Aria

Aria


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Inspeccioné el territorio colindante. A la espera de terminarnos la copa de champán, Alekséi, sentado a mi izquierda, toqueteaba la pantalla táctil de un supuesto iphone surgido de un bolsillo interior de su chaqueta. En el teclado digital vi al ruso marcar una combinación, una contraseña: «X322X». La pantalla del aparato quedó iluminada al instante. Un menú de contactos se extendió ante la atenta mirada de Alekséi. Eligió un nombre a mitad del menú. Lo pulsó. Se levantó del sofá y marcó distancias conmigo, las suficientes para que nadie, ni yo misma, lo escuchásemos, aprovechando además las carcajadas falsamente acometidas de sus amigos rusos a mi derecha. En dos minutos recuperó su posición a mi lado. Cual lince al acecho, Alekséi Zharkov esgrimió su visión al frente acompañándose de un leve descender de la cabeza. La sangre se me heló en las venas. Una orden de salida. Su orden de ataque. Con cuidada discreción desplacé la mirada hasta el receptor de aquel mandato. Sorteé dos, tres círculos de personas, hasta dar con ella, cerca de la puerta que convidaba a pisar la gran terraza. Una camarera, de cabellos cobrizos recogidos en un estirado moño en la nuca, se había dado por enterada. Llevaba puesto un uniforme negro compuesto por chaqueta y pantalón a medida. La camisa blanca salpicaba de contraste su atuendo. Al ademán del ruso, la sirviente posó con absoluto recato su bandeja de copas sobre una mesa cercana. Levantó una de esas copas, la más llena, y se la llevó a los labios. Se bebió el champán de un solo trago. Distinguí de pronto un profundo arañazo en su mejilla izquierda. Aún los bordes de la herida se encontraban enrojecidos desde que Alekséi le había cruzado la cara esa tarde.

Era ella. La novia desaparecida. La mujer a la que había ofrecido mi ayuda en el momento justo de darse a la fuga por el pasillo del hotel The Address.

No había vuelto a ver a aquella mujer. Hasta ahora.

La camarera pelirroja, con cejas enaltecidas y mirada ausente, caminó por entre la distensión de los invitados y se detuvo a escasos dos metros de una salida. La salida. Se palpó el muslo derecho. Se aseguró de que aquello que mantuviera oculto bajo el pantalón no se le escurriese mientras subía la escalera. Podía ser cualquier cosa: una pistola, un detonador, una jeringuilla con el nombre de Isaak Shameel marcado en el tubo bajo la aguja.

Segura de sí misma, la camarera abandonó la sala Armani Oasi creyéndose ajena a miradas. Libre para actuar. Buscaría un ascensor que la llevase a la planta 108 para darle el golpe de gracia a su próxima víctima.

Era el momento. Se había descubierto ante mis ojos: Katrina,

la Emperatriz Roja, daba por iniciada su misión.

—Tengo que irme un momento —le susurré a Alekséi.

—¿Adónde ahora? —me preguntó un tanto cansado de mis idas y venidas.

—Al tocador… —aventuré a decir—. He oído a un par de mujeres que los baños son una delicia y soy una fanática de la buena decoración.

OK. Pero no tardes —suspiró airado—. En cinco minutos nos vamos. Quiero estar fuera por si estallan los fuegos artificiales…

—¿Fuegos artificiales? —repuse. Estaba claro que mi acompañante hacía referencia al plan B de la organización: hacer explotar la bomba que activaría Katrina solo en el caso de que el plan A no llegase a buen puerto. Perpetué mi sonrisa más inocente a sabiendas de que a ojos del ruso yo no era más que una ingenua y estúpida zorra común. Así que se me ocurrió decirle—: ¡Qué bien! ¡Me encantan los espectáculos de pirotecnia!

—Ese espectáculo puede resultarte demasiado… impactante. Es una molestia para el tímpano más que nada.

Le ofrecí los labios una vez más. Aguanté una nueva convulsión en las vísceras.

—Vuelvo enseguida —ronroneé cual gatita obediente.

