Ari

Ari


Ari

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Se levantó para asomarse a la ventana. Lo hizo tan deprisa que sintió un leve mareo. Se le nubló la vista. Temió caerse de bruces contra la mesa. Poco a poco, aquella sensación se alejó y logró serenarse de nuevo. De repente, obtuvo el convencimiento de que no pintaba nada allí, entre paredes de madera y bolígrafos dorados, mientras su hija no se encontrase a salvo. En cierto modo, sintió que la traicionaba si no dedicaba cada minuto de su existencia, cada uno de sus pensamientos, a recuperarla, a traerla de vuelta a su vida.

Se sentó otra vez. Cogió una montaña de carpetas que se encontraban en la esquina derecha de la mesa, y se dedicó a descartarlas una a una. Se impuso la meta de hacer, al menos, una tarea, una gestión. Imaginó que si conseguía dar un primer paso, el resto vendría rodado.

Se equivocó.

Cada consulta, cada llamada, cada dato, cada letra pulsada en el teclado de su ordenador le suponía un esfuerzo inimaginable, como si de uno de los trabajos de Hércules se tratase.

Acababa de mirar al reloj por quinta vez en los últimos diez minutos, cuando tocaron a la puerta.

Sus dos socios aparecieron para invitarlo a salir y tomarse una cerveza. Aceptó sin pensarlo. Mientras se ponía el abrigo, decidió que aquella tarde no acudiría a la oficina. Todavía no estaba preparado para trabajar.

Pasó un rato agradable con ellos. Apenas le preguntaron por su hija mientras bajaban las escaleras para, después, centrarse en el trabajo. Le contaron las novedades que había traído Márquez de su viaje a Dusseldorf, aderezándolas con algunos cotilleos de la alta sociedad malagueña que incluían a una viuda cincuentona y a su sobrino treintañero. Sus socios formaban parte de ese tipo de personas que daban a la perfección el aire de seriedad y respetabilidad necesario para un negocio como aquel, pero que con una copa en la mano, se transformaban en los auténticos animadores de una fiesta; ingeniosos, mordaces y divertidos.

A menudo se sentía extraño junto a ellos. Él, sobre todo cuando había más gente, se comportaba de una forma más reservada; intentaba alejarse del foco, permanecer en un segundo plano. Siempre, sin duda por un excesivo sentido del ridículo, le había costado desinhibirse, olvidarse de sus obligaciones y dedicarse por completo a disfrutar. Les envidiaba por eso. No solo a ellos, sino a cualquiera que resultara capaz de disfrutar sin ataduras, sin miedos; liberándose de las cadenas y los corsés de la sociedad. Únicamente en compañía de su hija, abandonándose a sus juegos, lograba sentirse así. Ella conseguía romper sus cadenas, apartar todos sus miedos; devolverlo a un mundo sin reglas en el que las apariencias carecían de importancia. En cierta manera, cada minuto junto a Ariadna suponía un regreso a la infancia.

Cuando sus socios decidieron regresar a la oficina, él se excusó y se dirigió hacia el aparcamiento en el que había estacionado su coche. Ellos procuraron insuflarle ánimos, asegurarle que todo saldría bien y, por supuesto, transmitirle que no se preocupara por el trabajo y que, en ese sentido, actuase del modo que estimase oportuno, pero sin que la marcha de la oficina influyera en sus decisiones.

—Hay situaciones más importantes que el trabajo, hombre —le había dicho Márquez—. Nos las arreglaremos sin ti. Aunque, si prefieres estar ocupado, ya sabes que aquí no te van a faltar asuntos que solucionar.

Se encontró con un tráfico de salida de Málaga bastante más intenso que a la entrada. A aquella hora, muchos salían de trabajar y la avenida de Andalucía discurría en tres filas de vehículos, entre los que no cabía ni un alfiler.

Tardó unos cuarenta minutos en llegar hasta su urbanización. Tras aparcar, se quedó un instante en el interior de su coche. En la inmensidad de su Audi Q7, observó con pavor que la tapicería de cuero, la pantalla táctil o las inserciones de maderas nobles, ya no significaban nada. Se sintió hueco, como si dentro no tuviera nada más que un gigantesco agujero. Había construido una vida rodeada de lujos en cuyo interior no existía otra cosa que un gran vacío en el que se hallaba él. Él sin su hija. Él sin su mujer. Él en una burbuja de aire que se agotaba.

Se bajó del coche y falseó un par de sonrisas mientras se cruzaba con algún que otro vecino. El ascensor ya se encontraba disponible, pero desde el domingo, no se atrevía ni a mirarlo, así que subió por las escaleras.

Cada peldaño se convertía en una lamentación, en un grito de culpabilidad que le torturaba. «Si no hubiera permitido a Ariadna subir sola... Si no hubiese consentido aquello otras veces...».

Notó que le faltaba el aire. En su cabeza, la muerte aparecía como un elemento liberador. Había dos aspectos en todo aquello que le inquietaban sobremanera. Por muchas vueltas que le diese, no acababa de comprender cómo resultaba posible que su hija hubiese desaparecido en el interior de un ascensor, y tampoco entendía cómo su mujer podía encontrase involucrada en su desaparición.

A medida que se acercaba a la última planta, la imagen de la botella de Johnnie Walker se hacía más nítida en su cabeza. Casi podía sentir cómo crepitaban los cubitos de hielo en el whisky, cómo su sabor anestesiaba cualquier dolor hasta convertirlo en una sombra lejana y ficticia, ajena como la vida o los problemas de otros, como una película que no logra emocionarte o un político cuyo discurso te provoca indiferencia.

