Aria

Aria


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—¡Sabías muy bien por qué esta mujer jamás abandonaría la operación! Y eso no es excusa para utilizar a nadie y menos enfrentarle a su propia muerte. —La furia de Cameron cruzó la habitación hasta detenerse frente a la puerta del cuarto baño—. ¡¿Ahora quién cojones va a sacarla de esta mierda?! ¿Tú? ¿Yo? ¿Tu puta veintena de agentes contra los cientos de miles a la voz de Kent? Nunca debimos unir mi plan con el tuyo. Me hubiera bastado mi sola gerencia en el Majestic para acercarme a la Casa Blanca y rendir cuentas. No, tuve que prestar oídos al pobre sobrino del presidente muerto y dejarme inducir por él, por su privilegiada posición en la CIA. ¡Pura mierda me soltaste, Cromwell! ¿A quién querías engañar? Solo a mí, supongo, porque lo que se dice al bando de Kent, más que engañarlos, los has hecho reír a todos con tu caída de ojitos hacia Herta Grubitz.

—Será mejor que calles esa boca antes de que te arrepientas… —amenazó Patrick aún con su contención nerviosa en permanente asiento a mi izquierda.

—¿De que me arrepienta? Si arrepentido estoy, ¿no me ves? Arrepentido de pisar este motel de mierda en la víspera de que nos manden al infierno, arrepentido por haberme fiado de tu sobrado talento como espía, puesto en evidencia por ese polvo que te negó la puta de Grubitz. ¿Arrepentido? Sí…, arrepentido de haber hecho de esa mujer que tienes al lado una loca suicida a la que ahora todo el Gobierno quiere dar caza… Pero tú no entiendes nada de lo que te digo… —Cameron miró al suelo y nos soltó una sonrisa lastimosa—. ¡Qué coño vas a entender tú! Eres un puto loco de la CIA como todos los demás. Os basta que un ratón os cruce entre los pies para apretar el gatillo y exponer a las balas a todos los que os siguen… —Nos dio su espalda en su camino hacia el baño—. Maldito cabrón…

A medio trayecto, Cameron se inclinó para asir una de las cuatro o cinco bolsas de equipaje que rondaban por el suelo. Después se introdujo en el baño y cerró de un portazo.

El ambiente quedó enrarecido por el enfrentamiento de los dos hombres. Sin despegar las manos unidas sobre el regazo, levanté la mirada a Cromwell, quien aún no había digerido la escena de rebeldía montada por su aliado en toda esa misión contra la regencia de Kent.

—Por alusiones quisiera hablar si se me permite… —propuse amparada en el susurro. Cromwell giró su cabeza hacia mí y esperó a que volviera a despegar los labios—. Entiendo que usted cazó al vuelo mis sentimientos hacia Cameron. Quiero decir, que antes de que me involucrara en la misión de robar la llave al presidente usted era consciente de mi…

—… amor por Collins. Claro… —me interrumpió—. Era consciente de lo mucho que usted le quería, y de lo que Collins sentía por usted.

—¿De lo que Collins sentía por mí?

—¿Me está tomando el pelo? ¿Es que no le ve? Ahí le tiene, como un animal sin control maldiciendo el día en que usted accedió a ayudarnos. —Patrick se levantó del borde de la cama y se sirvió de la nevera un wiski solo. Al derramar el líquido en su vaso levantó los ojos y me miró bajo un completo mutis. Caminó hacia mí. Volvió a sentarse a mi izquierda, en la cama donde yo había estado sentada toda esa mañana. Tomó un sorbo de su wiski y me dijo—: Collins la ama mucho más de lo que usted pueda imaginarse, desde que tenían quince años, ¿no es así? En un refugio para librarse de los tornados o algo parecido…; ¿no fue ese el lugar donde se conocieron? —A su pregunta, asentí tímidamente. Él dio su segundo sorbo al alcohol convertido en su desayuno—. Ese es el gran hándicap de Collins: amarla sin saber evitarle el peligro. No soportaría verla morir por su culpa. Pero como ya le he dicho, no hay vuelta atrás; o está bajo nuestra protección o morirá si la exponemos a ojos de otros, a menos que quiera acabar usted con su propia vida, cosa que, ya le adelanto, impediré a toda costa.