Atravesé la sala con la mano derecha aferrada a mi bolso de mano de raso. Por previsión había metido en su interior un par de cosméticos y pañuelos de papel. El dinero y toda mi documentación los había guardado en un bolsillo de mi maleta bajo una cama del apartamento de Muhammad.

No se me pasó por la cabeza echar la mirada atrás, como tampoco imaginar a Alekséi descubriendo mi huida por una puerta que nada tendría que ver con la de los cuartos de baño. Cinco minutos; ese iba a ser el tiempo que mantendría quieto al menor de los Zharkov. Pasados esos trescientos segundos, todo cambiaría. La estadounidense se ausentaría más de lo debido y Valentina Castro pasaría de ser la puta confiada a la mayor enemiga del clan Zharkov.

No habría tiempo para más disimulos o rectificaciones. Ahora o nunca.

Siguiendo el rastro de la camarera, caminé por un pasillo hasta dar de frente con las puertas de dos ascensores destinados exclusivamente a la zona residencial del edificio. Seis personas acababan de subirse en el situado a mi izquierda. Antes de que las puertas se cerrasen reconocí la cabellera roja de Katrina, al fondo.

Por suerte, las puertas del ascensor de la derecha se abrieron a los pocos segundos de haber perdido de vista a la criminal rusa.

Entré en la cabina. Sola. Mis dedos pulsaron el botón 108. Las puertas se cerraron.

El ascenso más rápido del mundo, testigo final del último de mis viajes.

Por maravillas de la tecnología, la presión ejercida en la subida hasta los dos mil pies de altura apenas resultó mínima. No podía decir lo mismo sobre la presión ejercida en el sistema nervioso, que hacía grandes esfuerzos por permanecer estable. La situación no podía tornarse más tensa. Para mi desgracia, se me ocurrió imaginar cómo un tiro se descerrajaba en la cabeza nada más abrirse las puertas del ascensor. La ansiedad en mi respiración tomó posiciones. «Tranquila, Maddie. Tranquila…».

Pero sabía que, a partir de ese instante, un movimiento en falso significaría mi despedida del mundo. Todo era cuestión de suerte. Sí. Cuestión de suerte.

3

Planta 108. El corazón bombeando la sangre en descontrolado impulso.

Lo primero que percibí fue la suntuosidad del

hall con paredes curvas, cubiertas de paneles de madera de nogal. Sobre el suelo, de impecable tarima blanca, se habían pintado trazos negros, alabeados como serpientes.

Eché un pie hacia delante. Luego el otro.

Me detuve. Aquello era un suicidio en toda regla. Mi aliento se entrecortaba en su viaje de desesperación. En aquel rellano podrían descubrirse al menos cuatro puertas a las que se les había asignado numeración. Caminé despacio por los primeros tramos de tarima. Desconocía el número del despacho alquilado para la reunión de Cameron con los Zharkov. No importaba. En cuanto me decidiera, hallaría la forma de agarrar a esa zorra por el cuello antes de…

—No des un paso más —me advirtió una voz tras mi espalda. Intenté girarme. Una mano fuerte y ancha me apresó los brazos impidiéndome el movimiento—. Te dije que no desestimases mi oferta de charlar un rato. Tanto con echarle el ojo a Alekséi Zharkov te ha despistado un poco, ¿no crees, zorrita?

Reconocí la voz. Era aquel hombre estadounidense lanzado a detenerme el paso en el Armani Oasi, de rasgos parecidos a los de Cameron, supuestamente llegado desde Seattle.

—¿Qué estás haciendo? ¡Suéltame! —Me revolví bajo la presión de los brazos.

—Es mejor que no te resistas o tu bonita cabeza de fulana se verá con un favorecedor tiro en la nuca… —Cierto. El cañón de su arma se apretaba contra la base del cuello—. Dime, ¿quién eres? ¿Qué te relaciona con los Zharkov?

—Te estás equivocando…

—¿Sí? Y adónde se supone que ibas ahora…

—Van a matar a Shameel… ¡Maldita sea! —le dije presa del pánico.

