Aria

Aria


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—¡¡Corre!! —me gritó dándose la vuelta y dejando por imposible la liberación del árabe.

Cameron me arrebató la pistola de la mano, me tomó del brazo y me sacó casi en volandas de la habitación.

Los Zharkov cumplirían con lo prometido: sus «fuegos artificiales» darían comienzo.

Desde el pasillo atendí a las carcajadas más sonoras de Katrina. Histriónicas.

La garganta de Muhammad Ab Al Qubaisi se hinchó de pánico.

Me dejé arrastrar por la mano de Cameron.

Una última carrera.

Pero aquel pasillo no tenía salida. Un gran ventanal nos esperaba en el extremo.

—¡Salta! —exclamó Cameron en nuestra carrera.

—¡¿Qué…?!

—¡Confía en mí!

Un monumental estallido hizo que el suelo que pisábamos se partiera literalmente en dos. Los oídos quedaron sordos. La explosión de fuego alcanzó en décimas de segundo el corredor en el que nos encontrábamos. Sentí que mi espalda se abrasaba. Apreté la mano de Cameron.

Era el fin.

El arrastre de Cameron se cargó de mayor empuje pese al carfentanil corriéndole inclemente por la sangre.

Vida o muerte. Atravesar el ventanal con el empuje de nuestros cuerpos era la única salida de escape. El salto al exterior y lo que hubiera más abajo solo él lo sabía.

Por un momento percibí el estallido de las llamaradas rodearnos a ambos lados.

Una última mirada a Cameron, de despedida. Él imitó mi gesto.

Saltamos.

El cristal estalló al impacto de los cuerpos. Y la gravedad convino en hacer su trabajo.

No pude evitar lanzar un grito de terror.

La gran bola de fuego rebasó el aire de la noche por encima de las cabezas de ambos.

Los cristales del ventanal acompañaron nuestra caída con un suave tintineo en contraposición con el rugir de los muros del piso 108 del Burj Khalifa, que reventaron a gusto y placer de la onda expansiva.

Seis, siete segundos de caída libre. A dos mil pies de altura, el viento helado me cortó el aliento de súbito. Toda mi vida se me paseó por la mente en un solo instante. Las piernas, la espalda terminaron por estrellarse en una superficie que me azotó como un látigo todos los músculos. Agua entrándome por la garganta. Una piscina. Los cristales y ribetes de metal del piso 108 caían como hoja de guillotina hacia lo más profundo de la piscina. En un desafortunado acierto cualquiera de ellas me hubiera cortado en dos. Bajo el agua, mi mano perdería el contacto con la de Cameron. En la oscuridad deseé calibrar las distancias con los bordes de la piscina para salir de allí cuanto antes. Pero me vi sin fuerzas. El oxígeno abandonaba los pulmones a tal velocidad que una sola brazada suponía un paso más hacia la inconsciencia.

Sin esperarlo, un brazo venido de la superficie me tiró de la mano izquierda y me sacó la cabeza a la superficie. Inspiré como si aquel fuera el instante de mi nacimiento. Después, la laringe se colmó de tos, de ahogos. No veía nada. El cabello empapado me cubría el rostro. Alguien me tomó por la cintura elevándome el cuerpo hacia el exterior, hasta dejarme caer sobre el ribeteado metálico en el borde de la piscina.

Permanecí un par de segundos tumbada. Aire. Necesitaba aquel aire. Cameron me lanzó toda la potencia de su voz entre el estruendo producido por la detonación. Un pitido incesante en los oídos me impedía oírle con claridad.

—¡Levántate! ¡Vamos!

Intuí el peligro que suponía para los dos permanecer allí por más tiempo, aunque fueran esos segundos de más que nos ayudarían a recuperar el aire. Los infiltrados de los Zharkov en el Burj Khalifa andarían cerca. Demasiado cerca.

Por insistencia de Cameron, me aferré a fuerzas desconocidas en mi interior para ponerme en pie. Alcé la vista. En la noche, la bocanada de fuego expelida desde las alturas por las que habíamos saltado daba al Burj Khalifa la apariencia de una gran antorcha de muerte y destrucción. A kilómetros a la redonda podría llegarse a apreciar el rastro devastador dejado por la ya extinguida Emperatriz Roja, quien además se había llevado consigo la vida del padre del que sería mi primer hijo. La detonación había sido tan monumental que desde donde nos hallábamos se lograban escuchar cientos de alarmas aullando al unísono, procedentes de locales, viviendas o coches aparcados en las calles.

