Aria

Aria


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—Por favor, no pregunte. No hay tiempo. Limítense a seguirme.

Cameron, sin atribuirme responsabilidades, confió sin mediar palabra en el joven, que con buena previsión nos despejó el camino hasta un ascensor de servicio. Subimos hasta la planta 20. Nada más abrirse las puertas, el camarero sacó mitad del cuerpo ante la amenaza que significaba el pasillo de habitaciones por el que debíamos continuar, y que tanto habían recorrido mis pies en los últimos cuatro meses.

El muchacho —de unos diecisiete años, no más— giró la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Hasta tres veces seguidas vimos el cuello balancearse en pos de nuestra seguridad. En cuanto confirmó la ausencia de peligro, nos alentó a abandonar el ascensor con tanta presteza como le fuera posible a la pierna de Cameron.

En medio minuto llegamos hasta el fondo del pasillo, en donde conseguí aferrarme al frío tacto de la puerta de la habitación de mi tía: la

suite 2023. Deseaba echarme en sus brazos en cuanto su rollizo cuerpo se presentase ante mi vista. Su deseo de verme, por fin, acompañada del supuesto amor de mi vida me había costado lo que ella jamás imaginaría, pues no estaba dispuesta a descubrirle las veces que, en cuarenta y ocho horas, mi existencia había corrido peligro.

—Tengo que dejarles. Métanse rápido en la habitación —nos sugirió nuestro joven ángel de la guarda—. ¿Qué le ocurre en la pierna, señor?

—Necesitaré desinfectantes, analgésicos y vendas —se adelantó Cameron a mi respuesta.

El camarero nos aseguró su regreso cargado con un botiquín completo. No me dio tiempo a agradecerle al chico su insustituible ayuda y exquisita discreción. Escapó enfilando por el pasillo hasta el interior del ascensor, cuyo cierre automático sorteó por los pelos.

De la bolsa de plástico negra saqué mi bolso. Rescaté de su fondo la tarjeta digital de la habitación y la introduje en la ranura. El piloto luminoso de la cerradura tornó su rojo a verde. El chasquido de apertura sonó en mis oídos como el hilo musical concedido a la ambientación del Jardín del Edén.

Entré en la

suite. Los ojos se me nublaron de lágrimas. No volvería a separarme de mi tía jamás. El abandono al que la había compelido durante esos dos días había supuesto un auténtico martirio para mi conciencia. A cada peligro acechante siempre había acabado por materializarse en mi mente su imagen arrodillada, arrebatada por el dolor, sopesando la muerte de su sobrina en forma de culpa acuciante que acabaría por hacerla enloquecer definitivamente.

No más huidas. No más distancias. En cuanto me abrazase a mi tía, en no menos de diez segundos, me la llevaría en un aparte a la cocina, sin darle tiempo a saltar de alegría por descubrirme junto a Cameron, a cavilar en lo intensa, o no, que pudiera haber sido mi hazaña en Dubái con aquel prófugo. Y todo por un estúpido e imposible amor de juventud. Idealizado. Y a todas luces inviable.

Sí. Ya estaba pensado. La miraría fijamente y le haría comprender mi desamor por Cameron. Sí, eso haría. Que las cosas habían cambiado por completo: el hombre de mi vida enamorado de otra mujer, de nombre Amanda Baker. Caso cerrado. Y vuelta a la normalidad.

No más recesos entre ella y yo. No más falsas esperanzas, ni movimientos en falso del corazón. Una vez que entrase Cameron por esa puerta, su sola presencia alumbraría peligros para mi tía y para mi hijo, y por muy enamorada que me sintiera, no estaba dispuesta a volver a poner en riesgo ni mi vida ni mucho menos la de ellos.

Desde la distancia que me separaba del estado de Quintana Roo en Méjico —lugar al que habrían sido destinadas nuestras tumbas si la suerte hubiera sonreído a Leonard Burke—, daba oído al afilar de uñas de Viktor Zharkov preparado para vengar la muerte de su hermano. No me quedaría otra que buscarle un nuevo cobijo al mundo apacible que estaba dispuesta a componer con mi pequeña familia, aunque para el desventurado Andriy Marenko, con el asesinato de Alekséi Zharkov de por medio, ningún lugar del planeta conocido sería ya seguro para ninguno de nosotros.

