Aria

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A la media hora de conseguir la primera llave, me metí en un cibercafé colindante al Majestic para hacerme, vía Internet, con el teléfono del departamento de policía de Thurmont, localidad más próxima a la carretera donde la mafia de los Zharkov intentó acabar conmigo y con Cameron.

Taylor y yo habíamos convenido no hacer llamadas, ni búsquedas por Internet con nuestros respectivos iphones. Era conocido que la CIA o la NSA aprovechaban las conexiones telefónicas para dar con el paradero de cualquiera. Apagamos los iphones y los metimos en la guantera del Chevrolet.

Tras pagarle al ojeroso joven del cibercafé, caminé por la acera justo detrás del Majestic hasta una cabina de teléfono. Me topé de frente con dos policías que volvían de almorzar, dispuestos a continuar su jornada de vigilancia en el hotel. La lluvia les hacía aligerar el paso hasta su coche. Poca atención le prestaron ese par de funcionarios a la mujer que dejaban atrás, aquella que acababa de burlar su trabajo del día.

Oculta por el cristal aguado de la cabina, marqué el número de la comisaría de Thurmont. Por la línea me hice pasar por una estudiante de periodismo de Washington. Por supuesto, mi trabajo para exponer en clase debía atenerse a algún siniestro acaecido en el estado de Maryland, concretamente al suceso de aquel coche caído por un terraplén la tarde del 16 de marzo de 2014.

El joven policía que atendió mi llamaba se mostró extrañado ante mi interés por un caso tan poco atractivo para la ley de Maryland, cuya discreta exposición en los periódicos locales de aquel día de marzo no llegó a sobrepasar el apoyo de quince líneas perdidas en la sección de sucesos. No era de extrañar. Tras el accidente, el control de la CIA sobre mí o sobre Cameron fue absoluto. Según Taylor, con la CIA detrás de los Zharkov, ninguna repercusión le dieron a la intervención de los rusos por acabar con las vidas de Cameron Collins y Amanda Baker. El agente Cromwell se encargó de despistar a la prensa y a la policía local transformando el intento de homicidio en un caso más de accidente automovilístico producido por un conductor con sueño, o algo parecido. Pura maquinación. Luego, a mi salida del Washington Hospital Center, Cameron, junto con Cromwell, protegió mi anonimato hasta verme pisar de nuevo el Majestic.

—¿Dónde dices que se produjo el accidente? —me preguntó el policía con voz cansada.

—En Foxville Road, la carretera 77 al oeste de Thurmont.

OK…, ¿me puedes repetir la pregunta?

—Quisiera saber adónde llevaron el coche siniestrado. Si se lo llevaron a un desguace o bien lo guardaron en algún departamento del Área cincuenta y uno.

Me lamenté del chiste, pues el policía, a sus treinta y tantos, parecía no haber salido del recogimiento de su pueblo desde que echó su primer diente.

—Bien. Espere un momento… No se retire… —me dijo después de darle un bocado a no sé qué tentempié.

Me mantuvo en la línea al menos tres minutos. El policía regresó al auricular tan calmado como un hipopótamo en plena digestión en su charca.

—Eh…, ¿para qué quieres saberlo?

—Es necesario para mi trabajo, un simple nombre para formalizar la documentación, nada más. ¿No pensará que voy a acercarme hasta Thurmont solo para ver un coche hecho chatarra? ¿De qué me iba a servir? Además, he elegido un suceso de Thurmont porque me sentí muy a gusto allí el verano pasado. Soy muy amiga del hijo del alcalde, ¿sabe?

El hombre, al que imaginé tan obeso como a su

alter ego en la charca, inspiró sonoramente antes de decir:

—Según el informe del 16 de marzo de 2014, se lo llevaron a un desguace de Finksburg, al 2350 de Patapsco Road.

Por fin.

Le di las gracias con alegría colegial y colgué.

