Aria

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El amanecer anunciaba la ocupación de su cielo a nuestras espaldas. Los primeros rayos se colaban entre los árboles como espadas de fuego sentenciando el halo oscuro de la noche. Abrazada a su cuello, levantada por sus brazos, Cameron decidió alejarme de la frondosidad de aquel bosque para llevarme hasta un nuevo coche desconocido que esperaba mi recogimiento. Pero planeaba dejarme sola, abandonada en los asientos traseros. Le tomé por una muñeca antes de que el cierre de la puerta se interpusiera entre nosotros.

—La llave… —le dije muy debilitada, como presa de un sueño nebuloso y volátil.

—¿Qué?

—Un aparato electrónico, parecido a un iphone. Brandon se lo ha guardado en el bolsillo del pantalón. Cógelo. —Camerón asintió a mi requerimiento—. Escúchame… Debes traer también una carpeta negra… Búscala… Es muy importante…

Fuera, Cameron me dejó encerrada en un Chrysler todoterreno mediante el empleo del sensor de la llave de contacto en su mano. Volvió a alejarse y a introducirse en aquella boca de lobo sin darse cuenta de lo aterrada que estaba ante su no retorno, a que aquella imagen tan solo hubiera sido capricho del delirio y no la realidad libertadora que había sentido como mía.

Pasaron dos, tres minutos. Desde la ventanilla observé cómo otro hombre salía de la cabaña librándose del pasamontañas que le había cubierto la cabeza. Cameron salió de la casa un par de segundos después. Cerró la puerta de madera con la llave oxidada que yo había encontrado en la guantera de su antiguo Mercedes. Con paso firme, llegaron hasta el lateral de la casa y en línea recta sortearon ramas y arbustos hasta posicionarse frente al todoterreno que me había transportado a traición hasta esa parte de Catoctin Mountain. Mis dos libertadores sacaron sendas pistolas y agujerearon las ruedas de dos coches: el Chevrolet de Brandon y el Dodge color plata con el que Herta había llegado hasta allí en mitad de la noche. Los silenciadores incorporados a las armas les ofrecieron la discreción precisa que nos ayudara a la huida, sin demasiada carrera.

Los dos hombres, vestidos de negro de pies a cabeza, guardaron las pistolas en sus cinturones con cartuchera. Tomaron el camino hacia el gran Chrysler en el que me encontraba, preparados para abatir a cualquiera que osara cruzarse por ese camino inhóspito o por las mismas inmediaciones de la Casa Blanca, daba igual. Su caminar, firme y seguro, daba idea de cuán concienciados se sentían ambos por arriesgar la vida en mi rescate.

El desconocido, de cabello pelirrojo, de unos cuarenta y cinco años y un metro noventa de altura, montó en el asiento del piloto. Cameron en el del copiloto. La apariencia de este último, fría y distante, me descolocó por completo. Cerraron las puertas.

El coche arrancó, culeó y con violento giro tomamos Manahan Road en dirección sureste.

—Cameron… —murmuré desde los asientos traseros. Él giró la cabeza aparentando ser la réplica robótica del ser humano que había sido. Me dedicó una mirada seria, contenida. El verdor de sus ojos me conmovió al borde de las lágrimas. Era él. Y estaba vivo—. Creí que habías…

—Ya no importa lo que te hicieran creer. Estás a salvo —dijo con gesto indiferente.

—¿Cómo has podido venir hasta…?