Ni siquiera reparó en que la llave no se encontraba echada. Se dirigió directamente a la cocina. Buscó un vaso y abrió el congelador para añadir un par de cubitos. Después, con la mirada fija en el primer mueble del salón, se agachó para buscar la botella de whisky y vertió una generosa cantidad en el vaso. Tras vacilar un instante, decidió no guardar la botella. La dejó sobre el aparador. Sin ni siquiera moverse, dio el primer trago y notó como el alcohol destilado recorría su garganta.

Entonces, mientras se giraba hacia el sofá, la descubrió.

El vaso se rompió en mil pedazos mientras su contenido se estampaba sin contemplaciones contra la cara moqueta, manchándola sin remisión; pero sus ojos no podían apartarse de aquella mujer de pelo corto, rubia, que ocupaba un asiento en su salón.

—Hola —habló ella, a la vez que él la reconocía.

Después, la escena se había desarrollado a cámara lenta. Primero se quedó paralizado, sin saber cómo reaccionar. Un minuto después, una irritación que se transformaba en ira comenzó a recorrerle el cuerpo de arriba abajo. Los músculos se le tensaron. Sintió un desaforado deseo de golpearla, pero consiguió reprimirse pensando en su hija.

—Supongo que crees que yo me he llevado a Ari, pero no es así.

Ella pretendía encontrar sus ojos, su mirada, pero él no se dejaría atrapar tan fácilmente. Que hubiera logrado contener sus ansias de estrangularla, no significaba que el odio que sentía por ella hubiese disminuido lo más mínimo.

—¿Dónde está mi hija? —preguntó con la calma que precede a la tempestad.

—En manos de gente muy peligrosa —respondió ella.

El cerró los ojos. Aquella respuesta, además de la inquietud por la vida de Ariadna, implicaba que ella conocía a quienes la retenían, y ese aspecto no se le escapó a José Alberto del Cid.

—¿Los conoces? ¿Conoces a la gente que la ha secuestrado?

—Sí —admitió ella.

—¿Les has ayudado?

Ella cerró los ojos antes de contestar. Una lágrima titubeó en uno de sus ojos hasta que, al final, se lanzó a recorrer su rostro.

—No tuve elección.

Él apretó los puños, enfurecido, y se dirigió al sofá. Ella acababa de admitir que había colaborado en la desaparición de Ariadna. Ya no podía reprimir más su odio. La violencia se apoderó de él. Por un instante, solo deseaba golpearla, herirla, acabar con ella para siempre, hasta borrarla incluso de su memoria.

El pánico dibujado en los ojos de Olivia, le devolvió a la realidad justo antes de cometer un acto irreparable. Su pierna derecha, finalmente, descargó una patada contra el sofá. Ella dio un respingo, sobresaltada por su reacción, pero permaneció sentada.

Un largo silencio se adueñó del salón. El edificio entero parecía desierto. Nada ni nadie se atrevía a rasgar aquel manto que había tejido José Alberto del Cid. De alguna forma, el universo entero aguardaba a que él decidiera cómo romperlo. Pero durante horas, solo podía mirar sin ver, como si nada le rodease. El tiempo y el espacio desaparecieron, e incluso años después, al recordar aquellos acontecimientos, existía en su memoria el hueco de las horas que tardó en reaccionar ante la visita de su mujer.

Más tarde, cuando regresó, se sentó lo más alejado de ella que pudo.

—Tienes que contárselo todo a la policía —habló al fin.

Ella sonrió con tristeza, también con una pena infinita tras la que se escondía la respuesta a su afirmación.

—Si sirviese para algo, lo haría.

Olivia comenzó a contarle una historia confusa sobre un antiguo paciente suyo que pertenecía a la mafia rusa. José Alberto pensó que su estado de aturdimiento le impedía comprender los pormenores de aquel relato sobre tipos peligrosos y extorsiones a facultativos. Según su mujer, habían raptado a Ariadna para obligarla a llevar a cabo una intervención quirúrgica a un poderoso hombre de negocios del este de Europa. Amenazaron con matar a su hija si se negaba o si se ponía en contacto con alguien para revelar el más mínimo detalle. Eso explicaba también su desaparición de los últimos días, pues los había pasado en Riga, atendiendo a aquel individuo de nombre impronunciable, pero de inmensa fortuna.

Cuando su trabajo había concluido, ellos incumplieron su parte y ahora le exigían trescientos mil euros para liberar a Ariadna. Ella se presentaba como una víctima más de aquella trama de mafiosos que la había extorsionado.

José Alberto del Cid, sumido en el silencio más absoluto, calibró las diferentes posibilidades de lo que le había contado, un tanto aturrulladamente, su mujer; pero no alcanzó ninguna conclusión.

—Sigo pensando que lo mejor sería acudir a la policía. Según tú misma acabas de contar, ya han incumplido su palabra una vez. No podemos confiar en que, aunque les entreguemos esa suma de dinero, liberen a Ari.

—Tú no los conoces; la matarán.

En ese punto había sonado el teléfono. Yo había interrumpido la conversación para preguntarle por las finanzas domésticas, y lo había notado nervioso, hasta el punto de sospechar que no se encontrase solo, sino acompañado por alguien que lo incomodaba.

—Era el inspector encargado del caso —explicó al colgar—. Creo que examinan nuestros movimientos bancarios.

Olivia Madueño comprendió al instante lo que implicaba esa afirmación. Después de todo, del riesgo que había asumido al presentarse en su casa, de inventar aquella historia sobre criminales peligrosos, puede que no pudiera acceder al dinero sin que la policía se le echase encima.

—Tenemos que encontrar otra forma de conseguir el dinero —resolvió.

Su marido paseó por el salón, de un lado a otro, una y otra vez. Había observado a su padre hacer eso mismo en cada ocasión en que se encontraba nervioso, y con el tiempo, casi sin darse cuenta, había ido adquiriendo el mismo hábito. Al principio, Olivia se quejaba, le decía que aquel continuo ir y venir la ponía nerviosa, pero al final se acostumbró y dejó de reprochárselo.

