Ari

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Ari

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—Cuando acabe toda esta historia de la fuga, dispondrás de una habitación en mi casa.

Las sesiones de entrenamiento junto a él resultaban exigentes, pero se convertían en auténticos retos para Sun, que muy pronto había aprendido que existían diferentes maneras de adquirir energía y que, por tanto, el potencial mágico de cada uno no solo se basaba en la cantidad que resultase capaz de generar por sí mismo. Su magia era diferente a la de Ari, pero no por ello menos poderosa. La otra viajaría en el tiempo, si se lo proponía, pero ella podría elegir entre salvar o eliminar una vida. ¿Acaso había algo más importante que eso?

Del próximo encuentro con Cedric esperaba las instrucciones precisas para el momento de la fuga, pues sabía que ahora que el plan se había puesto en marcha, el instante concreto de abandonar el bosque podía desencadenarse sin el margen suficiente para contactar con él.

Durante un tiempo temió que los deseos de su maestro incluyesen la muerte de alguno —o de todos— de sus compañeros; pero ahora ni siquiera esa posibilidad la asustaba. Poseía el potencial suficiente para acabar con sus vidas y, aunque no anhelaba pasar por esa prueba, no dudaba que sería capaz de superarla, ya que los tres le parecían engreídos e ignorantes. Imaginaban que sabían mucho o que eran muy poderosos; pero en el fondo no sabían nada. Lara y Jurgen se consideraban a sí mismos grandes maestros. Hablaban como si llevaran siglos haciendo progresar a la magia, cuando la realidad demostraba que no eran más que unos recién iniciados. Por otra parte, Ari no dejaba de presumir de la intensidad y pureza de su energía, observándose a sí misma como una especie de elegida para grandes misiones.

Los odiaba.

Odiaba su desconocimiento de la verdadera magia. Odiaba sus trucos baratos y sus ejemplos pretenciosos. Odiaba vivir con ellos, que solo representaban un pequeño obstáculo entre ella y su futuro lejos de aquella cárcel.

Afortunadamente aquello acabaría pronto y una nueva vida al servicio de El Claustro daría comienzo. Cierto que aquel cambio no supondría regresar junto a su padre, como siempre había soñado, pero si algo había aprendido en los últimos meses era que su verdadera familia la integraban los miembros de La Frontera. Ella era una maga, y debía asumir sus responsabilidades como tal, renunciando a un pasado gris en el que cada vez pensaba menos. Eso no significaba que hubiese dejado de querer a su padre. Simplemente había decidido que él no formaría parte de su futuro.

Cogió el bloc mientras, sin saber muy bien por qué, imaginó un gran campo de batalla, con decenas de miles de hombres en formación preparados para entregar su vida por una gran causa.

Suspiró.

¿Acaso se había convertido en un miembro de aquel gran ejército?

Sonrió.

Quizás sí, solo que ella iba a la vanguardia, junto al gran mariscal que dirigía el ataque, que los guiaba hacia un destino glorioso.

De repente, la oscuridad ganó intensidad hasta convertirse en una negrura obsesiva. Bajó de la cama. Sus pies la condujeron al baño justo antes de elevarse.

—Hola, maestro.

—¿Hay novedades?

—Mañana Ari y Jurgen se teleportarán para descubrir qué hay más allá del bosque.

—Así que esa mocosa ya puede desplazar a más gente con ella. No está mal.

Sun se sintió celosa. En ese momento hubiese deseado demostrarle a Cedric que ella también se hallaba preparada para ejecutar magia muy poderosa.

—¿Qué debo hacer?

—Ayudarles a escapar.

—¿Cuándo pagarán por lo que hacen? —preguntó, dejando aflorar todo su resentimiento.

Cedric le sonrió con complicidad.

—El poder resulta muy adictivo, Sun, no dejes que nuble tus sentidos. Sé paciente.

—Sí, maestro.

—¿Recuerdas a Arsenio? Alguna vez te he hablado de él.

—Claro. Es un miembro de El Claustro, ¿verdad?

—No uno cualquiera, sino el más antiguo.

—Sí.

—Una de sus principales tareas consiste en que nadie abandone el bosque. Para él, vuestra energía siempre ha tenido gran importancia, hasta el punto de erigirse en el máximo defensor de este lugar.

—Comprendo.

—Demuéstramelo.

—Si escapamos los tres, la responsabilidad recaerá sobre él. La fuga le colocaría en una posición muy comprometida.

—Impresionante. Continúa.

—Ahora es un maestro muy respetado, tal vez el que más, y sus opiniones resultan muy influyentes; pero si el bosque se convierte en un problema para el resto de magos, su estatus se tambaleará.

—Exacto; y eso no es malo para nosotros.

—¿Podremos conseguirlo? Me refiero a escapar.

—Seguro que sí; pero necesitaréis esto —dijo mientras le entregaba una pequeña llave.

—¿Para qué quiero una llave?

—En su momento lo comprenderás, no te preocupes.

—¿Y una vez fuera?

—Deberás averiguar si poseen algún contacto. Si alguien de La Frontera, aunque aún no lo sepas, les ha ayudado a escapar, o les ayudará a esconderse.

—Comprendo —asintió ella.

—Después de conseguir esa información, tendrás que eliminar a Jurgen y a Lara. ¿Podrás hacerlo?

Sun sonrió ligeramente antes de contestar. El encargo que le acababa de hacer demostraba que Cedric confiaba notablemente en ella. Nada podía hacerla más feliz.

—Por supuesto —respondió—, pero, ¿qué pasa con Ariadna?

—La necesito de vuelta. No sé aún qué haré con ella, pero tengo un pequeño asunto familiar en el que se encuentra involucrada.

—De acuerdo.

—Hay un detalle más que debes conocer.

