Aria

Aria


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—Su único amigo. Por favor, baje del coche. —Me ordenó casi en susurro—. A cuatro metros tiene una mirilla marcándole la frente. Así que no haga ninguna tontería.

Obedecí. Al situarme de pie sobre el asfalto varios haces de linternas viajaron por mi cuerpo, de arriba a abajo. Silbidos soeces y de mal gusto se oyeron al asentarse las luces sobre el pecho y el trasero bien contorneados bajo el vestido calado.

Empapada. Muerta de frío. Pero al tipo que me amenazaba parecía no importarle la tiritera que azotaba toda mi verticalidad. Un

flash fotográfico parpadeó un par de veces frente a mí. Uno de aquellos hombres tendría ordenado llevarle a su comando fotografías de la inesperada acompañante de Shameel.

—No quiero que me hagan fotos… —decreté con actitud amenazante.

—Tranquila… —recabó el trajeado—. Forma parte de un simple trámite de reconocimiento.

—¿Para quién?

El hombre se empujó a endurecer el semblante a fin de hacernos comprender a ambos quién tenía el mando allí, y por tanto quién se reservaba el derecho a preguntar.

—¿Documentación? —demandó llevándome irremediablemente a su terreno.

—No tengo… —me castañearon los dientes sin lograr contenerlos—. La dejé en el apartamento.

—¿Su apartamento?

—No… He venido invitada a Dubái.

—¿Por el señor Shameel?

—Sí. Así es.

—¿Es su… chica…? ¿Su… acompañante? ¿Su…?

—Su prima lejana… ¿A que no se lo esperaba?

—Claro…

A mi salida de tono, el hombre, de ojos azul claro, enfatizó el dominio de la situación con sarcástica sonrisa. Era evidente que aquella mujer no sería más que una puta con malos humos.

—Bien…, ¿puede decirme a qué se debe que esta preciosidad mojada de pies a cabeza ande esta noche junto a Isaak Shameel?

—Son demasiadas preguntas para contestarle a un desconocido, ¿no le parece?

Vislumbrando su actitud misógina desde que había posado los ojos en mí, esperé un bofetón por su parte. Pero el viaje que hizo la mano desembocó en el bolsillo interior de su gabardina. Sacó una cartera y me la desplegó ante los ojos. Una identificación, con fotografía incluida.

—Agente Burke. Inteligencia de Estados Unidos. Amigos de su amiguito, por si le sirve de referencia. ¿Ahora podrá decirme qué coño le ha pasado a Shameel?

—Le dispararon una dosis de carfentanil. Cayó dormido hace veinte minutos.

—¿Quién? ¿El propio Alekséi Zharkov?

—No. En el edificio había más de su gente. Mandó a su supuesta novia, Katrina, la Emperatriz Roja. Ella hizo explosionar la bomba. Murió al activarla, al igual que Muhammad Abd Al Qubaisi.

—Vaya… —espetó el agente—. Trágica pérdida la del príncipe. Acabamos de enterarnos de la explosión en el edificio… Como no actuemos pronto tendremos a las puertas un conflicto internacional sin precedentes con los Emiratos…

—También murió el agente Miller… —le anuncié—. No pude detenerle.

Burke no emitió ni una mínima afección por la muerte de Miller y se concentró en analizarme, frente a él. Una prostituta a la que jamás había visto la cara, inmersa en ese mundo de espionaje de alto nivel.

—¿Y a qué se debe su aspecto de sirena recién sacada de su concha? —preguntó el agente en alusión a la contención del agua de la piscina más alta del mundo sobre mi piel y vestimenta.

—Saltamos desde el piso 108… —respondí—. Caímos en la piscina exterior…

—¡Joder!… —se asombró—. No olvide ponerle una velita a su ángel de la guarda. —El jefe compartió su diversión con el resto del equipo, al que aún no podía descubrirles la mirada a causa del incómodo efecto a contraluz de linternas y faros de los cuatro vehículos apuntando hacia mí. Enseguida, Leonard Burke recompuso su seriedad para reconducir su interrogatorio—. Entiendo que Shameel la vinculó a usted en la operación…

—Sí. Vine a Dubái con ese propósito.

—¿Desde cuándo Shameel tiene permiso para actuar libremente e involucrar a personas ajenas a la agencia? ¿Sabe alguien más de su inclusión en esta operación?

—No. O eso debo pensar.

—«O eso debo pensar…». Al parecer no tiene ni puta idea de dónde se ha metido, señorita.

—Isaak necesitaba mi ayuda, un respaldo extra por si la cosa salía mal…

—Entonces estamos ante la mujer que le ha salvado la vida a Shameel…

—No iba a quedarme de brazos cruzados.

—¿Cuánto le ha pagado?

—¿Antepone el sucio dinero al altruismo de una mujer?

—Siempre.

—Le debía un favor a Shameel…, ¿le vale con eso?

Uno de los hombres apeado del Lexus dio un aviso a Burke. Con una sola lectura de labios el director de la operación Qubaisi se daría por enterado de aquel mensaje. Después continuó hablándome, esta vez con un tono más conciliador.

—Si le sirve de utilidad, sepa que la misión no ha salido tan mal como pueda imaginarse. Hace media hora hemos interceptado la huida de Alekséi Zharkov y sus cinco hombres afincados en Dubái. Han sido capturados por nuestra unidad de combate desplegada a las puertas del Burj Khalifa. Lo que no sé es cuánto debemos agradecerle a usted por su participación en este sorprendente final. Deberá explicarme cada detalle de su trabajo en la zona, señorita…

—Castro. Valentina Castro —me adelanté—. Pero no espere a que largue por esta boquita si no es frente a Patrick Cromwell. Tengo entendido que es el jefe de Operaciones en el Golfo Pérsico y el que está al frente de esta operación. Es a él a quien debo explicar mi incursión en la operación Qubaisi.

—Veo que el señor Shameel la ha aleccionado en profundidad.

—Digamos que me informó del proceder protocolario en estos casos.

—Bien… —rio—. Y ahora, ¿qué he de hacer con usted en base a ese protocolo?

—Deben llevarme a los Estados Unidos con el señor Shameel —respondí amaestrada por la seguridad y concisión de Valentina—. Hablaremos con Patrick Cromwell a su regreso de Yemen y después, en lo que respecta a mí, me dejarán marchar.

Leonard Burke chasqueó los dedos y los cuatro hombres que le acompañaban se subieron raudos a los vehículos. Encendieron los motores. El agente se forzó a levantar la voz:

—Tenemos el avión privado de la agencia preparado para tal efecto a quince kilómetros de aquí —me dijo—. Su vuelo está previsto dentro de cuarenta minutos con destino al aeropuerto internacional de Dulles, Virginia. —Burke se acercó un tanto a mí. Acerté a olerle la halitosis—. ¿Le apetece una ducha, señorita Castro?

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