Aria

Aria


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—Sí… Ya puede descartar la idea de convertir a los Zharkov en libertadores del agente Townsend.

—Y ese infiltrado en la mafia de los Zharkov, Gustav…, ¿qué pinta entonces en la detención de Viktor Zharkov mañana en el Hilton?

—Cabe imaginar que Gustav, el amiguito de Townsend instruido para tal fin por la CIA de Reynolds, diera la voz de alarma hace un par de días en la agencia: el señor Zharkov, invitado de honor como todos los años al Desayuno de la Oración en el hotel Washington Hilton, planearía, junto a su secuaces, suponemos que infiltrados en el personal del hotel, matar al presidente como venganza por el asesinato del hermano. Un magnicidio más que improbable con la inclusión de ese Gustav, amigo de la CIA, en la mafia rusa. Zharkov dejará de ser mañana una amenaza también para nosotros. Reynolds, como director de la CIA, no va a permitir al ruso ni pisar el felpudo de bienvenida del hotel. Su detención en las puertas del Hilton significará su muerte, y en consecuencia la de su mafia, la mafia aliada a la Casa Blanca que ya comenzaba a serle incómoda a Kent al desbaratarse la clave con el robo de su llave.

—¿Puede explicarme eso de… incómoda?

—Desde que usted le robó la llave digital, es lógico pensar que el presidente ha urdido en secreto prescindir de sus dos socios en la clave por temor a chantajes o a la extorsión de la mafia de los Zharkov. El propio Kent ha llegado a desconfiar del sistema de la clave, y seamos francos, en la actualidad vive acojonado pensando que las tres llaves hayan podido caer en manos enemigas; o puestos en el peor de los casos, que su llave o las otras dos pudieran ser manipuladas de manera individual, algo que daría acceso a la utilización de la información guardada en la clave en sus seis años de uso. En la mente de Kent, tanto Zharkov como el otro tipo asociado a la clave, creemos que un magnate de las armas, podrían dar en cualquier momento la vuelta a la tortilla y transformar los secretos guardados en el disco duro de la clave en un arma arrojadiza contra su asiento en la Casa Blanca.

—Pero es de suponer que la clave solo funciona con la conexión física de sus tres llaves, ¿no?

—Sabemos muy poco del funcionamiento de la clave, pero esa conexión se me figura como la única posible. Por otro lado, la hipótesis de que el robo de la llave de Kent hubiera sido urdido por el propio presidente dio base al topo de la CIA, Gustav, para influenciar a Viktor Zharkov a tenor de esa creencia. Cierto es que, con la mediación del topo, Kent ha verificado la inocencia de los Zharkov en lo relativo al robo de su llave en el Majestic. Pero no quita que por esta razón haya planeado acabar con Viktor Zharkov en cuanto se le ha presentado la oportunidad, así Kent evitará próximas amenazas del clan ruso. Es de suponer que la influencia de Gustav ha resultado decisiva para afianzar con éxito el plan de captura del presidente contra Zharkov, pues creemos que al día siguiente del asesinato de Alekséi Zharkov, Gustav pudo convencer a un Viktor ciego de venganza de la posibilidad que catalogaba a Kent como receptor y amo absoluto de las tres llaves de la clave, con lo que el ruso vio peligrar su mafia. Y así, con el chivato de Gustav, es como la CIA de Reynolds ha ejercido influencias en el clan Zharkov, conocidos ambos hermanos por cierta impulsividad descontrolada en situaciones límite. Como también ahí radica el plan maestro de Reynolds: sumar mayor nivel de improvisación a la venganza del ruso y así facilitar su captura mañana con motivo de su asistencia al Desayuno de la Oración. Cazador cazado, así de simple.