—Dígame.

—Si conseguís huir, Arsenio enviará gente a buscaros. Si os cogen, probablemente os matarán. Debes tener mucho cuidado, Sun, y no perder el tiempo.

Sun sintió un nudo en el estómago. De repente se daba cuenta de que aquello en lo que se hallaba envuelta no representaba ningún juego. Su vida corría serio peligro. Tras un momento de cierta zozobra, determinó que la recompensa estaría a la altura del riesgo. El maestro se preocupaba por ella. No le fallaría.

IV

—El próximo verano, espero que cumplas tu palabra y me visites. Así podrás disfrutar de la playa. De niña, recuerdo que pasabas horas en el agua. No había forma de sacarte.

—Me temo que eso no va a ser posible.

—¿Por qué? —pregunté alarmado.

—Porque para entonces estarás a punto de convertirte en abuelo.

—¿Cómo?

—Pues eso, que tendrás que viajar de nuevo hasta aquí; si es que quieres conocer a tu nieto, claro.

La noticia me emocionó. En los últimos nueve meses, la relación con mi hija se había consolidado. Hablábamos varias veces por semana y, durante el verano, yo había acudido hasta su casa, en Seattle, al noroeste de los Estados Unidos, para pasar dos semanas junto a ella y su pareja. Resultó un reencuentro extraordinario en todos los sentidos. Consumimos muchísimas horas juntos, poniéndonos al corriente de nuestras vidas, pero, sobre todo, dejando atrás inútiles reproches sobre un pasado que ya no podía molestarnos, pues languidecía herido de muerte en alguna cuneta olvidada. El tiempo que habíamos permanecido distanciados, sin ni siquiera hablarnos, ejercía ahora como un recordatorio de lo que ninguno de los dos deseaba que volviera a suceder. Se había transformado en un pegamento que ya nunca permitiría que nos separásemos de nuevo.

Mientras paseábamos bajo la pertinaz lluvia del estado de Washington, y mi hija, conocedora de mis gustos musicales, me llevaba a alguno de los bares en los que Nirvana o Soundgarden habían empezado a tocar, no necesitábamos decirnos grandes palabras para entender que aquellos días significaban mucho para los dos. No podríamos recuperar el tiempo perdido, pero ya nunca perderíamos más.

Desde que regresé a Torremolinos, no pude dejar de soñar con trasladarme, cuando me jubilase, junto a Sonia. Comprarme una pequeña casa allí, al lado de alguno de esos espléndidos bosques, y vivir mis últimos días con ella cerca. La noticia de su embarazo no hizo más que acrecentar aquellos planes que, por desgracia, las circunstancias me impedirían cumplir.

Nueve meses desde que había recuperado el contacto con mi hija. Nueve meses para que un nieto mío viniese al mundo. Y nueve meses, también, desde que Ariadna del Cid Madueño se esfumase por arte de magia en el interior de un ascensor sin que hubiésemos logrado encontrarla.

El desarrollo del caso había seguido el camino inverso al de la relación con Sonia. La investigación había avanzado a buen ritmo en los primeros días. Casi de inmediato habíamos determinado que la madre se hallaba implicada en los hechos, pues una cámara de seguridad había recogido imágenes suyas en el interior del ascensor en el que horas después desaparecía su hija. Sin embargo, tras la confesión de Leopoldo Rengel, en el sentido de haber entregado una importante suma de dinero a su socio, José Alberto del Cid, para, supuestamente, conseguir la liberación de la niña, nada más supimos de ella.

Inmediatamente, yo mismo me dirigí a hablar de nuevo con el padre que, sin demasiada resistencia, acabó confesando, como yo sospechaba, que su mujer le había visitado y le había pedido el dinero para pagar el rescate de su hija. Después de aquello, Olivia Madueño desapareció otra vez. El mundo se la tragó como a uno de esos secretos inconfesables, incómodos, de los que la gente deja de hablar por vergüenza, propia o ajena. Incómodo para la familia, por el comportamiento de una brillante doctora transformada en delincuente fugada, que había pasado de ocupar la fotografía con el marco más grande del salón a una escondida mesita de noche de un cuarto de invitados. Incómodo para la policía, porque en estos meses no había resultado capaz de establecer ni siquiera una secuencia lógica en los acontecimientos. Incómodo, por último, para una sociedad enferma, ignorante, que permitía que una niña inocente fuese arrebatada de su camino y seguía adelante como si nada.

La investigación paralela, en la que Duende y yo intentábamos avanzar por el mundo de La Frontera, se había centrado en Román Giovanetti. Duende y una chica amiga suya, llamada Tania, habían dedicado muchas horas a vigilarlo, sin que esa labor nos ofreciera ninguna pista alternativa.

Yo había intentado implicar al señor Giovanetti en el procedimiento oficial, poniendo en boca del padre de Ari su nombre en relación con su mujer para, de esa forma, tener acceso a sus negocios. Durante un tiempo tuve la convicción de que nuestros técnicos encontrarían algo sucio en ellos que me permitiera presionar al hombre que, sabía, había facilitado a Olivia Madueño la forma de enviar muy lejos a su hija. Pero, contradiciendo mis esperanzas, sus cuentas parecían inmaculadas. Llegué a dudar si aquella conclusión no habría sido también influida por algún tipo de conjuro, pues no alcanzaba a entender cómo podía el señor Giovanetti justificar sus transacciones comerciales sin acudir al engaño.

La discreción de José Alberto del Cid, y de la familia en general, demasiado avergonzados ante el comportamiento de Olivia, había hecho que el caso no llegase a adquirir nunca una gran notoriedad en los medios de comunicación. Así, con el paso de las semanas sin que pudiésemos encontrar nuevos indicios, la llama de la investigación se fue extinguiendo, a la espera de que algún rescoldo prendiese de nuevo.