—Ya sé lo que haremos —anunció.

Su esposa lo miró expectante, aguardando encontrar un rayo de esperanza tras la desesperación en la que daba vueltas.

—Pediré el dinero a mis socios. Les explicaré la verdad, pero sin revelar todos los detalles.

—¿Qué quieres decir?

—Ellos saben que Ariadna ha desaparecido. Les contaré que necesito el dinero para liberarla y que no puedo sacarlo de mis cuentas para no poner sobre aviso a la policía.

—Excelente —concedió Olivia mientras su gesto se relajaba un tanto.

—No creo que tenga problemas en reunir esa cantidad para mañana o pasado, a más tardar. Me pondré en marcha inmediatamente. Iré a Málaga, todavía estarán en la oficina.

—Sí, no hay tiempo que perder.

—¿Tú qué harás? —le preguntó.

—Te esperaré aquí.

—Está bien, pero intenta que nadie te descubra —dudó un instante antes de continuar—; aunque, de todas formas, no resultaría sencillo que te reconociesen.

—No te preocupes. No cogeré el teléfono ni abriré la puerta a nadie.

—Perfecto. Regresaré lo antes posible.

Abandonó la casa mientras intentaba determinar si hacer lo que acababa de decir o dirigirse de inmediato a la comisaría de policía. Puede que la rocambolesca historia que había escuchado de labios de su mujer escondiese algo de verdad, aunque lo dudaba seriamente; pero, en cualquier caso, no explicaba el pequeño y poco conveniente detalle de que hubiese pedido una excedencia en el trabajo y, durante un mes, hubiera estado engañándolo, día tras día. Esa herida permanecía abierta y le impedía, por más que lo intentase, confiar en ella.

XIX

Retrocedió, temblando, hasta casi tocar la pared con su espalda. Ari nunca había estado tan asustada. De repente tuvo la sensación de que, de una manera u otra, su corta vida llegaba al final. Deseó que todo sucediera deprisa. No podía resistir por más tiempo aquella situación en la que se encontraba, aquel lugar al que alguien la había enviado. Notó que un extraño frío la recorría e imaginó que la muerte se presentaría de ese modo.

Lara avanzó hacia ella con una expresión extraña. Su brazo derecho señalaba a Ari con la palma de la mano extendida. Se preguntó si se preparaba para lanzarle algún tipo de conjuro que pusiese punto y final a su existencia.

—Tranquila. Tranquila —repitió—. No voy a hacerte daño.

Ariadna acabó por chocar contra la pared. Se dejó caer al suelo mientras su espalda resbalaba por la superficie del muro. Flexionó las piernas y hundió la cabeza entre ellas, como intentando protegerse de una descarga que no llegaría.

Lara, dejando unos metros de separación, se sentó también en el suelo. Esperó unos minutos a que ella se tranquilizase, a que los temblores dejaran de sobresaltarla y, por sí misma, entendiera que no iba a atacarla. Cuando observó que levantaba la cabeza, que se atrevía a mirarla de nuevo, ya con más curiosidad que miedo, aunque este no hubiese desaparecido del todo, lo intentó de nuevo.

—No voy a hacerte nada —insistió—. Debes creerme.

Ari asintió con un gesto de su cabeza. «Demasiadas emociones para una niña cuyos padres se encontraban tan lejos», pensó mientras aún resultaba incapaz de articular palabra.

—No podemos quedarnos más tiempo aquí. Alguien podría descubrir nuestra ausencia, y entonces todo se complicaría.

Ari asintió. Ella había alcanzado esa misma conclusión, solo que no había encontrado la forma de salir, pero seguro que Lara la conocía.

—Quiero escapar. Igual que tú.

No le cupo duda de que Lara decía la verdad. En sus ojos distinguió una fuerte determinación, un deseo inalienable de salir de aquella prisión. Se había equivocado con ella, y sabía Dios con cuántas personas más. Esa manía suya de extraer conclusiones precipitadamente, como siempre le recordaba su padre, constituía un defecto propio de su edad, pero también reflejaba su habitual impaciencia, su deseo por acelerar o precipitar el desarrollo de los acontecimientos. Resultaba incapaz de sentarse y aguardar a que los hechos sucedieran. Siempre había sentido la necesidad de ir por delante de los acontecimientos, y eso, en ocasiones, provocaba que cometiera errores mayúsculos.

Se levantó y, sin que tomara una decisión consciente, se abrazó a Lara, que también se había puesto en pie. Comenzó a llorar desconsoladamente. Hacía días que necesitaba un hombro sobre el que hacerlo y ahí estaba el resultado de esas semanas sin padres ni esperanzas, hundida, perdida en una isla rodeada de extraños.

—Saldremos de aquí —le prometió Lara, luchando por controlar su emoción.

Poco a poco consiguió tranquilizarse. Lara la exhortó a ponerse en movimiento. Se acercaron a la pared por la que Ari había entrado, y ella pronunció una palabra ininteligible. Tras unos segundos en los que nada sucedió, un pequeño círculo azulado se dibujó en la pared. Lara introdujo la palma de su mano derecha en el interior de la circunferencia y, ambas, agarradas como estaban, atravesaron la pared.

La cena se serviría pronto, así que fue al baño y se arregló un poco para que nadie notase nada. El mundo, su mundo, seguía girando demasiado deprisa, tanto que había estado a punto de caerse y salirse fuera de él. Se imponía una pausa, un momento para reflexionar sobre todo lo acontecido. Tendría que buscar la manera de hablar tranquilamente con Lara, de que esta le explicase cómo funcionaban exactamente las cosas allí adentro y qué planes tenía para escapar.

El cansancio hizo presa de ella. Apenas comió y, tan pronto como pudo, se retiró al dormitorio. En cuanto se echó sobre la cama, se quedó profundamente dormida.

