Aria

Aria


4

Página 10 de 36

—Su Tokarev TT treinta y tres con silenciador es lo único que han podido rescatar de mi hermosa Katrina —nos dijo señalando con la mirada al arma depositada en el cuero del sillón—. ¿Qué le hicisteis? ¿La golpeasteis entre los dos? ¿Le disparasteis sin piedad? La dejasteis agonizando, sí…, de eso estoy seguro. Tenía orden de activar la bomba solo si ella caía. Y así lo hizo.

—Ella se lo buscó… —le dije tan fría como pude.

—¡Cállate! —gritó—. ¡No te he dado orden para hablar, maldita zorra! —Enfatizó tan rápido su ira como certero retomaría la actitud del hombre contenido y reposado que había fingido ser desde que le conocí en el edificio The Address, en todo aquel tiempo que había durado mi convenido acercamiento. El capo emitió un carraspeo sacudiéndose las mangas del traje. Luego se ajustó el nudo de su corbata negra—. Estaba dispuesto a pedirle perdón por nuestra pelea en nuestro apartamento… Me arrepiento de haberle cruzado la cara como lo hice. Ahora no tendré posibilidad de eximirme de culpas, pero sí de acabar con lo que ella había empezado… —Levantó la mano con la uña de diamante. Al impulso eléctrico que le hubiese enviado el cerebro, la falange de plata se arqueó en el aire—. Ven, Valentina, acércate.

Mi respiración quedó paralizada. No había escapatoria. Obedecer, callar y conseguir mantenernos vivos el máximo tiempo posible.

Pero un brazo me detuvo. Un cuerpo se interpuso entre la carne y la uña asesina que planeaba desgarrarla.

—No es a ella a quien buscáis —acometió Cameron con su atención dividida entre Zharkov y Burke—. Es una puta cualquiera que no podrá aportaros nada. Dejadla marchar y cooperaré.

—Dígame, señor Shameel… —habló el ruso—, ¿quién demonios le ha dado permiso para marcar las directrices dentro de mi avión? —A continuación exageró un tono cortés y afable que rechinó a toda escucha—: No me verá decírselo tres veces; consiga, por favor, que la señorita Castro cruce los cinco metros de pasillo que me separan de ella o le juro, señor Shameel, que su puta tendrá una muerte tan lenta que me pedirá que le arranque a usted los ojos para no verla sufrir más.

Mis manos se posaron en los hombros de mi protector.

—Tranquilo… —le exhorté decidida a rendirme a los requerimientos de aquel loco. Al igual que Katrina, Valentina Castro también se había buscado su propia suerte; su propia muerte.

Sobrepasé el cuerpo de Cameron, a quien observé con un sudor frío por toda la cara, diezmado por la impotencia.

Mis piernas soltaron el paso sin titubeos, hasta enfrentarme con el más alto y delgado de los cinco hombres, cuatro de ellos apostados a los lados del líder de la banda, desperdigados entre las primeras filas de asientos del avión. Pronto cobrarían su dinero, Burke y todos ellos. ¿A cuánto ascendería el importe de la vida de Cameron? ¿Cientos de miles de dólares? ¿Millones? Fijé mis ojos en Leonard Burke, el mayor traidor de cuantos estaban allí metidos. En contra de lo pensado, el veterano de la CIA me mantuvo el gesto, inerme, testigo de mi camino hacia el destino que él mismo habría ideado.

Me detuve a un metro de distancia del indeseable Zharkov. Él, recto y un tanto amanerado, alargó el brazo, me agarró por el pelo y hundió el filo de la uña en mi cuero cabelludo. El grito de dolor se resistió tras los dientes cerrados de orgullo. En un beso imposible, apretó los labios contra los míos. No me resistí. Le dejé que hiciera lo que se le antojara conmigo. La mano sobre uno de mis pechos. La otra hundida en mi trasero.

Poseído por un impulso fuera de toda cordura, Cameron se precipitó hacia nosotros. Burke y dos agentes más se apresuraron a sacar de los cintos sus armas. Lo encañonarían a tres bandas.

—Quieto ahí, Shameel —le ordenó el director de la operación Qubaisi apuntándole directamente a la cabeza.

—¿Desde cuándo llevabas planeando todo esto, Burke? —elucidó Cameron—. ¿Seis meses? ¿Toda tu puta vida?