—Querrás decir que «iban» a matar a Shameel… ¿O tendría que decir que «ibas» a matar a Shameel? ¿Qué se supone que trama tu jefecito? ¿No le da suficiente confianza Isaak Shameel para reunirse a solas con él? Le diremos al señor Zharkov que no es buena carta de presentación el envío de sus putas como sicarios…

—No soy quien creéis que soy. Por favor… Conocí a Shameel hace diecisiete años… No tengo nada que ver con…

—Eso lo decidiré yo. Por lo pronto serás la primera que detengamos… No te preocupes. Te reuniremos con tu amorcito a las afueras de Dubái en una hora. El príncipe nos ha cedido un precioso zulo para escucharos atentamente, de vosotros dependerá que sigáis vivos o no. Tenemos a varios de los nuestros desplegados dentro y fuera del edificio para que tu ratoncito no se nos escape…

—¿El príncipe? —le referí nerviosa—. ¿Qué tiene que ver Muhammad con todo esto?

—Es nuestro gran amiguito en la agencia. Y creo que el mejor que hemos podido conseguir para daros por el culo.

—Escúchame, por favor. No perdamos más tiempo… No es a mí a quien tenéis que detener. La llaman la Emperatriz Roja. Es pelirroja, va vestida con uniforme de camarera. Acaba de subir a esta planta…

A mi espalda, y a unos diez metros, una puerta se abrió. Se acompañó de una respiración agitada. Después un sonido seco, sordo. Un disparo con silenciador. La caída de un cuerpo contra el suelo del pasillo.

Llevado por una experimentada destreza, el que me amenazaba ocultó el cuerpo a la vuelta de una esquina, y yo con él. Me mandó callar con el simple gesto de su índice apoyado en mis labios.

—Tienes a más de tus amiguitos rusos por esta planta, ¿eh? Debí suponerlo… —me susurró inquieto. La mirada se perdió por el fondo del pasillo. Me atreví a hacer lo mismo. A unos quince metros, se hallaba tendido el cuerpo de un joven camarero. Los ojos abiertos, opacos, se dirigían a nosotros sobre un charco de sangre. El impacto de bala en el pecho, mortal de necesidad.

—No podemos quedarnos aquí parados… Van a matarle… —Una lágrima me resbaló por la mejilla tan irremisible como innecesaria. Sabía que en cualquier momento la Emperatriz Roja aparecería con el ansia de acribillarnos a balazos en cuanto nos sorprendiera agazapados en esa esquina.

Mi raptor, al que vinculé al instante con alguna organización espía contra el imperio de los Zharkov, me observó con velada credibilidad. Posiblemente esa mujer, aparecida de la nada y de brazo del enemigo, decía la verdad.

—No te muevas de aquí —me amenazó con voz queda.

Asentí con la cabeza. Oprimí el cuerpo contra el muro. Me inundó la inquietud en cuanto el agente se atrevió a acometer la longitud del pasillo en dirección al joven muerto. Observé cómo la cabeza del agente oscilaba de aquí allá verificando, por un lado, la quietud de mis movimientos, y por otro, la sostenida amenaza de una mano asesina cercana, muy cercana, más allá de una puerta abierta.

Con el arma en alto, el hombre deslizó los pasos contra la pared.

Sin esperarlo, echó la vista atrás, descubriéndome con el rostro asomado en una esquina.

Recabó en mi miedo, uno, dos segundos. Quizá esa mujer llorosa tenía razón.

No le dio tiempo a llevar la mirada al frente. De la puerta abierta emergió un cañón con silenciador. Un disparo. Certero.

Contuve la respiración, y la mirada del agente se transformó de improviso. Su expresión antes tensa, atenta, quedó transformada por la caída de los músculos faciales seguida de un volteo de ojos mezclado con un hilo de sangre emanado de la sien.

Cayó desplomado. La bala acababa de atravesarle la cabeza de lado a lado.

Katrina salió al pasillo, y con suma rapidez arrastró los dos cuerpos de sus víctimas al interior de la habitación de donde se la había visto salir. Después limpió con un trapo los restos de sangre dejados en la tarima blanca del pasillo. Recuperó la compostura de sirviente y se encaramó de nuevo por el corredor central de apartamentos.