—Townsend me habló también de esa cuestión; lo conocida que resultaba la impulsividad de Viktor Zharkov. De cómo ha planeado el asesinato del presidente sin apenas recursos, ni valoración de consecuencias. Brandon hablaba incluso de la pretensión de Zharkov de achacar la autoría del asesinato de Kent al Servicio de Inteligencia Ruso; desencadenar una guerra abierta entre Rusia y Estados Unidos o algo parecido…

—Claro, ¿y por qué no? Un conflicto bélico de ese tipo le aportaría a la mafia Zharkov infinitos ingresos con su venta de armas. Pero como ya le he comentado, la venganza improvisada de Viktor es lo que la CIA de Reynolds andaba buscando: por mediación de Gustav han conseguido impulsarle a la locura de urdir un magnicidio del que no saldrá vivo ni él ni los supuestos infiltrados en el Desayuno de la Oración a los que ya tendrán más que localizados.

—Cuénteme la causa de origen que ha dividido a la CIA en dos bandos. Herta me adelantó que usted y varios agentes se han convertido en los mayores enemigos del país.

—Desde la muerte del presidente Murray es una guerra abierta por el poder de la nación. Hace meses intenté comandar con mi grupo de agentes una investigación destinada a esclarecer el accidente del Air Force One. Pero Reynolds me negó todo permiso. Siento decirle, señorita Greenwood, que nosotros formamos el bando en desventaja de la agencia, el grupo de espías rebeldes a favor de derribar el Gobierno de Kent.

—Suena romántico pero nada esperanzador… —declaré.

—El noventa y ocho por ciento de la agencia defiende la nueva presidencia de Kent. Mientras el dos por ciento, que integramos veintitrés de mis agentes y yo, luchamos ahora por sobrevivir a resguardo del sistema. Junto con Collins llevo dos semanas operando desde esta habitación —repuso Cromwell con una mirada de hartazgo—. El día del atentado en el Majestic, el presidente Kent mandó a todos los niveles de la inteligencia nacional una orden de busca y captura contra nosotros… y contra usted.

—Lo sé. Herta me puso al tanto pensando que en breve me llevarían ante Kent.

—Bien… ¿Le habló de mí? ¿De cómo se las ingenió para engañarnos durante todo este tiempo?

—Sí. Al parecer la espía os salió rana. No paro de preguntarme cómo al agente Cromwell, jefe de Operaciones Especiales del Golfo Pérsico, pudieron escapársele esos detalles. Dejar que en el mismo Majestic se infiltrara, por un lado, Brandon Townsend tras la barra del Golden, seguido de su esposa interpretando el papel de su vida como ayudante para la causa contra Kent que usted defiende.

—Como ya le hemos dicho, el matrimonio Townsend ha resultado ser durante años la escolta secreta de John W. Kent, un grupo de protección oculta, creado por y para el presidente, al margen de la CIA o de cualquier otro ente estatal. Esta conexión, este grupo activo, lo descubrimos hace un par de días. —Cromwell unió las manos y las dejó caer sobre el borde de la nariz—. A pesar de tener un hijo semioculto de su primer matrimonio, Kent ha conservado su relación con los Townsend al borde de lo filial. Un pequeño círculo de Kent los ha protegido siempre en el anonimato. A la muerte del presidente Murray, el director Reynolds se encargó de introducir a Grubitz en la agencia por orden de John W. Kent. Su misión: desentrañar en la cúpula de la CIA posibles conspiraciones en contra de su nuevo mandato como presidente. Grubitz vendería a todo hombre sospechoso de traición.

—Como a usted —me adelanté. Me avergoncé al instante de mis palabras. Ya no era necesario hacer más leña del árbol caído.

Patrick proyectó su memoria más allá del intenso azul de sus ojos. Su voz grave, muy agradable al oído, me invitaba a seguirle con atención.

—Al margen de toda la CIA, el director Reynolds forjó una identidad falsa para el ingreso de Grubitz en la central de Langley: Barbara Hayden, soltera, buena espía en los quehaceres de la ONU y acreedora de conexiones con las embajadas europeas en Afganistán. Un disfraz que le sirvió para pasearse por los pasillos de la agencia y, dicho sea de paso…, por mi cama. A Brandon Townsend, su marido, jamás lo había visto… Nunca me llegaron referencias de su existencia, ni a mí ni a nadie que trabajase conmigo o con ella, hasta que lo enchironaron por asesinar a su padre. Ya ve que la realidad difiere bastante de lo que a ciencia cierta llegó a ser la falsa Hayden. Con mi confianza ganada y metida en mi despacho, Herta desbarató cualquier plan que proyectamos desde el Majestic y en beneficio de su oculta alianza con Reynolds y Kent. Aunque cuidé de no darle excesivos detalles, la hice partícipe en dos ocasiones en mis operaciones con Collins. —Patrick se mordió el labio inferior—. Puedo decirlo alto pero no más claro: Herta Grubitz es el gran error de toda mi carrera.