* * *

Alrededor de las cuatro de la tarde el Chevrolet de Taylor ya pisaba el suelo de Finksburg, a setenta kilómetros al norte de Washington. La lluvia había cesado y la tierra, colmada de agua, dibujaba grandes charcos a los lados del asfalto. La hora de trayecto me sirvió para contarle a Taylor —esta vez con más detalle— todo lo que me había ocurrido desde que partí hacia Dubái: mi encuentro con Alekséi y con su novia Katrina, el salto al vacío desde la planta 108 del Burj Khalifa; y, cómo no, lo trágico de nuestro vuelo hasta alcanzar la Costa Este de los Estados Unidos. Tampoco se me pasó narrarle el último viaje en avión que había realizado, pese a todo lo sufrido, el más difícil de toda mi vida: mi regreso a Broken Bow. Ante mi soliloquio, Taylor mantuvo la escucha con sumo interés, dándole real importancia a mi resistencia física para todo lo vivido. «Tu hijo saldrá igual de loco que tú, estoy seguro. No me explico cómo sigue ahí dentro», me dijo.

A las cuatro y cuarto, el GPS del Chevrolet de Taylor nos indicó abandonar Finksburg y tomar una carretera que nos llevó al extrarradio de la localidad.

A nuestra izquierda, el desguace comenzó a descubrir su cochambrosa recepción en una planicie de tierra arcillosa y encharcada.

Taylor giró hacia la casa de madera y tras sortear varios montículos de tierra detuvo el coche a un metro de las paredes de la vivienda. Un hombre de unos sesenta años tan desdentado como pudiera estarlo uno de ochenta, nos regaló, desde su puerta, un agrio saludo alzando la ceja. Su mono de trabajo, negro de grasa, y la gorra ensombreciéndole la mirada poco habrían de ayudar a afianzarse la clientela.

Decidimos salir del coche. Taylor sacó del maletero una pequeña caja de herramientas y siguió mi paso frente a la casa. De buenas a primeras, el desconocido dio un par de pasos hacia nosotros inspeccionando nuestro porte con sumo descaro. «¿Qué coño querrán estos dos pimpollos de ciudad?». Le di las buenas tardes y le expuse nuestra búsqueda. Se negó a ayudarnos. Es más, negaba cualquier ingreso de un coche accidentado en marzo de 2014 en su desguace.

Saqué mi monedero y le ofrecí a esa vieja urraca el brillo de su propia miseria: ciento cincuenta dólares. El poder del soborno instauró de repente la más horrible sonrisa en el hombre, que intuí se ocupaba a solas del negocio. Por supuesto, la esposa o los hijos se hallarían o bien enterrados o muy lejos de semejante calaña.

—Ah, sí. Lo recuerdo. El coche que dicen lo tengo allí, en el descampado —reveló guardándose los billetes en el bolsillo—. Lo trajeron en esa fecha que dicen ustedes. Creo que solo le quedan los asientos por quitar. Era una buena fiera ese cacharro.

—¿Sabe si se llevaron el GPS? —le pregunté.

—¿El GPS? ¿Quién coño iba a querer un GPS si por quince dólares tienes uno en el mercado negro? Además, este tipo de GPS de Mercedes-Benz creo que no es extraíble, ni siquiera compatible con las demás marcas… El cableado es complicado. Los cabrones así se aseguran la guita… Claro que si hubiera sido otra marca de coche, el propietario de ese carro no lo hubiera contado… El coche creo que dio varias vueltas de campana… Síganme.

El tipejo nos llevó hasta un descampado donde se amontonaba una treintena de carrocerías, tan desnudas de atavíos como la discreción de ese viejo solitario hacia mis pechos.

El Mercedes-Benz de Cameron se encontraba en un extremo, pegado a una valla de madera ladeada sobre su carrocería. Su aspecto era cuando menos lamentable, a falta de cualquier complemento mecánico o eléctrico que le hubiera dado la sola apariencia de un automóvil.

—Aquí lo tienen —señaló el hombre—. El SLK de Mercedes. Cualquiera diría que este trasto fue en su día el puto rey del asfalto.

—Déjenos solos —le soltó Taylor cual león dispuesto a resguardar su manada.

El hombre reaccionó a la sequedad de mi compañero y, sin soltar una sílaba más, dio media vuelta. La urraca retornó a su nido con el ánimo de continuar con su persistente acecho tras las ventanas de la casa.