Algo oyó que la dejó expectante, inmóvil en el centro del pasillo. Imaginaciones suyas. Seguidamente, guardó su arma a la espalda, bajo la chaqueta, para después extraer de su bolsillo una pequeña pistola de fabricación casera cuyo único proyectil era un dardo-jeringa con lengüetas de acero y plástico. Quitó el tapón que cubría la aguja y se la escondió bajo la manga de su camisa.

Esperé tras mi esquina el acercamiento de la Emperatriz Roja. Dejé mi bolso de mano a los pies. Las dos manos libres, mi máxima defensa. Pero mientras Katrina portara sus balas silenciadoras, ninguna llave de

kickboxing habría de serme suficientemente efectiva.

Apreté los labios cuanto pude. Aquella rusa de gatillo fácil se hallaba a solo unos cuantos pasos de mi cuerpo encogido. Su siguiente víctima, acurrucada y frágil como un polluelo. Nunca le habría resultado tan fácil a esa asesina acabar con la vida de un ser humano.

Escuché los pasos. Hacia mí. Tan solo ocho metros nos separaban.

Me preparé para lo peor.

Pero los pies de la rusa quedaron detenidos frente a una de las puertas del pasillo.

Advirtió de su llegada con un golpe de nudillos en la madera.

—Señor Shameel. Soy la camarera de planta —esbozó la cobriza doncella en un casi ininteligible inglés—. Tengo un mensaje de parte de Alekséi Zharkov. Se excusa por su tardanza…

Oí la puerta abrirse. Fue entonces cuando me atreví a echarle el ojo a Katrina, en el pasillo, de pie, dándome su perfil izquierdo a escasos cinco metros. Una mano fuerte, masculina, emergería del marco de la puerta, tendida hacia un sobre blanco ofrecido por la falsa camarera. Bajo ese mensaje y oculto en la manga de la chaqueta, el dardo-jeringa goteando la perdición del destinatario.

—¿Es usted el señor Shameel?

—Sí. Soy yo —su voz. Nuevamente en mis oídos. Tras diecisiete años.

—Le traigo este sobre. El señor Zharkov quiere que lo abra.

—¿Le ha comentado el motivo de su retraso?

—No. Pero me ha pedido que le siga esperando aquí mientras pueda sostenerse en pie…

—¿Cómo…?

El dardo-jeringa salió expedido de la manga de la rusa. Él, como si pudiera haber intuido el ataque, se llevó rápidamente las manos al vientre para extraerse de inmediato el dardo de la piel y así poder mermar los efectos sedantes. Inopinadamente, Katrina se desharía de su pistola casera para sustituirla por la silenciadora de balas. Viéndose bajo el feroz agarre de Cameron, se preparó para dispararle.

Un golpe seco, certero. Mi pierna mandó la mano que sostenía el arma contra el marco de la puerta. Al verse sorprendida por mi ataque, la rusa sujetó con más fuerza su pistola para dirigirme el cañón hacia la cabeza. Sin dejarle tiempo para dispararme se encontró con el impacto de un puño en la cara. El mío. Una patada me bastó para desarmar a la asesina y mandar su pistola a estrellarse contra la pared más cercana, fuera de su alcance, y del mío.

Katrina gritó su impotencia viéndose asaltada por tal rápido movimiento. En su mirada pude leer la identificación de su atacante: la mujer del apartamento 3303, la misma que había acompañado a su «querido». Alekséi a las puertas de aquel edificio. Una puta más que merecía morir.

Sin conseguir amilanarla, desde el suelo y con rápido reflejo, la rusa sacó todo su poder defensivo lanzándome una patada contra el muslo que acabó por tirarme también sobre la tarima.