El sueño resultó reparador. Cuando despertó, se encontraba sola en la gran estancia. Supuso que los demás habrían comenzado ya a desayunar, pero a ella le apetecía demorarse un poco en la cama, al abrigo suave de las sábanas.

Cuando finalmente entró en el gran comedor, solo su plato permanecía sobre la mesa central. Allí ya no quedaba nadie, así que sonrió mientras pensaba que aquel día iba siempre un paso por detrás de los demás, pero, quizás por primera vez en su vida, no le importaba.

Desayunó con lentitud, hasta saciarse por completo. Disfrutó de cada bocado, recreándose. En su interior se había encendido una pequeña llama de esperanza. Si el deseo de escapar no existía solo en ella, entonces puede que todo resultase más sencillo de lo que había temido. Pensó que si todos sus compañeros poseían un potencial mágico, y lo usaban con la intención de fugarse, nadie podría detenerlos.

Sopesaba si coger otro pastelito de crema o poner fin a la primera comida del día, cuando observó que Lara penetraba en la estancia y se dirigía hasta ella.

—Ven conmigo —le pidió.

Ariadna se levantó y la siguió. Buscaron las pequeñas hendiduras en la pared del gran comedor y pasaron al otro lado, tal y como ella había hecho sola la jornada anterior.

Rápidamente se dirigieron al pasillo, para atravesarlo y llegar a la segunda estancia, en la que un montón de objetos se acumulaban en el suelo.

—Jurgen y yo llevamos tiempo planeando fugarnos —le reveló Lara.

—¿Jurgen? —repitió Ari.

Lara sonrió.

—Sí, él es el que se dedica a hablarte sin identificarse.

Al menos, ya había conseguido ponerle nombre y rostro a aquella voz que tan a menudo conseguía sobresaltarla. Se trataba, pues, del chico alemán, con su tupido pelo negro y sus grandes ojos azules. La verdad, nunca lo hubiera adivinado. Sospechó de otros, pero no de él, pues no solía encontrarse cerca de ella cuando sentía su voz dentro.

—¿Cómo de lejos puede estar uno para hablar sin hablar con otro?

—En general debes encontrarte bastante cerca, a unos pocos metros, pero la habilidad de Jurgen está relacionada con la mente, por lo que esa limitación no le afecta.

—Vaya.

—Hemos estado observándote con especial interés desde que llegaste. Incluso antes de que tu energía revelase su color, percibimos que eras especial. Más tarde, cuando la identificamos con el tiempo y el espacio, acabamos por convencernos de que nos resultarías muy útil para ayudarnos a escapar. ¿Quieres unirte a nosotros?

—Por supuesto —respondió Ari—. ¿Cuándo nos vamos?

Lara repitió sonrisa.

—No es tan sencillo. Primero tendrás que desarrollar tu magia.

—Pero, ¿cómo? No dispongo de ningún mentor, de nadie que pueda ayudarme.

—Jurgen lo hará. El despertará tu energía y te ayudará a aprender algunos conjuros que aparecen en estos libros.

—¿Él te despertó a ti?

—Sí. En cierto sentido, cuando yo llegué aquí, me parecía mucho a ti. Me comportaba de una forma impulsiva y mi energía resultaba vibrante y pura. Jurgen llevaba tiempo entrenando en este lugar, y considerando la idea de huir, pero sabía que en solitario le resultaría casi imposible, así que comenzó a hablar conmigo; primero sin identificarse, igual que ha hecho contigo, hasta que, cuando estuvo seguro de que podía confiar en mí, me enseñó este lugar y me propuso practicar junto a él para algún día irnos de aquí.

—¿Y cuánto tiempo hace de eso?

—Mucho —admitió Lara—. El proceso de aprendizaje puede resultar lento, aunque no siempre. Pero, en nuestro caso, llegamos al convencimiento de que, para llevar a cabo nuestro plan, necesitaríamos a alguien que conociera el arte del tiempo y del espacio, y tú eres la primera cuya energía revela ese color en años.

Ari quedó boquiabierta, y un tanto desanimada, ante la revelación de que llevaban años planeando la fuga. Dudaba que ella pudiese aguantar tanto en aquel lugar, aunque supuso que con un objetivo en mente, con una ilusión, podría resultarle más llevadero.

—¿Y no os habéis cansado de esperar?

—No. Desde el principio sabíamos que no resultaría sencillo encontrar a alguien con una habilidad como la tuya, así que dedicamos el tiempo a averiguar detalles sobre este sitio y a desarrollar nuestras propias habilidades. Ahora disponemos de un plan; aunque, hasta que no sepamos qué hay más allá del bosque, no pueda resultar demasiado concreto. En cuanto tú estés preparada, nos iremos de aquí.

Los ojos de Lara desprendían una seguridad que iluminaba el corazón de Ariadna. Deseaba, por encima de cualquier otra circunstancia, desarrollar sus habilidades para de ese modo poner aquel proyecto en marcha y escapar de allí cuanto antes. No le importaba el nivel de dificultad del objetivo: si resultaba posible, ella lo haría realidad.

Se acordó entonces de Sun, la chica asiática, y sintió que no podía dejarla atrás. Ella también ansiaba fugarse, lo sabía y, en cierto modo, no ponerla al corriente de sus planes sería traicionarla, pues desde el principio le había parecido la más humana de todos los que la rodeaban. Ella no se había dado por vencida, no se había transformado en una autómata, como los demás. Seguía dibujando el bosque y sus pájaros, mientras soñaba con poder cambiar de paisajes.

—¿Podría venir también Sun?

—¿Sun?

—La chica que dibuja.

—Ya sé quién es Sun.

—¿Y?

—Ella es una sanadora o, mejor dicho, podría llegar a serlo. No la necesitamos —afirmó Lara con una seguridad que no logró hacer mella en Ariadna.

