Aria

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El todoterreno quedó atravesado en la vía a medio metro del cañón de mi arma.

Para mi desgracia descubrí que había estado a nada de provocar un accidente mortal a una familia entera, viajando por esa carretera como tantas otras veces. Aplaqué la voz de mi conciencia al ver el rostro aterrado de la mujer en el asiento del copiloto.

—¡Salgan del coche! ¡Ahora! —les grité sin dejar de encañonarles.

El conductor, de unos cuarenta años, con bigote y aspecto campero, salió del vehículo con las manos en alto. Su mujer, con un vestido floreado típico de estar por casa, le imitó rompiendo a llorar.

—¡Por favor, llévense lo que quieran, pero no hagan daño a mis niños! —me gritó la esposa con unas bonitas gafas que me recordaron a las que últimamente utilizaba mi tía Gloria para ver la televisión.

Mi garganta amenazó con un nudo de culpa nerviosa que obstaculicé de inmediato.

—¡No les haremos daño! ¡Solo queremos su coche!

—Cójanlo. Pero dejen, por Dios, que saquemos a nuestros hijos —suplicó el padre.

—Tienen diez segundos —repuse con frialdad.

El matrimonio, en su desesperación, se lanzó a abrir las puertas traseras. De allí salieron dos preciosos niños gemelos de unos siete años, rubios como ángeles. No me atreví a contemplar sus caritas, pues intuía que mi atraco podría provocarles un trauma para el resto de sus vidas. Y para la mía propia.

Impávido, Cameron contemplaba la escena con su bolsa de plástico cubriéndole la cabeza como un espantapájaros clavado en la tierra. Le lancé mi bolso y le ordené sacar mi libreta y bolígrafo guardados siempre a buen recaudo para la confección de la cesta de la compra, siempre a medias con mi tía mientras habíamos compartido habitación en el Majestic Warrior.

—Apunta esto: 2130 de K Street NW, Washington D. C. En un aparcamiento subterráneo encontrarán su coche. ¡¿Han entendido?! —La mujer asintió con la cabeza protegiendo a sus hijos con ambos brazos—. Al atardecer de hoy vayan allí. Encontrarán las llaves escondidas en el alerón de la rueda izquierda delantera, pegadas al interior de la chapa. ¡No quiero que nadie se adelante a nosotros o lo pagarán muy caro!

—No se preocupe. Haremos… Haremos lo que nos dice —me advirtió el hombre posicionándose al frente de la familia—. Sabemos que usted no quiere hacer esto. Le ayudaremos en lo que…

—¡Cállese! —grité. A mi orden los niños comenzaron a llorar. Amilanar al padre era todo cuanto debía conseguir. Volví a dirigirme a él, enfática—: Ahora coja sus pertenencias del coche, bolsos, carteras. No se guarde los teléfonos móviles, déselos a mi compañero. Los recuperarán junto al coche.

Mis rehenes se atuvieron a la absoluta obediencia. Cameron les acercó la nota con la dirección escrita y regresó a mi lado.

—Dale doscientos dólares…

—¿Qué…? —me preguntó el ridículo enmascarado.

—En mi cartera encontrarás dos de cien. Dáselos. ¡Rápido!

Vacilante, Cameron hurgó por mi monedero y extrajo el dinero. Mientras intentaba aplacar en vano la histeria de sus hijos, la mujer aceptó los doscientos dólares sin llegar a clarificar el motivo de mi caridad. Aun sintiéndome terriblemente conmovida por la escena, tuve que continuar con el arma arriba, apuntando al corazón de aquella familia, eludiendo cualquier forma de benevolencia.

—Y ahora escuchen lo que voy a decirles… —Tragué saliva. La nula transpiración del plástico me bañaba en sudor toda la cara—. Aunque no lo crean, mi compañero y yo somos gente de bien, pero metidos hasta el cuello en un asunto de vida o muerte. En un minuto la policía les encontrará a ustedes aquí mismo. Crean o no lo que les digo, salvarán nuestra vida con su silencio. Tanto si deciden delatarnos como si no, encontrarán su vehículo en perfectas condiciones en la dirección que les hemos dejado escrita. Pero sepan que en cuanto subamos a su coche nuestras vidas caerán en sus manos. De ustedes depende ahora que no nos alcancen.