—Al convertirme en tu principal causa de riesgo, metí en tu bolso un localizador de alta frecuencia. Al leer la carta de tu tía supe que escaparías hacia Broken Bow. Sería un lugar seguro para ti en estos días, más que el Majestic Warrior. Y acerté. —Recordé el pequeño cilindro metálico que destruí bajo mi zapato la tarde anterior. Cameron desvió los ojos al salpicadero del coche—. Desde la última vez que nos vimos, se ha reflejado en mi portátil el punto exacto de tus movimientos. No podía fiarme de tu palabra de permanecer alejada de esta mierda, y guardaba la certeza de que no ibas a estarte quieta. Me cercioré de tu estupidez en cuanto el localizador me dio tu señal atravesando la ruta setenta y siete, derecha a Catoctin Mountain. —Carraspeó. Continuó hablándole al aire, sin intención de arroparme con la mirada—. Desde que descubrimos la verdadera identidad de Herta Grubitz no hemos dejado de seguirla de forma paralela. Atamos cabos en cuanto vimos a Herta coger su coche saliendo desde Washington hasta el mismo lugar donde perdimos la señal de tu localizador.

—Lo aplasté. Aplasté ese aparato con mi zapato… Alguien que me creyera estúpida lo había metido en mi bolso sin mi permiso… No iba a dejar que me insultaran por más tiempo…

Cameron obvió mi comentario y continuó inexpresivo:

—Al perder tu señal me imaginé cualquier cosa, menos que te vieras acompañada por ese cabrón de Townsend. Se nos escapó el detalle de la implicación del marido de Grubitz. Esos dos, el matrimonio Townsend, son los protegidos del presidente, y a la par dirigen y componen el mayor campo de protección alrededor de Kent desde los tiempos de su nombramiento como vicepresidente del país. Los Townsend ingresaron en la CIA al día siguiente de la caída del Air Force One… —Cameron contuvo su lengua. El silencio marcó su culpa—. Brandon Townsend ha estado contigo todo este tiempo, ¿verdad? Nunca me hablaste de él, ¿por qué?

—Si el señor Collins se preocupara en estudiar la procedencia de los empleados que trabajan en su hotel, ahora no tendría por qué hablarle de Brandon Townsend, Taylor para la idiota de Madison, y para el despistado jefe del Majestic Warrior camarero infiltrado de la CIA tras la barra del Golden.

Cameron se restregó ambas manos por el rostro. ¿Cuántas horas llevaría sin dormir? Decidió cambiar de tema ante su vergonzosa falta de atención hacia la infiltración de espías enemigos en su aparente fortaleza, derruida además por un atentado. Giró el cuello y la inquisición tomó el brillo de sus pupilas.

—Saliste del hotel, volaste para Oklahoma. ¿Por qué cojones no te quedaste en Broken Bow?

—Me engañaron… Brandon y Herta. Por medio de un mensaje a mi móvil se hicieron pasar por ti. Llamaron con tu mismo número… Fui una imbécil. Me hicieron creer que me necesitabas en Washington. Después vino la explosión en el hotel y creí que… —Lancé una bocanada de resignación—. Una sola llamada hubiera bastado para saber que estabas vivo. —En mis oídos rechinaron las últimas palabras pronunciadas. Corté tajante el declive sentimental por el que mi ánimo caía sin remedio—. Pero, qué idiota…, ¿qué estoy diciendo? ¿Qué me importa saber sobre la vida de un embustero, falso y cabrón…?

—Cualquier llamada a tu…

—No, Cameron. No me contestes —advertí—. No quiero oír más mentiras…

—Cualquier llamada a tu número o al mío es registrada por los controles informáticos de la CIA. Cualquier acceso de comunicación que utilicemos será transferido a la agencia, por lo que conocerían nuestra localización de inmediato. Solo con el portátil de Patt enganchado a la red encriptada exterior de la CIA podemos evitar el escáner localizador de la agencia y el rastreo de la NSA.

—¿Quién es Patt? ¿Otra de tus invenciones?

—Patrick Cromwell —respondió el conductor, quien me dedicó una sonrisa crepuscular desde el retrovisor—. Ha sido muy valiente, señorita. Pero déjeme decirle que este viaje al que acabamos de embarcarla carece, desde hoy, de billete de vuelta. O ellos o nosotros. De usted y de su recuerdo dependen ahora nuestras vidas y el futuro de la principal agencia de inteligencia de los Estados Unidos.