Habíamos aterrizado en la gran piscina exterior del hotel Armani, en la planta 76. Era un auténtico milagro que Cameron y yo continuáramos vivos. Resultaba probable que mi salvador supiera de la existencia de la profunda piscina bajo aquel ventanal, treinta y dos pisos más abajo. Increíble era que siguiéramos de una pieza. Por el contrario, no daría lógica a la acertada dirección que deberíamos tomar tras nuestro salto mortal y escapar del edificio sin que sufriéramos retención o daño alguno.

Nos internamos nuevamente en el Burj Khalifa por una puerta que había dejado abierta una pareja de casuales bañistas que abandonaba en ese momento la zona de la piscina, aterrados a consecuencia del tremendo estallido sobre sus cabezas y la posterior caída a plomo de dos cuerpos en la misma agua donde, segundos antes, se habrían comido a besos.

Cameron me tomó la mano por segunda vez y, aún empapada y expuesta al fresco de la noche dubaití, mi interior volvió a llenarse de ese característico ardor en cuanto él me daba la oportunidad de tocarle.

Tuvimos la suerte de tomar un ascensor repleto de gente en pijama o en bata instada a abandonar el edificio por la voz de evacuación que no cesaba de expandirse por altavoces y monitores. En el veloz descenso a la planta baja, varias eran las mujeres que lloraban asustadas, muchos los hombres que sudaban de puro pánico. Pero a ninguno podía oírle. Me llevé las manos a los oídos. Con los dedos apreté hacia dentro el llamado trago de las orejas. Un incesante pitido copaba mi audición. La detonación había estado a punto de dejarnos sin tímpanos. Retomé la atención en Cameron. Las piernas ya apenas le sostenían y los ojos difícilmente lograban permanecer abiertos. Era inminente. Caería inconsciente en cuanto saliéramos del edificio. Llevé uno de los brazos a rodearme el cuello. La cabeza caía lánguida, al igual que su percepción de la realidad.

Al abrirse el ascensor, la gente escapó de la cabina en estampida, forzándome a perder el equilibrio con el peso del cuerpo de Cameron sobre el costado. Ya en la calle, recompuesto el paso y sin soltar palabra, agradecí a Cameron su titánico esfuerzo por echar un pie tras otro. Hasta el último instante. Hasta el último segundo de vernos a salvo. Porque yo podría arrastrar su andar durante quinientos metros más, pero mi fortaleza mermaría de inmediato ante la posibilidad de tener que cargármelo a los hombros hasta el lugar donde nos viésemos a salvo.

A la salida del Burj Khalifa, las ambulancias, coches de policía y bomberos atravesaban a gran velocidad la avenida para acabar estacionando a escasos metros de la puerta principal por la que acabábamos de salir. A izquierda y derecha, la multitud corría despavorida, con los atentados del 11-S minándoles la esperanza de supervivencia. Todos los accesos del Burj Khalifa no paraban de vomitar gente y más gente. Y entre tanto caos, nuestra huida hallaría los recovecos necesarios para no llegar a ser interceptada por los secuaces de Zharkov. Por el momento. En los márgenes de las aceras muchos de los conductores que atravesaban Emaar Boulevard —algunos de ellos fotógrafos y periodistas— habían estacionado de mala manera sus vehículos para no perderse ni un solo detalle del posible atentado del que hablaría el mundo a la mañana siguiente.

—Subamos a… ese coche… —arrastró Cameron su habla seguida de una mirada al frente, imposible de mantener por más tiempo. De la cintura extrajo el arma de Katrina, que había preferido guardarse él antes de saltar desde el piso 108.

Me cedió la empuñadura. Enseguida supe lo que tenía que hacer.

Todo el cuerpo se me armó de valor. No había opción si queríamos salir vivos de allí. Y sin pensármelo dos veces me acerqué a los dos árabes —ataviados con su pompa blanca y cordón negro sobre la cabeza, y posibles señores del petróleo— detenidos en la cuneta, con cuello al alza, absortos en la escena de fuego y horror que se desarrollaba en lo alto del Burj Khalifa.

En mi brazo derecho, el cuerpo casi inerme de Cameron. En el izquierdo, el ímpetu que arrojó la mano a sostener en alto la amenaza de la pistola.

—¡La llave de arranque! —les grité—. ¡Denme la jodida llave!