—Le he oído decir que antes de que me convirtiera en Amanda yo accedí a ayudarles de buena gana…

—Eso es. Ni el mismo Collins sería capaz de hacerla bajar del tren que la llevaba directa al robo de la llave del presidente Kent.

—Bien…, pero ¿cómo Cameron llegó a contactar conmigo después de diecisiete años?

—A través de su hermana Johanna.

—¿Qué…?

—Desde 2002, Johanna Greenwood era una de las principales ingenieras informáticas de la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional administrada por el Departamento de Defensa con sede en Fort Meade, a treinta y tres kilómetros de Washington. —Cromwell detuvo su discurso ante la blanca incredulidad de su interlocutora—. Observando su cara, era de lógica pensar que su hermana no la había hecho partícipe de esta información…

Tragué saliva y dije:

—Sabía que desde el 11-S Jo trabajaba para el Estado, pero en tareas relacionadas con el control informático para los ayuntamientos de Maryland…

—Efectivamente… Ese ha sido durante estos años su empleo tapadera como empleada civil en el Departamento de Estado. Entienda que una agente especial anexa a la NSA, como era su hermana, no puede constar en ninguna base de datos…

Respiré hondo. No iba a permitir que la situación derivara hacia ese punto de surrealismo.

—Mire…, creo que se equivoca…

Patrick se preparó para arrebatarme el último rescoldo de la ingenuidad que mi espíritu aún retenía intacto. Me arrojó una expresión casi paternal, y me hizo sentir completamente imbécil.

—Desde ya le pido que perdone a su hermana —dijo—, puesto que la dirección de la NSA la instaría a mentir a su familia y amigos respecto a su labor secreta para el Gobierno. Es una prioridad proteger a los nuestros cuando se trata de un oficio que compromete la Seguridad del Estado.

—¿Qué está intentando decirme…? ¡Maldita sea! No siga metiendo a Johanna en esto.

—Al contrario. En realidad fue ella quien acabaría metiéndonos a todos en este asunto de la clave. Como le digo, su hermana llegó a convertirse en una de la principales ingenieras informáticas de la NSA. Nada más hacerse con la vicepresidencia del país, Kent urdió su plan para la creación de la clave, y en enero de 2009, junto a sus aliados en la NSA, encargó la creación de las tres llaves a Johanna Greenwood y a otros dos de sus compañeros del departamento de ingeniería.

—Eso es imposible, Cromwell.

—Su hermana es indirectamente la máxima responsable de que usted, Collins y yo estemos ahora esquivando balas. Claro que, en el mismo proceso de creación de la clave, Johanna Greenwood no tendría ni la más remota idea de a quién irían destinados esos tres artefactos, o bajo qué propósitos se utilizarían. Ella se limitó a cumplir órdenes, nada más. —El agente contempló mi escepticismo, cuya contención me había dejado con la boca semiabierta. Prosiguió con su discurso, esta vez apoyándose en tres dedos ahora estirados—. Johanna Greenwood, Henry Boyle y Mark Smithson, nombres de los tres ingenieros de la NSA a los que encomendaron, bajo secreto, un encargo venido del director de la CIA, Adam Reynolds, viejo amigo del recién nombrado vicepresidente Kent. No había que pedir más explicaciones para llevarle a casa el pedido al cliente, ¿no cree?

—Dice que Cameron contactó con Johanna…

—Sí… y no. En realidad, Johanna jamás vio a Collins en persona. Y Collins… Él me localizó por una cuestión personal que deseaba resolver también relacionada con la Casa Blanca y…, en fin, yo acepté a ayudarle a cambio de que colaborase conmigo en mi cruzada contra el presidente. En realidad, nuestros caminos estaban destinados a cruzarse por el parecido de nuestros objetivos. Pero ese es otro tema… —Aspiró el aire que le ayudaba a centralizar su conversación—. Antes de que Collins pudiera toparse con Johanna Greenwood, nos decantamos por investigar el proceso de creación de la clave; había que forzar una entrevista privada con los artífices del ingenio para que nos acercaran a los planos de construcción y a las maneras de uso. Estudiamos los tres historiales de los ingenieros responsables. Pero de inmediato vimos que las tres posibilidades de éxito acabarían reduciéndose a una sola: dos de los tres ingenieros artífices, Henry Boyle y Mark Smithson, integraban el grupo de las treinta y siete personas que perdieron la vida en el Air Force One. Más tarde supe que, en diciembre de 2013, ambos habían sido ascendidos y enviados al departamento informático de la Casa Blanca, y que aquel fatídico día debían cumplir jornada junto al presidente Murray. Johanna Greenwood se convirtió, pues, en la única y primera referencia para adentrarnos en lo que significaba la clave para el resto del mundo. Desde mi despacho en la agencia indagamos en el historial de su hermana. Para nuestra sorpresa, había abandonado su puesto en la NSA hacía un mes. De un día para otro, renunció a una vida entregada a la Seguridad Nacional por otra bien distinta: la de una común ama de casa en el privilegiado barrio de Georgetown. Pero ¿cómo no hacerlo…? Christopher Wyman, magnate de la ingeniería moderna para el Ejército, todo un partidazo, ¿no cree?