—Cuanto antes terminemos, mejor —me expuso Taylor.

El Mercedes, de línea deportiva, se hallaba falto de cristales, tan solo un trozo de la luna delantera, terminado en punta, permanecía sujeto a los perfiles inferiores cercanos al parabrisas torcido. El techo estaba completamente hundido sobre los asientos traseros, dejando entrever la salvación de los ocupantes en los asientos delanteros. Taylor levantó su caja de herramientas y con cuidado se sentó en el asiento del piloto. Con sus destornilladores y barras de palanca pudo hacerse en diez minutos con el cuadro del GPS. En la extracción tuvo el máximo cuidado de no dañar ningún cable externo, para posibilitar el acoplamiento a los mandos del Chevrolet. Mientras Taylor ejercía su trabajo, rodeé el coche por su frontal y abrí la abollada puerta del copiloto. No pude sentarme en su plaza. Los cristales yacían en miles de trozos sobre el respaldo y el asiento. Me agaché y abrí la guantera.

—¿Qué haces? —se interesó Taylor con el armazón del GPS ya en las manos.

—Puede haber alguna pista por aquí. No sé…, algo que nos acerque a lo que pasó esa tarde…

De entre los libros técnicos del vehículo apareció una llave, larga y un tanto herrumbrosa, de cuyo extremo pendía un cordón deshilachado.

—A esto me refería —le dije a Taylor.

—No te andes con fantasías —arguyó—. Esa llave puede abrir cualquier cosa sin importancia…

—¿Una llave oxidada en la guantera de un coche fabricado hace dos años? ¿Por qué conservarla sino porque pudiera resultar indispensable?

—Haz lo que quieras. Te la vas a llevar de igual modo —resumió.

Y así fue. La llave fue a parar al bolsillo derecho de mis vaqueros. Tampoco quise dejar allí toda la documentación del vehículo a nombre de Isaak Shameel, supuse traspasada a ese nombre minutos después del accidente por ese jefe de la CIA, Patrick Cromwell. Dicha documentación haría caer en el despiste al enemigo, desapareciendo así la identidad de Cameron Collins del interior del coche siniestrado. Resguardé los papeles bajo mi brazo, pues tales informes podrían ofrecernos algún otro dato clave, impreso en el recibo de su seguro o en el permiso de conducción.

Ya con la pequeña caja del navegador en nuestro poder, regresamos a la entrada de la recepción. El vendedor salió al rellano nada más oírnos.

Volvió a sonreír. Esta vez, masticando un mondadientes.

El GPS nos costó otros cincuenta dólares que extendimos en la sucia mano del viejo.

Sin despedidas, nos marchamos del desguace mordiéndome la lengua ante semejante tipo con la autoridad suficiente para robar a mano armada a cualquier forastero que pasara por su negocio. La felicidad pasaba de largo ante la puerta de esa gente, estaba convencida.

Cruzamos de nuevo la avenida central de Finksburg y detuvimos el coche tras una casa abandonada. A esa hora de la tarde el frío comenzaba a desplegar su más gélido tacto. Apreté los brazos cruzados contra el pecho, de pie, fuera del coche.

Sentado en el asiento del conductor, Taylor tardó unos cuarenta y cinco minutos en instalar la caja del GPS de Cameron en el cuadro eléctrico de su Chevrolet. En la rapidez de la mano se apreciaba la experiencia de un genio en la electrónica. La mirada intensa y vivaz en lo que hacía me hizo reflexionar sobre si realmente Taylor había dedicado su tiempo de oficio a estar tras una barra de bar.

—Desde pequeño siempre me ha gustado la electrónica —repuso ante mi curiosidad—. Armar y desarmar artilugios… me pone cachondo, qué vamos a hacerle.

—Gracias, Taylor —le dije conmovida por su ayuda incondicional. Él dejó de mirar al salpicadero de su coche para reposar los ojos en mí—. Gracias por estar conmigo en esto.

—Así que dejarás que te viole otra vez… —encajó su sorna.