A primeros de abril, Palacios decidió retirar a Santos y Mediavilla, deshaciendo así el grupo de investigación. Corrales y yo seguíamos asignados al caso, pero ya no en exclusiva. Habíamos emitido una orden de búsqueda y captura internacional contra Olivia Madueño, y periódicamente repasábamos las listas de fallecidos en extrañas circunstancias, por si alguno de los cuerpos localizados coincidiese con los de la madre o la hija. Pese a todo, después de la primera semana, ni una sola novedad vino en nuestro auxilio. El vacío más absoluto se había hecho sobre Ariadna del Cid, como si nunca hubiese existido, como si nunca hubiese subido a un ascensor ni desaparecido en su interior.

Corrales y yo nos refugiamos en el día a día de otros casos, de otras historias. De sospechosos que cumplían con su perfil y víctimas indignadas por el funcionamiento de la justicia. Pero, mientras la foto de Ariadna presidía, sombríamente, nuestro ánimo, consolidando la sensación de fracaso sobre nuestro trabajo, no nos resignábamos a dar carpetazo al asunto. A veces se me ocurrían ideas disparatadas y ambos corríamos a contrastarlas con el padre, agarrándonos a una esperanza, cada vez más ficticia, de que algún día pudiésemos conocer a aquella niña que dominaba nuestros pensamientos.

—¿Qué hemos hecho mal, Iván? —le pregunté un día a Corrales.

—No lo sé —respondió él—. Aunque sabes que no creo en eso, tuvimos mala suerte en un momento decisivo.

—Te refieres al regreso de Olivia para pedirle dinero a su marido, ¿verdad?

—Sí, ese hombre parecía odiarla y, no obstante, en lugar de avisarnos, confió en ella. Además, el novio de Mediavilla tampoco nos contó nada hasta después de haberle entregado el dinero.

—Entonces aún no salían juntos, ¿no?

—No lo sé; pero en cualquier caso, ambos, Del Cid y Rengel, actuaron de una forma ilógica que nos impidió capturar a la madre. Ella podría habernos desvelado los secretos para entender lo que ocurría.

Asentí. Aunque yo manejaba otras claves, la importancia de la señora Madueño resultaba tan capital a uno como a otro lado de mi trabajo. No pude, en los siguientes meses, quitarme de la cabeza a esa pobre chiquilla ni a su madre. Continuaba empecinado en la idea de que Olivia, tras hacerla desaparecer, se había arrepentido e intentaba traerla de vuelta. Pero, para mi absoluta desgracia, parecía haberse evaporado.

A menudo, conversaba con Duende. A pesar de nuestra diferencia de edad, quedábamos con frecuencia en aquella época. En cierto sentido, los dos aprendíamos mucho el uno del otro. No por esa cercanía dejó de cobrarme, pero yo ya sabía que ese dinero le daba la posibilidad de curar, que no buscaba otra cosa que disponer de la energía suficiente para usar sus habilidades. Solíamos beber juntos casi todos los fines de semana. Con frecuencia, el lugar elegido era un garito de Torremolinos en el que solían pinchar buena música rock mientras nos tomábamos unas cervezas a un precio razonable.

Una noche de septiembre, en plena feria de San Miguel, con las calles repletas de adornos y vestidos de gitana, me derrumbé. Sentí que el peso de mi conciencia caía a plomo sobre mí. Faltaba demasiado para encontrarme con mi hija, me había convertido en un policía corrupto y, por encima de todo, continuaba sin rescatar a Ariadna.

—¿Cómo podríamos ir hasta allí?

—Si estás muy mal, puedes apoyarte en mí, aunque no esperes que entre contigo al baño —respondió Duende.

Lo miré fijamente, decidiendo si me vacilaba o simplemente no me había entendido.

—No te lo tomes tan a pecho, hombre.

Me vacilaba.

—Responde a mi pregunta.

—Que yo sepa, solo hay un camino: Román Giovanetti.

—¿Nos vendería el hechizo?

—No lo sé.

—Podría reunir una buena suma. Conozco las teclas que debo pulsar. La primera vez dudé demasiado, pero he cambiado. Cuando cruzas esa línea y aceptas dinero sucio, hay algo dentro de ti que ya no puede continuar igual.

—Dudo que el dinero lo convenciese.

—¿Por qué?

—Esa acción podría molestar a gente muy poderosa.

—Entonces, ¿por qué cerró el segundo acuerdo con Olivia?

—¿Lo cerró? —dudó él—. No lo sabemos con seguridad. De hecho, lo hemos vigilado durante meses y, que nosotros sepamos, no han contactado de nuevo.

—Estoy seguro de que Román Giovanetti y ella llegaron a un acuerdo ese día. La cara de la doctora Madueño al salir, así lo reflejaba. Créeme, sé de lo que hablo. Interpretar las reacciones de la gente forma parte de mi trabajo. Olivia Madueño salió de la casa habiendo conseguido aquello para lo que había ido.

—Lo siento, pero no me cuadra.

—Explícate.

—Invítame primero a otra Guinness.

Hice un gesto al chico de la barra para que nos sirviera otra ronda. Hacía tiempo que no había bebido tanto, probablemente desde la noche que pasé en casa de Duende, al principio de todo, cuando me habló por primera vez de Román Giovanetti mientras disfrutábamos de buena música y mejor whisky.

—Venga.

—Román tiene fama de comportarse de una manera muy prudente. Si ha llegado tan lejos, entre otras razones, es porque ha tenido cuidado de no molestar a nadie importante, por lo que, vender ese segundo conjuro a Olivia para que ella liberara a su hija, no encaja para nada con la forma en la que suele llevar su negocio.

—Deberíamos hablar con él.