El cañón de mi arma les apuntaba directamente a la cabeza. Por fortuna me tomaron en serio. Me cedieron la llave sin oponer resistencia. La llave de un Bugatti Veyron Super

Sport. Conocía la carrocería y cualidades de ese superdeportivo gracias al gusto de Larry por los coches absolutamente inaccesibles para el 99,9 por ciento de la población mundial. Precisamente ese era el gran sueño inalcanzable de su vida, el coche de un millón setecientos mil dólares, el vehículo más rápido del planeta y el que había copado el salvapantallas de su portátil durante los últimos dos años.

Sin saber cómo me las apañaría para domar esa bestia bajo mi conducción, monté a Cameron en el asiento del copiloto con un ojo puesto en la conmoción de los propietarios árabes a los que mantuve pegados a la acera como corderitos.

Me subí al coche tan rápido como pude. Metí la llave en el contacto y el sonido de los mil doscientos caballos de potencia inspiró a mi pie derecho a hundirse de inmediato en el pedal.

En ese momento una bala impactó en la carrocería.

Dos hombres vestidos con traje negro y pajarita se acercaban corriendo, echando a un lado a todo el gentío, directos a impedir nuestra salida. Los hombres de Zharkov.

—Vamos… Acelera… ¡Acelera! —me acució Cameron, testigo de cómo los desconocidos se aproximaban de cara a nosotros.

Presioné el pie al fondo del acelerador y las ruedas abrasaron el asfalto.

Conduje marcha atrás, a lo que le siguió un violento giro en un intento por despistar a los atacantes. Las armas no cesaban de disparar una tras otra, siempre apuntadas a nuestras cabezas.

Un segundo de quietud para cambiar de marcha.

La luna trasera del Bugatti estalló en mil pedazos al sucumbir al impacto de una bala que acabó perforando el salpicadero. Aceleré de nuevo y tomé la subida de Emaar Boulevard con un chirriar y quemazón de neumáticos.

Un nuevo disparo enfilado al cuello de Cameron nos dejó sin el espejo retrovisor derecho.

Apreté las manos al volante. Tal y como me había advertido Larry —en uno de sus tediosos comentarios acerca de sus coches imposibles—, el Bugatti Veyron Super

Sport atesoraba la cualidad de pasar de cero a cien kilómetros por hora en dos segundos y medio. No estaba equivocado.

Saltándome dos o tres semáforos y dejándome media rueda en el asfalto, me incorporé a la carretera por la que, según un cada vez más adormilado Cameron, debía conducir para escapar hacia vete a saber dónde.

—Toma ahora la E sesenta y seis… No salgas de ella… —me dijo señalando el cristal como si el brazo le pesase una tonelada—. Debes ir hasta una localidad llamada Al Haiyir, que está a unos setenta kilómetros de aquí.

—¿Qué hay allí? ¿Ayuda?

—Es la base de Operaciones… —me contestó—. Al entrar en el pueblo debes tomar la cuarta calle a la derecha… La última casa a la izquierda… Llama a la puerta y pregunta por Burke, Leonard Burke; es el tipo que comanda la operación…

—¿Perteneces a la CIA o algo así?

—Ellos son parte de este juego…

—¿Y a qué se supone que jugamos?

—Conduce y calla… —ordenó, como si se perpetuara su enfado para con mi presencia salvadora.

Tomé la E-66 sin más sobresaltos. La policía dubaití permanecería en sus posiciones, en la ciudad. Tanta suerte nunca había estado de mi lado. La fortuna me había reservado el lugar y el momento adecuados para conducir por Dubái a 180 kilómetros por hora, saltarme tres semáforos y tomar curvas al límite del vuelco.

La E-66 era una recta interminable en la noche, como negra cicatriz en mitad del desierto. El aire frío se colaba al interior del coche por la espalda, donde antes lucía la carísima luna trasera del gran Bugatti. Era increíble el acusado cambio de temperatura que sufría Dubái a la caída de la noche. A los cinco minutos de conducción comencé a sentir un frío muy intenso, con el cuerpo empapado por el agua de la piscina que nos había salvado la vida. Si allí, conduciendo ese coche, no habría de coger una pulmonía, sería gracias a la adrenalina que me seguía fluyendo a raudales por la sangre desde que había resuelto soltarle la primera patada a la Emperatriz Roja.

Miré un segundo a Cameron. No pude distinguirle la cara, absorbida por la oscuridad en el habitáculo. No hablaba. ¿Habría caído bajo los efectos del carfentanil?

—¿Cameron?

—Qué pasa… —me contestó un hilo de voz.