—Y de su vida —añadí.

—¿Cómo?

—Llegó usted a enamorarse de ella, ¿no es cierto?

—No me lo permití.

—No me lo permití… —repetí cazando al vuelo la única causa real que había llevado a Cromwell a ser el jefe de la CIA más despistado y absurdo de cuantos se nombraron—. ¿Me está diciendo que su corazón tiene un mando a distancia para encenderlo y apagarlo cuando a usted le conviene?

—¿Adónde quiere llegar?

—Estaba jodidamente enamorado de ella.

—No creo que sea hora de psicoanalizarme… —murmuró desviando la mirada al vacío, lugar donde se habían arrojado sus expectativas amorosas con Yvonne.

—¡Maldita sea, Cromwell! Herta le manejó a su antojo.

—¡Estoy pagando por ello, créame!

—Casi muero a manos de esa zorra, ¿lo entiende?

—Asumo la culpa.

—No es suficiente… Las cosas no se solucionan asumiendo las culpas, sino con hechos; hechos reales, acciones que no pongan más en riesgo la vida de otras personas.

—Pues dígame, cómo puedo enmendar mi error.

—Prométame que usted y sus agentes protegerán a mi hermana, Johanna Greenwood. Grubitz me amenazó con acercarse a ella. Saben dónde encontrarla…

—Informaré de ello a dos de mis agentes.

—No me basta. He de estar segura de que la protegerán.

—No tenga duda, señorita Greenwood; ¿desea alguna otra cosa?

—Prométame que no morirá nadie más.

—Haré todo lo posible.

—Prométame que me acercará a la verdad de la clave.

—Puede estar segura de ello.

—Bien. —Me recogí la melena y la solté sobre el hombro derecho. Analicé los restos de aflicción aún latentes en los ojos del agente. Su corazón había sido numerosas veces traicionado, al igual que el mío, y ese mal mayor le situaba a una altura pareja a mi modo de enfrentarme al mundo. Poco a poco, Patrick Cromwell, con su solo discurso, escarbaba hacia mi empatía, mostrándome una confianza firme, ausente en la servida por la mentira de Cameron, o en la felonía de Taylor o Yvonne. Claro que si, por algún casual, se delataba en el interior de Cromwell la ramificación de la maldad inherente a los Townsend, entonces podría estar frente al mejor actor-espía de todos los tiempos. Miré por primera vez a Cromwell con fijeza, y me lancé a probar la honestidad de su apariencia—. Acláreme entonces cómo llegó usted a descubrir que la tal Hayden era Herta Grubitz.

—Fue el día anterior al desastre de la operación Qubaisi en Dubái. Llámelo intuición o corazonada, pero ya se contaban por tres las veces que en esa semana yo había intentado acercarme a Grubitz con la consecuencia de verla poner fin a la llamada que había atendido en su móvil de agencia. Siempre cortaba la comunicación con la misma excusa: «maldita cobertura» o «ya te llamaré». Tres días antes de marcharme para Yemen con la operación Qubaisi en mente, se me ocurrió colocarle a Grubitz una escucha en el interior de su coche, justo bajo el reposacabezas del copiloto. Esa noche inventé un altercado con mi Chrysler, al empeñarse el motor en dejarme tirado en el aparcamiento del Majestic Warrior. Le pedí a Herta que me acercara en su coche hasta la parada de metro más cercana. Nos despedimos sin mucho esperar, como lo habíamos hecho en cualquiera de los últimos días. Así fue como Grubitz se incorporó al tráfico con su radiofrecuencia latiendo en mi receptor. Dos días después ya tenía una lista de buena parte de sus contactos: Volkmar Grubitz, su padre y además antiguo agente de la OSS muy amigado al entorno de la familia de Kent. Charles L. Townsend, actual asesor de la Presidencia y además padre de Brandon Townsend; y por supuesto su idolatrado John W. Kent… Conexiones y más conexiones… Grubitz no era ya solo un topo con el culo al aire, sino la mayor zorra que hubiera parido la CIA. Supongo, Madison, que alrededor de los días precedentes a su aterrizaje en Dubái, Yvonne desaparecía del Majestic Warrior sin justificación aparente.