—¿Qué quiere decir?

—No es necesario que ahora le acerques a toda esa mierda, Patt… —interrumpió Cameron.

—Es de vital importancia que vaya digiriendo información… —repuso el otro.

—Dale un tiempo, ¿vale? Está confusa. No recuerda a Amanda, no sabe nada de la clave…

—Nos ha hecho llegar hasta la llave de Zharkov… —conjeturó Patrick.

—Sí, pero eso no significa que…

—Creo que todos tenemos muchas cosas que contarnos, señor Collins —le advertí.

Cameron viró el cuello hacia los asientos traseros. Volvió a buscar mi contacto visual. Le negué el acercamiento de mis ojos, muy a mi pesar. Un beso, un abrazo, un simple «te quiero» hubiera bastado para olvidar toda su traición y engaño; para confirmarse como un hombre de honor, bueno y honesto cuyos embustes hubieran sido forjados solo por su obsesión de alejarme de todo peligro. Pero allí, subidos en aquel coche, respirando el mismo aire estancado, la frialdad había creado un aura en torno a él, la misma que le rodeó la mañana en que dejamos de vernos. «Debemos seguir por caminos separados». Sus últimas palabras tronaron en mi cabeza. Cerré los ojos y simulé el cansancio que hizo recobrar la compostura del cuello de Cameron, al frente, donde debía estar.

Al no mostrárseme lo contrario, me hallaba ahora no sé si de vuelta «apresada» por otros dos agentes de la CIA cuyos objetivos rezumaban igual o mayor turbiedad que los de mis dos anteriores raptores del bando contrario de la agencia. Entonces, ¿a qué bando pertenecían Cromwell y Collins? ¿Al incorruptible de la agencia, o al menos corrupto? ¿Matarían a la confiada chica de provincias nada más acercarlos a la zona en la que había escondido la llave del presidente?

«Si tanto quiere Cameron la llave del presidente, que la busque en el maldito lugar donde él ya debía estar». Esa había sido la única revelación-pista que, según Herta, me había oído por teléfono poco después del robo de la llave. «Si tanto quiere Cameron la llave del presidente, que la busque en el maldito lugar donde él ya debía estar». ¿A qué lugar podría referirme?

Volví a hacer esfuerzos por recordar las horas posteriores a mi papel de prostituta de John W. Kent. Pero sin saber por qué, en cuanto le daba orden al cerebro para desenraizar la confusión en torno a la llave del presidente, la mente capturaba esas hipnóticas imágenes de margaritas amarillas. Mi brazo de niña, agachándose para hacerse un ramillete, mis pies colmados por el dorado intenso de los miles de pétalos a la vista. Siempre el maldito campo de flores, una y otra vez; una y otra vez.

Pasamos rozando la misma pendiente de tierra por la que mi memoria perdió la vida de Amanda. Levanté los ojos. No deseaba exponerme al lugar de mi tragedia por segunda vez en veinticuatro horas. Pestañeé, con las pupilas amoldándose a la luz de la mañana. El sol tomaba ya posesión de la cúpula celeste que alumbraba el nuevo día. Un nuevo día, quizá el último, sí, pero junto a Cameron. Junto al hombre que la duda aún convertía en próximo nuevo aspirante a mi asesinato. Solo que conmigo eran dos y no una la vidas que segaría, encontrándose, sin él saberlo, derramando la propia sangre.

* * *

Me llevaron hasta un motel llamado Red Roof Inn, en el 16001 de Shady Grove Road, una avenida medianera a la interestatal 270 y las afueras de Rockville. A cuarenta kilómetros de Washington, el continuo fluir del tráfico daba sus coletazos por esa comarca y era previsible pensar que desde aquella habitación —y por varias semanas— entraran y salieran los planes y operaciones de Cameron y Patrick. En esa habitación —la número 14 de aquel motel de carretera—, se respiraba la tensión de días pasados, aderezada con aire enviciado, sin permiso para que las cortinas que ocultaban la luz del día se desplazaran ni un centímetro en su sempiterna cubierta sobre las ventanas.