—No lo hará. Ya comprobaste cómo se las gasta. Si no podemos presionarlo, nos echará a patadas de su casa.

—¿Y no conoces a nadie más que pueda ayudarnos?

—No. El poder necesario para desarrollar un hechizo de ese nivel está al alcance de muy pocos magos.

—¡Exacto! —exclamé ante la atónita mirada de mi joven acompañante.

—¿Exacto?

—Averiguaremos quién ha realizado realmente el trabajo. Sabemos que Giovanetti ejerce como jefe de la empresa, pero es la gente que trabaja para él quien de verdad elabora la magia.

—No resultará fácil.

—Conseguiré un listado de sus trabajadores. Conociendo su modus operandi, apuesto lo que quieras a que los tiene a todos dados de alta en la Seguridad Social. Repasaremos juntos el listado y veremos si podemos acceder hasta alguno de ellos. Lo único que necesitamos es que nos digan el nombre del especialista en el tiempo y el espacio.

Por supuesto, aquella idea no cuajó. Se convirtió en otro fracaso absoluto que cargar sobre mis hombros. Román Giovanetti no figuraba como titular o socio de ninguna empresa que tuviese trabajadores en nómina. Sus negocios consistían, básicamente, en comprar y vender. Hacía de intermediario, nada más. No fabricaba ni construía. Ni siquiera cocinaba o transportaba nada. Así que, con pagar a un buen contable, tenía más que suficiente para justificar toda su fortuna.

Se suele decir que el tiempo lo cura todo. En mi caso, sucedía justo al revés. Cada hora que transcurría sin una nueva pista, sin una nueva esperanza, me hundía más en la miseria. Comencé a beber a diario. Solo el recuerdo de mi hija, saber que hablaría con ella, evitaba que me emborrachara cada noche. Había dejado de pisar tierra firme y notaba que me hundía sin remedio en la ansiedad y la desesperación.

En los momentos de mayor lucidez, me empeñaba por comprender por qué el secuestro de Ariadna me había afectado tanto. Hacía años que había aprendido a convivir con el fracaso de la actividad policial, que había dejado atrás la inocencia cinematográfica, el sueño del detective perfecto, al que ningún enigma se le resiste. Pero quizá por mis propia situación personal, por hallarme, sin saberlo todavía, ante un cruce de caminos, sentía que mi futuro se encontraba ligado irremisiblemente al de aquella cría de nueve años a la que ni siquiera conocía; y ser incapaz de liberarla, me mataba.

A menudo, entre dientes, en el lugar más insospechado, repetía la estrofa de una canción de Bon Jovi que, en castellano, significaría algo parecido a:

Estás buscando un héroe, pero es solo mi viejo tatuaje.

Esta noche juro que vendería mi alma por ser un héroe para ti.

El otoño llegó sin hacer ruido, más como una prolongación del verano que como un cambio de estación. Las temperaturas cayeron ligeramente, sobre todo durante las noches, pero las jornadas del mes de octubre de 2011 transcurrieron soleadas y calurosas. Yo sabía el lugar en el que se encontraba Ariadna, pero ignoraba el comportamiento que mostraban los niños atrapados allí hasta el día de su muerte y, sin embargo, me había transformado en uno de ellos. Lo hacía todo como una mera sucesión de tareas, una cadena rutinaria y ordenada, exenta de emoción o ilusión. Cada mañana seguía la misma ruta, la misma línea de acontecimientos, como un autómata programado para simular una vida de la que jamás disfrutará.

En casa, mi actividad principal radicaba en tumbarme bocarriba sobre el sofá, mirando al techo, mientras una copa reposaba medio vacía en una pequeña mesa auxiliar, en la que compartía el reducido y cuadrado espacio con el teléfono y una fotografía de mi boda. Al principio, solía poner algo de fondo, pero enseguida dejé incluso de escuchar música. Mi pensamiento se fundía con el techo hasta desaparecer. Las horas morían, una tras otra, sin que mi cuerpo o mi mente ofreciesen señales de vida.

Una tarde, en los primeros días de noviembre, en la que al fin el otoño daba alguna muestra de su presencia a través de un viento tan desagradable como el acoso de un paparazzi; Corrales, mientras nos dirigíamos al aparcamiento, me insinuó que debería visitar a un psicólogo. Lo miré fijamente y lo mandé a donde Cristo dio las tres voces. Más tarde, ya a solas, me di cuenta de que yo ya estaba allí, en el mismo desierto en el que el hijo de Dios, hecho hombre, se había retirado a meditar. Yo no meditaba ni hacía nada de provecho. Mi vida en aquel momento era un estercolero que pendía únicamente de un hilo, el telefónico, que me conectaba con la lejana ciudad de Seattle. De no haber existido mi hija, no sé dónde habría acabado, pero, desde luego, la historia que escribo no terminaría de la misma forma.

Pese a que no era fin de semana, recogí a Duende y subimos al centro a tomar unas cervezas. Ansiaba alejarme de tantos fantasmas, que no lograba escapar de ninguno, solo sentirme rodeado.

—Tío, últimamente bebes demasiado.

Asentí.

—Hicimos lo que pudimos.

Negué.

—Ya te avisé, antes de comenzar, que resultaría casi imposible encontrar a esa niña con vida.

Asentí mientras daba un trago a mi cerveza.

—Debes asumirlo. Pasar página. Olvidarlo.

Negué. Dejé un billete de cinco euros sobre la barra y me marché, adentrándome en la húmeda oscuridad de un noviembre ya adulto, dejando a Duende con la mirada de asombro y la palabra en la boca.