—¿Por qué no? Me parece una habilidad muy importante. ¿Y si alguien resulta herido?

—Si actuamos bien, nadie resultará herido, y añadir a más gente solo dificultaría llevar a cabo nuestro plan.

—Pues yo opino lo contrario, cuantas más personas ayuden, mejor.

—Veo que eres bastante cabezota, pero el proyecto está cerrado. Jurgen y yo lo concebimos para tres personas. Solo faltaba alguien cuya habilidad se relacionase con el tiempo y el espacio, y esa eres tú.

—Si Sun no puede participar, entonces deberíais seguir esperando.

—¿Esperando a qué? —preguntó Lara, sin comprender.

—Esperando a otro que pueda desarrollar mi habilidad, porque sin ella no me interesa vuestro plan.

Lara abrió los ojos como platos. No alcanzaba a entender la terquedad de aquella chiquilla delgada y de ojos brillantes. Hace unos días parecía desesperada por escapar y, ahora que le ofrecía esa posibilidad en bandeja, se empeñaba en complicar la situación, añadiendo a una cuarta participante.

—¿Te interesa más continuar aquí?

—Escaparemos juntas, Sun y yo.

Lara sonrió.

—Eso es imposible.

—Atravesar una pared es imposible y, sin embargo, he atravesado unas cuantas últimamente.

Lara agitó la cabeza. Ariadna no iba a darse por vencida. Empezó a considerar si añadir un cuarto integrante al equipo supondría un problema o no. La habilidad de Sun, para qué negarlo, podría resultar trascendental. El problema, según lo observaba ella, residía en que habría que despertar a dos personas. ¿Podría Jurgen dedicarse a las dos? ¿Cuánto tiempo retrasaría eso los planes?

La mirada de Lara se perdió en algún punto indefinido. Puede que aquel nuevo escenario plantease un reto para ella misma. Se preguntó si podría ejercer como mentora de Sun, despertarla, mostrarle el camino de la misma manera que Jurgen había hecho con ella. De esa forma, aunque la energía de Sun no parecía tan intensa como la de Ari, y ella misma nunca hubiera despertado a nadie, el retraso no resultaría tan importante.

—Lo consultaré con Jurgen —concedió Lara.

A Ariadna se le iluminó el rostro. Los cuatro conseguirían dejar atrás para siempre aquella pesadilla. Tal vez a los demás les quedara muy lejos el recuerdo de que existía otra vida, pero para ella el regreso a su entorno, más que un objetivo, se había convertido en una obsesión. Unirían sus habilidades y sus deseos y lograrían regresar a sus casas. Nada ni nadie les detendría.

Tras unos instantes, en los que ambas se dedicaron a vagar por la estancia, perdiendo el tiempo, Lara retomó la conversación para que entendiese que el camino hasta poder utilizar sus habilidades no iba a resultar sencillo. Intentó hacerla comprender que algunas personas, a pesar de poseer energía mágica, jamás conseguían desarrollarla.

—Eso no sucederá conmigo —afirmó Ari, casi desafiante.

—Lo sé —admitió Lara, sonriendo.

No se demoraron más. Cuando atravesaron la pared, Lara le explicó que aquella misma tarde volverían al escondite, pero con Jurgen, para dar comienzo a su aprendizaje.

Notó, bajo sus pies, como el mundo se había puesto en movimiento de nuevo. Esa vida estática, a la que temió verse arrastrada, se alejaba, quedando atrás mientras ella despegaba en un avión con rumbo a la libertad. El destino, después de todo, le concedía una oportunidad, y ella, desde luego, no iba a desaprovecharla.

Salieron al exterior por separado. Al contemplar de nuevo el claro del bosque, una extraña combinación de sentimientos contrapuestos se adueñó de ella. Por una parte, el optimismo que la embargaba hacía que mirase el paisaje con otros ojos, que admitiera el esplendor que le había negado en los últimos días. Sin embargo, una parte de ella, continuaba rechazando la realidad que le ofrecían sus sentidos y alimentando la aversión que sentía por aquella belleza vacía, por aquellos barrotes dorados que componían la más hermosa jaula.

Miró al cielo. Caminaba más despacio que nunca. Se unió al anillo más alejado del palacio. Constantemente la adelantaban otros niños, pero ella solo contemplaba un futuro distinto. El presente había dejado de importarle. Visitaba la casa de su abuela, con sus tíos, para coger, a hurtadillas, un trozo de pan; para caminar por el campo a la caída de la tarde, mientras el viento la empujaba hacia atrás y el lejano sonido de algún coche al cruzar la carretera le recordaba que la soledad absoluta no existía.

Se dio cuenta de cuánto echaba de menos al viento, a la lluvia, a un sol que calentase de verdad y no a esa farsa que pretendía reflejar un clima ideal. Se preguntó de dónde nacía aquel verde, si no llovía. Con certeza, alguien con un gran poder había sido capaz de crear todo aquello que sus ojos contemplaban. Aquel pensamiento la asustó un poco. Si existía alguien tan poderoso como para concebir un mundo así, ¿qué haría si escapaban? En ese instante, no podía ni imaginar lo cerca que se encontraba de descubrirlo.

Lo notó antes de verlo. Algo extraño, como una impresión de movimiento en alguna parte, tras ella. Entonces observó cómo unos cuantos de los que andaban por delante se detenían, alguno incluso señalaba en su dirección.

Como piezas de dominó, uno tras otro, los niños que se hallaban más cerca comenzaron a girarse hacia la derecha. Sin pensarlo dos veces, Ari hizo lo mismo.

Un niño, de pelo muy corto, había salido de la fila y caminaba en dirección al bosque. Notó que un nudo se le formaba en el estómago, y cómo aquella sensación resultaba generalizada. Todos parecían contener la respiración, aguardando a que algo importante sucediese de un momento a otro.