—Ahora Johanna es feliz —le informé con la autoridad justa que le hiciera comprender que no deseaba ver a mi hermana de otro modo.

—No lo dudo, y ni yo ni mis hombres seremos los que amenacen el estado de buena ventura marital de su hermana, créame. Pero he de decirle que en vista de la estrenada vida de Johanna tuvimos que adentrarnos en todas sus antiguas y nuevas referencias, tanto sociales como burocráticas: infancia, familia, amigos, IP de su ordenador, marca y matrícula de su coche, todo.

—Y es ahí cuando yo aparezco en escena, ¿no?

—Su nombre, Madison Greenwood, única hermana de nuestro posible salvoconducto, había sido escrito de forma casual en el informe de investigación; pero Collins no llegó a leerlo hasta más tarde. No fue hasta que mandé a uno de mis agentes a fotografiar el día a día de su hermana por Georgetown. En una de las fotografías a las que un día accedió Collins aparecía usted acompañando a su hermana en una tranquila tarde de compras. Collins la reconoció al instante, y el cielo volvió a abrirse para todos. Cierto era que las conexiones de Johanna con la NSA habían quedado por completo anuladas, y qué decir tenía que secuestrar a la esposa de un asociado al Departamento de Defensa no sería más que complicarnos la existencia. Nos sobrevino entonces la esperanza del posible reencuentro de Collins con su amiguita de Oklahoma, al margen de esos diecisiete años sin saber nada uno del otro.

—Me sustituisteis por Johanna…

—Fue todo muy rápido. Collins se presentó un día en la cafetería donde usted trabajaba y allí volvieron a recordarse mutuamente el amor que se profesaron de adolescentes. Ninguno de los dos había perdido ni un ápice del recuerdo que los unió. A los dos días de su reencuentro con Collins, usted estaba dispuesta a dejarlo todo por él: su matrimonio, su trabajo, su casa… Tengo que decirle que Cameron jamás se habría presentado delante de usted si no hubiera sido por mi insistencia, aunque la afección que Collins sintió tras su reencuentro hizo el resto…

—¿Afección?

—Ya se lo he dicho. Cameron ha disfrutado de unas cuantas mujeres en su vida, pero ninguna ha logrado ocupar el hueco que su amor le dejó. En resumen, el señor Collins sigue tan enamorado de usted como la vez en la que lo encontró siendo un chiquillo perdido en Oklahoma. Y verla de nuevo en el punto de mira le está haciendo perder los estribos… —El rostro de Cromwell palideció de repente. Desvió su atención a aquella parte de su mente que le había obstaculizado repentinamente el habla. Recuperó su interés por las hojas de papel esparcidas por la mesa—. Joder… Wyman… Wyman… ¡Joder, lo teníamos delante!

—¿Qué es lo que pasa?

—Christopher Wyman, el marido de su hermana… —dijo con su lengua entorpecida por un enaltecido estado de nervios—. El padre… El padre de Christopher…

—¿Qué pasa con él?

Cromwell me acercó la lista de los quince nombres elegidos para la cohorte de 198081 de los Skull & Bones. Me obligó a volver a repasarla:

1. Charles L. Townsend 2. Steve Renbeck 3. Peter T. Jensen 4. Viktor Zharkov 5. Paul. L. Walker 6. Scott McCallister 7. Richard C. Wyman 8. Jason Howells…

Richard C. Wyman… El número 7.