Le daría una semana a Cameron para recuperarse y encontrar el emplazamiento idóneo donde proseguir con sus quehaceres suicidas con la CIA, al amparo de ese Patrick Cromwell. Todo lo ocurrido desde mi viaje a los Emiratos Árabes, con el tiempo, lo convertiría en basura desechable para el recuerdo. Pestañeé. ¿Estaba segura de eso? Después de lo ocurrido, ¿lograría dejar a Cameron Collins al margen de mi vida tan fácilmente? ¿Qué había de los inevitables daños colaterales? ¿No era yo acaso la autora material del asesinato de uno de los jefes de la organización que deseaba verlo muerto? ¿No fueron dos los hombres que se quedaron en tierra dubaití supervisando y dando testimonio del despegue del avión del ruso con mi presencia a bordo? ¿No hubo uno de ellos que, con cámara en mano, había llegado a fotografiarme nada más bajarme del Bugatti sorprendida por la intercesión de Burke en aquella inhóspita carretera?

Me encontrarían.

No sabía si en unas horas o en unos meses, pero me iban a encontrar.

Me faltó el aire. Aparté de mi pensamiento la descontrolada verborrea que acuciaba mi estabilidad mental y me dispuse a disfrutar de un nuevo presente con mi tía Gloria.

Nada más echar un paso al frente, me preparé para su grito de júbilo. Pero nos recibió un silencio amilanado por la oscuridad.

Crucé el recibidor y llamé a mi tía una, dos veces.

Dejé en el suelo las bolsas de basura con mis pertenencias. La luz de la mañana iniciaba su particular baile de destellos tras el cortinaje de los dos principales ventanales del salón.

Cameron cerró la puerta y observó mi andar inquieto por el pasillo de los dormitorios. Abrí cada puerta. Suelos limpios, ni una gota de wiski cubriendo encimeras, tocadores o moquetas. Las camas tan echas e impolutas como si se esperara a un nuevo e inesperado huésped.

—Habrá salido a hacer unas compras… —me alentó Cameron entrando al cuarto de baño. Y a su reflejo en el espejo, esbozó—: Ha sido una suerte pasar desapercibidos de esta guisa. —Sacó su cabeza de nuevo al pasillo y replegó todo su deseo por tranquilizarme—. No te preocupes por tu tía. En estos casos, las deducciones más simples siempre son las más acertadas. En la tarde la encontrarás viendo la tele en el salón.

—Pero no acierto a imaginar una causa razonable para que a esta hora no se encuentre en la habitación. —Fui hasta la mesilla junto al sofá y en el teléfono de la

suite marqué dos, tres veces el número móvil de mi tía… Apagado.

—Estará en la cafetería, o en el restaurante… —supuso Cameron—. Es lógico echar un paseo a media mañana por un hotel de estas características…

—Mi tía odia las comidas de este hotel, por la escasez del plato, vamos…, y el café que ponen le da dolor de estómago. No hay quien la quite de su

muffin y su taza de chocolate del mediodía.

—¿Y atiborrarse a

muffins y chocolate cada mañana no le da dolor de estómago?

—Cállate. —Suspiré no muy convencida de acercarle a Cameron más información de la recomendada. Pero lo hice—: Como trabajadora del Golden’s Club no le permiten acercarse más de lo debido a las dependencias reservadas a los clientes.

Cameron entrecerró la puerta del baño. La voz sonó tras la madera:

—El cabrón de Zharkov se aseguró bien de clavarme su puto cuchillo. Hijo de puta… Así te revienten a puñaladas en el infierno. Duele de cojones…

—Iré yo a buscarte un desinfectante. Quizá ese camarero no sepa dónde…

—No te preocupes. Jimmy traerá todo lo que… —se interrumpió de improviso.

—¿Jimmy?

—Sí… El chaval que nos ha ayudado a subir. ¿No viste el nombre en su placa? En su pecho, en el lado izquierdo…

No recordaba ninguna placa en el uniforme de aquel muchacho. Obvié mi despiste.

—No tardes en ducharte. Estoy deseando quitarme todo este barro de encima —le dije a mi paso por el dormitorio de Gloria.