El matrimonio quedó enmudecido. Tanto los padres como los hijos se mantuvieron muy pegados unos contra otros, sostenida su unión sobre el metro cuadrado de asfalto que el miedo les concedía. No me resultó en absoluto tranquilizador contemplarlos allí, con las piernas temblorosas, incapaces de hallarle justificación al ridículo discurso del que se servía aquella criminal para eximirse de culpa. Lo cierto era que esa familia recordaría aquella mañana de sábado durante mucho… mucho tiempo.

Arrepentida y avergonzada de mi verborrea, me monté en el asiento del piloto. En cuanto Cameron se sentó a mi lado, hundí el pie en el acelerador como si la vida me fuera en ello. Y, ciertamente, así era.

Nos quitamos las bolsas de la cabeza al dejar atrás el llanto de los pequeños. Dentro del vehículo se respiraba a chocolatina y caramelo. Empequeñeciéndose la imagen de la familia en mi retrovisor, y a medida que nos distanciábamos, sentí la necesidad de buscar el apoyo visual de Cameron. Una falsa aquiescencia, quizá. Nos contemplamos, serios, sudorosos, empapados, con la expresión propia de esos delincuentes a los que todo el país busca.

No sobrepasamos ni los dos kilómetros metidos en el todoterreno cuando el primer coche policial se cruzó a toda velocidad por el carril contrario. Le siguieron dos más con todo el despliegue sonoro de sus sirenas. Se me encogieron los hombros y el miedo me poseyó los pies. La velocidad del coche comenzó a decaer.

—Tranquila… No dejes de pisar el acelerador —soltó Cameron con la mirada puesta en su retrovisor.

—Nos van a coger, Cameron. ¡Esa mujer les dirá que se den la vuelta para alcanzarnos! —le contesté con la enésima pérdida de nervios.

—No, tranquila. Lo has hecho bien… Muy bien.

Mi compañero sonrió al comprobar cómo la policía pasaba de largo, dispuesta a investigar el caso del avión que, con su vuelo intruso en el espacio aéreo estadounidense, había terminado por hundirse bajo la presa de la Reserva Prettyboy, en el condado de Baltimore. Lo que nadie iba a imaginarse es que el avión en cuestión se exhibiría en la prensa como el

jet privado de uno de los mayores traficantes de armas del mundo. Y dentro de esa aeronave convertida en tumba acuífera, el dueño, el hermano menor. Como consecuencia, la sed de venganza del mayor no se haría esperar.

—No faltará mucho para tener a los coches patrulla pegados a nuestro culo… Esa gente se encontraba muy asustada… —consideré mientras mi ansia de huida desplazaba la manilla del indicador de velocidad hasta rozar los ciento cuarenta kilómetros por hora.

—No te preocupes. Esos críos han visto en ti la personificación de Robin Hood… Les robas el coche y luego les das la oportunidad para hacerles ver lo buena samaritana que eres… Doscientos dólares… Sí que nos ha salido cara la jugada…

—¡Que te jodan! El llanto de esos niños se va a quedar metido en mi cabeza durante años.

El silencio restauró distancias entre nosotros.

—Debo darte las gracias, de nuevo… —acertó a decir mi copiloto tras la pausa.

—No me des las gracias por haberle estropeado el día a una pobre familia… Me contentaré con que me des las gracias por encontrarte una cama para dormir esta noche.

—Quítate eso de la cabeza. No dejaré que hagas nada más por mí. En cuanto lleguemos a Washington, saldré de este coche y nunca más volverás a verme. No voy a repetírtelo. Ya te he metido en demasiados problemas…

—¡Muy bien! Te dejaré enfrente de la Casa Blanca así como vas, calado hasta los huesos, a rostro descubierto y con la pierna apuñalada… La policía, por supuesto, no sabrá quién es ese tipo que va cojeando por las aceras, ¡qué va! ¿Cómo va a ser el mismo hombre que murió anoche en Dubái y cuyo nombre los informativos de medio mundo han publicado sin cesar? Dime, ¿esa es tu forma de desaparecer para escabullirte de los que intentarán matarte? Definitivamente…, te creía más listo. Y sospecho que esa Amanda Baker también.

Cameron emitió un resuello con el que su disconformidad quedó más que patente. Revolvió incómodo su trasero en el asiento. Echó un ojo a los dígitos de su reloj negro de pulsera, que suponía resistente al agua. Pulsó uno de sus muchos botones táctiles. ¿Era eso un reloj o un ordenador portátil de mínimas dimensiones? Retomó la atención en el retrovisor. La policía continuaba sin aparecer. ¿Realmente había conseguido la criminal conmover a sus inocentes víctimas?

