Aria

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14. John W. Kent: Hijo del senador Samuel Kent. Licenciado en Derecho por la Universidad de Yale. Su ingreso en los Skull & Bones habría tenido lugar incluso antes de su nacimiento en el cerrado círculo de Caballeros Sénior al que pertenecía su padre desde 1954. John ejerció la abogacía en Washington durante veintiséis años, en los que compatibilizó este ejercicio profesional con su otro importante cargo como presidente de Finanzas en The Fellowship Foundation, desde 1983. En 1996 es elegido senador por el estado de Virginia. Y en 2002 vuelve a ser elegido para dicho mandato. Además, ese mismo año, toma posesión de la presidencia del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. En noviembre de 2008, y bajo la presidencia de William F. Murray, John W. Kent ostentará la vicepresidencia de Estados Unidos, cargo que repetirá en 2012 al ser reelegido Murray. El 10 de enero de 2014 Kent se alza con la presidencia del país como consecuencia del desastre del Air Force One en Washington, en el que se segaron treinta y siete vidas, entre ellas la del presidente. Desde esa fecha, el gobierno de John W. Kent se ha centrado en levantar la economía de un país en perpetuo descenso financiero desde 2008. Su mandato se ha visto enaltecido en 2014 por una notable recuperación de las divisas y por el estable crecimiento en Wall Street de las principales empresas del país. Esto ha atraído la confianza del mercado internacional, que vuelve a ver en Estados Unidos una gran potencia en la que invertir, al margen del crecimiento imparable de potencias como China o India. Hoy día, Kent, con tan solo unas semanas de mandato, es catalogado, por los medios más cercanos a la Casa Blanca, como uno de los presidentes más queridos y mejor valorados de la historia de los Estados Unidos.

Al término de la lectura me asaltó la duda de cuánta parte de responsabilidad podría tener la clave Ishtar en el equilibrio económico de los Estados Unidos en ese último año.

Las cuatro hojas siguientes se llenaban de recortes de prensa con textos y fotos dedicados al presidente Kent en su mandato desde enero hasta febrero de 2014. Le seguían otros fragmentos de periódicos donde la vista se incomodaba al posarse sobre fotografías de crueles enfrentamientos en los que, en junio de 2012, las tropas sirias utilizaban a niños como escudos humanos. A estas imágenes, recortadas de ediciones pasadas de

The Washington Post, se unían otras con la sangre humana esparcida en los actos salvajes de las guerrillas somalíes contra su propio pueblo en 2010 y en la revolución libia en 2011.

Tuve que desviar la mirada de algunas fotografías para que mi ánimo no se viera sobrecogido por el desconcertante rumbo que estaba tomando la investigación.

La algarabía de temas e informaciones dispares ocultos en esa carpeta quedó del todo manifiesta con la caída al suelo de dos fotografías, situadas al final de la treintena de hojas que guardaba la carpeta. En mi descuido, esas dos imágenes cayeron boca arriba a la tierra del sótano.

Me levanté del peldaño de la escalera y en cuclillas alcé las dos fotos sobre la mesa. Al levantarme agarré la linterna con fuerza. Y de pie me enfrenté a lo expuesto por el pasado captado en aquellas imágenes. Un hombre corpulento, de gafas oscuras, subiéndose al volante de un coche todoterreno negro. La fotografía estaba tomada en algún aparcamiento. No. No era un aparcamiento cualquiera. Los muros de piedra tras el coche, los toldos azules de ribetes dorados en las ventanas bajas…: se trataba del Majestic Warrior, en una mañana cualquiera, en una tarde cualquiera. Una y otra vez mis pupilas se movían enloquecidas tratando de enviar al cerebro una realidad aún no asumida. Acerqué el haz de la linterna. No podía permitir que la falta de luz indujera a mi mente a una realidad jamás esperada, o posible. Pero lo que esas fotos me mostraban se encontraba más allá de lo imaginable, de lo concebible. Aquel hombre era Taylor, preparado para subirse en su Chevrolet negro, el mismo vehículo que me había transportado hasta el centro mismo de Catoctin Mountain. La imagen estaba tomada de frente, tras el amparo visual de la luna trasera de algún coche.

Una fecha escrita con mi letra indicaba el día y hora exactos de la captura: «10/03/2014; 3.34 p. m.».

El día 10 de marzo de 2014, seis antes de producirse el impacto del vehículo de los hombres de Zharkov contra el Mercedes de Cameron.

Di la vuelta a la fotografía de 18 x 21 cm. Leí un nombre y un apellido: «Brandon Townsend».

Townsend… Lo había leído en alguna parte.

