Aria

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La bala reventó el cuero cabelludo de Zharkov. Este levantó la cabeza con violencia, víctima de la propulsión del impacto. Su mirada se cargó de doloroso desconcierto. Pronto su expresión quedó bañada por hilos de sangre que comenzaron a dibujarle sendas por el rostro.

Por unos instantes contempló a la mujer dueña del colgante caído y que, con posterioridad, invitara a la seducción en el ascensor del hotel; la mujer que habría degustado cava y caviar en su apartamento de lujo, y a quien se hubiera follado como cualquiera de sus putas. Su Emperatriz de la Belleza, la misma zorra que había dejado escapar en mitad de su ruleta rusa. «Si empiezas un juego con Valentina Castro, asegúrate de terminarlo».

Yo, su asesina, la última imagen que procesaría el cerebro de Zharkov.

Cerró los ojos. Primero cayó la mitad de su cuerpo. Las rodillas no supieron mantener la gravedad que acechaba y se desplomó boca abajo. El rostro quedó enterrado en la moqueta azul que había elegido con esmero para su avión. La sangre inició su expansión en forma de gran círculo alrededor de la cabeza.

Mis manos se resistían a bajar el arma. Temblaba, no sabía si por miedo ante la situación reinante o por lo que mi conciencia me gritaba tras haberle descerrajado un tiro a un ser humano.

Acababa de matar a un hombre. Lo cierto era que acababa de matar a un hombre.

—Cameron… —solté en un hilo de voz.

Él se dolía de la pierna sin poder levantarse.

—Tranquila… Has hecho bien…, has hecho muy bien…

—Lo he matado… Iba a clavarte el cuchillo en el cuello… —gemí buscando una justificación para acallar la culpa.

El rostro de Cameron seguía desencajado por los golpes recibidos por todo el cuerpo. Aun con todo sacó fuerzas para levantarse y calmarme.

—No había opción, tranquila. Era defensa propia… ¡Joder! ¡Hijo de puta! —gritó Cameron sujetándose el muslo con ambas manos—. Me ha metido su puto cuchillo hasta el mango…

Ayudé a Cameron a caminar colocando el brazo por encima de mis hombros. Lo dejé caer en un asiento de la primera fila, donde había más espacio y movilidad.

Apenas a cuatro metros de nuestra posición, el piloto se recostaba en la pared que delimitaba la cabina de pilotaje. La sangre se le escapaba bajo la camisa y la chaqueta del uniforme. Salí en busca de un botiquín. Tenía que encontrar gasas, desinfectante y aguja e hilo quirúrgicos para Cameron. No tardé en dar con un botiquín de primeros auxilios en la parte trasera del avión, junto al aseo. En cuanto el piloto me vio regresar y caminar frente a él, levantó las manos, indefenso por apuntarle involuntariamente con la pistola que aún conservaba yo en la mano derecha. Muy delgado, de pelo áureo, emitió un par de frases en ruso, después se cercioraría de la poca gana de mi revancha. A mi vuelta y sin miramientos ofrecí la pistola del piloto a Cameron, que guardó bajo su cinturón.

Viéndome armada con el arsenal médico que podía salvarle de morir desangrado, Cameron no dudó en bajarse los pantalones sin abandonar su asiento. Respiré. Comenzaba a unirnos una confianza lejos de poder darle la interpretación más adecuada. Preocupada, le observé el muslo. En efecto, la puñalada en su parte frontal era profunda, pero la sangre emanaba lenta y en poca cantidad, por lo que la preocupación se disipaba en lo relativo a un posible daño en la arteria femoral. Un bote desinfectante, algodón y unas gasas me sirvieron para limpiar la herida. Al contacto con el desinfectante, Cameron no pudo reprimir una queja entre dientes, manifiesta ante el terrible escozor que sufrió al contacto con el algodón. Aquel gemido preludió todo un compendio de gritos y berridos en cuanto mis dedos acometieron la tarea de coser la carne. Diez puntadas cruzadas, cinco en cada reborde de la herida, sirvieron para cortarle convenientemente la hemorragia.