—Uno nunca cree que va a dar el paso… —declaró Burke—. Pero al final, todos tenemos un precio. He esperado mucho tiempo a que una misión como la operación Qubaisi pudiera darme el pase a una mejor vida, y no precisamente la que ahora puedas desearme. Esa te la reservo a ti, que hoy bien te la has ganado a pulso.

—Le dije a Cromwell que no te metiera en esto… Siempre intuí que no eras trigo limpio…

—¿Y quién lo es?

—Esta preciosidad lo es… —les dijo Alekséi al terminar de rebozar la boca contra la mía—. O al menos eso me hiciste creer… Lo hubiéramos pasado muy bien en mi apartamento. Pero tú decidiste separarnos. Te lo advertí, mi emperatriz… Nunca acepto un «no» por respuesta.

El ruso acercó los ojos a los míos y paseó la uña de plata por mi labio inferior. Estaba segura de que en cualquier momento me iba a rajar la boca de lado a lado. Era lo esperado.

Me retuvo la mandíbula con una de las manos y me dijo:

—Debiste advertirme que te gustaba jugar… —profirió—. Yo también adoro el juego, y más habiendo visto de niño a mi santo padre jugando a la ruleta rusa con mi madre. A la pobre no le dio tiempo de confesar el porqué de su infidelidad: yo, fruto de su aventura con el mejor amigo de mi padre. Ella tuvo tres oportunidades para confesar, pero las gastó con mentiras. No tuvo una cuarta. Así que veamos las oportunidades que gasta el señor Shameel para contestarme con sinceridad a un par de cuestiones… Seis recámaras, una bala… ¡Cinco oportunidades!

Alekséi Zharkov alargó la mano al ángulo donde Leonard Burke era testigo de la escena. Este último le tendió un revólver sacado de un maletín negro. El ruso hizo rodar el tambor del arma hasta que mi suerte lo detuvo a capricho del azar. Seguidamente, con la otra mano me oprimió la nuca exponiéndome a su fuerza bruta. Me obligó a caer de rodillas y a sentir en la sien el frío tacto del cañón de su arma.

—¡Suéltala! —bramó Cameron ante el quejido que lanzó mi boca—. ¿No me has oído, Zharkov? ¡He dicho que colaboraré! ¡Os diré todo cuanto sé!

—A cambio de tu dolor, de tu vida…, no. No me fío —dijo Alekséi—. Probablemente ni la peor de las torturas pueda acercarnos a la verdad de tu identidad… Presiento que eres de esos hombres duros preparados para sufrir lo indecible por tu patria. Pero, dígame, señor Shameel, ¿le habrán adoctrinado para soportar en primera fila la muerte de su fiel compañera por su culpa?

—¡Es una puta que encontré en Dubái! —gritó Cameron—. No tiene nada que ver con la misión…

Alekséi apretó el gatillo. El gesto de Cameron, descompuesto.

Mi cerebro sin dar crédito a lo que me estaba ocurriendo.

El proyectil se resistió a perforarme el cráneo. Suerte.

La primera oportunidad, gastada.

—Error, Shameel —repuso Zharkov—. Acabas de desperdiciar una de las posibilidades para que esta bella mujer siga mamándotela como hasta ahora. ¿Vas a decirme la verdad, o prefieres que mi traje se manche con sus asquerosos sesos? Es un Armani muy caro, yo que tú me lo plantearía…

—Está bien… —se contuvo Cameron, con el sudor cayéndole por la comisura de los labios—. Pregúntame… Dime, ¿qué quieres saber…?

El cañón del revolver me aprisionaba con fuerza la sien.

—¿Para quién trabajas…? Nombre, apellidos…

—Patrick Cromwell, jefe de Operaciones del Golfo Pérsico para la CIA.

—¿Estás seguro, Shameel? Los Zharkov estamos casi convencidos de que el presidente Kent, al que apreciábamos hasta ahora, te contrató para joder a los que integramos el resto de su Triple Alianza; que tu jefecito de la Casa Blanca os utilizó a ti y a una tal Amanda Baker, a modo de farol, para hacernos creer lo que un niño se tomaría a risa… Una estrategia para convertir al presidente de vuestro país en víctima de un robo, y así disponer del tiempo suficiente para dominar el poder que hemos compartido con él todos estos años, ¿me equivoco?