Contemplé la ancha cama que había acogido su dormir y sus otras tantas resacas pulcramente hecha, intacta y con el colchón ligeramente hundido, como siempre. Metí la mano bajo las sábanas, justo en el lado donde, acostada y durante su sueño, a doña Gloria siempre se le antojaba dar la espalda a la puerta. El frío raso de la sábana bajera se resintió al tacto. No era posible. A tal hora de la mañana debía aún desprenderse parte del calor del orondo cuerpo de mi tía. ¿Se habría tomado unas minivacaciones aprovechando mi ausencia? Quise restarle importancia al motivo de su marcha. Me restregué los ojos sin la fuerza mental necesaria para dar respuesta a tanta confusión y duda. Cameron tenía razón: más que en ningún día en toda mi vida necesitaba descansar. Proyecté la voz por el pasillo a sabiendas de que Cameron me oiría:

—En cuanto despertemos quisiera ir a comprarte algo de ropa. En la planta baja de este hotel hay una

boutique para caballero.

—… Armani…

—¿Cómo? —me extrañé. No podía creer tal sibaritismo hacia su nueva ropa adquirida a modo de favor.

—Utilizaste la mitad de una camisa de Armani para anudármela a la pierna… —aclaró—. ¿A quién se la arrancaste?

—¿A quién crees tú? —le contesté incómoda—. Deja ya de recordarme lo ocurrido en el avión. Ese disparo me va a quitar el sueño de años enteros… Voy a ducharme.

—Ese cabrón ruso no se merece ni el remordimiento de un perro, ¿me oyes?

—Olvídalo ya, ¿quieres? —Caminé por el pasillo con el cuerpo cada vez más hundido por el cansancio—. ¿Cuánta ropa necesitas?

—Ropa interior, una camisa y un pantalón. Lo justo para un día. Contactaré esta tarde con Patrick Cromwell. Me iré de aquí esta noche. La agencia me conseguirá un alojamiento seguro. También les pediré protección para tu tía y para ti. Al menos durante un par de meses, hasta que veamos que todo anda más tranquilo para todos.

Retorné sobre mis pasos y me acerqué a la puerta entornada que ocultaba el desnudo de Cameron. ¿Es que ese hombre nunca entraba en razones? ¿Qué no había entendido de las palabras de quien le había sugerido que se mantuviera alejado de la CIA ante la inminente venganza del mayor de los Zharkov?

—Ya oíste a Marenko en el avión —le recordé—. Es peligroso que acudas en estos días a ese Cromwell. Sabes que no andan muy saneadas las filas de los agentes que rondan a tu jefe. Sería un suicidio, esas fueron sus palabras antes de que al tipo le metieran una bala en la cabeza. ¿Quieres correr su misma suerte? —Retomé de nuevo el paso hacia la habitación de mi tía Gloria. Por el camino me desprendí de la sucia camiseta, regalo de Leonard Burke tras mi ducha en ese avión—. No contactaremos con nadie por ahora. Te quedarás con nosotras una semana y no se hable más. Nadie sabrá que estás aquí.

Me quedé en ropa interior frente al espejo de cuerpo entero de mi tía.

La cabeza de Cameron apareció por la abertura de la puerta del baño a mitad del pasillo. Acertó a vislumbrar mi desnudo en el fondo del pasillo.

—Madison. No quiero volver a hablar de lo mismo.

—Ni yo —le advertí dándole la espalda con el sujetador al descubierto.

—Intento protegerte. No volveremos a vernos desde esta noche lo quieras o no.

—¿Cómo te gustan las camisas? ¿Con rayas?, ¿lisas?, ¿a cuadros?

No me contestó. Contuvo unos segundos su mirada sobre mi desnudez y volvió a meterse en el baño a puerta cerrada.

A su indiferencia, yo resolví pagarle con la misma moneda: encerrarme en el dormitorio de Gloria y convertirlo en mi lugar de recogimiento mientras pisásemos ambos el mismo suelo. En esa semana dormiría con mi tía, en su cama. Vidas separadas. Mundos paralelos. Como había sido siempre, y sería. «Estúpida. ¿Qué te habías creído?».