Durante la operación apenas hubo palabras entre los dos. Las lágrimas del dolor surcaban veloces por el rostro de Cameron como prueba de resistencia. Y lamenté que no fueran mis manos el pañuelo que las asistiera. El orgullo me detendría. «Ninguna compasión afloraría en mí hasta que él me aclarara su nueva posición en el mundo». Porque en contra de lo imaginado, me había topado con un extraño. Cameron Collins no existía, al menos el alma de la cual creía continuar enamorada. En cambio, su cuerpo seguía siendo el mismo. Su piel bajo mis dedos, bajo la aguja, tan suave y cálida como la recordaba.

—Sujétate las gasas —le dije al terminar—. Voy a buscar una venda para cubrirte la pierna.

Me obligué, otra vez, a abordar aquel pasillo salpicado de muerte. Para no pensar demasiado, y en cuanto di el primer paso, aspiré a refugiar la mente en el detalle positivo. Mi primer cosido de carne había resultado un éxito. O eso me pareció. Pero aquello no me sorprendió tanto como mi clara disposición a realizar, sin miramientos, una gesta quirúrgica que bien me había descompuesto el cuerpo solo con verla por televisión.

En mi caminar por el corredor tuve que, de un salto, volver a sortear las piernas del piloto. Ese hombre, aunque con evidente contención de sus fuerzas, también iba a necesitar de mi asistencia médica. Era obvio que, sin un profesional de vuelo, aquel

jet privado no aterrizaría en horizontal sobre la tierra. ¿Desde cuándo llevaba el avión con el piloto automático? No había tiempo que perder. Supervisaría la herida de bala en el hombro en cuanto vendase la pierna a Cameron.

A mitad del trayecto, apremié el paso hasta el lugar donde había caído el hombre que había intercedido por mi vida antes de que lo hiciera, y definitivamente, la bala metida en el revólver de Zharkov. Andriy Marenko. Tras su lucha cuerpo a cuerpo con el capo, había sido lanzado sobre una fila de asientos, golpeándose la cabeza como consecuencia. Respiraba. Era de esperar que recuperase la conciencia en pocos minutos.

No encontré nada similar a una venda en el botiquín. Tampoco en el aseo. Pensé en hacer girones mi vestido de Elie Saab. No. El pulido de los cientos de cristales Swarovski pegados a la tela no es que resultase la protección más adecuada para una herida recién cosida.

El cuerpo de Alekséi, boca abajo, me ofreció la idea más práctica, que no la más acertada. Me arrodillé y tiré de la chaqueta Armani que vestía Zharkov, hasta liberarla del cuerpo. La eché a un lado: su tela era demasiado gruesa para convertirla en venda. A mi izquierda, la hoja del cuchillo manchada con la sangre de Cameron. Me encajé su empuñadura de piel marrón en la mano derecha y desde la base de la espalda rajé la camisa de lino del ruso. Con el desnudo se hizo visible que la piel de Alekséi comenzaba a tornarse amarillenta bajo el pincel de la muerte. Sentí un escalofrío, tan cerca de aquel lienzo cuya autoría me había sido destinada. El corte llevado desde la cintura hasta el cuello de la camisa me facilitó elevar el cuerpo hasta hacerme con la mitad exacta de la prenda. Estiré con fuerza. El brazo de Alekséi, aún tibio, quedó suspendido en el aire. Pero cuando la manga cedió a mi impulso, la extremidad cayó como un bloque de plomo contra el suelo.

Tomé el trozo de camisa, lo doblé y lo convertí en un torniquete para que la nueva función preventiva que iba a ejercer sobre el muslo de Cameron resultase, cuando menos, protectora a nuevos golpes.

Recuperé mi sitio frente al asiento desde donde me esperaba Cameron. Le levanté la pierna y até el trozo de camisa alrededor del muslo. Ante ello y con la presión del nudo final, la garganta emitió un quejido. Con un escueto «gracias» dio por zanjada mi improvisada asistencia a la pierna. Ni levanté la mirada.

Hacia los asientos del fondo, Andriy, de rodillas, iniciaba su proceso de vuelta a la conciencia. Con las manos cubriéndole ambos lados de la cabeza se esforzaba por averiguar lo que había ocurrido en los escasos cinco minutos de su semiinconsciencia.

Alekséi Zharkov, el hermano menor del clan ruso, había muerto.

