.

Sin pensar en hallar más información que la ya revelada, me detuve en una nueva hoja en que se mostraba, apaisada, una fotografía en grandes dimensiones y en blanco y negro. Se trataba de otro posado de quince nuevos componentes de los Skull & Bones. Leí mi letra en el margen superior derecho del papel: «Curso 1980-1981».

A la izquierda de cada rostro, la escritura veloz de mis números, del 1 al 15. Acerqué la linterna a la hoja. Conseguí darle la conexión exacta a esas cifras con la decena de nombres escritos en rotulador negro a pie de página:

1. Charles L. Townsend 2. Steve Renbeck 3. Peter T. Jensen 4. Viktor Zharkov 5. Paul L. Walker 6. Scott McCallister 7. Richard C. Wyman 8. Jason Howells 9. Eric Smith 10. Warren F. B. Miller 11. Adam Reynolds 12. David H. Johnson 13. Thomas Nielsen 14. John W. Kent 15. William P. Jackson.

Los había encontrado. Ahí estaban. Viktor Zharkov y John W. Kent.

Analicé sus rostros aniñados. A pesar de no sobrepasar la franja de los veinticuatro años ninguno de los quince chicos, Viktor Zharkov aparentaba mayor corpulencia y madurez que cualquiera de sus compañeros. Las semejanzas estéticas entre Kent y Zharkov eran evidentes y podrían dar cuenta del devenir de su amistad en aquellos tiempos: ambos con exacto traje y camisa, con flequillo lacio echado a la frente, con mirada seria, un tanto entristecida en los ojos del ruso, a la contra que Kent, quien con gesto sutilmente preponderante desafiaba al objetivo cual conocedor de su futuro en la Casa Blanca.

Dejé a un lado la hoja con la gran foto impresa, para toparme con un folio escrito de mi puño y letra con breves descripciones de la vida de cada uno de ellos:

1. Charles L. Townsend: Licenciado en Derecho. Casado, con un hijo. Se formó como predicador y pasó en 1995 a presidir The Fellowship Foundation, conocida también como La Familia. Al menos treinta y tres congresistas (tanto republicanos como demócratas) pertenecen a esta organización cristiana y fundamentalista…

Abandoné a medio leer la descripción de Townsend para meterme de lleno en la vida del ruso que, en el día de hoy, deseaba verme muerta. Sus conexiones con Kent eran una prioridad en todo ese descubrimiento, y estaban a un paso de serme reveladas:

4. Viktor Zharkov: Su padre, Anatoly Zharkov, espía del KGB, fue enviado con veinticinco años a la Alemania de 1941 y llegó a introducirse en el servicio de inteligencia nazi. En 1945 y tras el derrumbe del Tercer Reich, pidió asilo político a la OSS, antigua CIA, quienes atenderían su petición interesados en captar a científicos nazis y espías rusos vagando por la devastada Berlín. Zharkov ofrecería su servicio como espía a Estados Unidos a cambio de desvelar la identidad de sus camaradas del KGB residentes en Washington desde 1939. Consumada su traición al KGB y temiendo por la vida de su esposa Anna en Moscú, consigue convencer a la CIA para ofrecerle asilo a su mujer en Washington. Anatoly pasa los diez primeros años de la Guerra Fría al servicio de inteligencia de Estados Unidos. No se decide a tener descendencia con Anna hasta que, de forma voluntaria, abandona la CIA en 1957, año del nacimiento de Viktor, su primer hijo. Tras el cese de su trabajo en la Agencia Central de Inteligencia, Anatoly inicia una nueva carrera en el ejército como teniente coronel al mando de fuerzas aéreas estratégicas. Desde su posición comenzará a abrirse camino en el comercio negro de armas a espaldas del Estado y la CIA. Su pasado como agente de inteligencia le basta para asegurarle a su hijo Viktor una plaza en la Universidad de Yale, quien en 1981 logra graduarse en Ciencias Políticas. El ingreso de Viktor en los Skull & Bones le convendrá para forjar estrechas relaciones con John W. Kent. Ambos inician una amistad, abierta solo a unos pocos y sustentada hasta la fecha. A la salida de la Universidad, Viktor no tarda en volcarse en los sucios negocios del padre, y a la edad de 27 años, junto a su hermano menor, Alekséi, de 21, construyen un imperio empresarial en países de Europa del Este, tales como Ucrania o Bielorrusia. El blanqueo de capital proveniente de la venta ilícita de armas a Sudamérica y África en la década de los 80 alcanza a reportarles tal poder y beneficio que, durante los últimos treinta años, no han hecho más que amasar millones de dólares gracias a la extensión de su «intocable» mano por el interior de los bolsillos políticos más proclives al soborno. El influjo del dinero negro es tan exorbitante alrededor los Zharkov que la detención de estos supondría la caída de varias economías sumergidas, base única de la estabilidad financiera de algunos países aliados al poder de los dos hermanos.

No había que adentrarse en profundas reflexiones para analizar el papel que jugaran los Zharkov en el floreciente imperio político de John W. Kent. Ambos, miembros de los Skull & Bones, habían iniciado su ascenso al poder por confrontadas vías hasta acomodarse en sus tronos, cuyos altos respaldos les servirían para ocultar, a ojos de la legalidad, la creación de la clave Ishtar. Era de suponer que el empresario de armas, desconocido poseedor de la tercera llave, se les hubiera unido más tarde.

Con el dedo índice descendí hasta el final de la hoja, donde podía leerse el texto relacionado con aquel joven de la foto de mirada amenazante:

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