Retomé las páginas ya pasadas. Me topé de nuevo con la foto de los Skull & Bones de 1981. Las jóvenes miradas de Zharkov y Kent volvían a intimidarme, tácitas desde su pasado adolescente. Recorrí con mi dedo varios rostros hasta detenerme en los ojos del chico situado en el extremo izquierdo de la primera fila. El número 1, el joven más alto y corpulento de todos. Taylor había heredado sus ojos; esa mirada penetrante y oscura, tan abigarrada y poderosa que el azar genético se vería falto de burlar las directrices del parentesco más evidente.

Los dedos se movieron raudos entre los papeles hasta encontrar la hoja donde yo misma escribí, hacía un año, las descripciones de cada uno de los miembros del curso 198081.

Charles L. Townsend. El retrato de su vida dejada a medio leer, cegada por mi propósito por saber más acerca de su otro compañero, Viktor Zharkov.

Un chasquido tras la espalda. La oscuridad en el sótano me sugería no hallarme sola. A la linterna comenzaba a faltarle pila, y a los pulmones el aire que les devolviera el sosiego robado.

Leí sin desearlo, sin quererlo. Leí por obligación. Porque aquello que intuía destapar se sumaría, más si cabía, a la terrible realidad de la que ya era presa, y de la que ya era imposible escapar con vida.

1. Charles L. Townsend: Licenciado en Derecho. Casado, con un hijo. Alcanzó un puesto de congresista en 1991. Su fuerte implicación con el puritanismo y los evangelios le llevó a convertirse en predicador y en 1995 a ser elegido presidente de The Fellowship Foundation, conocida también como La Familia. Al menos treinta y tres congresistas (tanto republicanos como demócratas) pertenecen a esta organización cristiana y fundamentalista, organizadora del Desayuno de la Oración el primer jueves de febrero de cada año. La Familia simpatiza con ricos empresarios de ultraderecha y se mantiene en perpetua alianza con el poder político estadounidense. Son muchas las creencias que advierten que la dirección de Charles L. Townsend en The Fellowship Foundation presuntamente ejerce una utilización de la figura de Jesús de Nazaret para acercarle a profesar, a escala mundial, una manipulación política y económica. Su hijo Brandon Townsend ingresó en la CIA en 1998 como agente de operaciones especiales. Desde que nombraron senador a John W. Kent, Brandon Townsend, junto a su padre, ha desarrollado conexiones, asociaciones y alianzas en defensa del gobierno del presidente Kent. La prensa aseguró, en tiempos del Gobierno de Murray, que la amistad de Kent con la familia Townsend resultaría más que decisiva en su ascenso como vicepresidente. Charles L. Townsend, con cincuenta y cuatro años de edad, ha sido nombrado recientemente asesor de Presidencia en el Gobierno de John W. Kent, y ha delegado en la actualidad a manos del predicador Frederick Douglas el mandato de The Fellowship Foundation. El hijo, Brandon Townsend, contrajo matrimonio en 2006 con Herta Grubitz, agente de la CIA desde 2003 y nieta de Volkmar Grubitz, científico nazi captado por la OSS al término de la Segunda Guerra Mundial. Bajo sus cargos en la CIA, Brandon y Herta comandan, desde 2008, la seguridad personal en torno a John W. Kent, año en que fue investido como vicepresidente de los Estados Unidos. Como es sabido, en noviembre de 2012, el presidente Murray fue reelegido, y tras cuatro años de trabajo conjunto, volvió a contar con John W. Kent para ocupar el despacho de la vicepresidencia.

* * *

Debía salir de esa casa, abandonarme al frío de la noche y rezar para que alguien encontrara mi socorro en mitad de la carretera antes de que la hipotermia me alejara del mundo para siempre. Escapar de ese Brandon Townsend al que creí como el único gran aliado que me quedaba vivo. Taylor Hoover, un nombre falso, una sucia invención para acercarse hasta mí, hasta Amanda, o lo que es lo mismo, hasta la maldita llave que yo le había robado a su protegido. Mi robo habría sido una deshonra para su departamento de seguridad estatal en la CIA. Y personalmente se encargaría de recuperar la llave que esa zorra le había usurpado al presidente. ¿Qué habría hecho conmigo en cuanto mi mente hubiera recordado el paradero de esa llave? ¿Torturarme? ¿Matarme? Sin ningún escrúpulo, esa bestia me partiría el cuello en cuanto le ofreciera su ansiada llave. Pero tal cosa no iba a ocurrir. Ya no, señor Townsend. Ya no.