El chico se detuvo unos diez o doce metros antes de llegar a la arboleda en la que se acababa el claro. Parecía reflexionar sobre si seguir adelante o no. De repente, echó a correr hacia el bosque, levantando una exclamación generalizada. Nadie se había acordado de hablar sin hablar. En un momento así, las normas no servían para nada.

Todo sucedió muy deprisa, y sin embargo, más tarde sería capaz de recordar cada instante como si de un fotograma detenido se tratase. Una especie de rayo anaranjado atravesó el claro y alcanzó al niño, fulminándolo al instante. El impacto resultó brutal. Todos pudieron escuchar el golpe seco contra sus huesos y cómo el cuerpo, tras salir despedido una decena de metros, volvía a impactar contra el suelo.

Ari comenzó a temblar. Aquel lugar era el infierno. Cada día descubría un miedo que superaba al anterior. No podría asegurar si lanzó un grito o este se ahogó antes de salir de su garganta. En cualquier caso, se quedó paralizada, como si la vida se hubiera detenido en un instante horroroso e inacabable.

Notó que alguien la zarandeaba.

—Ari, Ari. Vamos, Ari.

Sun intentaba hacerla reaccionar. Al fin consiguió fijar la mirada en ella.

—Debemos ir dentro.

Entonces se dio cuenta de que, pese a que aún no había llegado la hora del almuerzo, en el claro solo quedaban ellas dos. El resto, incluidos Lara y Jurgen, habían abandonado el lugar. Era como si todos supieran cómo tenían que actuar cuando pasaba algo así. Supuso, por lo tanto, que aquella horrible muerte no había sido la primera que contemplaban.

Mientras regresaba, agarrada al brazo de Sun, se estremeció al recordar que ella misma había estado a punto de penetrar en el bosque. La voz misteriosa, que ahora sabía que pertenecía a Jurgen, le había salvado la vida.

El comedor se hallaba desierto, lo que significaba que todos se habían refugiado en el dormitorio. Tuvo el deseo de atravesar el muro y retirarse, en solitario, a la habitación contigua; de alejarse de todo y de todos.

—¿Estás bien? —le preguntó Sun de repente—. Pareces muy pálida.

—Sí, ya estoy mejor —respondió Ariadna.

Se dirigieron junto a los demás. Nada más entrar en la gran estancia, se percató de que Lara y Jurgen la veían llegar y sus gestos se relajaban. Se habían preocupado por ella. Pero solo Sun se había atrevido a acercarse para traerla de vuelta. Comprendió que para ellos lo más importante era el plan de fuga, y que no estaban dispuestos a poner sus vidas en riesgo por nada ni nadie.

Abrazó a Sun. Acababa de tomar una decisión. Dijeran lo que dijeran Lara y Jurgen, Sun formaría parte del plan. No existía otra opción.

La chica asiática la acompañó hasta su cama y después la dejó sola. La mayoría permanecía de pie, dando vueltas por la habitación, o sentados sobre sus camas, pero ella decidió tumbarse. Jamás olvidaría la muerte de aquel niño. Se preguntó si no cabría calificarla de suicidio, si no habría sido un acto de desesperación mediante el cual se había quitado la vida delante de sus compañeros. Por lo que le había contado Lara, ella había sido la última en llegar, por lo que, lo más probable, es que aquel chico de pelo corto, cuyo nombre ni siquiera sabía, conociera las consecuencias de lo que intentaba hacer y, sin embargo, había preferido la muerte a una existencia como la que llevaba.

Ari suspiró mientras su mirada se perdía en la inmensidad del techo. Ella haría lo mismo. Sintió que un profundo agujero se le abría en el estómago. Ella también preferiría la muerte, y pensar en eso la ponía muy nerviosa. Notó que temblaba.

—Vamos a salir de aquí.

—¿Jurgen?

—Al fin sabes mi nombre.

—Sí.

—Empezaremos después del almuerzo, hoy mismo.

—¿Y Sun?

—Lara hablará con ella.

—¿Eso qué significa?

—Que le propondrá que se una a nosotros y se encargará de despertarla.

—¿Ella también puede hacerlo?

—Nunca lo ha hecho, pero, puesto que resulta consciente de sus habilidades, no existe ningún motivo para que no pueda. De ese modo, las dos avanzaréis a la vez y el proceso no se demorará.

—Gracias.

—No hay de qué. Sun merece escapar tanto como el que más.

—No me refería a eso.

—Entonces, ¿a qué?

—Gracias por salvarme la vida el primer día. Si no me hubieses hablado, hubiera corrido hacia el bosque igual que... Igual que él.

—Todos, cada día, nos planteamos hacer lo mismo que Mijail, pero mientras exista otra posibilidad, intentaremos huir de verdad —dijo—. Ahora deberías descansar un poco; el camino no resultará sencillo.

XX

Mientras seguía a Jurgen por el pasillo, ya dentro de la estancia secreta que se escondía tras el comedor, Ariadna no podía dejar de pensar en la muerte de Mijail. Comprendió que lo que había contemplado ese día dejaría una huella imborrable en su mente. De alguna forma, a pesar de todo lo que había vivido en las últimas semanas, aquel acontecimiento marcaría un antes y un después en su existencia. Ya se había enfrentado a la muerte, cuando ocurrió la de su abuelo, pero la forma en la que había sucedido la de Mijail y, sobre todo, el hecho de haberla presenciado a escasos metros de él, le demostraba hasta qué punto existía la maldad en el mundo.

Jurgen le indicó que se sentara en el suelo. Él hizo lo propio frente a ella, a un par de metros. Se preguntó si Lara habría hablado ya con Sun y cómo reaccionaría la chica asiática. Imaginó que bien, que aceptaría sin problemas, más en un día como aquel. Se agarraría a la posibilidad de escapar como un náufrago a un bote salvavidas.