En aras de su invencibilidad, la pelirroja se levantó del suelo y se preparó para darme su golpe de gracia con la intención de clavarme su tacón en la garganta. Pero en un último segundo, Cameron apareció desde atrás agarrándola por el pelo y llevándola a impactar contra la pared. Con una destreza casi sobrenatural, Katrina, tras sufrir el fuerte golpe contra el muro, giró sobre sí misma y sorprendió a Cameron con un placaje y un rápido ataque al cuello, para seguidamente impactarle un punterazo contra la mandíbula. Desorientado y con los efectos de la droga depresora en la sangre, Cameron cayó al suelo apenas sin fuerza, con la conciencia mermándose poco a poco.

Con media sonrisa, la Emperatriz Roja se volvió hacia mí. Comprobé que de la nariz de mi adversaria emanaba sangre que ella misma se restregó por la cara con el reverso de la muñeca.

Nos vimos las caras, frente a frente.

Me lanzó en su idioma unas palabras con tono despreciativo.

Posicioné todo el cuerpo en la actitud de combate aprendida en mis clases de

kickboxing con Taylor.

Ella continuó gritándome en ruso. Después tres palabras en mi idioma:

—¿Quién eres, puta? —me preguntó saboreando la sangre.

—Digamos que la del otro bando…, ¿o hace falta que te lo demuestre más?

Ella rio a mandíbula batiente. Después me miró con absoluta ira.

—Te he visto en The Address… Ahora acompañas a mi Alekséi… ¿Quién te envía?

—Aunque no lo creas, a diferencia de ti, sé arreglármelas sola. Estar al servicio de hombres como Alekséi hace que una mujer se menosprecie. ¿No crees? Yo que tú le diría a tu amorcito que se cortara las uñas… Esa herida en la cara te dejará marca…

—Veamos a ti cómo te quedan varias de estas marcas en esa cara de ramera…

De una de sus mangas emergió una navaja mariposa que quiso ocultar con el reverso de la mano. Por suerte me percaté de aquel truco barato.

Katrina se abalanzó decidida a degollarme como un cerdo.

Contuve la respiración y me preparé para el combate.

La Emperatriz Roja marcó en el aire un traicionero arco que a falta de milímetros me hubiera rebanado el cuello. Mis reflejos me llevaron a arquear la espalda. Giré sobre mí misma y le lancé una rápida patada en el pecho, tal y como me había enseñado Taylor. Sentí mi tacón hundirse en su piel. La rusa lanzó la cabeza hacia atrás para mitigar el daño que pudiera producirle. Quedó encogida un segundo. Me preparé para hundir la rodilla contra su cara, pero un impulso de su brazo armado con la navaja me hizo reaccionar con un placaje de mis dos manos. Conseguí retorcerle el antebrazo y con el codo aplastarle la nariz. La cabeza chocó contra la pared. En los ojos mostró un ligero aturdimiento que la dejó indefensa, por unos segundos.

—No quiero seguir con esto —le dije exhausta—. Me llevaré a Shameel y tú te entregarás, ¿has entendido?

—Eres débil, mujer…

—Matarte no me hará más fuerte.

—Deberías probar esa sensación.

—Te aseguro que una conciencia tranquila antes de dormir es la sensación más placentera que puede tener cualquiera. Lástima que tú ya no puedas experimentarla.

—Conciencia… Estúpida mujer… ¿Crees que vives en un mundo con conciencia?

—Tú no, pero yo sí. Así que, como comprenderás, no voy a permitir que una miserable como tú me robe el sueño.

Me acerqué a ella con todo el peligro que implicaban las cortas distancias con el adversario en el fragor de un combate fiero. Su navaja fue directa a clavarse en la yugular, pero mi mano llegó a tiempo para estamparle el brazo contra el muro y forzarle a soltar el arma. El filo del acero cayó a los pies. Sin hallar contención a su instinto asesino, me agarró por el cuello y me lanzó directa a una puerta cerrada a nuestra derecha. Mi costado astilló la madera y sacudió la puerta abriéndola con el empuje de mi cuerpo. Acababa de entrar en la habitación donde aquella asesina había escondido sus dos últimos muertos. Caí de espaldas al suelo de un pequeño recibidor. Afuera, en el pasillo, Katrina tuvo el suficiente tiempo para recuperar su pistola. Apareció en la habitación con ojos desorbitados.