—No sé de qué me estás hablando…

Segundo chasquido del gatillo. El tambor del revólver volteándose. Vacío.

—¡Basta, cabrón! —clamó Cameron adelantándose unos pasos—. ¡No sé de qué coño me estás hablando! Sé lo que Burke te haya podido largar… ¡Nada más! La CIA me contrató para cazarte. Yo era el señuelo en Dubái. Cromwell sabe de tus contactos con los yihadistas a los que abasteces de armamento en Yemen; querían llevarte a Al Haiyir, sacarte información de pisos franco en Saná.

—¿No sabes nada de la Triple Alianza?

—No.

—Y de esa Amanda Baker…

—No… —murmuró Cameron. A su respuesta Alekséi afianzó su presa en mi cuello. El dedo sobre el gatillo hundiéndose poco a poco—. ¡No! ¡Espera! Espera… Hace un año perdí el control de mi coche, desde entonces no recuerdo nada… ¡Esa es la verdad! Me dijeron que me acompañaba una mujer, la CIA me comentó que era una de sus agentes… Estás en lo cierto…, su nombre en clave era Amanda Baker… Pero no han vuelto a hablarme de ella… ¡Lo juro!

—Ese accidente fue una treta del presidente Kent para engañarnos a todos, ¿sí o no?

—No lo sé. No puedo recordar… —contestó Cameron—. Pero oí decir a Cromwell que fueron tus hombres los que iban conduciendo el coche que nos hizo volcar…

—Pues ese Cromwell está muy equivocado… —refutó el ruso—. ¿Dónde está ahora el acceso de Kent a la Triple Alianza? —preguntó el ruso—. ¿Debo creer que esa agente de la CIA y tú le robasteis por cuenta propia la llave al presidente?

—Creo que no soy el hombre que buscas… —objetó Cameron—. Pregúntame sobre la operación Qubaisi y te daré respuestas…

—¿A quién he de preguntar? ¿A Isaak Shameel o a Cameron Collins? El presidente Kent nos asegura que tu nombre real es ese…, Cameron Collins. Pero no tenemos pruebas de ello… Quizá tú mismo podrías aportárnoslas…

—Nunca he oído ese nombre…

¡Clic! Tercera oportunidad. La bala se resistió a salir. Quedaba una posibilidad de vida. Levanté los ojos aguados por el terror.

—¡Basta! —exclamó Cameron sin saber cómo dar fin a esa pesadilla.

Tras él uno de los seguidores de Zharkov, el rubio eslavo al que apenas habíamos oído emitir vocablo durante el vuelo, se llevó la mano derecha a un costado. La mirada, distinta a la de todos. Acechante.

—¡¿Eres Cameron Collins? ¡¿Sí o no?! —repitió Alekséi acentuando su furia al tiempo que me arrancaba un puñado de cabellos en su dominio.

Un disparo. El muslo de Alekséi Zharkov reventando a mi derecha, a la altura de mi cabeza. Por el impulso del proyectil, Alekséi cae derrumbado al suelo. Consigo deshacerme de la mano y a gatas intento llegar hasta Cameron. Las detonaciones, las balas me cruzan por encima de la cabeza. El agente Burke se desploma sobre el respaldo de un asiento con el cráneo reventado. Tres disparos más, consecutivos. Las blancas paredes del avión se pintan de rojo sangre. Los dos agentes que acompañaban a Burke, privados de reacción, se derrumban a mi izquierda. Uno de ellos, aquel que amablemente me había traído el desayuno, se resiste a morir. Le queda vida. Pero otra bala le perfora la frente propulsándole hasta desaparecer bajo las butacas. La masa encefálica quedó esparcida por la tapicería del asiento de al lado, y por el cruasán que estaba a punto de comerse.

Después, silencio.

Suki…, hijo de mala madre… —susurró Alekséi, a quien había creído muerto tras el tiroteo.

Me atreví a levantar la cabeza. El hombre rubio había sido el responsable inicial de aquel tiroteo. Le vi de pie a unos tres metros de distancia. Las manos asían con seguridad el arma que acababa de utilizar para matar a tres hombres, supuestos colegas, en diez segundos.