Me habían sentado en el extremo de una de las dos camas, frente a una mesa de madera en el centro de la habitación; Cameron de pie, apoyaba la espalda en un viejo mueble asimismo de madera frente a mí; el tal Cromwell, sentado en una silla a mi izquierda, palpaba el aparato que guardaba la llave de Zharkov sin saber muy bien cómo enfrentarse a su sistema o a su simple conexión. Tras varios intentos, lo dejó por imposible, abandonando el artilugio sobre la mesa. Sus dedos repiquetearon sobre la madera para después golpear la mesa en un ir y venir de conjeturas.

—¿Sabe? Es la primera vez que sostengo uno de estos cacharros en las manos.

—Poco le puede servir si ni siquiera conoce la contraseña de conexión —le dije.

—¿La conoce?

—Puede que sí, puede que no. Depende de su juego limpio conmigo. Estoy muy cansada de la gente que me cree idiota, ¿sabe? Dar todo para recibir una mentira tras otra. ¿De verdad que ahora funcionan así las cosas?

—La hemos salvado de una muerte segura en esa cabaña; ¿no es prueba de ganarse nuestra confianza?

—No me sirve. También Taylor me salvó del tiroteo en el Majestic y ya ve que ha sido el último en pactar con el diablo.

—Bien. Nos espera entonces un arduo trabajo… —El hombre se humedeció los labios, suspiró y me dijo—: No se acuerda de mí, ¿verdad?

Negué con la cabeza. Estaba claro que trataba de acercarme a lo que mi vida como Amanda había compartido con él. Un intento de aproximación que no hizo más que avivar mi desconfianza hacia el supuesto conocido.

—Y así, de primeras… —continuó—, ¿podría decirme dónde encontró esta llave, la llave de Zharkov? —repuso con estudiado tiento.

—En el bolsillo de su camisa —le contesté.

Cameron me arrojó toda su confusión desde el armario de madera en que se apoyaba.

—¿Puede ser más precisa? —me preguntó el agente.

—Sí. En un bolsillo exterior. La casualidad quiso que la llave se encontrara guardada en el mismo trozo de camisa que yo le arranqué al cadáver de Zharkov. La convertí en torniquete para detener la hemorragia en la pierna de Cameron. Si no cree en Dios, ya tiene la prueba de que existe y de que quizá Cameron y yo podamos caerle en gracia.

—Dejé esa tela tirada en el cuarto de baño… —recordó Cameron.

—Y a la mañana siguiente la metí yo en una bolsa con toda tu ropa manchada de sangre. Escondí la bolsa en el armario de mi tía. Luego vino la explosión en el hotel. Ayer tuve que ingeniármelas para subir hasta la planta veinte y rescatar la llave de las cenizas.

—¿Cómo llegó a pensar después que la llave podría estar en ese trozo de tela?

—Taylor…, o Brandon Townsend, como quiera llamarle, me habló de las características de ese aparato. Luego en Dubái, vi a Alekséi Zharkov guardárselo en el bolsillo exterior de su camisa. Supongo que al sacar el FBI el cadáver de Zharkov a la superficie, los aliados al presidente testificaron la ausencia de la llave en las ropas de Alekséi, además de que su camisa estaba rota. Se lo advertirían a Brandon, y él más tarde acudió a mí, la única mujer superviviente y la que quizá por cualquier motivo partió la camisa de Zharkov en dos. Y dio en el clavo. El señor Townsend tuvo suerte y acertó. Desde hacía tiempo tenía mi confianza ganada… Poco fue el esfuerzo que dedicó para oírme cantar como un pajarillo.