Disparó. Rodé por el suelo. La bala me rozó uno de los brazos.

Volvió a dispararme. Inexplicablemente, esa segunda bala acabó agujereando la madera de la tarima y no mi cabeza. Tumbada a sus pies, embestí los tobillos con una de mis piernas. El cuerpo de la rusa se derrumbó boca abajo. Con un rápido ademán de mano le arrebaté la pistola, y sin pensarlo dos veces le pegué un tiro a la parte exterior del muslo.

La irrupción de la bala le levantó la pierna medio palmo del suelo.

Katrina emitió un alarido ensordecedor.

—A esto me refería con tener la conciencia tranquila —le dije al oído—. Dormir con una sonrisa a sabiendas de que hice todo lo posible por ser una buena chica contigo, hasta que me hinchaste las narices. Porque seré ingenua, bonita, pero no gilipollas.

La Emperatriz Roja quedó a merced de mi voluntad, tumbada y con las dos manos asidas a la perforación de la pierna. Podrán tacharme de idiota, pero he de confesar que, aun sabiendo su gana por degollarme, me sentí culpable al asistir al dolor de esa mujer, indefensa, como un animal injustamente herido por la ley del más fuerte. La cara se le comprimía contra la tarima de roble ocultando la vergüenza de verse abatida por aquella putita aparecida de quién sabía dónde.

—No te muevas, o una segunda bala acabará perforándote el hueso de la misma pierna y ya sí que la Emperatriz Roja podrá irse despidiendo de sus andares de zorrita de mafioso, ¿has entendido?

Katrina mantuvo su silencio, apretando unos labios humedecidos por la rabia y el dolor contenidos.

Oí a la espalda un gruñido, un grito sin serlo, un clamor de ayuda sin palabra que lo hacía indescifrable. Al fondo del recibidor, un cuerpo atado a una silla, aproximado a los dos cadáveres dejados por la secuaz de los Zharkov. El rostro se le enrojecía por la presión de un trapo blanco apretado con saña. El rostro de Muhammad Abd Al Qubaisi. Con el triunfo de mi lucha contra su secuestradora, el padre de mi hijo abordó miradas de auxilio, de pánico. Supuse su contento, así como su turbación, al verme allí, a la antipática hermana de su querida Denise convertida ahora en su salvadora. No supe qué decirle. El anfitrión de la fiesta (iniciada ya sin él ciento cinco pisos más abajo de nuestra posición) reforzó su calma al atestiguar mi presencia. Su mirada se centró de pronto en mi espalda, en lo que acontecía más allá de la puerta, que daba al pasillo de la planta 108.

Apoyado en la puerta de ese apartamento, Cameron. Vestía un traje color azul marengo y camisa gris perla. El pelo conservaba la longitud precisa para cubrirle las orejas, tal y como lo llevaba, jovial y sonriente, en aquella fotografía trucada. Y allí, ahora, el mismo rostro, cargado de impotencia, desecho en el esfuerzo gestual, como si cada arruga le sirviera para mantenerse en pie un segundo más. En pocos minutos quedaría inconsciente por efecto del sedante.

Con la pistola de Katrina en la mano me acerqué a él y le hablé por primera vez tras mucho… mucho tiempo:

—Tenemos que salir del edificio…

—¿Qué coño haces tú aquí…? —me soltó con una voz tensa e inevitablemente adormecida.

—Salvarte…, ¿no te parece suficiente excusa?

—Estás en peligro. Van a matarte como no salgas de aquí pronto… Vete…

Quedé extrañada. ¿Me había reconocido al instante? ¿Por el hecho de mi sola cercanía física después de casi veinte años sin vernos? Imposible. Valentina Castro distaba mucho de lo que fuera una vez Madison Greenwood con catorce años de edad… No. Pensaría que yo no era más que una extraña, posible policía vestida de paisano o espía internacional enterada de los planes de los Zharkov contra él. Dilucidar eso era, para mi tranquilidad, lo más lógico.

Cameron se apoyó en la pared, tambaleante. Se llevó las manos al abdomen. Los ojos se movían desorientados, perdidos.