Al descubrir el cadáver de Alekséi en mitad del pasillo, al ucraniano se le dibujó en el rostro una expresión helada, resaltando así las duras facciones propias de la Europa del Este. El rostro, simétrico y atractivo, reverberaba una templanza militar que nada parecía indicar que aquellos dos estadounidenses podíamos caerle en gracia, aunque hubiéramos merecido su ayuda.

—¿Qué coño ha pasado? ¿Quién le ha matado…? —preguntó Andriy Marenko señalando al cuerpo abatido del ruso.

—¿Importa eso ahora? —le contestó Cameron subiéndose y abrochándose los vaqueros—. Has de agradecer que sigamos vivos y este cabrón en el infierno.

—No debía morir… —su voz se encerraba en una ronquera profunda y desagradable.

—Pues ha muerto… y nosotros seguimos vivos —recabó Cameron entre quejidos y molestias al tener que doblar la pierna recién cosida para tomar de nuevo asiento—. ¿Se le ocurre mejor final? Y ahora dígame, señor Marenko…, ¿debemos darle las gracias o nos matará en cuanto le demos la espalda?

El ucraniano comenzó a cachear el cuerpo de Alekséi Zharkov.

—Tengo orden de protegerte —dijo.

—¿De protegerme?

Después de no encontrar lo que buscaba por los bolsillos del traje del capo, fue directo hacia los otros tres cadáveres. De sus ropas comenzó a extraer teléfonos móviles y carteras. Pasado medio minuto, se decidió a contestar a Cameron:

—Por mediación de Burke y su conexión de años con los Zharkov encontré el acceso al círculo de Alekséi. He vivido infiltrado en el clan ruso casi un año. Ser ucraniano y haber andado por cárceles rusas con tatuajes de guerra me dio cierta credibilidad a ojos de los Zharkov.

—Aún no sabemos quién te envía… —me atreví a decir.

—Alekséi no debía morir —apuntó eludiendo el tema convenido—. Guardaba información relevante. Tenía que haber sido interrogado… Llevarme con vida al menor de los Zharkov era la prioridad.

—Después de lo visto, la prioridad me la paso por donde puedas imaginarte… —dijo Cameron—. Además, ¿crees que le hubieras sacado información? Este hijo de puta habría jugado contigo, ni cortándole los huevos hubiera hablado.

—Lo habría intentado. Dos cojones. Dos posibilidades.

—Recuerdo que hace un momento le amenazaste con volarle la cabeza —repuso Cameron.

—Le hubiera disparado en la otra pierna. Decidme, ¿quién le ha matado…?

—¿No aprendiste a decir «gracias» en inglés? —atacó mi compañero.

—He sido yo —confesé con ganas de zanjar el asunto.

Marenko atisbó parte de la aprensión que aún me costaba expulsar del rostro.

—¿Y la invitada a esta fiesta se llama? —me preguntó.

—Soy una amiga de Shameel. —Le sostuve la mirada. El rubio optó por ignorar mi ataque visual y analizar mi figura de arriba abajo. Por supuesto no quedó conforme con mi respuesta. Y recuperó su trabajo de cacheo de muertos por los asientos.

—Para otra ocasión, Shameel, deja a tus putas al margen de la operación —añadió—. ¿O vas a darle el mismo destino que a Amanda Baker?

Cameron se levantó con idea de provocar una nueva reyerta con el ucraniano. Mis manos lo contuvieron en el asiento.

—Déjalo. No merece la pena… —murmuré—. Si no fuera por este tipo, estaríamos muertos.

—Como vuelva a abrir la boca se arrepentirá de haberme dejado vivo.

De pie y cruzada de brazos, me aproximé al pasillo con intención de acaparar toda la atención del protector de Cameron. No dudé ni un segundo en aprovechar su presencia para acercarme a lo que Amanda Baker había significado para la vida del desmemoriado Cameron Collins.

—Hablas de esa mujer… Amanda Baker… —alcé la voz con ánimo de sonsacarle respuestas concluyentes—. ¿Qué sabes de su paradero? ¿Por qué se la vincula en todo esto?

Al final, Marenko no encontró nada de su interés en los cadáveres de Zharkov, Burke y los otros dos agentes. En mitad del pasillo se restregó la cara, se rascó la cabeza y le cuadró decirme:

—Nadie sabe nada de Amanda, y sin embargo lo es todo, para todos —no quiso decirme más al respecto. Rehuyó tan sutil como tajante el asunto—. Mi consejo es que vuelvas a tu vida y te alejes del cabrón que tienes al lado.