Cumplida la hora y media de trayecto y echados a la espalda los ciento veinte kilómetros que nos separaban de Washington, nos acogimos a la consciencia real nacida de la gran suerte que insistía en no abandonarnos. Atravesamos la capital sin incidente alguno hasta estacionar en el aparcamiento subterráneo donde aquella familia podría recuperar su coche. El mismo por el que la vagancia de Larry había campado en 2010, en su primer trabajo como vigilante tras el término de su curso de formación. Le despidieron a la semana por quedarse dormido al menos tres o cuatro veces durante su jornada laboral.

Al apagar el motor del todoterreno le indiqué a Cameron que escribiera una nota de agradecimiento para depositarla a la vista en el salpicadero del vehículo. Si en ese día a alguien había que estar agradecido era a esa buena familia dejada atrás, abandonada en la cuneta. Un matrimonio que, inexplicablemente, había creído las palabras de la siniestra mujer con la bolsa de basura ocultándole el rostro y que tanto había asustado a sus pequeños. Con un trozo de cinta aislante que encontré en el maletero pude acoplar debidamente las llaves en el reverso de la chapa, por encima de la rueda izquierda delantera, tal y como les había advertido a los propietarios.

A las once y media de la mañana de aquel sábado el aparcamiento tenía más columnas que coches. Algún que otro turista despistado caminaba titubeante sin hallar la salida que le llevara directo a la superficie. Nos alejamos del vehículo y caminamos con decisión hasta las escaleras que nos condujeran a toparnos con el frío invernal de la Costa Este. Evitar en la medida de lo posible un contacto visual con transeúntes era el objetivo. Nuestra facha desaliñada, casi trágica, sacada de las profundidades de la presa Prettyboy, no daría el pego suficiente para despistar a aquellos que, en esa zona céntrica de la capital, guardaran el descanso del presidente de Estados Unidos. Mi camiseta, mis pantalones, manchados del barro de la ribera de la presa. Cameron con igual suciedad agarraba las bolsas de basura negras con nuestras pertenencias tras el «naufragio». ¿Nos dejaríamos ver por Washington con ese aspecto? ¿Conseguiríamos ocultarnos por fin tras los muros del Majestic Warrior? Estaba claro: no daríamos ni media zancada. Cualquiera de los miles de policías que custodiaban la capital de los Estados Unidos nos echarían sus zarpas al cuello al solo intento de cruzar la primera de las avenidas.

Eché un ojo a la pierna herida de Cameron, oculta bajo los sucios vaqueros, con parte de la camisa de Alekséi Zharkov figurándole todavía como resistente torniquete.

—Con tu cosido ha dejado de sangrar —me dijo él al palpar sobre la zona en cuestión.

—Estás muy pálido. Puedes haber perdido mucha sangre… —le revelé con seria preocupación.

Cameron transformó su gesto de repente. La resignación que rodeaba el posible fin de nuestra escapada en cuanto pisáramos la calle le regaló al verde de sus ojos una especial iridiscencia.

—Estoy bien… Puedes estar tranquila, que no me escaparé corriendo… Seré el perrito fiel y cojito que siempre deseaste tener de niña.

Le miré como si fuera ese el último instante que compartiría con él, antes de que en la superficie las esposas de un agente federal nos separasen. Era lo obvio. Lo inevitable. Y ambos lo sabíamos.

—Ha sido un placer compartir con usted esta aventura, señorita Madison. —Y extendió la mano hacia mí. Desprecié su gesto con mi quietud. Luego dijo—: Prométeme que dejarás de seguirme y recuperarás tu vida en cuanto salgamos fuera.

—No te voy a prometer nada de eso… Te llevaré al hotel y seguiremos curando esa herida…

—Madison… —me interrumpió. Acercó el rostro al mío y las manos me rodearon las mejillas—. En cuanto nos detengan, yo ya estaré muerto, ¿has entendido? Aléjate de todo lo que rodee el caso de Amanda Baker porque todo este asunto pinta muy mal, lo mires por donde lo mires. Nada de lo vivido conmigo habrá ocurrido para ti.

—¿Has acabado? —le arrojé amenazante y aferrada a la mínima posibilidad de vernos acomodados en media hora en la habitación de mi tía Gloria.

—No. Aún no… —me susurró.

Los labios se aproximaron a los míos.

Me besó. En la forma y el modo del amante avezado, capaz de arrancarle el corazón a quien no veía lugar ni tiempo para resistirse a la humedad de unos labios.

Tres, cuatro segundos y su boca tomó el camino contrario al de mi deseo: la distancia.