—Me conoces, ¿verdad? Quiero decir… Sabes quién soy…

—No…

—Soy Madison. Madison Greenwood. Nos conocimos en noviembre de 1997, hace diecisiete años, en Broken Bow, Oklahoma… Tú tenías dieciséis años y yo catorce… —no pude terminar la frase. ¿Qué iba a contarle? ¿Que había decidido salvarle la vida porque le debía una, o porque había sentido la corazonada de que él aún seguía amándome y por tanto podíamos casarnos al día siguiente y ser felices para siempre?—. Y, bueno…, me salvaste de una muerte segura… Esa tarde un tornado se dirigía hacia mí y tú emergiste de aquella trampilla en el suelo…

—No te esfuerces —me interrumpió—. Si una vez nos conocimos, eso solo lo sabrás tú.

—¿Cómo…?

—Me diagnosticaron amnesia global —se esforzó en vocalizar—. Hace casi un año mi coche volcó y en el accidente me dejé la puta memoria… En el hospital me dijeron que me llamaba Isaak Shameel… Sin hijos…, sin vida marital ni familiar. Una existencia volcada en el petróleo y en hacer más ricos a los podridos de dinero en el mercado bursátil… Te guste o no…, esa es la vida que me agenciaron…

—Te llamabas Cameron —le dije con tono firme—. Cameron Collins, de Chicago. Tu padre era de origen irlandés y tu madre, una cantante de ópera de ascendencia judía. Con dieciséis años sabías hablar inglés, hebreo y francés. Tu padre era el senador Arthur Collins. En 1995 sufrió una caída montando a caballo. Quedó paralítico. Su vida política se truncó y la prensa publicó que se suicidó seis meses después. Pero tú me dijiste que no había sido así… Rebecca Allen, tu madre, fue quien le metió esa bala en la cabeza; que ella eligió escuchar la ópera

Turandot por toda la casa en el momento de ejecutar a tu padre… Era ambiciosa y…

—Vaya…, un buen guion para mantener audiencias… —repuso somnoliento—. Qué garantías me ofreces para que pueda creerte… Son muchos los que han querido inventarme vidas paralelas para sonsacarme un fajo de billetes.

—Solo sé que no he viajado once mil cuatrocientos kilómetros para mentir al hombre por el que acabo de arriesgar mi vida.

Cameron se pensó muy mucho lo que me diría a continuación.

—Hasta ahora esa es la respuesta más convincente que me han dado. Enhorabuena.

Respiré hondo. La sorna de Cameron comenzaba a crisparme los nervios. La cantidad de carfentanil en ese dardo-jeringa debía de ser mínima a tenor del ingenio perpetuado en la lengua de su víctima.

A la velocidad de cien kilómetros por hora, mi boca cargaría nuevos cartuchos contra el secretismo de ese supuesto amnésico.

—Me hablaron de ese accidente que sufriste en Catoctin Mountain, el año pasado… —retomé el asunto que formaba parte de mi interés—. Intentaron matarte… La CIA o los Zharkov…, no lo sé. Ibas acompañado de una mujer… Amanda Baker…

—Iba solo en ese coche. Fue lo que me dijeron… Pero haz el favor de no meterte más en asuntos que no te incumben, ¿de acuerdo? ¿Quieres que te agradezca que me hayas salvado la vida? Pues gracias, muchas gracias, seas quien seas…

—Al parecer, Amanda te ayudaba en aquello que planeabas contra la mafia de los Zharkov…

—No sé nada de esa Amanda… ¿Quién coño te ha contado todo eso…? —Cameron mitigó su tono amenazante para decirme—: No… La pregunta no es esa. La cuestión es cómo has llegado esta noche hasta mí y cómo supiste que los Zharkov nos la tenían jugada…

¿Me obligaría a exponerle mi andanza por el lugar donde había escuchado la conversación de esos dos hombres armados de amenaza y oscuridad? ¿El prostíbulo de lujo bajo el Majestic Warrior? «Sí, Maddie. Dile que por salvarle esta noche tuviste la gran osadía de convertirte en una puta de lujo, de nombre Valentina Castro».

—No puedo contarte nada —se me ocurrió contestarle—. Les debo lealtad a mis informadores…

—Vaya, solo una espía puede hablar así…; ¿lo eres?

—¿Lo eres tú?

—No…

—¿Por qué quieren matarte entonces? —le lancé.

—Hazme un favor… Si quieres que salgamos vivos de este país, no le cuentes a nadie quién eres realmente, ni lo que has venido a hacer aquí… Ni siquiera a Leonard Burke, mi contacto directo en Al Haiyir, hacia donde nos dirigimos. No nos quedará otra que unirnos a Burke para regresar a Estados Unidos de una pieza.