—Entonces, dime por qué lo proteges.

—Porque el dinero sí que me la pone dura, ¿te vale? —respondió desafiante—. No iba a confesarle a Zharkov que soy igual que los tipos que le lamen el culo… Aparentar honor… es lo que nos queda…

—Dinos quién te envía… —le abordé de nuevo.

—No más preguntas, preciosa.

Andriy evitó cruzar la mirada con mi disconformidad y avanzó por el pasillo central hasta la puerta que conducía a la cabina de control. Encarado con el piloto, le obligó a ponerse en pie. Hablaron en ruso durante un par de minutos. Cameron y yo observamos cómo a cada grito y orden de Marenko la cobardía quedaba dibujada en el gesto del piloto. En cuanto el ucraniano quedó convencido de la disposición del piloto para colaborar, se lanzó a romperle la camisa y convertirla en un torniquete. El herido lanzó un grito desgarrador a la presión del fuerte nudo creado por Andriy Marenko. La tela había quedado bien ceñida al hombro del piloto, perforado por la bala, con el fin de retener la hemorragia todo cuanto fuera posible. Un nuevo mandato de Andriy situó en alerta al aviador ruso. Este, finalmente, se introdujo de nuevo en la cabina de mandos.

Me senté junto a Cameron. Era hora de afrontar una verdad que parecía escapárseme entre los dedos cada vez que deseaba destaparla. Busqué el tono de voz adecuado para referir un tema. Duro. Firme.

—Anoche me aseguraste no saber nada de Amanda Baker, que la CIA te comentó que ibas solo en aquel coche —le dije a Cameron sin mirarle—. Y esta mañana le has confesado a Zharkov que efectivamente esa mujer te acompañaba el día del accidente…

—No vamos a hablar de ese asunto… —repuso.

—… y para colmo, este ucraniano, un fiel protector que te ha salido de la nada, me acaba de confirmar la existencia de la tal Amanda Baker.

—No es momento para…

—¡Dime en qué o en quién debo creer, Cameron Collins! ¿O vas a volver a negarme que ese no es tu nombre?

—Aunque te cueste creerlo, no tengo ni puta idea de quién eres ni por qué arriesgas tu vida por mí… Lo que está claro es que no voy a mezclarte más en esto.

—¡Lo quieras o no, ya estoy metida hasta el cuello! —exclamé. Me insté a disfrazar las palabras bajo un tono algo más templado—. Hasta lo que yo sé, Amanda Baker formaba parte de tu plan contra los Zharkov, que no andabas solo el día en el que tu coche volcó… Intentaron mataros en una carretera, cerca de la reserva natural de Catoctin Mountain…

—Cómo has llegado a saber eso… ¡Dime!

—Si quieres conocer la verdad que me ha llevado hasta ti, primero tendrás que acercarme a la verdad sobre Amanda. Quiero saber lo que te ata a ella y por qué intentas ocultarla.

—¡Esa mujer es solo un nombre para mí! No tengo imagen ni recuerdo alguno. No sé si existió realmente, o si resultó ser un farol de la CIA para taparse sus agujeros.

—Zharkov hablaba de un ataque a una Triple Alianza, de un robo al presidente, como si tú y ella hubierais sido partícipes…

—Ya me oíste. Desconozco todo ese asunto.

—Así que me obligas a creer en tu amnesia.

—¿Qué opciones te quedan?

—Las que tú me das… —le contesté impaciente—. Solo las que tú me das.

—Pues confórmate con esa, porque es la única que a mí me dieron.

Zanjamos el asunto sin lograr aportarnos la confianza esperada. El silencio que compartimos después me llevó a enfrentarme a la desnudez de mi alma, allí mismo.

No. No le mostraría la verdad de Madison Greenwood en el Majestic Warrior hasta que yo me cerciorara de cuán profunda era su relación con Amanda Baker; hasta que su memoria dañada recuperara cada sonrisa, cada lágrima recogidas por la niña de Broken Bow, transformada en 2015 en la mujer que tenía delante, pues era probable que tales gestos hubieran abandonado su corazón mucho antes de sufrir la acumulación de tantos nombres sin rostro; como el mío, como el suyo. Como el de Amanda.