Le miré con absoluta desaprobación. A punto estuve de abofetearle.

Pero no lo hice. Hubiera sido demasiado evidente la implicación de mi sentimiento hacía su osadía.

Sin mediar palabra, le arrebaté las bolsas de basura y cargué con ellas. Subí los escalones con determinación. Sin prisa pero sin pausa. Me detuve a mitad del tramo de escaleras, justo antes de doblar la esquina para iniciar el ascenso del segundo tramo. Volteé el rostro hacia él. Cameron permanecía quieto, en el mismo lugar en donde se había producido nuestro primer íntimo encuentro en diecisiete años. Inmóvil, quizá a la espera de mi respuesta a su portentosa forma de posar los labios sobre los míos.

—Lo que acabas de hacer tampoco habrá ocurrido para los dos —le dije tan gélida como el invierno que nos esperaba fuera.

—¿Eso es un trato?

—No. Una certeza.

* * *

Salimos a K Street NW con el frío cortante de la capital amigado con la humedad que aún presentaban nuestras ropas. Una pulmonía, el acto de bienvenida que nos ofrecería la ciudad con su temperatura ambiente bajo cero. Enfermar o no dependía de esa fortaleza física que aún nos convidaba a no desfallecer, pero sobre todo de la fortuna de tomar la decisión adecuada que nos llevara directos al Majestic Warrior sin enfundar sospecha alguna por la vía pública. A la salida del aparcamiento estudiamos las posibilidades: siendo sábado y a diferencia del resto de los días laborables, los transeúntes se contaban escasos por las aceras. El tráfico fluía disperso, sin problema aparente a la vista. Nuestro objetivo se trasladaba ahora a bajar toda esa calle hasta dar con el cruce de Connecticut Avenue. Una vez llegados allí, tan solo cuatrocientos metros nos separarían de las puertas del Majestic.

—¿Alguna idea? —enunció Cameron tras observar por cuarta o quinta vez la pantalla de su reloj digital. Acababa de apretar un nuevo botón de su pequeño cuadro de mandos táctil.

—Por lo pronto, mantén la cabeza gacha —propuse—. Nadie debe reconocerte. Estás muerto para el resto de los mortales, ¿recuerdas?

Nos atrevimos a soltar una decena de pasos por la calzada. Una mujer de mediana edad acometió el cambio de acera ante el acercamiento de esos dos con ropas empapadas y embarradas. Lo más probable era que cuando esa señora nos perdiera de vista llamase a la policía. El tiempo apremiaba.

Un taxi. La forma más discreta y rápida para salir de allí.

Detuve la vista en la calzada al encuentro de un taxista lo suficientemente comprensivo, ingenuo y discreto para llevarnos hasta el Majestic y no a la comisaría más cercana. De la boca me emergió una triste sonrisa de escepticismo. Ningún taxista de la capital accedería a trasladarnos en su coche con semejante desaliño en nuestro aspecto.

Había que rendirse a la evidencia. Cameron estaba en lo cierto. No había escapatoria posible para dos fugitivos embarrados, caminando por el límpido centro de Washington.

La ausencia de opciones llegó inesperadamente secundada por una enloquecida decisión de saltar a la vía pública y abordar los asientos traseros del primer taxi libre que pasase.

Semáforo en rojo. Ojo avizor a la presa. Ahí estaba. Un taxi. Libre. Sin pensar en las consecuencias, habríamos de aprovechar la detención del tráfico y cruzar la vía para encarar el sentido contrario en dirección a Connecticut Avenue.

Y sin previo aviso, me lancé a correr hacia el frente. Cameron observó estupefacto mi carrera. Desde la otra acera, mi compañero de aventura me vio abrir una de las puertas traseras de un taxi, vehículo rezagado por haberse calado inesperadamente.

—¡¿Pero qué está haciendo?! —gritó el taxista al ver abordado su coche por la moribunda que por allí pasaba.

—¿Está libre, no? Su cartel lo indica… —le solté al hombre, en el que apenas había reparado en mi intento por sacar a Cameron de la estupefacción que lo había dejado plantado en la otra acera, frente a la salida del aparcamiento, y a quien grité—: ¡Sube al coche!

—¡Salga ahora mismo de mi taxi! —vociferó el conductor, para luego contemplarme con absoluta perplejidad—. ¿Señorita Greenwood?

Esa expresión paternal. Su níveo bigote. Los ojos almendrados que tantas veces había contemplado alzados en el espejo retrovisor del vehículo.