—No sé cómo has imaginado este proceso —comenzó Jurgen—, pero, por encima de cualquier otro aspecto, supone una forma de autoconocimiento. Te enseñaré a mirar dentro de ti, a conocer tu energía para después poder utilizarla, incluso controlarla. Solo cuando establezcas ese tipo de relación con ella, serás capaz de convertirla en magia.

Los ojos de Ari se encontraban más abiertos que nunca. Escuchaba con atención, sin parpadear, pero incluso así, no podía evitar que sus pensamientos se hallasen ya al final de aquel sendero que todavía no había iniciado. Incluso se imaginaba a sí misma en la posición de Jurgen, despertando a algún chico cuya energía resultase tan vibrante como la suya.

—Antes que nada —prosiguió su maestro—, te contaré un poco sobre mi vida hasta llegar aquí, a este lugar exacto en el que nos encontramos ahora mismo tú y yo.

Jurgen cerró los ojos por unos segundos. Sin duda, supuso Ari, para ordenar sus ideas antes de ponerlas en común con ella. Seguro que su vida había resultado fascinante. Él era la prueba de que uno podía despertar solo, sin necesidad de ningún maestro, o eso al menos suponía Ariadna, que lo imaginaba buscando entre un sinfín de libros hasta encontrar la manera de activar su energía, de convertirse en un verdadero mago.

—Mi nombre completo es Jurgen Klaus Heitz. Supongo que mi edad ronda los treinta años, aunque en algún momento dejó de interesarme. Nací en la bella ciudad de Estocolmo, en la que mi padre ejercía como agregado de negocios de la embajada alemana en Suecia. Allí permanecí durante siete años, disfrutando de sus maravillosas casas amarillas, sus canales, su gran lago, sus islas, las vistas desde la torre del ayuntamiento, etc. Sin sospechar, porque no había vivido en otra, que había tenido la fortuna de nacer en una de las ciudades más encantadoras del mundo.

Ariadna observó que la mirada de su maestro había cambiado. Intentó determinar qué mostraba exactamente, pero no pudo hacerlo con precisión, quizás porque lo que transmitía era una mezcla de sensaciones. Ciertamente, había nostalgia en su mirada. También un punto de emoción. No es que se encontrase a punto de llorar, ni mucho menos, pero la añoranza de sus primeros recuerdos vitales, la felicidad que había disfrutado en la capital de Suecia, no la relataba como una mera descripción de virtudes, sino que la vivía con intensidad.

—Más tarde nos mudamos a Berlín. Hasta entonces, yo, aunque había aprendido el idioma y algo de su historia, nunca había pisado mi país. Mis padres aprovechaban sus vacaciones para conocer el mundo, y solo regresaban a Alemania por periodos muy cortos y motivos laborales, sin llevarme nunca con ellos.

En Berlín cambié. Me costó adaptarme. Sufrí con la pérdida de mis amigos, de las rutinas que había ido construyendo desde hacía años. Me volví más retraído, casi solitario, si es que esa palabra puede utilizarse para describir el comportamiento consciente de un niño de esa edad. No tenía hermanos, no tenía amigos y, aunque mi nacionalidad fuese alemana, me sentía como un extraño en tierra extranjera.

—¿Y tu familia? —preguntó Ari—. ¿No tenías primos de tu edad?

Jurgen se sobresaltó. No esperaba que la alumna interrumpiera su exposición, pero se sobrepuso con rapidez.

—Mis padres eran originarios de Múnich. La mayor parte de mi familia residía allí. Durante mi estancia en Estocolmo, a veces, nos habían visitado algunos tíos y, sobre todo, mis abuelos. Cuando nos trasladamos a Berlín, el único cambio consistió en que también nosotros les visitábamos a ellos. Pero aquellos contactos resultaban demasiado esporádicos como para que surgiera una verdadera relación de amistad con mis primos, aunque recuerdo que había tres, más o menos, de mi edad.

—Yo tampoco tengo hermanos ni primos —confesó Ari—, pero sí muchos amigos y nunca me he sentido sola —explicó, olvidando los meses que siguieron a la muerte de su abuelo, en los que se había encerrado en sí misma, sin permitir que nadie accediese a ella.

Jurgen guardó silencio. Ariadna supuso que no quería continuar con esa conversación, no porque el tema le disgustase, sino porque no deseaba perder el hilo del relato que le hacía sobre su vida. Si él había llegado hasta aquí a una edad parecida a la de ella, su historia no tardaría en alcanzar ese punto. No es que a Ari no le interesase el resto de la vida del que ya se había convertido en su maestro, pero se mostraba ansiosa por llegar a la parte en que la magia hiciese acto de presencia en la biografía del niño que tenía frente a ella.

—Pues, desde luego, ese no fue mi caso —afirmó él.

En sus ojos azules atisbó entonces la tristeza de una infancia extraviada. Quizás, intuyó ella, no dispuso del tiempo necesario para adaptarse a su nuevo hogar antes de ser arrebatado por el destino, que le había conducido hasta ese lugar en el que se habían encontrado.

—Poco tiempo después, comencé a tener visiones sobre este sitio. No paraba de soñar con un maravilloso y exuberante bosque en un ambiente extrañamente irreal, pero arrebatadoramente bello. De alguna forma, puede que porque no me encontraba del todo a gusto en Berlín, comencé a sentirme atraído por aquellas ensoñaciones.

Mientras hacía una nueva pausa, se puso en pie para dirigirse hacia la mesa. Hojeó distraídamente un libro, sin prestar demasiada atención.

—Siempre he creído que aquel deseo me condujo hasta aquí. Que si no hubiese ansiado cambiar de nuevo, no me encontraría atrapado en este infierno.