—Acabo de verlo en el tubo de la jeringa… Esa hija de puta me ha inyectado carfentanil, presurizado en microgramos… Es un opiáceo sintético… mucho más fuerte que la morfina… No sé cuánto duraré consciente… Necesitaría naloxona, o en su defecto epinefrina… No tienes nada de eso en tu bolso, ¿verdad? —se lanzó Cameron a la broma. Luego le vi torcer el gesto hacia la derrota—. Tienes que salir de aquí… ¡Vete!

—No me iré sin ti —repuse tan segura como capaz de dejarme la vida por ese hombre.

—Sabías que esta noche irían a por mí… ¿Cómo te enteraste de…?

—No voy a quedarme aquí a charlar contigo mientras Alekséi Zharkov me busca por todo el Burj Khalifa —resolví con la característica chulería de la Castro—. Así que más vale que ahorres lengua para soltar pierna.

Inestable, y con gasto de la poca fuerza que le concedían sus piernas, se acercó hasta el charco de sangre dejado por la ya menos implacable Katrina.

—¿Quiénes son esos dos? —preguntó Cameron al aire al percatarse de los dos cadáveres tumbados en un rincón, uno encima del otro.

Al acercarse emitió un gesto de dolor. Se dio la vuelta una vez que reconoció uno de los rostros tendidos en el suelo, aquel similar en características físicas a Cameron.

—Mierda… Miller, ¡joder! —Cameron se llevó las manos a la cabeza a sabiendas de que, en algún momento, su amigo y él habían perdido el control de la situación. Uno de los dos había pagado el precio más alto.

—Intentó detenerme… —me aventuré a decir—. Estaba convencido de que yo era una enviada de los Zharkov y no pude persuadirle de lo contrario. —Señalé a Katrina, a la que aún no habíamos visto moverse del suelo tras herirla yo en la pierna—. Ella le pegó un tiro antes de llamar a tu puerta… Cuando llegué a esta planta ya había matado a ese camarero…

—Salgamos de aquí… —me dijo de pronto con una imposible pero renovada fuerza en las piernas que lo condujo hasta el príncipe árabe. En ese preciso instante oímos una risa persistente, apenas sin gana, emergida de la boca de la criminal rusa. Mientras, Cameron se ocupó de quitarle la mordaza a Muhammad. Recordé la secreta alianza del príncipe con la «agencia» a la que presuntamente pertenecían Cameron y su compañero Miller. ¿Por qué razón se aliaría el príncipe con Cameron? ¿Qué fin perseguirían ambos?

Sin levantarse del suelo, Katrina reforzó sus carcajadas nerviosas que, entre lágrimas, intentó coparnos la escucha. Fue entonces cuando el príncipe entre forcejeos convulsos nos lanzó una expresión facial de absoluto espanto. Su mirada impresa sobre la grotesca imagen de la rusa deshecha en risotadas.

En cuanto la boca de Muhammad se vio libre de mordaza soltó un griterío incontenido en su idioma natal. Sus ojos desorbitados señalaron a la Emperatriz Roja, que parecía divertirse más que nunca con mi bala metida en su pierna, imposibilitada ya para alejarse del enemigo.

—¡Tiene un detonador! —bramó el príncipe, intentando desasirse de las cuerdas que le oprimían los brazos al respaldo de la silla—. ¡Esa puta tiene un detonador!

A las palabras del árabe, Cameron se acercó al cuerpo encogido de Katrina.

Lo vio.

La Emperatriz Roja sostenía un pequeño cilindro metálico en una de las manos. Una luz roja intermitente impulsada por el sonido de una alarma de toques agudos cada vez más sucesivos y rápidos.

Cameron se aventuró a desplegar los dedos de Katrina sobre el artefacto.

Ella no opuso resistencia.

Cameron giró el cilindro que contenía la mano de la mujer.

Bajo la luz roja intermitente, una minúscula pantalla digital.

Unos números marcando una imparable cuenta atrás.

Cameron abrió los ojos con el reflejo de dos dígitos cambiantes en sus pupilas: «07, 06, 05…».

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