Aria

Aria


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—Sabrá usted que su tía sobrellevaba un principio de demencia senil. Pudieron diagnosticárselo en la cárcel de Mabel Basset a últimos de 2013. Por lo que tengo entendido, seguía una medicación. Recuerdo una de sus llamadas en octubre. Me habló del agravamiento de su enfermedad, posiblemente hacia finales de este año, de que ya no podría andar sola y de que necesitaría de asistencia para su cuidado básico. Quedé tranquilo al saber de su boca que contaría con la compañía de su sobrina…, usted, imagino… —barruntó Henderson.

Permanecí silenciosa, abstraída en los múltiples momentos en los que mi tía se había disculpado por olvidarse de esto y aquello. Jamás le di importancia. Comprendí entonces los consecutivos olvidos de su día a día, el más grave: no acordarse de la verdadera identidad de Cameron Collins después, incluso, de su supuesto pacto con él a fin de recuperarme. La demencia le hizo olvidar lo planeado con el director del hotel, mientras este se encontraba ausente, en Canadá, bajo la protección y disposición de la CIA. Con la llegada de su sobrina, Gloria se dejó llevar por los impulsos de esta para pisar el Golden’s Club. Todo fuera por ver consumado el amor de su «niña» por ese hombre. La selección de recuerdos a largo plazo que su mente le concedía dejó intacto su deseo de reencontrarme con Cameron. Quizá un deseo demasiado intenso para perecer en los primeros meses de su enfermedad.

—Intuyo que su tía no le contó nada… —continuó el colegiado—. En fin, tengo en mi despacho los exámenes neurológicos que así lo corroboran. Gloria los adjuntó como prueba de que a la firma de su testamento se hallaba en plenas facultades mentales. Así lo constaté, y así yo mismo lo firmé. Le puedo garantizar que la demencia comenzó a atacarle de forma evidente dos meses más tarde de nuestro primer encuentro. Fue el tiempo en el que se contaban por decenas sus llamadas a mi despacho. Siempre preocupada por si, tras su fallecimiento, faltase algún documento que impidiera su deseo de dejarle todo a usted. Como puede imaginar, a las pocas horas de haberle reiterado a su tía que todo estaba bajo control, ella volvía a llamarme para preguntarme por lo mismo. Pero al margen de los pormenores de su enfermedad, me dejó bien claro que, a su muerte, debía telefonear a este número. No creí que fuera a ser tan pronto… Ni que lo hubiera planeado su tía con tanta premeditación… —El hombre esperó algún tipo de reacción por mi parte. Solo halló el eco de su terrible declaración—. ¿Está usted ahí, señorita Greenwood?

—Sí —pudo sonsacarme.

—He sido un idiota. Podría haberle avisado a usted antes de… Al menos intuido que… —Se le notó un tanto afectado—. Pero jamás pensé que su tía se quitaría la vida… Era una mujer con mucha energía. Eso me llevó a creer que sobrellevaría el agravamiento de su enfermedad junto a usted. Lo siento de verdad.

—Gracias, señor Henderson —le lancé con tono concluyente.

El abogado entendió mi poca gana de hablar tras la conversación mantenida y tan cerca de llevarse a término el sepelio de mi tía. Henderson me invitó a verle en su despacho en Washington, a la semana siguiente. Le aseguré mi visita. Corté la comunicación en el momento justo en el que el ataúd de mi tía era sacado a pie de calle sobre un carrito metálico. Dos hombres —vestidos de negro para la ocasión— introdujeron el féretro en el coche fúnebre. Frente al tanatorio de Broken Bow, la cortina de nieve lograba ralentizar el tiempo como si me hallase en medio de una irrealidad, protagonista de un horrible cuento de Poe, y donde la desgracia fuera el

leitmotiv de su trama. Los señores Harris me llamaron para que me acercara a ellos. Era momento de meterse en su Land Rover y aceptar el papel de la siniestra y paupérrima comitiva.

* * *

Dos horas más tarde de la llamada de Henderson, y en compañía de los señores Harris, contemplaría el trozo de tierra convertido ya en la tumba de Gloria Greenwood. Olivia Harris se mantuvo callada un buen tiempo, alejándose de su esencia parlanchina. Y es que la sobrina de la fallecida precisaba estar sola más que la comida o el descanso, necesitaba estar sola por unas horas; o por toda una vida.