—Así fue. No dejó rastro. Hasta ahora.

—No tiene ya que preocuparse por ella, ni de Townsend. Están en ese sótano esposados de pies y manos. Dos de mis agentes los recogerán mañana. Quiero tenerlos bajo control muy cerca de Washington. Los necesitaremos para un futuro enfrentamiento judicial con Kent.

—No les hagan daño… Pese a lo que puedan pensar, Taylor, o… Brandon Townsend, no es un mal hombre.

—¿No será usted víctima del síndrome de Estocolmo?

—No. Simplemente quiero que no les hagan daño. Townsend me protegió desde el principio. En realidad él siempre quiso alejarme de su entorno, de su mujer… Al menos eso quiero creer.

—No entiendo…

—Usted y sus hombres se limitarán a retenerle, ¿de acuerdo? Ni confesión bajo tortura ni nada que se le parezca. Solo limítense a llevarles ante un juez, como ya me ha aclarado, y que la ley les adjudique el castigo que merezcan.

—Me resulta difícil comprender tanta benevolencia por su parte… Ese hombre la ha engañado, la ha utilizado… No creo que merezca su…

—¿Hará lo que le digo? —le exigí con ganas de zanjar el tema.

Cromwell manifestó su confusión ante el rescoldo de amistad que pudiera haber resistido en mi interior tras sufrir el impacto letal de mentiras y traiciones por parte de los Townsend.

—Se hará lo que usted dice. —Cromwell se levantó y de la nevera portátil sacó una botella de agua. Se sirvió un vaso. Bebió de forma compulsiva. Recuperó su asiento tras dejar el vaso vacío sobre la mesita de noche—. Y ahora, por favor, acláreme ese nombre que ha pronunciado antes al mencionar la clave.

—¿Cómo?

—Cuando ha hablado sobre la implicación de Zharkov en la clave, ha pronunciado un nombre propio.

—¿Ishtar?

—Exacto. ¿Qué… qué significa?

—Es el nombre de la clave. Procede de una diosa de tiempos de Babilonia. Se la relacionaba con los ritos en honor a la lujuria y la guerra. Creo haber leído que se trata de la primera deidad conocida a la que dedicaron ritos paganos de índole sexual. Es una nota que encontré en la carpeta. Forma parte de toda esa información que recopilé bajo la piel de Amanda.

—¿Puede recordar su vida como Amanda…?

—No. Brandon Townsend fue quien ayer llegó a revelarme lo que fui y lo que hice, quizá para verme recordar con más facilidad el paradero de la llave de su presidente. ¿No es eso lo que todos quieren de mí?

—Forma parte de este juego contra su episodio de amnesia. Pero a diferencia de otros, nosotros abogamos por proteger no solo al contenido, sino al continente, que es usted.

Patrick Cromwell hablaba con contundencia y afirmación. Solo la verdad podría estar detrás de todo ese vocablo. Me vi despojada de toda coraza frente a ese hombre y deseé abrirle mi fuero interno, ahogado desde tiempo ha por la duda y la confusión.

—¿Por qué Cameron nunca me quiso aclarar lo de Amanda? —quise saber.

—Desde que todo empezó está obsesionado por protegerla. Todos quieren la cabeza de Amanda y él no iba a permitir que se la cortaran. Así que para Collins el hecho de ocultarle o simplemente silenciarle la verdad era una forma de alejarla de una muerte segura. Solo que le ha resultado difícil evitar lo inevitable, y menos tratándose de todo el gobierno de Kent poniendo precio a su preciosa cabellera.