—Bien…, me hago a la idea —me cortó tajante. Aflojó la dureza de su mirada para invitarme a entrar en la cordialidad de su persona—. Son las siete de la mañana, ¿le apetece desayunar?

—¿Me está diciendo que he de coger fuerzas para el interrogatorio al que me va a someter? ¿Va a utilizar conmigo métodos de tortura o algo así? ¿Cómo lo llamó Herta? ¿

Waterboarding?

—Créame, el

waterboarding no goza de mi consentimiento en las misiones a mi cargo. Ética, moral…, llámelo como prefiera.

—Un jefe de la CIA en el Medio Oriente… Yihadistas… ¿Qué técnica utiliza entonces para que los presos le confiesen las conexiones con Al Qaeda? ¿Las cosquillas?

—No es el tema que nos compete en este momento, señorita Greenwood. —Cromwell lanzó un guiño a Collins, quien se mantenía al margen de la conversación, en ese momento recién tomado su asiento en una silla cercana a la puerta—. Cameron le preparará un buen desayuno…

El director del Majestic se dio por aludido a la orden del agente.

—Sí… Tenemos zumo, leche… —Cameron se levantó de la silla cual camarero contratado para su hotel. Le observé. Insistía en permanecer ausente, extraño a mi presencia, a nuestro reencuentro. Mi repulsa en el coche le había alejado aún más de mí, si cabía. A mi silencio él decidió improvisar—. Te pondré un chocolate…

—Vete al infierno —le dije. Salté de mi asiento en la cama y me perdí por un oscuro rincón de la habitación—. ¡Idos al infierno los dos!

—Debe comer algo, señorita Greenwood —calibró Cromwell—. La necesitamos lúcida, con fuerzas para acercarnos a todo lo que le haya contado Brandon Townsend sobre la clave; además de todo lo que haya podido recordar usted hasta el momento. He abierto la carpeta que nos ha hecho rescatar de esa cabaña. Creo que tiene mucho que explicarnos, Madison.

—¿Y qué me daréis a cambio, mi libertad?

—No vamos a retenerla —me dijo con facción adusta—. Salga fuera si lo desea. Nadie se lo va a impedir. Váyase a su casa o al Majestic. Pero tenga por seguro que una bala le atravesará la nuca en cuanto dé un paso en falso, porque siento decirle que ya no existe lugar en este mundo para que Madison Greenwood siga conservando su vida por más tiempo.

Reflexioné. No iba a dejarme amedrentar tan fácilmente.

—Así que estoy obligada a soportaros hasta que me maten… Bien. ¿También estaré forzada a creer todo lo que usted me cuente? Porque he de decirle que al señor Collins lo conozco lo suficiente como para no confiarle ni una hogaza de pan. Sus mentiras me han hecho más daño del que pueda creer. Su sola presencia en esta habitación hace que vuelva a sentirme utilizada. Dígame si usted va a seguir el mismo patrón, o si por el contrario podré escuchar de su boca las palabras que me inviten a serle sincera.

A mi declaración, Cameron abrió la puerta de la habitación, sin avisar, de repente.

El corazón se me encogió. Casi noté que el de nuestro hijo también.

—¿Adónde vas, Collins? —advirtió Cromwell.

—A echarme un cigarro. No voy a esperar a que la señorita decida cuándo tomar su café.

—Colócate la gorra, y no des ni dos pasos fuera del rellano, ¿has entendido? Los muertos no andan por los moteles fumando Chesterfield.

—Cosas más raras habrá visto la gente —le contestó. Cameron tomó de encima del televisor una gorra de los Lakers (la que yo le compré en la tienda de moda del Majestic) y se la encajó en la cabeza. Su andar era igual de pesaroso que su expresión: un amasijo de pestañeos condenado a un insomnio perpetuo.

—Lo digo muy en serio, Cameron —le advirtió Cromwell—. Si nos descubren, estamos jodidos.