Caminé sin destino durante un buen rato. Perseguía desaparecer, que la negrura de la noche me absorbiera como un agujero negro y nunca más se supiera de mí. Sin darme cuenta, ni saber cuál había sido mi recorrido, acabé en la playa de El Bajondillo. En un miércoles cualquiera, de un otoño olvidado, me encontré, cara a cara, con la abrumadora soledad de un mar que batía sin fuerza, agotado por millones de años, por la eternidad a la que había sido condenado. Por fortuna, mi desgracia acabaría antes.

Me senté sobre la arena, al tiempo que echaba en falta alguna botella que llevarme a la boca y, en algún momento de la siguiente hora, me dormí.

Me desperté a tiempo de disfrutar del amanecer sobre el Mediterráneo. Mi cara, mi pelo, mi ropa; la arena se había convertido en una parte de mí. Supuse que agarraría un buen resfriado y que mis maltrechos huesos me pasarían una factura impagable a costa de la locura que acababa de cometer. Inesperadamente, no sucedió ni lo uno ni lo otro. Mi mala salud de hierro aguantó en aquella ocasión más de lo que nadie hubiese pronosticado.

Llamé al trabajo e inventé una excusa para explicar que no acudiría aquella mañana. Después pedí un taxi, que me dejó en el lugar en el que había aparcado mi coche la tarde anterior, y regresé a casa. Recuerdo que, durante semanas, sufrí el crepitar de los granos de arena mientras pisaba por cualquier habitación.

Dormitaba sobre el sofá cuando, de repente, el teléfono rompió el silencio.

—Soy Palacios.

—Buenos días, comisario —respondí aturdido.

—Emilio, nos vemos en mi despacho en diez minutos.

—Señor, esta mañana no me encuentro...

—Déjate de chorradas. No te llamaría si no fuese algo importante.

—Sí, señor —me cuadré —. ¿Puedo preguntar de qué va el asunto?

No, no pude, porque antes de que hubiese formulado la pregunta, Palacios ya había colgado. Imaginé que algún nuevo crimen se habría producido y que, por alguna razón que aún desconocía, el jefe deseaba que yo me encargase de la investigación.

Me vestí todo lo deprisa que pude, pues sabía que a Palacios no le gustaba esperar y que su humor sería inversamente proporcional a los minutos que yo tardara en llegar.

V

—Emilio, tienes un aspecto infame.

De esa forma me recibió Palacios en su despacho. En cuanto reparé en su expresión, supe que estaba enfadado, muy enfadado. El rojo dominaba su rostro, como si el fuego que llevaba por dentro estuviese dejando una huella en su cara.

—He pasado una mala noche, señor, por eso había llamado para decir que...

—Supongo que no has leído la prensa —me interrumpió a la vez que arrojaba un periódico sobre la mesa y me indicaba, con un gesto displicente, que tomara asiento frente a él.

Era el diario El País, en su edición de ese mismo día. Di una rápida ojeada a la portada, hasta que, con una sorpresa mayúscula, descubrí el motivo de aquella llamada de mi comisario, así como de su estado de agitación.

Nueve meses después de la desaparición de la pequeña Ariadna, en Torremolinos, El País tiene acceso a los informes policiales.

La portada remitía a la página once.

—¿Puedo?

—Adelante, Emilio.

El artículo lo firmaba una tal Mónica Fuentes y ocupaba una página doble. La mayor parte la dedicaba a hacer un resumen de lo publicado hasta ese momento sobre la desaparición, supuse que para poner en antecedentes a unos lectores que, en su mayoría, se habrían olvidado de la niña y sus circunstancias. Sin embargo, la parte final, incluyendo fotos del informe policial, desvelaba lo esencial del caso. Lo que tanto habíamos temido hacía unos meses, que la palabra «ascensor» apareciese en los medios para indicar el lugar en el que había desaparecido la niña, acababa de ocurrir. El artículo concluía con una dura crítica a la acción policial. Nos acusaba, después de nueve meses, de no haber sido capaces, ni siquiera, de determinar el modo real en que habían secuestrado a Ariadna; puesto que, como era previsible, no otorgaba credibilidad alguna a que hubiese desaparecido en el interior de un ascensor, pese a que en el mismo informe se recogía el contenido de los vídeos de seguridad, que evidenciaban justo lo contrario.

Volví a dejar el periódico sobre la mesa del despacho del comisario. Noté como una vena se le inflamaba en la sien y temí que pudiese sufrir algún tipo de infarto, cardíaco o cerebral.

—Esto es una basura, Emilio. Inaceptable. ¡Totalmente inaceptable! —repitió elevando el tono de su voz.

Me equivoqué. No estaba enfadado, sino furioso. Descubrí en ese instante, mirándolo directamente a los ojos, que no hay nada más peligroso que un hombre que ve amenazado lo que todavía no posee, pero, en cambio, está convencido de que le pertenece: su futuro. En efecto, Enrique Palacios, según yo lo observaba frente a mí, no había perdido los papeles porque creyese que su puesto de comisario en Torremolinos corriese ningún peligro, sino porque su brillante porvenir en las cumbres se tambaleaba con aquel temporal inesperado.

—No puedo entender cómo, para una vez que la prensa no mete las narices en nuestros asuntos, seamos nosotros los que le entreguemos en bandeja la carroña.

Como siempre, hizo una pausa. No parecía, en esa coyuntura, en disposición de reflexionar con serenidad. No obstante, lo intentaba. Se preocupaba por mantener sus hábitos o, al menos, las apariencias.

—Necesito un nombre, Emilio. Necesito saber quién es el canalla que nos ha vendido a la prensa; y lo necesito ya. Mejor ayer que mañana. ¿Me he explicado con la suficiente claridad?

—Dejaré todos mis asuntos y me pondré ahora mismo con ello.

—Bien.