—Pero esto no quiere decir nada… —le adelanté consciente del grado de paranoia germinado en todo lo acontecido en la última hora.

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde el casamiento de su hermana?

—Ocho, nueve meses… Pero…

—¿Y cuánto duró el noviazgo de su hermana con Christopher Wyman?

—Estu… Estuvieron muy poco… No sé si llegó a los dos meses. Pero no desvaríe, Cromwell. Puede ser una coincidencia… —repuse airada—. ¿Cuántos cientos de miles de hombres apellidados Wyman habrá en este país?

Cromwell no contestó. Me llevó hacia el pequeño escritorio apoyado en la pared del fondo. Levantó un plástico negro. Lo dejó caer al suelo. A la vista se desplegó sobre la mesa todo un arsenal informático: dos portátiles, una impresora, un escáner, una torre de tamaño mediano que supuse un servidor a conexiones exteriores, un extraño aparato metálico similar a un módem… Todo conectado por una decena de cables enmarañados tras las pantallas de los ordenadores. Me invitó a sentarme en una de las dos sillas frente al escritorio.

El agente tecleó frenético uno de los teclados. El buscador de Google le concedió al instante el acceso a la página web oficial de Wyman Technologies, empresa que heredó Christopher a la muerte de su padre hacía ya casi un año. Cromwell tomó aire:

—El grado de coincidencia se reduce si le digo que el nombre de pila también corresponde con el mismo que eligió la abuela de su cuñado para su hijo, o sea, el padre de Christopher, Richard C. Wyman.

La página web de Wyman Technologies comenzó a desplegar toda su pompa y honorabilidad en la pantalla. Cromwell dejó de lado el menú correspondiente a la presentación de proyectos tecnológicos para el Gobierno, y llevó el puntero a colocarse sobre el archivo que contenía el árbol genealógico de la empresa. La siguiente página acabó desplegando las fotos de los dos hombres, padre e hijo, encargados de la antigua y actual gerencia de la principal empresa al servicio del Departamento de Defensa. Dos fotos, grandes, de medio cuerpo. A la derecha de la pantalla, el rostro de Christopher se mostraba muy atractivo y sonriente. Casi dulce. Algo más serio, su padre, a la izquierda; un hombre de unos sesenta años, delgado, de incuestionable presencia directiva y ojos expresivos. Bajo esa foto, una dedicatoria: «Fundador y Presidente de Honor Richard C. Wyman (1954-2014). Con el abrazo del Señor, te recordamos».

La voz de Cromwell me sobresaltó:

—¡Que me parta un rayo si el joven número siete de esos Skull no es el mismo viejo que ha dirigido Wyman Technologies durante treinta años!

Patrick me plantó enfrente la imagen de los quince pupilos de aquella orden secreta nacida en Yale. En efecto. Era el mismo hombre, la misma caída de cejas, la misma sonrisa hierática y visiblemente forzada.

—Y ahora escúcheme, Greenwood. —El desconcierto me alejaba de discernir las palabras que Cromwell me lanzaba—. ¿Johanna le habló alguna vez de retomar su trabajo en Wyman Technologies?

—¿Cómo?

—Madison Greenwood, necesito que me escuche atentamente y responda a mis preguntas. —Cromwell me tomó por los hombros, caídos al tiempo que el raciocinio—. ¿Su hermana le comentó alguna vez que iba a volver a su puesto de ingeniera informática, o que realizaría alguna otra tarea concerniente a la empresa de su marido?

—Johanna me dijo que… Había comenzado a trabajar en un proyecto que Christopher le había pedido de forma confidencial.

—¿Qué proyecto?

—Thalion, un programa de seguridad informática. Dijo que ya había trabajado en ese programa anteriormente, que un amigo de Seguridad Nacional le filtraba información a través de un canal encriptado.

—Tenemos al portador de la tercera llave de la clave.

—¿Qué…?

—Richard C. Wyman es el empresario de armas que completa la alianza de la clave. A su muerte, la llave ha tenido que pasar a manos de su hijo Christopher.

—Pero no hay prueba de eso… Creo que es pronto para esas conjeturas —le solté. Hice el amago de levantarme de mi asiento del colchón. Deseaba respirar aire fresco.

