Aria

Aria


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En apenas un minuto la aeronave de los Zharkov fue engullida por el embalse, dejando como única huella de su destrucción fragmentos del ala izquierda que, a golpe de las cataratas de la presa, se resistieron a hundirse.

Llegamos a la orilla sin aire, casi desvanecidos. Con brazo adiestrado, Cameron se las arregló en su travesía a nado para mantener la cabeza del piloto permanentemente por encima del agua. Pero en cuanto llegó a tierra dictaminó que los cuidados con el piloto ya no serían más que esfuerzos vanos. Soltó el cuerpo del joven con absoluta desgana, dejándolo tendido sobre la gravilla. Exhausto y víctima de una intensa tiritera, Cameron se dejó caer a mi lado.

Necesitamos unos segundos para recomponernos del esfuerzo; mientras, la humedad helada nos mordía cada músculo, cada hueso. Me recosté sobre el lado izquierdo. El aviador no daba señales de vida. Entre jadeos y temblores logré levantarme del suelo, preocupada por el estado del piloto. Caí de rodillas frente a la opacidad de las pupilas del joven. No dudé en cerrarle los ojos. Cameron había traído el cuerpo del piloto a la orilla sin percatarse del desprendimiento de su alma entre las aguas.

—Está muerto… —dije a quien lograra escucharme.

—Dejó de respirar en cuanto lo saqué de la cabina —contestó Cameron con aire entrecortado, sin recomponer todavía las fuerzas que lo animarían a levantarse—. No podía dejarle ahí dentro…, con Zharkov y los otros. No merecía igual destino.

Ante su alegato, cargado de aplastante verdad, lancé al ruso una última mirada de agradecimiento. Pestañeé al frente. El sol emergía por las montañas al límite de completar su circunferencia en la cúpula celeste. Observé el puente maltrecho sobre la contención de agua, sobre la imposible pista de aterrizaje que nos había regalado una segunda vida. Desde aquella orilla, podía escucharse la ingente descarga de agua por las cuatro arcadas bajo el puente. Apenas dos metros más de arrastre del avión y habríamos sentido nuestros cráneos quebrar como nueces al precipitarnos sobre el río, a los pies del gran muro de la presa.

Y allí, con las piernas sosteniéndome a duras penas el miedo, no me atrevía a mirar hacia delante, al próximo camino que nos encumbraría a la nueva huida.

Nuestra misión en aquel mundo, que a tales horas despertaba, había cambiado de forma radical: Madison Greenwood, Cameron Collins, responsables de la muerte de Alekséi Zharkov, testigos de la corrupción en la principal agencia de inteligencia del país. Éramos animales de caza para ambos bandos. ¿A quién confiarle nuestras vidas mientras existieran ocultas conexiones entre ellos?

Calado hasta los huesos, Cameron se incorporó y trató de ponerse de pie. Lo miré fatigada.

—¿Qué vamos a hacer ahora…? —repuse cabizbaja y con el entumecimiento apresándome la movilidad.

Cameron observó la espesa arboleda de píceas y arbustos de enebro que nos rodeaba. La suela de nuestras zapatillas deportivas mezclaba el barro con el musgo rayano al agua.

—El ucraniano habló muy claro —dijo por fin—. Debemos ocultarnos. Para el mundo yo ya estoy muerto. Patrick Cromwell se ha encargado de que así sea. Pero si cree ese imbécil que volveré a contactar con él, se equivoca. Han sido demasiados errores los cometidos en esta misión. Que Cromwell haya confiado la operación Qubaisi a un hombre como Leonard Burke dice mucho del poco control que se cierne sobre la investigación. —Cameron tomó una piedra del suelo y la lanzó al agua, en dirección al lugar donde el pequeño de los Zharkov había encontrado su improvisada tumba—. Está claro que Viktor Zharkov no se quedará de brazos cruzados, pero creyéndome muerto lo mantendré alejado por un tiempo. Así tendré vía libre para investigar sobre quién fui en realidad y cuáles han sido los verdaderos motivos que han llevado a la CIA de Cromwell a acudir a mí. Empiezo a creer que mis contactos con la realeza de los Emiratos no fueron la principal causa… —Respiró hondo. Clavó sus ojos en los míos—. Por lo pronto hay que salir de aquí. En cinco minutos todo este recinto se va a cubrir de agentes del FBI.

—Te ayudaré… Iré contigo —resolví a su espalda.

—No.

—He dicho que te ayudaré…

—Y yo he dicho que no. —Cameron se volvió hacia mí. El cuerpo empapado de pies a cabeza irradiaba toda la musculatura de su torso bajo la camisa a cuadros—. Vete a casa. No voy a ponerte más en peligro. Seas quien seas, prefiero que te mantengas al margen. Lo que yo haga o deje de hacer ya no te incumbe.

—Desde luego que me incumbe. ¿De qué servirá haber arriesgado mi vida por ti si a la mínima de cambio te planteas una vida de fugitivo sin rumbo? ¿Dónde comerás? ¿Dónde dormirás? —Cameron lanzó una furtiva mirada a mi escote mojado. Proseguí haciendo caso omiso a ese detalle que se repetiría a cada uno de mis descuidos—. Necesitas a alguien que viva el exterior que por tu condición de «muerto» no se te permitirá pisar. Dispongo de una

suite discreta en un hotel en Washington, el Majestic Warrior.

—Vaya… No te andas con remilgos… —repuso—. Así que te hospedas en el hotel donde los dirigentes de este mundo echan sus cabezaditas… No creo que ese sea el lugar idóneo para ocultar a un fugitivo.