Compartí mi atención entre los ojos de mi interlocutor y la puerta cerrada que obstruía mi ansia por recomponer mi relación con Cameron. Ante mi distracción, Cromwell aprovechó para acercarse al mueble del televisor. De una balda inferior rescató la carpeta negra que escondía el pasado y presente del actual presidente de los Estados Unidos. El agente volvió a sentarse frente a mí. Abrió la carpeta que había permanecido durante más de un año bajo la tierra de Catoctin Mountain.

—Creo que ya tendrá referencias sobre lo descubierto en esa carpeta —le adelanté—. Es de suponer que Cameron le habrá contado su experiencia conmigo, como Amanda, digo; todo lo que llegamos a investigar dentro de esa cabaña.

—No. Collins nunca tuvo idea de su alojamiento en el bosque de Catoctin. Lo que contiene esta carpeta lo investigó usted sin ninguna ayuda. Imagino que metida en el traje de Amanda no le resultó creíble nuestro triángulo de complicidad. Por algún motivo receló de mí y de Collins. A espaldas de la misión en el Majestic, decidió investigar por su cuenta. Créame que lo siento. Siento no haberle ofrecido la confianza esperada.

—Herta me llevó a desconfiar de la misión. Me habló de la desaparición de Kate, la anterior novia de Cameron. Inventó informes, fotografías…

—Kate era una yonqui. Cayó medio inconsciente del barco. No sabía nadar. En el juicio se demostró que Collins se hallaba en Nueva York la noche de la muerte de Kate. Todo Maryland conoce ese accidente y su resolución.

—Lo imaginaba. Pero, por lo visto, Grubitz me hizo creer que se trataba de la última víctima enamorada de Collins, la última novia asesinada de las muchas que utilizó para su captación de prostitutas-espías en el Majestic. La creí, eso es todo. Como usted ha dicho, sin saberlo, estábamos frente a la mayor zorra de la CIA. —Le pedí a Cromwell un poco de agua y bebí en un vaso a mi disposición. Después, sin despegar mi asiento del borde de la cama, el agente me vio fruncir el ceño. Había algo que no cuadraba—. Si dice que Cameron estaba al margen de mi investigación en esa cabaña, ¿por qué entonces me llevó en su Mercedes en dirección a Catoctin Mountain la tarde en que caímos por el terraplén?

—Ese día decidió revelarle a Collins su investigación privada en la cabaña. Usted estaba desesperada y nosotros desconcertados. La noche anterior usted se marchó del Majestic con la llave de Kent, traicionando todo nuestro plan. Al día siguiente, Collins la encontró en su casa de Washington. Su marido, Larry, se hallaba ausente. Collins se vio obligado a interrogarla. Pero usted no estaba dispuesta a justificar su deslealtad hacia la misión. Ahora sé que Grubitz metió las narices entre usted y nosotros. Fuera como fuese, se negó a confesarle a Cameron dónde había escondido la llave. —El agente frunció la frente al servicio de la incomprensión—. No sabemos si por miedo o por ganas de quitarse las dudas sobre la honestidad de Collins, pero lo que hablaran esa mañana valió para confiarle a Cameron la existencia de esa cabaña al noroeste de la capital. Finalmente, todo quedaría en un intento, por intromisión de los Zharkov y su tentativa de asesinato en la carretera 77, donde perdimos la memoria de Amanda.

—No fueron los Zharkov, sino Brandon Townsend. Dentro de la carpeta descubrirá más fotografías. Esas imágenes me han acercado al recuerdo de la cara de Townsend intentando echarnos de la carretera con su Chevrolet. Brandon volvió a reparar y pintar la puerta tras el impacto contra el Mercedes de Cameron. Anoche comprobé la diferencia de tono en la pintura del todoterreno, justo en la parte lateral con la que nos embistió esa tarde.