—¿Señor Farrell? —proferí invitada a creer en lo increíble. Norman Farrell, el siempre amable taxista apostado en la entrada del Majestic y con el que casualmente me había topado cada vez que había necesitado cruzar la ciudad.

El hombre me arrojó toda su preocupación en cuanto se convenció de que, efectivamente, tras esas greñas y ropas empapadas se escondía la señorita Madison Greenwood, de la

suite 2023 del Majestic.

—¿Qué le ha pasado? —se alarmó mientras Cameron se introducía en el coche con tal impulso que me vi empujada casi hacia el otro extremo del habitáculo.

—Por favor, señor Farrell, no pregunte.

—Pero ¿se encuentra bien?

—Lo estaré en cuanto lleguemos al Majestic —referí—. Por favor, no comente a nadie que nos ha visto entrar en el hotel. Hágame ese favor. Su silencio significará mucho para mí.

—Pero puedo ayudarla en algo más? —me preguntó nervioso—. ¿Llamo a la policía?

—¡No, no! Solo conduzca hasta el hotel. No le pido más.

Ante la presencia de Cameron a mi lado, el taxista asintió desconfiado desde su retrovisor.

—Soy el secuestrador —le dijo Cameron con un sarcasmo fuera de tono.

—¡¿A qué viene esa tontería?! —le increpé—. No se preocupe, señor Farrell. Es… mi hermano. Hemos tenido una excursión un tanto accidentada… Eso es todo.

Con aquel último comentario conseguí que Norman Farrell relajase las manos frente al volante e iniciara así la conducción sin tensiones adicionales, ni inventadas. ¡¿Por qué Cameron había querido asustar a propósito a ese buen hombre?

Lo había decidido: mi habla comenzaría a rozar la apatía a cada momento que Cameron me lanzara su acercamiento con el uso de ese humor tan suyo sacado de contexto. Era evidente. Su complicidad se percibía cada vez más estrecha después del atrevimiento de su beso. Y tal efecto me hacía sentir vulnerable a su lado. Era hora de poner tierra de por medio.

Desearlo pero no tocarlo, mirarlo pero no contemplarlo… Resistiendo a ese particular viacrucis por el que se expandía la alargada sombra de Amanda, sentenciaría a mi cuerpo a suprimir cada gesto, cada movimiento que pudiera indicarle a Cameron que la tonta de Madison permanecería horas, días, años…, quizá una vida entera esperando un nuevo beso proveniente de sus labios. Fue el respeto por el recuerdo que la novia desaparecida aún retenía de su relación con Cameron lo que llevó a frenar mi arrojo inconsciente. Estaba convencida: mientras el nombre de Amanda girara en torno nuestro, mientras su búsqueda se sucediese, la falsa aversión hacia todo lo que significaba Cameron para mi mundo no se detendría jamás, posiblemente hasta verme separada de él por mucho que mi estúpido corazón sufriese.

Avistamos el Majestic Warrior con todo el esplendor del sol naciente centelleando en sus ventanales. Connecticut Avenue iniciaba su ir y venir de vida cosmopolita, apacible, pero alentado ante cualquier información visual susceptible de convertirse en amenaza civil. Debíamos estar atentos a todo lo que se produjera en los alrededores del hotel: Cameron y yo teníamos sendas papeletas para que las decenas de guardaespaldas —a esa hora paseantes incansables ante el inminente despertar de sus dirigentes en las alturas— avistaran en nosotros la imagen misma de la tropelía o, cuando menos, de la inmundicia con ansia de lo ajeno.

El señor Farrell dio un volantazo y consiguió invadir el carril más cercano a la admisión de clientes del hotel.

—No aparques en la entrada —tuteó Cameron, para después corregirse—: Rodee el hotel. Hasta que encontremos una puerta de acceso trasera. Y háganos un favor: no se marche hasta que hayamos entrado sin problemas —advirtió Cameron al conductor.

—No se preocupe —contestó el conductor a ese desconocido con toda la pleitesía de un criado.

No logré encajar en la lógica las palabras de mi compañero. Y no por lo inteligente de la pretensión, sino por esa confianza extrema de hallarle al hotel una segunda entrada algo más discreta. Y la había, claro que la había: la puerta que a patadas abría el personal de limpieza cargado con toda la basura que generara la alta esfera mundial.

Por suerte, la zona lateral del hotel se encontraba despejada de guardaespaldas. Solo un par de gatos con su hambre a cuestas saltaban entre cubos de basura alineados contra el muro izquierdo del callejón. Cierto era que en los alrededores del Majestic la gran suerte que nos había acompañado en nuestra evasión desde Dubái no nos duraría ni treinta segundos.