—Es el mejor sitio para pasar desapercibido, créeme. Mi tía se encuentra alojada de forma permanente en la planta veinte. Llegó a un acuerdo con la dirección del hotel y ahora es cantante de

jazz en su club. Desde la

suite de mi tía podremos seguir investigando sobre…

—No, no… ¡Olvídate! Siento que esto se me está escapando de las manos. Tú no tendrías que estar aquí. Yo nunca debí ser asunto tuyo. ¿Te has preguntado si has generado en mí la suficiente confianza como para mantenerte a mi lado? Apareciendo en mi vida, así sin más… —me increpó. Endureció de pronto la voz, la mirada, y concluyó—: Algo me dice que debo mantenerme alejado de ti. Con tu jodido misterio no me queda otra que tomar un camino separado al tuyo. Así, por un lado, salvaré tu vida; por otro…, quizá salve la mía.

Ante su resolución, no acerté a contestarle ni con un monosílabo.

Cameron se acuclilló y deshizo el nudo de la bolsa de plástico donde habíamos guardado todos nuestros enseres. Agarró el maletín de Zharkov y la bolsa con sus pertenencias. Se levantó y giró sobre sí mismo. Sin despedirse alejó su indiferencia encumbrando un camino que lo llevaba directo a la carretera de asfalto avistada desde esa base de la ladera.

Observé su huida, sin mí, ascendiendo entre matorrales, tierra y piedras. Intentó disfrazar el dolor en la pierna adherido a su cojera. Pero al querer sobrepasar el primer gran desnivel en la escalada, su debilidad física se hizo del todo evidente.

Una punzada en la nuca me alertó de mi pasividad. No podía dejarle marchar. Tuve la corazonada de que algo horrible podría pasarle en no menos de veinticuatro horas. Le encontrarían. La conspiración criminal que sobrevolaba en círculos sobre su cabeza acabaría convirtiéndole en carroña. Pero podría ahorrarse tal infortunio si antes alguien lograba encontrarle un buen lugar para su resguardo, sobre todo en esos días en los que su cabeza sostuviera, ondeante, una etiqueta con precio marcado.

Sus piernas, su espalda fueron ascendiendo poco a poco, a ya pocos metros de alcanzar el quitamiedos de la carretera.

Está bien. Le contaría todo sobre mí. Quién era, qué me había movido hasta él y por qué insistía en acompañarle pese al riesgo de perder la vida. Contuve la respiración. Aquello iba a ser una declaración de amor en toda regla; empero, no había tiempo para más palabrería. Tal y como Cameron me había advertido, la escapada a tiempo era vital para ambos. La policía ya estaba tardando en personarse, y la detención de los dos únicos supervivientes del avión siniestrado de Alekséi Zharkov era todo un manjar para la prensa sensacionalista de medio mundo.

Había que idear algo, y rápido.

A mi izquierda, atisbé a lo lejos la cercanía de un vehículo todoterreno. En dos minutos pasaría de largo. Busqué en el interior de la bolsa de plástico. Extraje mi bolso y me lo colgué al hombro. Rompí la bolsa en dos trozos. Su plástico negro y opaco me serviría para la locura que iba a acometer. Eché a correr tras Cameron, que por fin había subido la falda del gran cerro que delimitaba el contorno del embalse. Subí la pendiente de tierra con más destreza de la que pudiera esperar y en segundos me vi a escaso metro y medio de su ascenso.

Sin detener la carrera, alcancé a tomarle prestada la pistola del piloto pegada a su costado derecho con la empuñadura sobresaliendo de su pantalón.

—¿Qué estás haciendo? —me gritó Cameron viéndome como de forma imprevista le había usurpado el arma de su cintura.

—¡Salvarte por enésima vez! ¡La policía llegará en dos minutos y la prensa en tres! Y tan parado como te veo es probable que los enemigos que ahora te creen muerto se partan de risa al verte vivito y coleando. ¿No debemos esconderte para que la mafia de Viktor Zharkov te deje tranquilo durante unos días? Pues con esta parsimonia no llegaremos a ninguna parte.

Cameron me miró ensimismado, sin resolución para dar una zancada más. ¿Qué le había ocurrido a aquel manojo de nervios con cuerpo de mujer? ¿De dónde había surgido esa fiera empujada a amedrentar a todo aquel que se le pusiera por delante?

Empuñé la pistola sintiendo una creciente afinidad entre la mano y el contacto con el arma ligera.

—Y ahora mueve ese culo y cúbrete la cara —le increpé. Lancé a Cameron la mitad de la bolsa negra de plástico. Con el otro trozo restante de la bolsa improvisé una máscara: cuatro agujeros para ojos, nariz y boca. Me cubrí la cabeza con ella a modo de improvisado pasamontañas. Anudé el plástico a la altura de la nuca—. ¡A qué esperas! ¡Póntela del mismo modo!

El motor del todoterreno asomaba el sonido de su potencia más allá de la esquina rocosa frente a nosotros.

—¿Qué vas a hacer con la pistola…? Está descargada —repuso Cameron nada seguro de ofrecerme toda esa libertad para actuar.

—Eso solo tú y yo lo sabemos. —Me situé en el centro mismo de la carretera. Apunté el arma al frente. Separé las piernas. Cinco segundos más tarde apareció el vehículo rebasando la curva que lo protegía de mis intenciones—. ¡Pare! ¡Pare el coche ahora mismo!

Al distinguir mi negra figura en mitad de la vía, el conductor dio un violento volantazo. Las ruedas quemaron su caucho en el forzoso intento de no arramblarme bajo ellas.

El chirriar en el asfalto abrasó los tímpanos.

El lateral derecho de la carrocería amenazó con volcarse sobre mí.

Cerré los ojos.

Último día de enero de 2015. Esa mañana, nadie me salvaría de morir atropellada.

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