Pensé en la hospitalidad de los señores Harris durante ese día de infierno en Broken Bow. Desde el funesto encuentro con mi tía, se habían encargado absolutamente de todo: ofrecerme sabrosa comida, desaborida a mi paladar, cama de insomnio y conversación tan animosa como prescindible. Muy amable, el matrimonio me mostró toda su discreción respecto al suicidio de mi tía. Aunque resultó inevitable la intervención policial que lanzó el sobrecogedor acontecimiento a la prensa local y, por ende, a oídos de todos los habitantes de Broken Bow. Por supuesto, la comidilla —creada por los hartos de aburrimiento— no se hizo esperar, así como la distorsión de una realidad para gozo del chismorreo. Pero los señores Harris se las ingeniaron para que ningún comentario desafortunado llegara a mis oídos, tales como «ha muerto la asesina de Barbara Brennan», «esa mujer ha merecido la vida que ha tenido», «que se pudra en el infierno», o algo parecido.

Al retirarse el sacerdote y sus enterradores, el cementerio acogió, en su obligado silencio, el graznido de un cuervo que acabó posándose en la cruz de hierro de Valentina Castro. El animal de un plumaje azabache se dedicó a contemplarnos con irritantes movimientos de cuello.

Bajé la mirada.

Intenté evocar el cuerpo de mi tía, reposado en su lecho mortuorio. Estaba preciosa. En una tienda de Broken Bow —que la propietaria, amiga de Olivia Harris, nos abrió

ex professo, pues era domingo—, me hice con un bonito vestido azul cielo, su color preferido. Una vez maquillada en el ataúd, la gran Gloria Greenwood consiguió irradiar la luz de una reina eterna. Una luz que no dejaría de deslumbrar allí donde fuera, quizá junto a mi padre o su hijo Dwayne, o con ambos.

No me atreví a separarla de sus fotografías. Ni de la de su hijo con su novia en los cayos de Florida, ni de en la que ella y yo salíamos retratadas tan felices como acostumbrábamos a estarlo juntas, en ese campo de flores junto al lago Broken Bow. La amortajaron con los dos marcos sobre su vientre y entre sus manos. Así ella me lo había sugerido en su fuga, llevándose consigo aquello que consideraba de más valor en su vida.

—Madison, nosotros nos vamos al coche. Hace frío, no tardes o cogerás un catarro —me alentó la señora Harris palmeándome un hombro.

—Iré en dos minutos —dije sin despegar la mirada de la improvisada cruz de madera que había clavado el personal del cementerio a la cabeza de la tumba.

Por fin, a solas con ella. Yo de pie, bajo el cielo, ella acostada, bajo la tierra. No me pareció justo. Nada lo era. Por muy mayor que fuera, por muy enferma que se sintiera…, ¿por qué no había dejado que su sobrina la cuidase? ¿Por qué me había hecho sentir tan inútil con su suicidio, tan desmerecedora de su cariño?

Los ojos se vieron faltos de fuerza para crear la primera lágrima concebida por la muerte de mi tía. Ni yo misma llegaba a entender el yermo estado de mis lagrimales ante tan funesto acontecimiento en mi vida. Comprendí entonces que las lágrimas no siempre se vuelven acreedoras del dolor más intenso.

—Lo has conseguido, vieja cabezota… Lo has conseguido —le dije con toda la comprensión que el corazón se negaba a inculcarle a todo mi ser.

Después le sonreí al cielo, encapotado de blancos y grises.

Gloria había vencido a su tortuoso pasado. Y si existía un paraíso, por mucho que los ángeles ahora le recalcasen una y otra vez las reglas para seguir en la eternidad, yo sabía que mi tía, liberada ya de todo su penar, haría del Jardín del Edén una gran chocolatería celestial, la que había deseado siempre para Broken Bow. Con el uso de su buen ojo empresarial contrataría para la barra a Jesucristo por su buena dialéctica con la gente, a san Pedro para abrir la puerta a la clientela y, de paso, fregar los suelos. No podría faltar ni Judas, al que le reservaría la tarea más tediosa: limpiar toda la loza, y, por Dios, que no quede ninguna mancha sin quitar. Gloria’s Muffins volvería a abrir sus puertas allá donde nadie se atrevería a cerrarlas jamás.

Me alejé despacio de la tumba de mi tía, sintiéndome tontamente culpable por dejarla allí, sola y bajo tierra.