Mientras iba asimilando la sorpresa inicial, yo también empezaba a sentirme traicionado, indignado. Alguno de mis compañeros había puesto los informes policiales que formaban parte de la investigación sobre el secuestro de Ariadna del Cid Madueño a disposición de la prensa, sin importarle lo más mínimo las repercusiones que acarrearan para todos. Supuse que el dinero se encontraba detrás de aquella filtración. El hecho de que yo también consiguiese dinero de forma ilegítima, no atenuaba mi enfado, pues mi asociación no hacía daño a mis compañeros y, en cambio, servía para mantenerme con vida. Hasta entonces, siempre había pensado que una única línea dividía a los policías en dos grupos: los corruptos y los no corruptos. Pero, dado que yo formaba ya parte del primer grupo, decidí que también, dentro del mismo, existían diferentes grados, entre los cuales, por supuesto, el mío resultaba el menos abominable de todos.

—Hay algo más que quiero que hagas. Contacta con esa periodista. No creo que vaya a revelarte su fuente, por supuesto, pero sería bueno saber de qué pie cojea y qué pretende aunque, claro, no resulta difícil suponer que desea hacerse famosa a nuestra costa. Ha hincado el diente en su presa, que somos nosotros, y no va a soltarnos hasta que la sangre se le salga de la boca.

—Sabe que no me gusta hablar con la prensa.

—Me da igual lo que te guste o no —me atajó de inmediato—. Este asunto me toca las pelotas, Emilio. Vas a ir a hablar con esa periodista, y punto.

—Sí, señor.

—Eso está mucho mejor.

—Una cosa, comisario.

—Dime.

—Necesitaré hablar con mucha gente esta mañana.

—No te preocupes por eso. Ahora mismo transmitiré una orden por la que todos deberán dejar lo que estén haciendo cuando los necesites. En lo que a mí respecta, no existe ningún otro caso.

—Perfecto.

—¿En qué punto real se encuentra la investigación sobre la niña?

—¿Cómo?

—Ya me has escuchado. ¿Lo que dice esa Mónica, lo que sea, guarda relación con la realidad? ¿Es cierto que no hemos avanzado nada en nueve meses?

Dudé unos segundos antes de contestar. En aquel estado, Palacios podía explotar en cualquier momento, y yo lo sabía. Así que decidí no andarme por las ramas. Prefería enfrentarme a él con la verdad desnuda que vestirla con adornos que podrían caerse en cualquier momento.

—Absolutamente cierto, comisario.

—¿Y cómo es eso posible? Recuerdo que en los primeros momentos, cuando yo pude dedicar mi interés al caso, avanzábamos muy deprisa.

Tuve que morderme la lengua. Algo, por otra parte, habitual cuando un subordinado mantiene una conversación con su superior jerárquico y no desea echar por la borda su carrera. Con toda naturalidad, en mi cara, Palacios se arrogaba los avances de la investigación a la vez que insinuaba que, desde el momento en el que él había abandonado el caso, no habíamos conseguido nada.

—Un buen principio no siempre implica un buen final.

—¿«Un buen principio no siempre implica un buen final»? ¡Qué memeces dices, hombre! ¿Crees que estoy para pamplinas? ¿Para frases bonitas? Deberías escribir un libro y aprovecharla.

—Todos los casos no son iguales. Usted sabe tan bien como yo que algunos se complican y no hay forma de resolverlos —repliqué sin amedrentarme.

—Sí, lo sé. Claro que lo sé. Lo que no sé es por qué uno de mis hombres, un policía, ha entregado los papeles del caso a una periodista.

—Yo tampoco —admití.

—Eso quiero pensar —afirmó mirándome directamente a los ojos, como si estuviera amenazándome. Temí que lo supiese todo sobre mí: mi acuerdo con Rocky; mis ausencias del trabajo; mis problemas con la bebida. Me sentí acorralado por mis demonios en manos de otro.

—A partir de ya, volveréis a formar el equipo de investigación. Descubrid nuevos indicios, nuevos caminos a seguir. Vuestro cometido consiste en traerme de los pelos a Olivia Madueño para que esa periodista de pacotilla tenga que tragarse todas y cada una de sus palabras, incluyendo puntos y comas.

—No va a resultar sencillo.

—Me da igual. Pide ayuda a quien necesites: a la Guardia Civil, al Ejército, a la CIA o a quien te salga de las narices, pero quiero algo nuevo, que demuestre que no hemos dejado de trabajar ni un minuto en el caso, y lo quiero rápido.

—De acuerdo.

—Ya he avisado a Mediavilla y Santos para que se unan a vosotros de nuevo. Te esperan todos en tu despacho. ¿Alguna duda?

—Ninguna.

—Muy bien. Ponlos a trabajar en el caso mientras tú te dedicas a descubrir al topo y a conocer a la periodista.

Me despidió con un gesto de la mano, como los señores despiden a sus criados, como los amos despedían a sus esclavos. Yo, un vasallo en sus dominios, no disponía de otra alternativa que agachar la cabeza y abandonar su palacio.

Mientras me dirigía al encuentro de mis compañeros, me preguntaba si resultaría posible complacer al comisario. Ojalá pudiésemos encontrar una nueva vía de acceso al caso, pero lo dudaba. Si durante meses no habíamos descubierto nada, ignoraba cómo íbamos a ser capaces, de repente, de hallar nuevos indicios por el simple motivo de que ahora el caso ocupase las portadas de los periódicos y eso incomodase a nuestro jefe.

Me gustaba el hecho, no iba a negarlo, de reunir al equipo y que la investigación sobre Ariadna se convirtiera en nuestro único asunto; si exceptuábamos, en mi caso, la búsqueda de la persona que había pasado la información al periódico. Cuatro ojos, en este caso ocho, ven más que dos, en este caso cuatro. Puede que Santos y Mediavilla diesen con alguna clave que a Corrales y a mí se nos escapaba. Al menos, supondrían un revulsivo para nosotros.