—Deténgase aquí —ordené al señor Farrell al divisar la altísima verja de hierro por la que debíamos cruzar.

Con sonrisa esquiva, tendí al taxista un billete de veinte dólares.

—Esto es mucho dinero, señorita —repuso el hombre con alma de ángel—. No hemos recorrido ni kilómetro y medio.

—Por su discreción —le respondí—. Acéptelo, por favor.

Y comprobé que la atención del taxista viajaba distraída de un lado a otro, de mi contestación a la salida de Cameron de su taxi. Atento, metódico.

Me asusté. Estaba segura de que Norman Farrell había acabado por reconocer en Cameron las facciones de aquel norteamericano muerto en la explosión en Dubái, y de la que tanto, supuse, habría hablado la televisión desde la pasada madrugada. Pero que el señor Farrell creyera en fantasmas o no ya dependía de los muchos cafés que se hubiese tomado esa mañana, o del poco descanso que encontrara a la suma de su años.

—No tarden en entrar. Hoy hay más vigilancia de la deseada por la zona —le soltó el taxista a Cameron, quien ya se encontraba fuera del vehículo.

Con la siempre tranquilizadora expresión de su rostro tornada en la de la preocupación, Farrell nos lanzó su compromiso de silencio con nuestra necesidad de pasar desapercibidos. Se marchó evitando las despedidas, sopesando con los ojos un aura de nerviosismo que me trastocó el andar hacia el lateral del hotel.

—Sabe quién eres… —le solté a Camerón—. Acabo de verlo en su mirada. Ha cambiado su expresión en cuanto has salido del taxi…

—No me digas… —arguyó Cameron tan cansado de huir como yo.

—Te ha reconocido. Estoy segura. Habrá visto las noticias esta mañana y…

—Déjate de paranoias y acelera el paso… —Cameron se dolía de la pierna a cada zancada. Pronto olvidé el taxista, pues supuse que lo último que desearía Norman Farrell era buscarse problemas con clientes sujetos a las faldas del Majestic Warrior.

Nuestra entrada se encontraba justo al final del muro lateral de la manzana. Gracias a las copias de las tarjetas magnéticas de mi tía, extraídas de mi bolso, logramos abrir la puerta de la verja, con accesos por un lado al patio de basuras y por otro a la puerta del refectorio del personal de cocina y restaurante. Ese, el comedor de cocineros y camareros, sería el primer cuarto a afrontar una vez sobrepasados los inexpugnables muros del Majestic.

Abrimos la puerta. Nadie. Por suerte, a esa hora los cocineros aún no habían llegado y los camareros se afanaban en adecentar mobiliario, vajilla y cubertería en el restaurante de cara al inminente almuerzo de las doce y media. Pero eso no quitaba que, en ese preciso momento, algún sirviente entrase en la cocina para picar lo que no debiera.

Cerré la puerta en cuanto entró Cameron tras de mí. La oscuridad nos rodeó por completo. Por fin dentro. «¿Y ahora qué?», me dije. ¿Cómo nos las arreglaríamos para tomar un ascensor de servicio sin ser vistos en plena hora punta laboral del hotel? En aquellos instantes el subir y bajar de esos ascensores sería constante por el uso de las decenas de doncellas aplicadas en el arreglo de las camas y demás desórdenes.

«Por aquí —oí chistar—. Vengan por aquí».

Cameron volvió a tomarme de la mano y con reveladora decisión viró por un estrecho pasillo a nuestra izquierda. El emisor de la voz fantasmal, que se había percatado de nuestra presencia, nos esperaba bajo la leve luz de un aplique de emergencia.

Ante nosotros un jovencísimo camarero al que nunca había visto en mi tiempo de estancia en el hotel. Vestía su uniforme blanco de rebordes dorados. El cabello de suave rizo rubio se revelaba en contraste con unos ojos oscuros.

—Me alegro de verles. ¿Es usted la señorita Madison? —susurró con un acusado acento irlandés.

Asentí con la cabeza, sin pestañear. ¿Quién era ese chico? ¿Qué suerte nos esperaría ahora? ¿No eran ya demasiadas dosis de surrealismo en veinticuatro horas?

—Me envía su tía Gloria. Síganme. Me encargaré de que nadie pueda verles.

—Pero ¿cómo sabe ella que estamos aquí? —repuse desconcertada—. No he podido avisarla de…

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