Recogí de la mesa los papeles y los guardé todos en el interior de la carpeta que sostuve después al abrigo del pecho. La linterna fue abriéndome el paso por la escalera que me condujo al salón de la planta superior. Al subir los escalones sentí todo el cuerpo temblar de miedo. Tan rápido como me fue posible, salí al frío invernal que había tomado por completo el salón al carecer ya del calor procedente de la chimenea. Liberada del claustrofóbico espacio del sótano, tomé la trampilla del suelo y la cerré con el máximo cuidado. Los pernios gimotearon su hierro en el último momento. Contuve el aliento. El salón seguía vacío y supuse que arriba aún continuaría durmiendo aquel que un día la inocencia había llamado Taylor.

Decidí escapar por la puerta de entrada. Cerrada. Taylor había echado la llave antes de irse a dormir… ¿Para que nadie entrara o para que su presa no escapara?

Probaría salir por las ventanas. No. Recordé enseguida sus rejas exteriores.

Me quedé en el centro del salón, petrificada, con la carpeta de los descubrimientos aplastándome el pecho bajo la presión de los brazos.

Estaba muerta. Allí, encerrada con aquel agente de la CIA, defensor de los intereses del presidente Kent. La lógica daba pie a aguardar el despertar de Brandon Townsend y fingir, al amanecer, toda la ingenua confianza que le había exhibido desde el primer día; hasta que me viera con la oportunidad de arrebatarle la llave de Zharkov, ahora en su posesión.

La traición de Taylor (o Brandon) me había dejado conmocionada. Lo retorcido, lo escabroso de mi situación vital no podría forzarse a otro impredecible giro. Era el final de mi lucha. La unión de las tres llaves de la clave Ishtar, una falacia, un acontecimiento imposible a mis ojos si seguía un minuto más dentro de aquel espacio compartido con el hijo de Charles L. Townsend.

Vivir o morir. Cerré los ojos. Para recuperar la llave de Zharkov tendría que matar a Taylor. La linterna me mostró el arma del horror: el hacha clavada en el tronco junto a la chimenea. ¿Qué iba a hacer? ¿En qué me iba a convertir? ¿En ellos?

Rompí a llorar en silencio, impotente por el miedo, con la vista puesta en la escalera que conducía al sueño de Taylor, al sueño del traidor.

Era una certeza: si dejaba la llave de la clave Ishtar en manos de Taylor, desaparecería toda probabilidad de desenmascararlos a todos y vengar la muerte de Cameron.

Aplaqué como pude las lágrimas. La luz de la linterna que portaba mi mano derecha quedó centrada en el filo del hacha. Me acerqué hasta ella. La mano apresó el mango de madera.

No podía hacerlo. ¡Maldita sea!

Di un paso atrás. La agitación de mi aliento se hacía cada vez más incontenida.

No podía matarle. Aunque la amistad generada entre nosotros no hubiera sido más que una vil artimaña de la CIA, le quería. Le quería como el amigo que había demostrado ser hasta enfrascarse mi curiosidad con aquella endemoniada carpeta.

Recliné la espalda contra una pared. La linterna enfocaba el suelo, cada vez más debilitado su destello. Tan pronto doblegué mis fuerzas contra aquel muro de piedra como tan rápido me vi sumida en la agonía por conservar mi vida, aunque fuera unos días más.

Townsend había asegurado mi encierro a conciencia, quizá por temor a la recuperación total de mi recuerdo al despertarme, hasta el punto de rememorar detalles de mi pasado como Amanda en los que su «incondicional amistad» no salía bien parada.

En la oscuridad, hice el esfuerzo por recordar cada puerta, cada ventana, cada muro, cada escalera de aquella casa. No había escapatoria. Con un simple giro de llave, Taylor había hecho de la cabaña una ratonera.

La luz de la linterna cayó sobre el respaldo de una silla arrimada a la mesa central. No podía creerlo. La cazadora de Taylor se hallaba colgada del respaldo. Me acerqué a la silla y metí la mano en los bolsillos de la prenda descuidada. Unas llaves. Las llaves del Chevrolet. Las escondí en mi puño. Con la casa cerrada a cal y canto, Taylor había considerado como un mal menor dejar las llaves del coche a mi alcance. Algo que no se le había ocurrido hacer con la llave digital que le acercaba a la clave Ishtar, que pernoctaba, con toda seguridad, bajo su almohada.

Pero podría haber una salida. Una única salida. Y justo bajo los pies.