En cuanto al otro encargo, decidí rápidamente que, antes de poner en jaque a toda la comisaría, concertaría una cita con Mónica Fuentes e intentaría llegar a algún tipo de acuerdo con ella. Sabía que los periodistas guardaban el secreto profesional; nunca revelaban sus fuentes, pero puede que pudiese obtener de ella algún tipo de pista que me ayudase a descubrir el nombre del compañero que le había entregado los informes.

Nos metimos los cuatro en mi despacho. Todos se mostraban muy serios. Ya conocían la edición del periódico y comprendían los devastadores efectos que tendría sobre nosotros. A nadie le gustaba encontrarse en el ojo del huracán y, menos que a nadie, a un grupo de policías en mitad de un caso abierto.

—Antes de empezar, necesito conseguir el teléfono de la periodista que ha publicado los informes. Llamaré abajo para que alguien se ponga con ello. ¿Alguno de vosotros la conoce o, al menos, sabe quién es?

Todos negaron mientras tomaban asiento. Corrales tuvo que traer su propia silla, pues en mi despacho, además de la mía, solo existían otras dos.

—Como podéis imaginar —comencé—, el comisario está que se sube, literalmente, por las paredes. Ha decidido que nos dediquemos en exclusiva al caso y, aunque no sé cómo lo conseguiremos, quiere novedades inmediatas.

—¿Qué significa eso? —preguntó Mediavilla.

—Exactamente lo que he dicho. Debemos encontrar algún indicio o alguna pista nueva para que él pueda salir en los medios y demostrar que el caso no se encuentra, como denuncia el artículo, muerto desde hace meses.

—Eso es imposible —terció Corrales—. Tú sabes que hemos seguido intentándolo, que no nos hemos olvidado para nada de la investigación y, sin embargo, no ha surgido nada nuevo; ni un pequeño detalle.

—Lo sé, pero tendremos que encontrarlo. No hay otra.

A continuación hice un breve repaso de las actuaciones que habíamos llevado a cabo desde el principio hasta esa mañana del mes de noviembre, en la que yo había decidido no ir a trabajar, después de haber pasado la noche en la playa. Traté con minuciosidad todos los aspectos que juzgaba relevantes para la investigación. Me detuve especialmente en dos nombres. El primero, conocido por todos, Olivia Madueño. El segundo, Román Giovanetti, sobre el que expresé mis sospechas de que pudiese saber más de lo que parecía. Mentí al decir que José Alberto del Cid me llamó una tarde para hablarme de la amistad que mantenía con su mujer y cómo esa relación se había intensificado en los meses anteriores a la desaparición de su hija.

—¿Qué tipo de relación había entre ellos? —intervino Mediavilla—. ¿Eran amantes?

—No lo creo. El señor Giovanetti tiene más de setenta años, pero cuando hablé con él salí con la impresión de que nos ocultaba algo.

Hasta entonces lo había mantenido un poco al margen del caso, pero en una situación como aquella, tan desesperada, consideré conveniente que todos pudiesen manejar su nombre y conocer mis reparos sobre él, sin llegar a revelarles, por supuesto, lo que sabía por Duende.

—Deberíamos leer de nuevo todo el material que tenemos, por si ahí encontramos algún aspecto que hayamos pasado por alto, algún camino que no hayamos recorrido —propuso Corrales.

—Eso nos llevará demasiado tiempo —replicó Mediavilla—; y es precisamente lo que no tenemos.

Reflexioné en silencio sobre las palabras de ambos. La idea de Corrales me pareció acertada. Mientras yo me reunía con la periodista de El País, o al menos mantenía una conversación telefónica con ella, los demás dedicarían el resto de la mañana a releer los informes sobre el caso. Eso les daría una buena base sobre la que avanzar.

Di, pues, por terminada la reunión a la vez que los convocaba para las cuatro de la tarde, en esa ocasión en la sala de interrogatorios que habíamos usado anteriormente para las reuniones del equipo.

—Quiero que cada uno de vosotros traiga, al menos, tres propuestas de actuación diferentes. Entre todos las evaluaremos y decidiremos cuáles se pueden seguir y cuáles se pueden descartar.

Mientras miraba el número de teléfono de Mónica Fuentes, que me acababan de facilitar, intuía que algo importante acababa de suceder en la reunión que habíamos mantenido. Algo que no encajaba del todo y podría revestir importancia. No obstante, tras darle unas cuantas vueltas, no fui capaz de convertir esa intuición en una idea válida e inteligible, por lo que acabé por descartarla y marcar el número en mi teléfono.

—¿Sí?

—¿Mónica Fuentes?

—La misma.

—Necesito hablar con usted. ¿Dónde se encuentra?

—¿Quién es usted?

—Soy el inspector Van der Hayden.

—Encantada, inspector. A mí también me gustaría hablar con usted.

—Según mis noticias, vive usted en Málaga. ¿Podríamos vernos esta misma mañana?

—Por supuesto, ¿qué tal en la cafetería de El Corte Inglés? ¿Cuánto tardará en llegar?

—Menos de media hora.

—De acuerdo, allí nos encontraremos.

VI

Cayeron de bruces contra el suelo. A Ari ni siquiera le dio tiempo a utilizar las manos para protegerse del golpe, pues todo se había desarrollado de una manera muy rápida. En un abrir y cerrar de ojos habían recorrido kilómetros.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Jurgen.