Me dejó noqueada.

—Pero ¿qué comentario es ese? —le dije con abierta sonrisa.

—Ahora te ríes… Esta mañana me hiciste sentir como un cerdo miserable, ¿en qué quedamos?

—No me violaste.

—Repítelo.

—No me violaste, Taylor…

OK —asintió muy serio con la vista puesta ahora en el giro de su destornillador sobre el cuadro de mandos. Luego me dijo—: También es gratis la instalación de esa frase en tu cabeza.

Con el sol salpicándonos su rosáceo atardecer, vimos como al impulso eléctrico del Chevrolet la pantalla del navegador cobraba vida.

Me monté de nuevo en el asiento del copiloto. Taylor dejó sobre mis rodillas la caja del GPS enlazada al cableado extraído del cuadro de mandos del Chevrolet. Investigamos el menú principal del navegador de Cameron. Buscamos la última ruta que aquel aparato debía aún guardar en su disco duro. La encontramos, fechada el 16 de marzo de 2014 a las seis y diez, cincuenta minutos antes del vuelco del coche. La ruta comenzaba a los pies del Majestic Warrior y terminaba a cincuenta millas al noroeste de Washington, en el mismo centro del Parque Nacional Catoctin Mountain, en el condado de Frederick. Calculamos la ruta para seguir desde Finksburg hasta esa coordenada final, última travesía que Cameron y yo dejamos inacabada con la intromisión de los secuaces de Zharkov.

—¿En el mismo Parque Nacional? —conjeturé extrañada.

—Vaya… El señor Collins se nos descubre como un amante de la naturaleza —repuso Taylor—. Es probable que al negarle la llave que le robaste al presidente se viera en la obligación de torturarte en su sótano bajo el suelo de esa reserva natural: ¿qué mejor sitio para que nadie pudiera oír tus gritos? Terminarías confesándole el paradero de la llave, ya lo creo.

—¿Estás esperando a que me ría?

—La verdad…, no espero que tu humor hile tan fino.

—Cameron jamás intentó hacerme daño. No quiero más bromas al respecto. Aún no existen pruebas de sus malas intenciones hacia mí…

—¿Que utilizara tu amor por él no lo prueba? ¿Que te convirtiera en una puta para su plan de desestabilizar a la Triple Alianza no es para ti suficiente justificación?

—No. Creo que algún motivo guardaba.

—Algún motivo… ¿Qué no entendiste de lo que te he contado sobre el cabrón de Collins?

—Está claro que bajo la piel de Amanda colaboré con él sin coacción. Nadie me obligó, Taylor.

—¿Y si la vida de tu hermana Johanna hubiera sido moneda de cambio? ¿No habrías de colaborar con Collins para salvarle la vida a ella?

—Eso es improbable.

—¿Cómo lo sabes?

—Aunque aún no lo recuerde, mi interior me dice que colaboré con Cameron por propio deseo. La razón por la que robamos esa llave al presidente tenía que ser lo suficientemente poderosa como para que la creación de Amanda mereciera la pena. La información que debe revelarse con la unión de esas tres llaves es la clave. En cuanto la descifremos sabré si Cameron fue o no el cabrón manipulador que dices.

Con su cara de perro, Taylor zanjó la conversación. Pulsó el botón que daba inicio a la ruta entre Finksburg y la Reserva Natural de Catoctin Mountain.

—Bien, pues descubramos la verdadera cara de tu angelito —dijo.

«Siga de frente», informó la voz del GPS a nuestra incorporación a la carretera de Finksburg.

* * *

Con la noche caída llegamos a Thurmont para tomar la carretera 77 en dirección oeste. Atravesamos el lugar mismo por el que el Mercedes de Cameron llegó a salirse de la carretera el 16 de marzo de 2014. Aún podían llegar a observarse, muy levemente, las huellas de los neumáticos dejadas en el asfalto camino al quitamiedos. Pensé en decirle a Taylor que detuviera su coche en ese momento. Pero no lo hice. El corazón bombeaba sangre enloquecido y creí que no era el mejor momento para enfrentarme a la profundidad del terraplén por donde la muerte llegó a apretarme el aliento con implacable puño.