Ariadna no supo si debía hablar o no. En cualquier caso, no sabía qué decir. La confesión de Jurgen hacía que se preguntara si acaso ella también habría deseado, mientras dibujaba los extraños paisajes, formar parte de ellos. Puede que sí. Puede que en alguna ocasión, en algún momento de debilidad, hubiera deseado disfrutar de aquella naturaleza, pertenecer a ese entorno idílico y escapar de su rutina diaria; aunque, desde luego, no consideraba, en general, que su vida necesitase un cambio. No obstante, reconocía que el bosque había ejercido también una cierta atracción sobre ella.

—Un día, mis padres me apuntaron a una excursión organizada por el colegio. No me apetecía, pero no me quedó otro remedio que aceptar a regañadientes, pues temí que si no accedía me aguardara una charla repleta de reproches, a las que mi padre solía someterme en aquella época, sobre mi aislamiento. El caso es que no lo pasé mal del todo. Hicimos un recorrido por Berlín y comprobé que, aunque diferente a Estocolmo, la ciudad también ocultaba rincones que me gustaban. Nos detuvimos en un parque para comer. Mientras cada uno buscaba un banco en el que sentarse, reparé en que había dejado mi comida olvidada en el autobús. Regresé y, en el preciso instante de traspasar la puerta trasera, que aún permanecía abierta, algo insólito sucedió. No puedo describirlo con precisión, pero me invadió un extraño vértigo mientras la vista se me nublaba.

Jurgen suspiró. Había algo doloroso en el recuerdo que le mostraba. Tal vez había pasado demasiado tiempo aparcado y, ahora que salía de nuevo a la luz, su reflejo seguía perturbándolo. Ariadna temía perder su infancia, pero Jurgen, de hecho, pese a su aspecto, ya la había dejado atrás, y eso resultaba algo irreparable, aterrador, cuya sola posibilidad la asustaba.

—Desperté en una pequeña habitación, pero me dormí de nuevo, una y otra vez. Jamás me he sentido tan débil. Llegué a temer que pasaría el resto de mis días durmiendo, incapaz de derrotar al sueño. Al fin, no sabría determinar con exactitud cuánto tiempo más tarde, desperté en el gran dormitorio.

Ariadna se dio cuenta de que esa parte de la historia resultaba idéntica a lo que había vivido ella, o casi. Faltaba su intento por salir de la habitación pequeña y que alguien la había golpeado, o al menos esa sensación había experimentado.

—Al principio, el sitio me deslumbró, especialmente cuando salí al exterior y comprobé que el claro del bosque que yo había imaginado se hallaba frente a mis ojos. Me sentí feliz, fascinado. Mi único temor residía en que todo formase parte de un sueño y que, al despertar, se esfumase. Al poco, casi de inmediato, empecé a descubrir aspectos que, lejos de gustarme, me asustaban. El grupo de niños, caminando en círculos, como sonámbulos, me pareció de lo más extraño. Ese silencio constante, infinito, que parecía envolverlo todo, me calaba dentro, como el frío húmedo de un sitio a la orilla del mar. Pronto eché de menos a mis padres y, en cuanto obtuve la seguridad de que me encontraba ante algo real, me preocupé de verdad. Yo era muy tímido entonces. Nadie me hablaba y tampoco yo me atrevía a iniciar una conversación, pues todos me infundían miedo.

—Pero en algún momento hablarías con alguien, ¿no?

Jurgen sonrió por primera vez en un buen rato. Su gesto resultaba cálido, cercano. Ariadna notaba cómo, cada vez, se sentía más impulsada a confiar en su maestro. De algún modo, aunque continuaba impaciente por iniciar su aprendizaje, apreciaba aquel gesto de ponerla al tanto de su vida. Por lo que ella había podido leer, la confianza entre maestro y alumno resultaba un elemento fundamental, que incidía de manera directa en el aprendizaje.

—Claro —respondió—. Después de unos días, quizás de una semana o más, me derrumbé. Hubo un momento en el que no pude levantarme de la cama. Al despertarme, comencé a llorar y, en algún punto, ese llanto se convirtió en incontrolable. En cierta manera, me había apartado de la realidad y mi conciencia desapareció, ahogada por las lágrimas. Nunca me había sucedido nada igual y, afortunadamente, no me ha vuelto a suceder. El caso es que, en algún momento de aquella infausta jornada, una niña morena, de ojos saltones, se acercó hasta mí. Comenzó a hablarme, a decirme con una voz dulce, que me tranquilizase. Sus palabras consiguieron devolverme a la realidad. Poco a poco, el manantial de lágrimas pareció secarse. Fue en ese momento cuando me sobresalté, pues me di cuenta de que su voz me llegaba sin que ella moviese la boca ni yo la escuchase a través de mis oídos. Sin saber cómo, sus palabras alcanzaban directamente mi cerebro.

Ari recordó su primera conversación con Lara. Aunque ella no había tenido que esperar días, su sorpresa ante esa forma de comunicarse, de hablar sin hablar, había resultado idéntica. De hecho, pese a llevar semanas allí, a menudo seguía sobresaltándose cuando alguien iniciaba un diálogo con ella. En cierto sentido, odiaba aquel sistema, pues contribuía al silencio, a la tristeza que irradiaba aquel sitio.

—¿Quién puso esa norma? —preguntó.

—¿Qué norma? ¿A qué te refieres?

—A esto. A hablar sin hablar. ¿Por qué no podemos hablar de verdad?

Jurgen abrió las manos, en un gesto con el que pretendía demostrar que él tampoco sabía demasiado al respecto.

—Ni idea —admitió—. Igual que a ti, a mí me enseñaron que debía comunicarme de ese modo, y ya está. La verdad es que no fue algo que me planteara en un principio y, con el paso del tiempo, acabas por acostumbrarte.

—Antes de ver lo que le han hecho a Mijail, llegué a pensar que nadie nos vigilaba, que el miedo era nuestro único guardián.

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