Ari asintió mientras comprobaba que todos sus huesos ocuparan el lugar que les correspondía. El aterrizaje, por denominarlo de alguna manera, había resultado bastante abrupto. Pero lo habían conseguido. En un instante, habían pasado de apoyarse en la pared del palacio, en el claro del bosque, al interior de la espesura, a costa solo de unos cuantos arañazos. La mala noticia consistía en que se encontraban completamente rodeados de árboles. Mirasen adonde mirasen, no conseguían encontrar más que una sucesión de troncos que dominaban todo su campo visual, como si participasen en un desfile militar, con todos los soldados de riguroso uniforme, solo que en ese caso, por mucho que ellos lo ordenasen, nunca romperían filas.

—¿Y ahora qué?

Jurgen señaló al cielo, o al menos a la pequeña porción visible entre la frondosa vegetación. El flujo de energía robada viajaba por encima de sus cabezas, y les marcaba el camino.

—Seguiremos a la energía —resolvió al fin.

—Vale.

—¿Te has dado cuenta de que ya no roban la nuestra?

Ariadna no se había percatado, pero, en efecto, del cuerpo de Jurgen ya no salía el característico hilillo al que se había acostumbrado durante meses; lo cual venía a demostrar que la magia que empleaban para hacerse con ella se focalizaba únicamente en la zona en la que vivían todos. Una vez fuera de allí, podían almacenar todo su poder.

Se pusieron en marcha. Lo primero que les llamó la atención fue la brusca caída de la temperatura. No es que el frío resultase extremo, pero no iban lo suficientemente abrigados. En cuanto comenzaron a andar, sin embargo, aquella sensación se atenuó. Mientras atravesaban el bosque se fijaron en que ningún animal parecía habitarlo, lo que, en verdad, resultaba sorprendente. Ni siquiera aquellas fantásticas aves que solían atravesar el claro del bosque volaban sobre sus cabezas. Caminaban por un sinsentido, un mar verde que prometía vida pero que, en realidad, escondía un desierto sin corazón, un edificio vacío, una ciudad fantasma de la que todos habían huido.

Caminar entre ese silencio la atemorizaba. Resultaba tan extraño, en un entorno como aquel, que con cada paso temía pisar una mina y salir volando o que, de repente, un gran monstruo apareciese de la nada y abriera sus enormes fauces para acabar con el intento de fuga.

Tras una media hora de caminata, empezaron a temer que aquello no tuviera final. El ánimo de Ari se resintió. Se preguntaba si las semanas que había pasado entrenando junto a Jurgen habrían servido para algo más que para ofrecerle una esperanza baldía. En un lugar repleto de imposibles, que la espesura se extendiese infinitamente le pareció factible. A lo peor solo formaban parte de otro juego para entretener a alguien al otro lado de una bola de cristal; una tortura despiadada en la que participaban desde la inocencia y la ignorancia más absoluta.

De repente, la niña se detuvo. Las fuerzas la abandonaron. Necesitaba hacer una pausa, respirar un poco. Notaba que, físicamente, había alcanzado su límite, que no podría dar un solo paso más. Su cuerpo había dicho basta.

—Hay que seguir —la animó Jurgen—. Hemos andado muy poco todavía.

—No sé si llegaremos a alguna parte. En cualquier dirección en la que mire, solo puedo ver árboles y más árboles.

—Seguro que pronto encontraremos algo más que eso; te lo prometo. Pero ahora tenemos que ponernos en marcha.

—No puedo más. Estoy muy cansada.

—No, no lo estás. Imagina la vida que nos espera si no encontramos una salida a este bosque. ¿Quieres pasar el resto de tus días dando vueltas delante de un palacio, rodeada de niños que no son niños? ¿Quieres convertirte, como el resto, en un siempre-niño?

—Claro que no —replicó Ari, un tanto irritada.

—Pues adelante.

Se obligó a caminar. Notaba que no podía seguir el ritmo de Jurgen, pero incluso así se esforzaba por mantenerse cerca de él. De vez en cuando, lo avisaba para no perderlo de vista. Intentó, como le había propuesto su mentor, visualizar la diferencia entre un futuro alejada de allí y otro sin salida, de encontrar ahí las fuerzas que necesitaba para continuar, pero no acababa de concentrarse. Se sentía un poco mareada, como si siguiese caminando más por inercia que por una decisión consciente o un rumbo que desease mantener. Necesitaba a sus padres de vuelta y presentía que el fracaso de los planes que habían preparado le resultaría imposible de asumir. La ilusión, la emoción de las últimas semanas, se convertía en miedo a pasos agigantados. Una y otra vez recordaba a Mijail. Se preguntaba cuántos habrían acabado igual que él. Si su propio destino no consistiría en morir fulminada por un rayo de la estatua. Puede que, sin saberlo, estuviesen recorriendo el mismo sendero que a otros muchos había conducido hasta el desastre.

Para su alegría, unos diez o quince metros por delante de ellos, Jurgen se detuvo. Ari supuso que al fin había decidido otorgarle el respiro que tanto ansiaba. Se equivocó.

—Ven —la llamó—. Vamos, corre, no te quedes ahí parada.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, con desgana.

—Fíjate —le pidió él, señalando hacia adelante.

Ella se afanó por encontrar lo que le indicaba, pero no logró observar nada distinto de lo que había visto desde que aparecieron; árboles y más árboles, como una sucesión infinita, como una condena sin piedad.

—Sigo viendo árboles, nada más.

—Pues deberías mirar mejor. Detén la mirada, por ejemplo, en aquel —le pidió.

Ari lo hizo, reuniendo para ello las pocas fuerzas que le quedaban en su menudo cuerpo. Solo un instante después, recibió una percepción extraña, muy extraña. Parecía como si la imagen se difuminara, se volviese menos nítida, como cuando la señal de televisión, por algún motivo, se vuelve débil e imprecisa, o recibe algún tipo de interferencia. Sorprendía percibir así algo físico. Se preguntó si sus ojos, tras el esfuerzo, comenzaban a fallar.

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