—Creo que pasamos ahora por el mismo tramo donde volcó vuestro coche…

—Sí… —le interrumpí—. Pero no te detengas.

Taylor me miró durante unos segundos. En silencio, me apretó la mano.

—¿Estás bien?

—Esta carretera me está poniendo muy nerviosa y no sé si eso es bueno…

—Es posible que tu cabeza esté dispuesta a recordar…

—Sí… Este lugar… Sé que he pasado por él varias veces —dije con mi mente recibiendo fantasmales imágenes del pasado. Fue ese el primer alud de recuerdos venido gracias a esa carretera que los faros del Chevrolet me descubrieron. De su asfalto todavía emanaban sensaciones vividas, muy intensas, pero nada tranquilizadoras.

—A dos kilómetros has de girar a la derecha…

—¿Cómo? —se extrañó Taylor.

—Manahan Road…, esa es la calle por la que debemos ir… —vocalicé como si la boca hubiera sido poseída por un ente del pasado.

«Gire a la derecha». La voz del GPS secundó la dirección que le acababa de descubrir a Taylor. Un estremecimiento me sacudió la columna.

—Creo que comenzamos a recuperar a Amanda… —le revelé.

—Empieza el juego, nena —sonrió con la boca, aunque no con los ojos.

Taylor giró el volante a la derecha. Una pequeña urbanización se extendía a la izquierda de la carretera. Casas de madera, inhóspitas, con alumbrado escaso por sus calles. Seguimos de frente por Manahan Road, internándonos en la frondosidad de la reserva natural. La altura de los álamos, arces y pinos flanqueaba nuestro camino con su imagen de oscura escolta de la noche. Tan solo la luces del coche nos regalaba un abrigo visual entre la siniestralidad del ambiente nocturno de Catoctin Mountain.

Recorridos tres kilómetros por Manahan Road, el GPS dio aviso del fin de la travesía.

Taylor detuvo el coche en mitad de la carretera. A nuestro alrededor: la oscuridad absoluta. La total ausencia de caminos por la que se desplegó toda nuestra incertidumbre.

—¿Y ahora qué? —suspiró Taylor con intención de detener el motor del coche.

—Sigue de frente. Debemos continuar por un camino de tierra, a la izquierda.

—¿Estás segura?

Asentí con la cabeza. Sí, estaba más que segura. Ante la expectativa de contentarme, el absoluto convencimiento hizo que los nervios se apoderaran aún más de la respiración.

Efectivamente, a quinientos metros un camino de tierra con su entrada apenas visible por el despliegue anárquico de la vegetación.

El Chevrolet desvió sus ruedas y sus amortiguadores se vieron acometidos por los montículos de tierra que adivinaban un trayecto sobre un terreno tambaleante.

Indiqué a Taylor que siguiera de frente pese al cierre del ramaje alrededor de la carrocería. La sensación de aislamiento se sumó a mi estado de nervios, viendo cómo nos adentrábamos más y más en la penumbra acechante de un bosque que, en noche cerrada, llegara a poseer la mirada misma del diablo.

El camino se estrechó hasta el punto de toparnos de frente con un árbol que nos cerraba el paso por completo. Quizá me había equivocado de camino.

Taylor frenó y tiró del freno de mano. Se frotó la cara cansado de conducir, o de hacer caso a los inexactos recuerdos de una desmemoriada que le había llevado hasta el mismo centro de una reserva natural que, aliada con la época invernal, amenazaba con dejarle con la calefacción del coche como único recurso para salir de allí con vida.

—Tendré que dar marcha atrás… —repuso con voz debilitada.

—No —le dije de repente—. Es ahí.

Señalé el lugar en el que se posaban, de frente, las luces del coche. Desde nuestra distancia daba la sensación de encontrarnos delante de unos paneles de madera desperdigados entre los árboles.

—No veo más que trozos de madera —murmuró Taylor.

—No. Es el lateral de una casa… —La recordaba. Comenzaba a recordar esa casa.