El cuervo que no había dejado de observarme desde la cruz de Valentina retomó su vuelo lanzándome un segundo graznido, todavía más desagradable. Agitó sus alas por encima de mi cabeza, y con un nuevo chillido sacado de su gaznate tomó altura para perderse en su aleteo más allá del bosque frente al campo santo.

Pájaros de mal agüero, les llamaban las viejas de Broken Bow. Pero en esa tarde no estaba yo para creer en leyendas funestas. El infortunio ya se había recreado suficiente conmigo separándome en un mismo día de Cameron y de mi tía Gloria. En un mes volvería a tomar las riendas de mi vida.

¿Lo conseguiría?

Nada más lejos de la realidad.

* * *

Regresamos al pueblo a las seis y media de la tarde. Los Harris quisieron distraerme convidándome a descubrir las maravillas de su pequeña granja; conseguir que aquella pobre desgraciada pensase en otra cosa en uno de los días más aciagos de su vida. Nos quedamos un buen tiempo en el interior de la cuadra, admirando el instinto maternal de una preciosa yegua cuidando de su corcelillo de apenas una semana de vida. Pronto supieron de mi amor por los caballos y de mi sueño frustrado por dedicarme a la veterinaria. «Nunca es tarde», me dijeron. Por mi inmediata caída de ojos entendieron que aquel sueño ya se me había escapado de las manos hacía tiempo. Las causas ya no importaban.

Transcurrida la media hora, el matrimonio dispuso burlarse de la fría y recién caída noche con la rutina que los acercaba a la chimenea del hogar cada día de cada invierno. En mi compañía y en aras de aquel recogimiento, sumaron además la degustación de una rica merienda preparada en mi honor. Pero los deliciosos bollos de Olivia Harris habrían de esperar. Antes, Madison Greenwood debía dejar zanjado un asunto. Y a punto de entrar en la casa me atreví a pedirles un paseo en su coche. «¿Y adónde vas a ir?», me preguntó él. «Necesito estar sola, no más de una hora», le contesté con el brillo de la verdad prendido en la mirada.

No sin antes asegurarse de que pasaría la noche con ellos, el hombre accedió a darme las llaves de su viejo Land Rover. Me aconsejó varios sitios, sellados al paso por la nevada, por los que no debía meterme con el coche. «Aunque haya dejado de nevar, rodea el pueblo o te verás hundida de nieve hasta el cuello», me recomendó el señor Harris, no muy seguro de dejarme marchar.

La transmisión del Land Rover se trababa en el camino, quejosa ante la falta de la mano hábil que la había conducido por esas lindes en los últimos veinte años. Concentré mi atención en la carretera. Conocía a la perfección el itinerario para completar. Pasé de largo el cementerio que ya albergaba el descanso de mi tía. Giré a la derecha, y pese a la dificultosa conducción teniendo que aplastar kilos de nieve sobre el asfalto, pude acercarme lo suficiente a mi objetivo: la granja de los Clarkson.

Acuciada por el abandono y a la luz de la luna, la casa se mostraba más inhóspita y siniestra que hacía diecisiete años. Su techo había terminado por ceder, hundida parte de su estructura lateral. Aparqué el coche junto al pozo de la finca. De los asientos traseros rescaté una gran linterna de pilas de la que me había percatado en el último trayecto realizado con los Harris.

Me desplacé en la noche hasta situar mis pies frente al lugar donde aún debía perdurar la trampilla de madera que ocultaba, soterrado, el refugio para tornados. El hueco de cuatro por tres cavado en la tierra para acoger —en su último tiempo de uso— los primeros besos de mi inocencia.

Con las dos manos arrastré la gran cantidad de nieve que cubría la puerta. La argolla quedó libre, a la vista. Tiré de ella hacia arriba. La madera crujió a mi empuje. Dejé caer la portezuela hacia atrás. Los enormes pernios lanzaron al aire el sonido de su desuso. Enseguida acudió a mi nariz un olor pútrido y húmedo, proveniente de una profundidad capaz de ahondar en el más inhumado recuerdo. Era más que probable que los últimos en respirar ahí abajo hubieran sido aquellos jóvenes a los que el amor les había jugado un mala pasada.

La apertura del refugio aguardaba al acecho mi bajada a la oscuridad. Posé un pie en la escalerilla de madera. El tiempo logró apiadarse de su resistencia y pude descender sin problemas. Encendí la linterna.

Todo había quedado tal y como se había abandonado la mañana en que la policía entró para llevarse a Cameron lejos de mi vida.