—Lo haré… Pero dime por qué los Zharkov andan detrás de ti… —quise saber, consciente de lo retorcido de la cuerda que me unía a su confianza—. Tu amigo Miller me había contado que el príncipe Abd Al Qubaisi era aliado vuestro… ¿Para qué? ¿Por qué?

Silencio.

—Está bien… —suspiró al fin—. Si por el carfentanil caigo antes de llegar a Al Haiyir, necesitarás una coartada delante de Burke… Así que te contaré hasta donde sé que debo hacerlo… —Los oídos se mantuvieron expectantes. El volumen de la voz caía en picado. Ahora sí que la conciencia comenzaba a rendirse al trance del opiáceo—. Has sido testigo de la operación Qubaisi comandada desde la base secreta de la CIA en Yemen por Patrick Cromwell, jefe de Operaciones en el Golfo Pérsico. El segundo de abordo y subdirector de esta orquesta es al que llamamos Leonard Burke… Yo no soy más que el cebo en toda esta pesca. Íbamos a capturar al pez gordo…, a Alekséi Zharkov. Se le vincula con la venta de armas a células de Al Qaeda en Yemen, además de portar información relativa a pisos francos de yihadistas en Saná. Por mis contactos con la realeza de los Emiratos Árabes, la CIA, desde hacía tiempo, quería sacarme partido para darle captura al ruso. Y ni hace falta que te diga que los de la plaza Roja se nos han adelantado esta noche. No sé cómo coño lo han hecho, pero han descubierto a nuestro principal salvoconducto, Muhammad Abd Al Qubaisi, el príncipe emiratí que ha dado nombre al fracaso de esta operación. —Cameron esperó unos instantes para tomar aire. Lo soltó en una sola bocanada—: Dile a Burke que Qubaisi ha muerto en la explosión, que lo apresaron minutos antes de que comenzase la misión. Impidieron al príncipe llegar hasta mí y por esa causa acabé vendido al asalto de los Zharkov. De los otros dos agentes infiltrados en el Burj Khalifa, Anderson y Davis, no sé nada… El único que tuvo olfato para intuir el ataque de los rusos fue el agente Milles…, que ha muerto por salvarme… Más tarde has entrado tú en el juego…, y lo demás ya puedes argumentarlo con tus propias palabras… —Su aliento se extinguía progresivamente—. Tendrás que informarme de cómo llegaste a saber que los Zharkov planearían mi captura… esta noche…

Un quejido. Impotencia.

—¿Estás bien? —me preocupé por su silencio de diez segundos.

—Esa hija de puta… —Intentó revolverse en su asiento, pero no pudo. Paladeó con dificultad—: Al final va a salirse con la suya… No puedo mantenerme despierto por más tiempo… —Intentó levantar la cabeza para fijar la mirada en mi perfil—. No te fíes de nadie… Algo me dice que nos han saboteado desde dentro. Debe de haber un topo metido en el comando… Eso explicaría la captura de Qubaisi antes de que la operación diera comienzo… —Cameron tragó saliva con dificultad—. Hazle creer a Burke que eres una aliada mía, ¿me oyes?, una amante si te parece; que te vinculé en la misión para tener mayor refuerzo dentro del edificio…, que eres…, que eres de Los Ángeles y que te prometí al término de la misión volver… conmigo a los Estados Unidos…, que ya sabrán más de ti en cuanto Cromwell regrese de Yemen y pida hablar contigo en la base central de Langley. Es un protocolo de seguridad de la agencia, así que podrás atenerte a él. Solo a Cromwell debes confiarte…, ¿has entendido?

—Sí…, qué más…

—Invéntate un nombre… —exhaló pausadamente—. No me fío de ese Burke…

—¿Algo más?

—Cómo… Cómo has dicho que te llamabas…, tu nombre real…

—Madison Greenwood.

—Eres una idiota, Madison Greenwood —me soltó—. Una maldita idiota…

Y en un par de segundos cayó rendido por efecto de la droga.

En la noche, conduciendo por esa carretera inhóspita, Cameron Collins (o lo que quedase de él) me había dejado sola, completamente sola. Únicamente un destino: Al Haiyir. Pocos eran los coches que transitaban en sentido contrario a esa hora, como pocos los que me acompañaron en mi dirección hacia el poblado donde había de encontrarme con Leonard Burke.