Me desabroché el cinturón de seguridad como si su material me ardiera sobre el pecho. Taylor dio marcha atrás, después viró el coche hasta que las luces descansaron en la entrada de un porche de madera. Una pequeña cabaña de dos plantas camuflada entre un insondable ramaje nos ofreció su mirada más tétrica.

Mi compañero apagó el motor dejando encendidas las luces. De los asientos traseros sacó dos linternas. Me ofreció una.

Salimos del coche. El frío de la montaña convirtió nuestro aliento en sendas bocanadas de vaho. A los oídos me llegó el susurrar del bosque, ahuecado, con su brisa portadora de fantasmas, y sus chasquidos asemejados a pasos próximos. El miedo me acució a no despegarme del roce de la chaqueta de Taylor.

La alfombra de hojas crujía bajo nuestros pies. Solo hubo que andar cuarenta metros para alcanzar el primer escalón del porche. A nuestro peso, el suelo de la cabaña lanzó un sinfín de quejidos a la noche que me puso los pelos de punta. Enfoqué la linterna sobre la cerradura de la puerta.

No tuve ni que pensarlo.

Mi mano viajó hasta el fondo del bolsillo de mi pantalón y sacó la llave oxidada encontrada en la guantera del coche de Cameron.

La llave se introdujo en la cerradura para la que había sido creada. Con un giro de muñeca, la puerta de la cabaña cedió a mi deseo: el paso a lo desconocido.

Taylor extendió la mano sobre la puerta y la empujó hacia dentro.

Los goznes chirriaron atenidos al quejido propio de su desuso.

Ante nosotros, la oscuridad de un salón que contrastaba bien con la luz que bañaba mi recuerdo, impulsado ahora por el reencuentro de lugares que hubiera sido mejor dejar atrás. Pero ya era tarde para arrepentimientos.

Las luces de nuestras linternas volaban de aquí a allá por el interior de la cabaña: desde una mesa central delante de la chimenea de piedra hasta una zona de viejos sofás por los que campaban a sus anchas las telarañas.

La casa estaba inhabitada. Me imaginé dentro de ella tiempo atrás. Cabía la probabilidad de que yo hubiera sido la última que cerrase su puerta.

Caminamos por el interior sin abandonar el paso cauto e inconsciente que advirtiera nuestra presencia, pese a ser las únicas personas que se encontraban a quince kilómetros a la redonda.

—Me has engañado… —repuso Taylor alzando la vista por el hueco de escalera que llevaba al piso superior.

—¿Qué…?

—Sabías que esa llave nos ayudaría a entrar aquí.

—No. No tenía la menor idea. Hasta ahora —le confesé con absoluta sinceridad—. Al ver la puerta he sabido al instante que esa llave era la suya… Las imágenes acuden a mi cabeza, Taylor… Sin avisar…

—Será mejor que no me ocultes nada de lo que recuerdes —convino en decirme—. Soy el único al que debes confiarte. —Taylor me dirigió la luz de su linterna al pecho—. A partir de ahora, cualquier mínima señal que te venga a la cabeza házmela saber, ¿estamos?

—Lo haré —le contesté.

—Debemos andar por el mismo camino, Maddie.

—Lo sé.

Era cierto. A la muerte de Cameron, Taylor se había convertido en mi única esperanza, en mi único confidente. No confiarme a él supondría la pérdida de toda probabilidad que nos acercara a las otras dos llaves de la Triple Alianza. Llaves cuyo paradero había comprometido la vida de todo aquel que había osado poseerlas. Muchos ya habían perecido en el intento. Y en menos de cuarenta y ocho horas el testigo de muerte pasaría al mismísimo John W. Kent, presidente de los Estados Unidos.

El aire de la noche silbaba de forma incesante entre los resquicios de las paredes, suelos y techos.

La puerta de la cabaña se cerró de golpe.

Afuera, tras las ventanas, una sombra huidiza, casi fantasmagórica.

Llevé el haz de luz al lugar donde hacía un par de segundos Taylor se encontraba de pie, al inicio justo de la escalera que conducía al primer piso.

Pero Taylor ya había desaparecido.

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