Las mantas en el suelo, las latas de conservas, los tenedores, las cucharas, los libros leídos y releídos; las vendas que utilizó mi improvisado arte curativo para recomponer la normalidad de su tobillo; y la promesa. La promesa escrita en la pared, aguardando a través de los años el cumplimiento por parte de ambos: volver a vernos, en ese mismo lugar, el 25 de noviembre de 2021. Cómputo clave para proseguir con nuestro amor para el resto de nuestra vida, salvando así adversidades miles que pudieran alejarnos de aquel juramento.

La luz de la linterna intensificó el blanco de la tiza todavía muy visible en el cemento. Faltaban seis largos años para esa fecha. Una fecha que, analizando mi subconsciente, jamás había llegado a abandonarme: en la tarde de mi compromiso con Larry, en el día de mi boda, en el momento en el que, por segunda vez, el nombre de Cameron Collins recondujo mis pasos, hasta verme allí, diecisiete años más tarde, contemplando la fecha de un desengaño, de un intento fallido por revivir aquello capaz de complementar mi existencia como mujer. Pero todo había cambiado, al tiempo que nada había sido alterado: como él deseaba, seguiría mi camino; él por el suyo, directo a una muerte más que segura.

Cameron no se presentaría jamás por allí, ni el 25 de noviembre de 2021 ni ningún otro día. Era del todo obvio que, mientras él siguiera con vida, se distanciaría del propósito de unirse a mí en cualquier fecha futura; urdida ya nuestra separación, solo por protegerme de él y de su entorno. «Así lo has querido, Cameron. Pese a todo, así lo has querido».

Extraje de mi bolso el medallón celta de Cameron. El

Bythol heredado de su abuelo paterno. Lo sopesé en la mano. Lo acaricié. Y lo devolví al mismo lugar de donde había emergido su significado intrínseco para mi existencia. La prueba física de que una vez dimos fe, ingenuos, a una fantasía, a una promesa que, sujeta a la utopía del núbil, necia al abominable asentamiento de la madurez, dejamos caer en las fauces de aquel que todo lo engulle: el tiempo.

Al posar el medallón en la pared, sentí su circunferencia encajar. Su hierro fundirse con la piedra donde lo dejaba abandonado. Como si aquel trozo de metal, durante esos diecisiete años, hubiera echado en falta aquel agujero de tierra viva del que fuera una vez hijo y heredero, raíz primaria del gran árbol de mi sueño amante. Ese día terminaba yo con su leyenda. La muestra de la promesa rota. Jamás habría de catalogarse de otra forma. Y ya nadie se atrevería a cambiarle aquel designio.

Apagué la linterna, salí del refugio, cerré la trampilla y me metí en el coche. «Hijo de puta. ¡Sal de mi cabeza! ¿Por qué no dejas que me duela por mi tía… y no por ti? ¿Vas a entrometerte también en el día de su muerte?».

Estaba claro que sí.

Me arrepentí al instante de haberme acercado hasta la granja de los Clarkson, lugar de encuentro con el pasado torturador que encadenaba el avance de mi vida a capricho del causante de toda mi desgracia. Me prometí no regresar jamás a ese trozo de tierra maldita.

Giré la llave de contacto. El motor me dio su respuesta de arranque.

En el asiento del copiloto el iphone de Valentina Castro emitió el sonido característico de la recepción de mensajes. Detuve el coche justo a la entrada de la granja. Saqué el teléfono de mi bolso. Tecleé la pantalla. Su luz me irradió de azul toda la cara. Un mensaje del número móvil de Cameron. Recordaba su petición de intercambiar nuestros teléfonos y luego verle grabar el suyo en mi agenda, mientras yo conducía el coche «prestado» que nos llevaba hasta Washington tras amerizar en la presa Prettyboy. Leí el mensaje: «Necesitas protección. Reúnete mañana conmigo en la

suite, a las 12.30. No faltes o acabarán matándote. Viktor Zharkov está en Washington».

El vaho de mi aliento se agolpó en la luna de cristal del todoterreno.

Dejé caer la cabeza contra el volante.

Lo que Cameron no sabía es que me encontraba a varios cientos de kilómetros de la capital, perdida en el centro del estado de Oklahoma. Allí donde, sin las pesquisas necesarias, ni Viktor Zharkov ni sus secuaces lograrían encontrarme.

Madison Greenwood por fin estaría a salvo, sí. Pero sin él.

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