—Tal y como se han ido desarrollando los acontecimientos, créame que no me sorprende su afirmación. Los Townsend han sido como serpientes escurridizas. Tras casi perderlos a los dos, di por supuesta la idea de hallar a los Zharkov detrás del accidente. Ahora, con su testimonio, podría confirmarse que los Townsend colocaran pruebas falsas en el lugar del siniestro; como muestras de sangre de Dmitry Gólubev, un conocido integrante de la mafia de los Zharkov afincado en el sur de España y deportado en 2003 a una cárcel de Moscú por blanqueo de capital. Cumplió su condena en 2011. Y al año siguiente se creó una identidad y pasaportes falsos para cruzar a los Estados Unidos. Dos meses después, y por si alguna vez lo necesitaban, encontramos su asentamiento en Silver Spring, cerca del reducto en la capital de sus jefazos rusos. Ante el éxito de la pesquisa, evitamos detenerle. Era nuestro mayor anzuelo para obstaculizar las próximas operaciones de los Zharkov en suelo estadounidense. Pero por raro que parezca el tal Dmitry no movió ficha, hasta que logré comparar su sangre encontrada en la ventanilla rota del Mercedes con las muestras de ADN cedidas por España. Esos Townsend… consiguieron despistarnos a todos.

—Le harían creer que ese Dmitry se había cortado con la ventanilla al acercarse a nosotros. A fin de cuentas, Cameron y yo nos hallábamos inconscientes; ¿quién iba a testificar que por allí no hubiera pasado ningún ruso? Lo que aún me pregunto es por qué Brandon no se aseguró de nuestra muerte al vernos indefensos, boca abajo en ese coche. Quizá ya nos creyera muertos…

—Lo que es cierto es que al tipo no le dio ningún reparo el daño vertebral que pudierais haber sufrido. Desabrochó los cinturones de seguridad y sacó los cuerpos del coche con la mera intención de rebuscar entre las ropas. Por suerte no encontró lo que andaba buscando, o sea, la llave de su presidente. Una pareja de montañeros que pasaba por allí con sus mochilas a cuestas distinguieron en la distancia a un hombre que tras verse descubierto dejó tirados dos cuerpos en el suelo para correr ladera arriba hasta montarse en un todoterreno negro. El cabrón escapó sin que esos dos testigos pudieran reconocerle.

—Creo que Cameron y yo le debemos la vida a esos dos montañeros…

Patrick carraspeó y afianzó su gesto cómplice:

—Los Townsend nos han mordido un par de veces, pero no con el suficiente veneno para quitarnos de en medio. Ahora están jodidos, uno a cero en el marcador al término de la primera parte, ¿no le parece?

—Se equivoca, el resultado es de cero a uno, recuerde que estamos jugando en el campo de Kent. Y por lo que creo, los miles de seguidores del equipo contrario hacen bastante más jaleo que su veintena de hombres.

—Cierto —rio.

—Pues como los grandes equipos de fútbol, nunca habremos de bajar la guardia en territorio enemigo o nos ganarán por goleada.

—Veo que le gusta el fútbol, señorita Greenwood.

—No. Pero no me queda otra que seguir dando patadas al balón. Créame que ya he sufrido unas cuantas faltas de tarjeta roja y el árbitro no ha sido capaz de pitar ni una sola. Y para colmo de males me dice usted que no hay banquillo para retirarse…

—No, no lo hay. —Cromwell me miró un tanto sorprendido por la vuelta de tuerca que mi humor le regalaba.

—Bien… —concluí—. Asegurémonos entonces de que en las próximas horas el marcador continúe a nuestro favor.

Cromwell apoyó mi comentario con una amable sonrisa.

Lancé un nuevo vistazo a mi derecha. La puerta de la habitación permanecía cerrada.

Cameron se hallaba fuera, yo dentro. Y a pesar de nuestra distancia percibí su dolor, su resignación, su repulsa de mi vuelta al ruedo. Pensaba en mí y yo en él. Toda nuestra distancia se acortaría acercándole a la vida que llevaba en el vientre. O no. Esa duda me dejó clavada en el borde de la cama, junto a la amable mirada de Cromwell. Este se levantó y llenó un vaso con leche de una botella procedente de una nevera portátil. Me lo ofreció y bebí. Con absoluta discreción me palpé el vientre cada vez más prominente y retador al ajuste de los vaqueros. El crecimiento de mi hijo se estaba convirtiendo en un arma arrojadiza que, en apenas unos días, destruiría su secreto. Un secreto al que me asía ya sin esperanzas por conservarlo oculto por más tiempo.

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