—Vamos de culo como tu veintena de agentes sufran tu misma obsesión persecutoria. Al final me veo en la retaguardia acompañado de un grupo de rebeldes neuróticos…

—¡Que te jodan, Collins!

—Yo también te quiero, Patt —contestó su desaliento—. Avísame en cuanto se le levante el apetito a la invitada…

Cerró la puerta. Patrick Cromwell buscó mi interés nuevamente, como si nada hubiera ocurrido, como si la costumbre evidenciara las salidas de tono del director de hotel.

—Puede estar segura de que a partir de ahora solo oirá la verdad —apremió Cromwell—. Le adelanto que el señor Collins se vio forzado a mentirle en su deseo por protegerla. No le culpe por ello. Él es el primero que querría verla al margen de todo esto, se lo aseguro, en contra de todos mis objetivos destinados a la clave. Pero ya no hay vuelta atrás. Usted y Collins deben colaborar conmigo hasta el final.

—Si coopero no es por salvarle el culo a usted o a sus agentes amotinados contra Kent, sino por una cuestión de honor. Quiero que muerdan el polvo todos los que me han hecho la vida imposible en este último tiempo.

—En mí encontrará un aliado para que así sea. En mí y en Collins, quien para todo el planeta sigue muerto tras el atentado de Zharkov en Dubái. Aunque Zharkov al final haya llegado a saber de la supervivencia de Cameron, suponemos que por mediación de Brandon Townsend. Hace un par de días mis agentes rastrearon las conexiones encubiertas de ese cabrón con Viktor Zharkov. A la muerte de Alekséi, Townsend utilizó la sed de venganza de Viktor para quitarse de un plumazo a Collins. De ahí la ejecución del atentado en el Majestic del que milagrosamente nuestro director de hotel salió con vida.

—¿Cómo sobrevivió Cameron al atentado en Washington?

—Secuestraron la recepción antes de detonar la bomba. En la planta veintitrés, Collins permaneció durante un cuarto de hora ajeno al secuestro. Fue a las doce y veintisiete minutos cuando intuyó un extraño comportamiento en Jimmy. El botones apareció en su despacho serio, sin habla, con el sudor corriéndole por la frente. El chico acababa de dejarle a Collins una bandeja en su mesa. Pero no en la mesa de nogal macizo como era habitual, sino en una pequeña mesa auxiliar con un espejo en su base. Gracias a ese cambio en el protocolo, Jimmy pudo alertar a Collins sin abrir la boca y burlar así las órdenes de los hombres de Zharkov que lo esperaban a la salida del despacho. El chico volvió a salir por la puerta, tan mudo como había entrado. A Collins no le dio tiempo de levantar la cubierta de plata que ocultaba su supuesto almuerzo: nitrometano y nitrato de amonio. Una mezcla un tanto indigesta… La inteligencia de ese chico hizo que al momento Collins viera reflejado en el espejo inferior de la mesa un reloj digital pegado bajo la bandeja, con una cuenta atrás activada. Collins salió de su despacho por una puerta trasera, hacia una escalera contra incendios en el ala norte del edificio. Diez segundos más tarde la bomba explosionó.

—Mataron a Jimmy —dije.

—Lo sé. Las noticias difundieron su nombre.

—No. Yo no lo sé por la televisión. Ese chico cayó muerto en mis brazos. La bala era para mí…, pero él se interpuso.

—¿Se encontraba en la entrada del Majestic cuando abrieron fuego en la calle?

—Sí… Ese chico no tenía ni dieciocho años…

—Los hombres de Zharkov la buscaban en el interior del hotel. Sabían de memoria sus características físicas. Alguno de los rusos acertaría a verla a la entrada…

—Secuestraron el hotel para matarnos…, a Cameron y a mí…

Cromwell asintió. Enarcó sus cejas pelirrojas para después bajar la mirada.