Un estremecimiento me recorrió la espina dorsal. Hacía un año que Cameron había dejado en la cuneta al chico que una vez ambos conocimos, en ese accidente en Catoctin Mountain. Nada quedaba de su anterior vida, de su pasada y única existencia… Entonces… ¿por qué me había contestado al oír su verdadero nombre al inicio de esa conversación? ¿Acaso había sido un lúcido reflejo del inconsciente inducido por el carfentanil?

* * *

Los siguientes cuarenta kilómetros los pasé con la conciencia amarrada al silencio, con el desmemoriado Isaak Shameel inconsciente a mi derecha. Ansiaba su pronto despertar por encima de todas las cosas. Porque por mucho que le había hecho ver que me atendría segura a todas sus directrices, la congoja y la desazón me carcomían a cada kilómetro que las ruedas del Bugatti dejaban atrás.

No sabía adónde me llevaba. No sabía con quién me enfrentaría.

Y el pie insistente presionando el acelerador.

Los veinte minutos de conducción a solas se me antojaron como dos horas enteras. Aferrada siempre al dirimir de esa pesadilla, al influjo de esa suerte que abogaba por mantenernos vivos, todavía. Por alguna razón sería. Nunca supe cuál.

Isaak Shameel. Toda yo puesta en sus manos. Así, sin más. Sin pensar siquiera que la amnesia pudiera haberle arrebatado la nobleza, la honestidad; crédula a toda la palabrería convenida en esa misión secreta ideada por la CIA. Y viceversa, porque en el supuesto de que Cameron realmente no me recordase, ¿cómo había confiado plenamente la vida a esa desconocida al volante? Supervivientes de la bomba, del tiroteo en plena calle… ¿Qué otra alternativa podría quedarnos a los dos?

Ayudada por un cielo raso, la luz de la luna reposaba su presencia como sábana blanca sobre la llanura desértica. Y sin embargo, el horizonte, más allá de las luces del Bugatti, se resistió a destaparme cualquier luz de esperanza, cualquier señal de vida amiga que me ayudara a rebajar los nervios.

Ante la imposibilidad de que fuera un espejismo en plena noche, agudicé la vista en aquello que a unos cien metros me mostraron las luces del coche: una barrera creada en mitad de la carretera por cuatro vehículos todoterreno. Cinco, seis siluetas en la penumbra, portadoras de linternas esperando una detención. La mía.

En mitad de la nada dubaití sentí trazarse mi fin. Agarrada al volante, me atuve a los peores presagios. La mafia de los Zharkov nos había encontrado. Preparados para abrir fuego contra el Bugatti robado. Imaginé los brazos girando el volante ciento ochenta grados. Sí. Dar la vuelta para seguir viviendo, al menos unas horas más.

Pero ya no tenía ganas de seguir huyendo. Si no era allí, sería en otro lugar. Como me había advertido Taylor, los Zharkov eran una gente poderosa, influyente. Nadie escaparía a sus designios.

Frené progresivamente. Me dolía la garganta, oprimida de tensión, sequedad y nervios.

Detuve el coche a tres metros de impactar contra el parachoques de un Lexus negro. El haz de una de las linternas se encaprichó al momento con mi rostro. Fijo y malintencionado. Bajé la mirada. Una bala podría haber atravesado la luna de cristal en ese momento. Los sesos esparcidos por el salpicadero. Se ahorrarían la limpieza.

Una de las siluetas se acercó a mi puerta. Llevaba puesta una gabardina color camello. Debajo de ella, un traje gris marengo, con corbata roja incluida. La sombra llamó al cristal.

Dispuesta a no ponérselo fácil a mis asesinos, me limité a apretar el botón que hizo descender la ventanilla. Del Bugatti habrían de bajarme con la cabeza ya reventada.

El hombre de la gabardina, entrado en la cincuentena y con sobrepeso, de pelo cano y mirada de halcón, adiestraba una frialdad gestual nunca antes vista. Agachó el semblante para preguntarme:

—¿Habla mi idioma? —me dijo apoyando las dos manos en la ventana. Su inconfundible acento sureño, posiblemente forjado a orillas del Misisipi, me tranquilizó sobremanera.

—Sí… —asentí. El fogonazo de luz viajaba de mi cara al dormir de Cameron, una y otra vez—. Soy norteamericana, de Los Ángeles. Pero ¿puedo saber por qué han cortado la carretera? ¿Quiénes son ustedes?

—¿Qué le ha pasado a Shameel?

—¿Y usted es…? —repuse colocándome molesta una mano frente a los ojos, por si el de la linterna se daba por aludido.

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