Aria

Aria


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—Lleven el mejor champán francés a mi apartamento —ordenó mi acompañante a uno de ellos—. Y un ramo de orquídeas para la dama. Bombones y caviar…, ¡que no falte detalle! Volveremos en una hora.

Aquel dandi estaba convencido de que me llevaría a su cama en menos que canta un gallo. Así yo se lo había hecho imaginar.

—Recuerde que dispongo de mi propio apartamento —le increpé sin perder mi simpatía.

—Jamás ponga a prueba la perseverancia de un hombre.

—Como tampoco usted la de una mujer.

—¿Vamos a pelear aquí, frente al personal de hotel?

—¿No hay que ponerle emoción a esta noche?

—La justa, mi hermosa emperatriz. Solo la justa. —Me tomó de la barbilla. Se dispuso a besarme. No lo hizo. Para una puta y su cliente quizá hubiera que buscar un lugar más íntimo y discreto que la recepción de un hotel.

No se andaba por las ramas. El «tocado por la fortuna» era de esa clase de hombres acostumbrados a conseguir todo cuanto desearan al precio que fuera. Pocas veces la negativa o la frustración se habían atrevido a interponerse en sus vidas.

El botones, aludido, sacudió su cabeza a modo de reverencia:

—No se preocupe. Tendrá todo lo que pide, señor.

—Apartamento 3302. No se olviden —advirtió el empresario con toda la seguridad que caracterizara la retórica de los grandes dominadores del mundo.

Al oír el número de apartamento, toda la estudiada cordialidad me desapareció del rostro. 3302. El apartamento enfrentado a mi puerta. La habitación por la que había salido aquella mujer ensangrentada y a la que no había vuelto a ver desde entonces.

Junté las piezas del puzle en la cabeza. La afilada uña de diamante de mi amigo… La guapa chica con un terrible arañazo en el rostro…

Mi miedo quiso desasirme del brazo de aquel hombre. Pero me detuve… «No. No puedes alejarte ahora de este hombre».

Ese maltratador era mi única llave. Mi único pase a la planta 108 del Burj Khalifa. Si perdía de vista a ese cabrón, también perdería de vista a Cameron. Y para siempre.

Salimos del hotel para encomendarnos a la templada noche de Dubái. Una impresionante limusina blanca aparcó ante nosotros. El chófer, joven y de un cabello rubio casi albino, me observó con unos ojos de un gris casi transparente. Después, me sonrió tal y como supuse lo haría el diablo. Seguidamente, saludó al hombre que me acompañaba en el idioma de ambos. El conductor abrió la puerta del vehículo. Su señor le refirió unas cuantas frases bajo un tono confidencial. Una corazonada me advirtió de que empleado y jefe hablaban acerca de la ausencia de la joven que, horas antes, podría haberse sentado en esa misma limusina, en mi lugar. Un destino incierto el de aquella mujer que sobre la alfombra del pasillo de la planta 33 había dejado trazos de sangre, única prueba de su terrible agresión y posterior desaparición.

Me senté en el interior del vehículo seguida del alto mandatario o rico heredero. En realidad, en esos pocos minutos compartidos, mi mente no llegaba a dilucidar el grado de influencia que ese hombre pudiera brindarle al mundo.

El chófer no tardó en subirse y acelerar hasta situarnos en la carretera colindante a todo el entramado de edificios del distrito de Downtown Burj Khalifa. Habría que pensar que el viaje en coche era una auténtica inutilidad, a tan solo doscientos metros de la entrada del Burj Khalifa, pero la apariencia y protocolo de llegada por todo lo alto hasta la puerta de uno de los edificios más emblemáticos del planeta habría de ser una premisa fundamental para ese tipo, tan enamorado de sí mismo como odioso para el sentir de cualquier mujer hecha a sí misma.

El interior de aquella joya de la automoción se tapizaba en cuero color hueso, aderezado con una suave esencia de lavanda. Los cristales tintados ofrecían el ambiente íntimo que aquel sentado a mi izquierda precisara. El dandi, con gesto maestro, abrió una botella de espumoso francés que reposaba en una pequeña champanera con hielos. Me ofreció una copa de cristal sacada de un curioso compartimento bajo uno de los asientos.

El champán emergió delicioso por el borde de mi copa.

—Por la gran noche de las emociones intensas —me susurró con su copa levantada y colmada de burbujas doradas.

Tintineé mi copa con la suya sin saber si mi sonrisa aún resultaba tan natural como lo era antes de conocer al verdadero dueño del apartamento 3302.

—Aún me quedan muchas cosas por descubrir de la Emperatriz de la Belleza.

—¿La Emperatriz de la Belleza? No la conozco… —gimoteé. Se me ocurrió ladear la cabeza como una gatita juguetona.

—No dándome la posibilidad de conocer su nombre, debo llamarla Emperatriz de la Belleza. No existe otro que más se acerque a definirla.

Bajé la mirada y me cargué de toda la sensualidad de la Castro.

—Me llamo Valentina.

—Valentina… Un nombre magistral.

Acercó el rostro al mío. Me tomó la mano para besarme, esta vez, en la muñeca.

—Y el caballero de la corte… ¿puede revelarme su nombre? —le pregunté haciendo grandes esfuerzos para resultar agradable en su presencia.

—Zharkov. Alekséi Zharkov. El hombre al que ninguna emperatriz se ha atrevido a decir «no».

La sangre se me heló en las venas. Mi mirada se perdió en el abismo de la nada.

La cabeza visible de la organización que iba tras Cameron se hallaba postrada a los encantos de la Castro. Era él y no otro mi enemigo para abatir esa noche. Era imposible tal casualidad. ¿Qué pretendía la providencia con aquello?

Zharkov me contempló con auténtico deseo. Yo me revolví en el asiento, víctima de lo que parecía una situación tan desafortunada como impredecible.

Le sonreí. No me atreví a hacer otra cosa.

—¿Y si yo llegara a ser la primera emperatriz que le dijera que no? —le pregunté evitando el colapso del habla ante nerviosismos inoportunos.

Sin esperarlo, me besó en los labios.

—Nunca llegarías a serlo. Te cortaría la cabeza antes de que el «no» pasara por la garganta.

Me acarició la mejilla con la mano. Volvió a besarme. Su lengua rozó la mía y los labios tomaron impulso, adentrándose más y más en la profundidad del beso.

Por segunda vez, Madison Greenwood se sintió como el tipo de mujer que aquel hombre creía haber encontrado en Valentina Castro: una puta. Haciendo caso omiso a la enésima caída de mi dignidad, le acaricié la nuca y acepté toda la pasión emanada de su boca. «Estoy cerca, Cameron. Muy cerca».

Su mano derecha se posó en mi mejilla en provecho de la intensidad de nuestro beso. Cada vez más profundo. Invariablemente sucio. La uña de diamante resbaló por mi mentón con el cuidado de no causarme herida.

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