—No quiero que siga muriendo más gente por nosotros —le dije.

—Sería un error echarse las culpas cuando lo único que todos hacemos es sobrevivir a esos malnacidos. No piense más en ello. Ahora, nuestra labor es otorgarle al asesinato de Jimmy, a todas las víctimas del Majestic, la justicia que merecen. Cameron no anda demasiado optimista después de perder a su chico de confianza, por lo que la necesito a usted para remontarle. Es vital que todos nos mantengamos con la fuerza y el ánimo en alza para cumplir el objetivo.

—¿Y cuál es ese objetivo?

—Aniquilar el Gobierno de John W. Kent. Llevarle a él y a todos los que le siguen hasta el mismo Tribunal de La Haya. Creemos que en los dos últimos años la estabilización de la economía de este país no ha sido concebida tan limpiamente como puedan hacernos creer los medios de comunicación cercanos a Kent. Sospechamos que el director de la CIA, Adam Reynolds, está confabulado desde casi una década con el presidente para extraer, mediante el uso de sangre inocente, la riqueza que los convierte en los actuales progenitores de la nación. Hasta este punto sabemos de la existencia de un emisor de fabricación clandestina ideada por el entorno de Kent. Una memoria base dividida en tres dispositivos cuya transacción de datos codificados debe de ser muy similar a la del sistema de seguridad de datos RASP utilizado por la agencia…

—La clave…

—Exacto. Ese ingenio podría darnos la información precisa relativa a los planes, operaciones, artimañas y métodos utilizados por Kent y sus socios desde su creación en 2009. La clave puede ser el detonante para mandar al infierno al presidente y a la actual dirección de la CIA.

—¿Y Zharkov? Él forma parte de la clave Ishtar, ¿lo apresarán también?

—El ruso ya no es problema. Mañana será detenido por orden del propio Kent en el Desayuno de la Oración. Un topo de Reynolds metido en la mafia de Zharkov, un tal Gustav…

—Gustav… Brandon lo conoce. Me habló de Gustav como un cómplice que le visitaba en la cárcel antes de que los Zharkov consiguieran sacarle de allí; que Gustav había sido para él un aliado fundamental para conocer las acciones de Viktor.

—Vaya… Para no ser usted una espía, que Townsend le confesara ese detalle es todo un logro… Pero eso de que un topo le haga visitas a un agente de la CIA encarcelado… y que los Zharkov a su vez lo liberasen…

—No irá a decirme ahora que la cárcel en la que estuve con Brandon fue también un decorado, un montaje…

—No, por supuesto que Townsend ha estado las últimas semanas en esa cárcel de Baltimore. Matar a un padre en estado vegetativo no es robarle el bolso a una anciana, y menos tratándose del viejo e inseparable asesor de Kent y además antiguo directivo de The Fellowship Foundation.

—Su padre le pidió que le ayudara a morir —añadí no muy segura de hacerlo.

—¿Cómo lo sabe?

—No me pida más explicaciones al respecto. —Las lágrimas de Taylor la noche en la que lo encontré en su apartamento, ebrio de dolor, quedarían afincadas por siempre en mi recuerdo.

—Fuera o no una muerte pactada entre el padre y el hijo, Kent ordenó la liberación de Brandon en contra de la nueva presidencia puritana de The Fellowship Foundation, quienes estaban dispuestos a pedir incluso la pena máxima del estado de Maryland para Brandon Townsend. Pero la CIA de Reynolds se las ingenió para acallar a los puritanos y por otro lado conseguir que la inaceptable puesta en libertad del parricida no saltara a los medios. En esa noche, la identidad de Brandon Townsend llegó por primera vez a mis oídos. Lástima que no diera tiempo a investigarle más a fondo y haber descubierto a tiempo su condición de agente máximo de la seguridad de Kent y, por otra parte, marido de Grubitz.

—¿El presidente Kent sacó de la cárcel a Taylor…?

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