Zharkov se levantó con lentitud, sosteniendo una sonrisa nerviosa, tan aterradora que espantaría a cualquiera que se atreviera a mirarle de frente. Un puñal emerge de una de sus mangas como una extensión de su mano derecha. Intento escapar de su lado.

—Andriy Marenko… De ti nunca lo hubiera imaginado…

—Un paso más, Zharkov, y serás la cuarta cabeza que reviente en treinta segundos —amenazó el rubio a quien no le había abandonado ni un ápice el aspecto de tipo duro e imbatible. Cabeza cuadrada, espalda ancha, corte de pelo casi al cero e inmaculado traje negro y camisa blanca.

El ruso detuvo su andar en el mismo instante en el que mi cuerpo llegaba a los brazos de Cameron. Ambos nos encontrábamos en el centro del pasillo a expensas del combate final entre esos dos hombres, uno de ellos habríamos de imaginarlo sorprendente defensor de la causa anexa a Cameron.

—Chico listo…, Andriy. Desconfiado, como buen ucraniano. Debí pensar en ese detalle; ya me lo aconsejó una vez mi hermano Viktor cuando te agregamos el año pasado al grupo de los mejores. Me fascinaba tu puntería y veo que sigues en plena forma…

—Ni un paso más, Zharkov…

El ruso no hizo caso. Posicionados Cameron y yo entre la dialéctica de esos dos bestias, viramos hacia el interior de una de las filas de asientos.

—Escúchame, Andriy… —medió el ruso cada vez más cerca de nosotros—. Puedo darte la parte de beneficios que les hubiera correspondido a Burke y a sus agentes. Piénsalo.

—A diferencia de los rusos de tu calaña, no muevo el rabito por dinero…

—Serías el primer hombre que conozca al que un fajo de billetes no se la pone dura…

—Pues encantado.

—¿Para quién trabajas…?

—Para mí. Se acabaron las preguntas, Zharkov.

A la espalda de Alekséi la puerta de la cabina de pilotaje se abrió, silenciosa. Nadie se dio cuenta del detalle. Alguien se había visto en la necesidad de encender el piloto automático en defensa del propietario de ese avión.

El cañón de un arma fue lo primero que el terror de mis ojos percibió.

Me preparé para gritar y dar el aviso de la nueva amenaza.

El último aliado que le quedaba vivo a Zharkov: el piloto.

No dio tiempo. El aviador muy joven, de brillantes ojos azules, apuntó al frente y disparó a bocajarro en defensa de su jefe. Temí por mi vida, por la vida de Cameron. Por fortuna, la excelsa puntería de Andriy Marenko derribó al piloto, quien se llevó la mano al hombro ensangrentado. La pistola que portaba se deslizó por el pasillo, casi a mis pies.

A mi derecha, un chasquido seco. No había más balas en la pistola de nuestro salvador.

La tensión estalló.

Armado con el puñal, Alekséi se abalanzó al ucraniano, con tal impulso que pareció que su pierna agujereada había sanado milagrosamente. La mano libre del ruso atenazó la garganta de Andriy. Con fuerza monumental lanzó al adversario contra una fila de butacas que quedaron arrancadas por su base. El ucraniano dejó de moverse. Inconsciente. Cameron entró en la lucha con puño cerrado impactando contra la nuca de Zharkov. Con ira desquiciada y mirada calada en sangre, Alekséi apuñaló la parte frontal del muslo de Cameron, y este lanzó un grito de dolor. El puñal se retorció en la carne para después salir, salpicado en sangre, hacia el cuello de la víctima.

Me levanté como pude, apoyándome en los brazos de las butacas cercanas. Salí al pasillo, hacia el extremo donde se situaba la cabina de mando.

Del suelo tomé prestada el arma del piloto, al que la respiración se le resistía por momentos. Recuperé mi andar por el pasillo. Esta vez en dirección contraria, a la parte trasera del avión.

Me acerqué a los dos hombres. A Cameron. A Zharkov.

Apunté.

El brazo de Zharkov oprimiéndole el cuello a Cameron. El brillo del puñal surcando el aire con mortal intención.

—Te devuelvo a tu infierno, Shameel… ¡

Sukin syn! —gritó el ruso.

Disparé.

La bala abandonó la boca del arma.

Y Madison Greenwood jamás volvería a ser la misma.

Ir a la siguiente página

Report Page