Desde nuestra posición, en la primera fila de butacas, contemplamos cómo el piloto era obligado a sentarse en su asiento y tomar el control manual del aparato. Todo cuanto le había dicho el ucraniano quedó enmarcado por un grito final que no daría tregua a objeciones por parte del navegante. Seguidamente, Andriy salió de la cabina para adentrarse en una nueva búsqueda por los alrededores. Abrió un maletín negro aledaño a la butaca donde se había sentado Alekséi Zharkov y revolvió en su interior cual águila hambrienta al acecho de presa. Ajeno a nuestras miradas, el ucraniano continuó removiendo en una bolsa de viaje encima del asiento de Zharkov. Se enfrentó a varias carpetas rojas que abrió de forma compulsiva. Nada. Sin resultado.

Vi a Cameron levantarse de su asiento, y obviando el frenético registro del ucraniano entre las posesiones de Zharkov, se encaró nuevamente a él:

—¿Qué te ha dicho el piloto? —le preguntó.

—Puede aguantar… —vaticinó el rubio—. Solo tiene veintiséis años. Esta es su primera aventurilla con los Zharkov, así que no le culparán de ningún otro delito anterior a no ser que le haya robado el bolso a una vieja por Arlington Road. En ese caso, es posible que le condenen a una noche en el trullo en compañía de un preso negro de polla enorme.

—Entonces saldremos vivos de esta… —repuso Cameron.

—Contén tu gran optimismo, Shameel —aconsejó Andriy dejándose caer en un asiento de la primera fila a mi derecha. Aquello que buscaba con tanto ímpetu no se hallaba en ese avión. Al menos tenía en su poder el maletín de Alekséi Zharkov, que colocó pegado a sus pies—. El chico está grave, se desangra, y por suerte o desgracia es el único que puede llevarnos hasta tierra firme. ¿Crees que tras dispararle y darse por muerto en una hora va a dejarnos con vida? Yo, si fuera un lameculos de Zharkov como es ese cabrón, estrellaría este cacharro en cuanto tuviera oportunidad… ¿Qué harías tú? —nos habló con esa sorna que nunca le abandonaba—. ¿Creéis que olvidará de repente los años que ha trabajado por y para los Zharkov?

—¿Y qué propones hacer? —apuntó Cameron.

—Confiar, rezar, echar nuestro último polvo… —El rubio se atrevió a acariciarme los senos con la mirada—. ¿Te gustan los tríos, preciosa? Me pillas a las puertas de la muerte, así que me siento con fuerzas para firmarte un cheque en blanco.

—¡No toques más los cojones! —bramó Cameron, al que tuve que retener con la interposición de mi cuerpo.

Marenko prosiguió con su particular forma de tranquilizar al resto del pasaje.

—O mejor aún… —caviló—. ¿Por qué no le metemos un tiro en la cabeza al piloto y entre los tres echamos a suertes quién se queda con el único paracaídas de este avión?

Nos dejó sin palabras. Sentado y con brazos cruzados, el ucraniano contempló la desesperanza misma empalideciéndonos el rostro.

—Pero has ordenado al piloto dónde habremos de aterrizar… —conjeturé entre balbuceos.

—En dos horas esperan el descenso de este avión en el estado de Quintana Roo, en Méjico. Allí tenían pensado reteneros para el interrogatorio. En un antro bajo tierra, a cinco kilómetros de la mansión de los Zharkov con vistas al mar Caribe. Después de oíros confesar os matarían y quemarían en un horno de su propiedad. Sobra decir que el otro hermano, Viktor, aguarda allí a estas horas la llegada de Alekséi desde Dubái. Su plan sería pasar juntos unos días de reposo entre putas y guacamole. Pero creo que vamos a quitarle el hambre al hermano mayor… —Andriy sacó del bolsillo de su chaqueta un cigarrillo que encendió a golpe de

zippo. Nos miró, y con su primera bocanada de humo nos adelantó el nuevo riesgo que amenazaría (por enésima vez) nuestras vidas—. He ordenado al piloto desviar el avión hasta Estados Unidos y realizar un amerizaje en el embalse de la presa Prettyboy, en Baltimore.