—Pero ¿no se da cuenta, Greenwood? —Cromwell retuvo mi intento de escapar de su lado—. Ante el robo de la llave del presidente Kent, a la muerte de Richard, su padre, Christopher Wyman realizó la misma búsqueda que yo y mis hombres. Fue a la caza de los creadores de la clave. Forzó un encuentro, llamémoslo casual, con su hermana. La sedujo, se casó con ella con el fin de tenerla cerca viviendo en su misma casa, protegida. Johanna guardaba consigo el origen de la clave y Wyman planeó acercarse a ella antes de que nadie pudiera hacerlo.

—Y dígame…, ¿con qué propósito Christopher iba a hacer tal cosa?

—Recuerde que le robamos a la Triple Alianza la primera de sus llaves. Y que Wyman, al igual que su amigo el presidente Kent, tiene miedo de que la clave caiga en manos enemigas. Sé que estamos dando palos de ciego, pero es probable que con ese proyecto del que me acaba de hablar, Thalion, su todopoderoso cuñado intente hacerse con todo lo atesorado en la clave gracias al trabajo indirecto de su hermana; inducir una manipulación informática de la clave para hacerla suya, y de ese modo potenciar el alcance de la tercera llave en su propiedad, en detrimento de las otras dos.

—¿Está intentando decirme que Christopher ha utilizado a mi hermana por esa miserable clave?

—No suena demasiado romántico, pero sí. Así es. Sea consciente del escaso tiempo del noviazgo y la prisa que tenía Christopher en casarse con su hermana. El matrimonio le permitiría alejar a Johanna de la sociedad que la conocía y poder así semiocultarla dentro de la mansión Wyman, cuya alta vigilancia es de sobra conocida por la agencia y el Gobierno. Un simple paso intruso en la noche por los jardines Wyman y en medio segundo la mitad del ejército estadounidense se persona en el acto. La CIA no ha logrado meter demasiada mano al clan Wyman. Las cuentas, los móviles, los movimientos informáticos de Wyman Technologies se protegen bajo un sistema de cifrado infalible, imposible de desencriptar, por algo es la principal empresa tecnológica aliada del Pentágono. Dígame, Greenwood: ¿tiene sentido que su hermana le dijera que trabajaba en un nuevo sistema de seguridad informático cuando Wyman ya contaba desde hace años con el más potente?

Contuve el aliento ante la evidencia que me mostraba el agente de la CIA. El pensamiento se me quedó bloqueado, y la lengua a duras penas reaccionaba al impulso eléctrico que le enviaba el cerebro.

—Puede… Puede que tenga razón… —susurré con sudores fríos recorriéndome el cuerpo—. Recuerdo que Johanna evitó… hablarme demasiado de ese proyecto suyo… La sentí nerviosa…

—Su hermana no querría que usted entreviera su pasado con la NSA, nada más. Christopher podría haberse inventado cualquier señuelo para atraerla e involucrarla, sin ella saberlo, en la manipulación de la clave Ishtar, el sistema de memoria y pruebas criminales que lo ataba a Kent y a los Zharkov.

Quedé absorta en mi pensamiento, presa del miedo más atroz por el destino de la única persona de confianza que me quedaba con vida.

—Johanna está en peligro… —balbucí.

—De forma permanente, señorita Greenwood —añadió el agente sentado a mi derecha—. Es necesario que nos demos prisa para…

—Tú no te mueves de aquí, cabrón —ordenó una voz a nuestra espalda.

Miré hacia Cromwell. El cañón de una pistola le apuntaba directo a la sien. Me eché hacia atrás sin dar crédito al giro de nuestra suerte.

Cameron insistía en apretar la embocadura de su arma contra el cráneo del agente con el que se había acompañado cada día, cada hora desde el inicio de su evasión. Había cambiado su vestimenta negra por una camisa a cuadros azul y unos vaqueros.

—Cameron…, ¿qué estás haciendo? —le dije sin todavía reconocerle.

Los ojos le brillaban, arrebatados.

—Ella se viene conmigo —le soltó a Cromwell.

La imagen de Cameron disparando a Cromwell cruzó por mi mente cargada de convencimiento. La carga de turbación en el cerebro fue tal que no me vi capaz de discernir entre la realidad y la quimera consecuentes al hundimiento del gatillo.

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