Vano el intento de cambiar destinos, pues era precisamente ese, el destino y sus vueltas, el que al final te mostraba su afianzamiento a tal poder. Sobre nosotros. Siempre sobre nosotros. Persuadida por mi sexto sentido, a cada segundo cobraba más fuerza la idea de que Amanda Baker había sido y sería el latido que impulsaba el corazón de Cameron Collins. Hasta el punto de merecer arriesgar su vida por ella. «Tarde, Maddie. Has llegado tarde».

Sentada en la cama esperé a que mi invitado saliese del baño. Al cuarto de hora oí su andar por la moqueta hasta encerrarse en la que había sido hasta entonces mi habitación.

Paso libre.

Con la bañera humeando una relajación ilusoria, pude respirar tan profundamente como no se me había permitido en horas anteriores. Tomé la esponja con la mano derecha y me preparé para frotar con ella el antebrazo izquierdo. Minúsculas manchas rojas salpicaban la muñeca derecha, unas cuantas también a la altura del bíceps. Marcas de un estigma, resistentes al agua del embalse Prettyboy.

Froté, pero las manchas se resistían a despegarse de la piel. Froté una segunda vez. Y la sangre de la cabeza de Alekséi Zharkov se mezcló con la espuma jabonosa de mi baño.

Al término de mi primer aclarado tuve que vaciar la bañera, lavar sus paredes con lejía perfumada y lavarme otra vez. No sirvió de nada. Y desde ese instante supe que la estimulante fragancia de cualquier gel, frotado sobre mi piel, acabaría sucumbiendo al metálico olor de la sangre expelido por mi conciencia, hasta el fin de mis días.

* * *

El joven Jimmy, tal y como nos había prometido, regresó con un botiquín al cuarto de hora, justo en el tiempo de mi baño. Unos estudios inacabados de auxiliar de enfermería le aseguraban mano ágil para enfrentarse a la cura de cualquier herida de mediana gravedad. Mi cosido sobre la piel de Cameron volvió a ser desinfectado y el dolor emergente a esa segunda cura mitigado con analgésicos y antiinflamatorios.

Cuando quise darme cuenta de la presencia de ese chico en la

suite —pues toda mi ansia era preguntarle acerca del paradero de mi tía y su inusitada vinculación con ella—, ya se había ido. Nada más terminar de vendarle la pierna a Cameron, el hacendoso camarero se marchó sin dar más explicaciones. A los dos minutos, salí yo en albornoz por la puerta del baño. Me enfrenté nuevamente a Cameron, al que vi sentado en el sofá del salón, en calzoncillos y con el muslo perfectamente vendado. Le pregunté si ese camarero le había dicho algo referente a mi tía, a su relación con ella, insólita para mi conocimiento. Un simple «no» le bastó para hacerme callar y alejarme de la tentativa de continuar hablándole mientras soportaba los dolores de la herida recién hurgada.

Sin hacer alusión a más asuntos, planeamos dedicar el tiempo que pudiéramos restarle a la tarde al descanso por separado, cada uno en una habitación; yo en la cama de mi tía y Cameron en el colchón que había revitalizado mis días alejada de mi matrimonio con Larry.

Hundida mi inquietud en la cama de Gloria, mis ganas de dormir se disiparon con la sola pretensión de asirme a ellas. Mi tía no podía haber ido muy lejos. Tumbada, vi pasar una hora de desazón, entre arruga de sábana y trajín de almohada. Imposible cerrar los ojos cuando mi realidad insistía en abrírmelos a base de sobresaltos. Hubo de ser el propio esfuerzo de cavilar sin término, unido al surgir de hipótesis estúpidas (otras no tanto), lo que finalmente me convidó a caer en el agotamiento mental, a la media hora, llegando a atraparme un inesperado sueño en no sé qué parte de mi miedo.

Me levanté a las cinco de la tarde. La ciudad aclimataba sus luces dándole la bienvenida a la noche. Tres horas de sueño, suficientes para afrontar el término del día.

Me vestí con unos tejanos y un jersey blanco, de lana y cuello vuelto, regalo de mi tía. Abrí la puerta del dormitorio con la voz clamando a Dios para que me mostrara, sentada en el salón, su maternal imagen con sus bonitas gafas rosas puestas sobre su nariz respingona, tan graciosas y vistosas como le habían quedado siempre.