—¡¿Qué?! ¡No puede hacer eso! —exclamó Cameron.

—Comprenderéis que en nuestra situación es clave: con cuatro cadáveres a bordo no podemos aterrizar en ninguna bahía ni en ningún aeropuerto de vuestro psicótico país. Lamento deciros que nos salpica la mierda por todos lados: por una parte, el asesinato de uno de los mayores traficantes de armas del mundo, y por otra, la corrupción de Burke manchando el nombre de la agencia de inteligencia de Estados Unidos. ¿Queréis que siga? —El ucraniano tomó aire ante nuestro mutismo—. Bien… La muerte de Alekséi Zharkov despertará toda clase de represalias contra sus autores, además de significar un mazazo para la economía sumergida de una decena de países. Y luego está la CIA… La máxima dirección de la agencia no permitirá que existan testigos de su vergüenza. Si la mafia Zharkov no nos caza primero, serán ellos quienes se ocupen de nosotros. Nos harán lobotomía e internarán de por vida en uno de sus centros psiquiátricos clandestinos para agentes acusados de traición. Conozco un par de casos en San Francisco…

—Patrick Cromwell sabrá qué hacer al respecto —repuse con mi vocablo absorbido por la propia duda—. Solo debemos esperar a que regrese de Yemen.

—Me estáis demostrando que no tenéis ni puta idea de a qué os enfrentáis. —Andriy recogió del suelo el maletín de Zharkov y lo subió a las rodillas—. Con la muerte de Alekséi, a Patrick Cromwell le quedan apenas un par de días en pie. Viktor Zharkov vengará la muerte de su hermano provocando la caída de todos y cada uno de los implicados. La cabeza de Cromwell solo será el entrante del menú. Me temo que al señor Shameel y a su amiguita no querrá retrasarlos a la toma del postre… Deseará convertiros en su primer plato.

—Sacas la cosas de contexto —rebatí con incipientes ganas de llevarle la contraria ante tanta conspiración enloquecida—. La justicia de nuestro país sabrá darnos protección…

—¿Os arrojaréis a manos de cualquier autoridad supeditada a la CIA? —interrumpió—. ¿Quién os asegura que ya no existen más cabrones como Burke rondando por la CIA, por los juzgados? —Dio una nueva calada a su cigarrillo y nos apuntó con el índice—. Si existen cuatro hilos que mueven este mundo, Viktor Zharkov compró uno de ellos. Si queréis seguir vivos, será mejor que a partir de ahora replanteéis vuestras vidas. Olvidaos de vuestro sistema de justicia, o de lo que cojones pensáis que es. Sois fugitivos, y tanto si es juez como criminal el que pueda daros caza, daos por muertos, ¿habéis entendido? ¿Queréis que vuestros nietos y bisnietos os olviden en un asilo? Entonces, desapareced.

—Y qué pasará contigo… Adónde irás —quiso saber mi compañero.

—Os he dicho que trabajo por mi cuenta. Si sobrevivimos a este viaje, el nombre de Andriy Marenko se borrará de forma instantánea de vuestra mente. No existiré para ninguno de los dos, ¿comprendido? Te he salvado la vida una vez, Shameel. No volverá a suceder. A partir de ahora protégete como debes, porque al mismo tiempo estarás protegiendo a Amanda; que no se te olvide.

De improviso, el avión se desestabilizó hacia la derecha para luego volver a recomponer el vuelo en perfecta línea horizontal. Aún con el corazón en la garganta por la supuesta turbulencia, Cameron me tomó por la muñeca y me invitó a sentarme junto a él.

—Este va a ser un vuelo movidito —rio Andriy al tiempo que descubríamos cómo la presencia de su miedo reverberaba bajo su sarcasmo.

No hubo aviso, ni tiempo para atarnos el cinturón de seguridad. El avión viró bruscamente. Cameron, Andriy y yo rodamos por el suelo hasta estampar nuestra espalda contra la pared que nos separaba del piloto suicida. Los motores rugían, absorbiendo el ambiente, forzados a su máxima velocidad.

La presión, al límite de estallarnos la cabeza.

La falta de oxígeno arañando los pulmones.

Y el avión de Alekséi Zharkov cayendo en picado, cual piedra destinada a hundirse en lo más profundo del Atlántico.

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