Rescaté el abrigo y el bolso abandonados sobre el respaldo del sofá. Me los eché al cuerpo. Levanté por segunda vez la trampilla del sótano y me precipité escaleras abajo. Allí en la negrura de su misterio me esperaba aquella portezuela estrecha por donde la brisa se escapaba entre los resquicios de su vejez. Comprobé que la cadena que sujetaba su cierre con la pared adyacente solo se hallaba superpuesta. La retiré con cuidado y la abandoné en el suelo. Tiré de la puerta con sus bajos rozando el terreno. Aventuré la luz de la linterna por el largo pasadizo donde el viento ululaba la existencia de una salida, más allá de la impenetrable negrura bajo tierra. Era el momento. Apreté el puño. Las llaves del Chevrolet quedaron hincadas en la palma. Mi otra mano contuvo con firmeza el peso de la carpeta.

Víctima de una creciente ansiedad, me lancé a la carrera. Dejaba atrás la llave de Zharkov con la que poder agarrar por los huevos a todos los que habían convertido mi vida en esa pesadilla. Pero el corazón no respondía a otra orden que no fuera bombear la sangre recibida para darle un imperioso impulso a mi escapada. Los pies golpeaban el suelo a la desesperada, como si tras de mí el techo de tierra y piedra adosada amenazara con derrumbarse sobre mi cabeza. Las raíces muertas de árboles y plantas obstruían la recta final del pasadizo. Tuve que apartar, estirar y arrancar gran parte de ellas para adentrarme en un reducido agujero. Mi cuerpo se acopló al pequeño espacio y comencé a avanzar a gatas y cuesta arriba.

Mi mano agarró una enorme raíz, y en un último esfuerzo me impulsé hacia delante.

El aire invernal me abofeteó la cara a la salida del hoyo. Lo había conseguido. Estaba en el exterior. En alguna parte del bosque. En alguna parte de Catoctin Mountain. Calculé en unos trescientos metros mi recorrido bajo tierra. Todo el trayecto había sido en línea recta. Deshice mi camino, esta vez pisando el suelo que le servía de techo al pasadizo, hasta avistar, a lo lejos, la oscura silueta de la cabaña bañada por la luna. Corrí sin descanso, apenas sin fuerzas. Necesitaba tomar aire. La parada junto a un árbol me sirvió para llenar los pulmones de oxígeno reconstituyente. Casi sin aliento, el cerebro comenzó a liberar imágenes sin sentido, sin pausa. «¿Por qué ahora esas imágenes? ¿Por qué en ese preciso instante?». Mi mente eligió de pronto uno de los

flashes que la acuciaban: la última foto encontrada, en la que un Taylor con gafas oscuras subía a su coche. Su gesto inexpresivo, su anchura de hombros… Era él. El mismo hombre que conducía aquel todoterreno negro que terminó por sacarnos de la carretera la tarde del 16 de marzo de 2014.

No. No podía tratarse del mismo hombre, del mismo asesino.

Llegué hasta el Chevrolet lanzando agotados traspiés. Me encontraba exhausta, sin aire y casi sin esperanzas. Antes de accionar su apertura llevé la luz de la linterna hasta la parte lateral izquierda de la carrocería. Pasé la mano por la chapa, desde el frontal hasta el maletero. La línea de su diseño estaba intacta. Sin embargo, observé un detalle que acabó desmontando la eterna teoría que implicaba a los subordinados de Zharkov como autores del intento de mi asesinato en la carretera 77. Situé la linterna a escasos centímetros de la chapa. Era evidente. La pintura negra diferenciaba su tono en aquella zona con respecto al resto de la carrocería. La puerta había sido reparada y vuelta a cubrir de pintura, al igual que la placa en arco sobre la rueda delantera izquierda.

Pulsé el botón de la llave que accionaba la apertura automática del Chevrolet.

Un crujido. Un portazo. Cincuenta metros al frente, la puerta de la cabaña se abría.

La luz de una linterna salió disparada de la casa, e inició un enloquecido movimiento al compás de la carrera de quien la portaba. Directo a mí. A atraparme.

Taylor me había descubierto. A mitad de su persecución gritó colérico, pero no quise escucharle.

Me subí a su coche tan rápido como me fue posible. Tiré mi bolso, la linterna y la carpeta a los asientos traseros. Cerré la puerta del piloto y eché el cierre automático.

Introduje la llave en la ranura de contacto.

No me dio tiempo a encender el motor.

El corazón se sobresaltó al límite del infarto.

Una presencia negra, amenazante, acompañaba mi huida sin avisar, sentada en el asiento del copiloto.

Hubiera reconocido esa melena rubia en cualquier parte.

—Yvonne…

—¿Así agradeces la ayuda a mi marido? —blandió su boca—. ¿Robándole el coche?

—Herta…

El puño contra mi cara fue certero, casi mortal. Y la nuca fue a estrellarse contra el cristal.

Los ojos de Herta Grubitz, llenos de ira: eso fue lo último que reconoció mi mente antes de rendirse a la inconsciencia, a la total inexistencia del ser.

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