Crucé un salón malacostumbrado a esa ausencia de luz, a esa carencia de vida y a ese silencio. Convidada a dejarme atrapar por un atardecer cerrado, me senté en el sofá de tres plazas sintiendo una desazón que tragó a bocados el ansiado momento en el que mi tía y yo volviéramos a estar juntas. «En cuanto la tenga enfrente, va a saber lo que es verme enfadada, ya lo creo. ¿Es que no puede avisarme adónde va?», me dije adoptando el papel que tantas veces le había visto adoptar a ella conmigo.

Allí sentada, las piernas, las manos no pararon quietas. Las cinco y media. Cameron no daba indicios de despertar y mi tía seguía sin aparecer por la

suite.

Distraerme para no pensar. Bajar a la zona comercial del hotel y comprarle a Cameron su ropa nueva. Eso es. Era todo cuanto podía hacer, por el momento…

En cinco minutos los tacones de mis botas repiquetearon por el imposible brillo de las baldosas de mármol blanco, en la planta baja del hotel. Allí, las mejores marcas comerciales regalaban los ojos con su mejor aspecto y trato para gusto de los huéspedes más elitistas.

A simple vista, la

boutique para caballero lograba dar una imagen de pulcritud y orden absolutos. La luz blanca y un tanto excesiva de los focos reforzaba el refulgir de los rojos, verdes y azules de polos y chaquetas, contrapuestos al gris invierno de la capital. Al fondo, la dependienta, de rubio cabello semirrecogido, me saludó cordialmente.

Elegí ropa cómoda para Cameron, estilo

sport y no demasiado llamativa. Me sentía en la obligación de vestir a Cameron como aquel ciudadano que deseara pasar inadvertido por la capital, aunque, por el momento, la expectativa se centrase en mantenerle las veinticuatro horas del día encerrado en la

suite. Me cargué al antebrazo cuatro camisas, tres juegos de ropa interior y tres pantalones. Una gorra de los Lakers y unas gafas oscuras en oferta también se unieron a la adquisición. Probablemente, los dos complementos más importantes para que lograse pasar desapercibido.

—¿Se lo envuelvo todo para regalo, señorita? —me dijo la guapa vendedora.

Le señalé que no era necesario. Ella comenzó a pasar las etiquetas por el lector óptico de su ordenador. En ese momento y en un intento por entretener la mirada, mi atención quedó embebida por las imágenes que tras la joven se sucedían por una finísima pantalla de plasma. La CNN insistía en lanzar titulares con captaciones de cámara referidas a los momentos posteriores a la explosión en el Burj Khalifa de Dubái. Las cenizas del desastre y el cubrimiento de víctimas mortales sacadas del interior del edificio. Sucesivamente se mostró una fotografía de Cameron, con traje, corbata y sonrisa un tanto huidiza. Este se acompañaba de dos hombres a quienes los editores del informativo habían emborronado el rostro. El lugar en el que se había captado la imagen me resultó más que familiar. ¿No era esa la recepción del Majestic Warrior?

—¿Quiere que suba el volumen, señorita? —La dependienta, de estilizado porte, me miró un tanto confundida.

—Oh, no, no se preocupe —atiné a decir ruborizada—. Discúlpeme. ¿Cuánto me ha dicho que debo pagarle?

La fotografía de Cameron con sus dos amigos quedó sustituida por imágenes de vídeo en las que varios coches policiales invadían el acceso principal del Majestic.

—Trescientos cuarenta y ocho con setenta y cinco dólares, por favor —me sonrió la trabajadora, para luego cambiarme de tercio al instante—. ¿Conoce usted alguna ciudad de Estados Unidos donde una pueda vivir sin miedo a que la maten? En Washington salimos de una para meternos en otra. Y creíamos que en este hotel estaríamos a salvo… Nunca debería haber dejado a mi novio de Wisconsin.

—¿A qué se refiere?

—Oh… —La mujer se preparó a formalizar nuestro encuentro—. Perdone mi indiscreción, pero supongo que acaba de venir del extranjero…

—No exactamente. Pero se puede decir que en las últimas cuarenta y ocho horas he estado un tanto alejada del mundo real —le concedí sincera.

—¿Dos días? Pues se ha librado por los pelos de todo lo acontecido por aquí. Periodistas, policías de un lado para otro. Mafias rusas de por medio… Eso es justo lo que no necesitamos en el Majestic. Pero de nada sirve que los trabajadores vayamos en concordancia con el buen gusto y la discreción que exige un hotel de estas características si es la propia dirección la que acaba metida en tales follones.

—Disculpe…, pero sigo sin entender…

—¿No conoce tampoco lo ocurrido en Dubái? La explosión de ayer en ese edificio, el más alto del mundo, dicen…

—Sí… De eso tengo una ligera idea.

—Pues Cameron Collins se encontraba allí. Era un invitado de honor al cumpleaños del embajador de Dubái en Jordania, quiero recordar… Por lo visto ese príncipe visitaba nuestro hotel con frecuencia, vaya usted a saber para qué fines. El caso es que el señor Collins ha muerto en ese atentado. Lo encontraron abrasado junto al cadáver de su amigo el jeque —la dependienta bajó aún más la voz por la entrada de una nueva clienta—. Aún no se sabe si ha sido Al Qaeda o qué. Lo más seguro es que así sea. Las autoridades americanas están investigando conexiones del señor Collins con ese árabe amigo suyo. Todo apunta a que ha sido un atentado para cargarse a ese príncipe y que Collins no ha sido más que un daño colateral…

—Pero ¿qué tiene que ver todo eso para que la policía se persone en el Majestic Warrior?

—Pero ¿no acabo de decírselo? El señor Collins fue el fundador del Majestic, y sin que nadie se percatase ha dirigido el hotel desde su inauguración, creo que ya han pasado unos siete años de eso. Pero a lo que voy: no conozco ningún trabajador del hotel, y eso que me hablo con la mayoría, que haya visto a ese Collins rondar por el edificio. Al parecer era muy celoso de su intimidad y, por lo que dicen, siempre ha vivido oculto tras el trabajo de la señora Newman, la mujer a la que, desde el principio, todo el personal ha creído directora del Majestic. Bueno, en realidad, de puertas afuera así ha sido… No sé… Esto pinta muy extraño. Debía de ser ese Collins un hombre de lo más excéntrico. Le imagino observando nuestro trabajo con vestimenta de incógnito. Entrando a esta tienda como si fuera un cliente más. Tanto tiempo…, porque fíjese, estamos hablando de siete años con sus miles de días… —la joven rubia dejó su palabrería aparte para ahondar en el blanco del rostro que tenía enfrente—. ¿Se encuentra bien?

Bajé la mirada. Con movimiento de autómata dejé sobre el mostrador los trescientos cincuenta dólares. La chica, entre titubeos, se dio cuenta de la falta de mi interés para lo que le restase por relatar. Se limitó a contar el dinero; después, a recopilar las monedas que me debía.

—Quédese con el cambio —fueron las cuatro únicas palabras escapadas de mi boca.

Sin fuerzas para un simple adiós, salí de la tienda y atravesé la planta baja del hotel. Luego acabé metiéndome en uno de los ascensores del

hall. Pulsé un botón con dos dígitos marcando su centro. Piso 20.

Mis nudillos nacaraban la piel, clavadas las uñas en la bolsa que contenía la ropa y la nueva imagen de aquel tipo, del extraño con el que había compartido tantos peligros, ahora sobradamente nimios si se comparaban con mi arriesgado regreso a su lado, en la habitación 2023.

Dos personas me habían aconsejado alejarme de Cameron Collins: Johanna y Andriy Marenko. El segundo, muerto. La primera, viva; por ahora. O eso imaginaba.

Horas antes de partir a Dubái, la voz de mi hermana acuciándome a no dar ni un solo paso hacia ese hombre: «No te acerques a Cameron Collins por nada en el mundo».

Cegada por el amor inverosímil, aquello que hubiera descubierto Johanna sobre el bróker de dos caras me sonó a falsa advertencia. Craso error.

El ascensor terminó su viaje en la planta 20. Tal había sido mi deseo.

Al fondo del pasillo y tras la puerta marcada con el número 2023 me esperaría el hombre más peligroso de cuantos había afrontado en la vida, dispuesto a retomar la mentira que me hiciera creer cuán agradecido se sentía por haber expuesto mi vida solo para salvar la suya.

Un juego. Para Cameron Collins el riesgo de mi vida había sido un simple juego.

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