Ari

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Ari

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Los primeros movimientos de Ari no llegaron hasta la mañana siguiente. La noche había transcurrido entre extraños ruidos, de aves que los sobrevolaban. Al menos, eso prefirieron pensar ellos, antes que imaginar a aquellos terribles animales a los que se enfrentaron en la biblioteca. No obstante, considerando la falta de luz propia de la noche, y que las horribles ratas gigantes poseían unos ojos que brillaban en la oscuridad, la probabilidad de que se tratase de ellas resultaba muy elevada.

—Se está moviendo —advirtió Sun.

Se encontraban tan cansados, tan temerosos, que aquellos movimientos supusieron un pequeño rayo de luz en un mundo que se había vuelto sombrío, lóbrego.

Pasaron el resto de la mañana con la mirada fija en Ariadna, esperando a que en cualquier momento abriese los ojos y pudieran ponerse en marcha de nuevo. Ninguno habló de la noche, ni de sus perseguidores. Solo importaba aquella niña cuyos ojos llevaban tantas horas cerrados.

Al fin, ya cuando el sol se ponía, despertó. Intentaron no atosigarla demasiado, no acercarse, pese a las ganas que tenían, pues se hallaba un poco mareada. No tuvieron que aguardar demasiado, en un par de minutos, pareció hacerse cargo de la situación y fue ella la que habló.

—¿Dónde estamos?

—En el tronco de un árbol —le respondió Lara.

—¿Cómo? —preguntó con cara de no entender nada.

—¿Qué recuerdas?

Ari hizo un ejercicio de memoria antes de contestar. No le resultaba sencillo, pues la cabeza le dolía un poco, pero aun así, necesitaba saber qué había pasado, y cómo había llegado hasta allí.

—Vi a Leo saliendo de la habitación para buscaros. Así que, como sabía que os encontrabais en la biblioteca, decidí teleportarme para alertaros —hizo una pausa, como para ordenar de nuevo sus recuerdos, y acceder a lo que había ocurrido en el interior de la biblioteca.

—Al llegar —siguió—, observé una luz en un pasillo. Después, cuando iba a vuestro encuentro, vosotros huíais de una especie de rata voladora. Recuerdo a Jurgen gritándome que preparara un conjuro... Y nada más. Ya no me acuerdo de nada más.

Los otros tres revivieron la escena en silencio, evocando un pánico que deseaban olvidar. En realidad, no había mucho más que añadir a lo que había expuesto Ariadna. Solo que llevaban un par de días escondidos, a la espera de que ella despertase para reanudar sus planes, para escapar definitivamente, para no volver jamás a girar sin sentido o hablar sin hablar.

—¿Qué tal tu energía?

Ari visitó mentalmente su depósito antes de responder.

—Bien. Casi lleno.

—¡Magnífico! —exclamó Jurgen.

Le trajeron agua en un improvisado cuenco de madera, y le dieron algo de fruta, que ella agradeció, aunque no quedó saciada, pues al poco de despertar se sintió hambrienta.

Decidieron hacerlo al despertar, después de dedicar la tarde y la noche a que la recuperación de Ariadna se completase.

Ninguno, pese a que la noche resultó tranquila, consiguió dormir demasiado, pues los nervios por lo que les aguardaba podían más que el sueño o el lejano deseo de descansar.

—¿Recuerdas la construcción que encontramos? —le preguntó Jurgen, cuando todavía no había amanecido, pero ninguno podía ya disimular su impaciencia.

—Claro —respondió Ariadna.

—Pues quiero que nos lleves justo ahí, al muro. Tendremos que encontrar una forma de entrar. Aunque no nos dio tiempo a averiguarlo, supongo que debe existir alguna puerta.

Ari sintió que las miradas de los tres se dirigían hacia ella. Y no solo eso, sino también sus esperanzas, sus anhelos de libertad. Toda la responsabilidad recaía sobre sus menudos hombros. Por un instante no pudo más que temer no encontrarse a la altura de las expectativas que sus amigos habían depositado en ella. Por azar, pese a ser la más joven, la única cuyo cuerpo y cuya edad se encontraban en consonancia, las circunstancias la habían situado en el centro de la acción, como la pieza clave de aquel rompecabezas que Jurgen y Lara habían intentado completar durante años.

Intentó dejar la mente en blanco. Se apoyó en la certeza, hasta ese momento indiscutible, de que sus hechizos habían funcionado bien. Si había conseguido, bajo presión, sacarlos a todos de la biblioteca sin que nadie resultase herido, lo que iba a intentar debía producirse sin mayor dificultad.

Bajó por su cuerpo, caminando alegremente, sabiendo que daba los primeros pasos en dirección a su hogar. Encontró su magia rebosante, aguardando a que ella la utilizase.

Elevó los brazos al cielo, como pidiendo a Dios que le transmitiera toda su sabiduría, toda su fuerza, para la empresa que se proponía llevar a cabo. Todos entraron en contacto con ella. Ari notó sus manos sobre la cintura, y supo que había llegado el momento. Apretó con fuerza los ojos, y pronunció la última palabra.

Cuando abrió los ojos, lo primero que le llamó la atención fue el bonito amanecer que despertaba a la inmensa llanura. La desolación que había sentido la primera vez que había contemplado aquel paraje, quedaba diluida por la belleza anaranjada que anunciaba la llegada de un nuevo día. Se sobrecogió ante el descomunal espectáculo al que asistía, hasta el punto de olvidarse, durante unos segundos, de su misión. La energía robada a los niños, cruzaba, con una veta grisácea, el horizonte, otorgándole un plus de exotismo incomparable. La inmensidad de aquel cielo le ofrecía una sensación de libertad que colmaba todos sus deseos. Se imaginó deteniendo el tiempo en ese instante para tumbarse allí mismo y disfrutar durante horas de aquel cuadro pintado por el más grande de los maestros.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Jurgen, rompiendo su comunión con la naturaleza.

—Sí —contestaron al tiempo.

—Busquemos la puerta.

Las piedras del muro parecían muy viejas. La construcción, en forma de torre, se elevaba unos veinte o treinta metros sobre el suelo. Su tamaño, en mitad de la nada, era colosal.

No tardaron en encontrar un acceso; una gran puerta, de color rojo, que permanecía entreabierta. Supusieron, que en mitad de aquel desierto de piedra, sus habitantes, si es que los había, no concederían mucha importancia a la seguridad.

Se miraron para corroborar que todos se hallaban preparados para franquear la entrada. Lo que hubiese al otro lado podía marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre regresar o permanecer; entre la vida y la muerte.

En cuanto Jurgen, que iba el primero, pisó dentro de la inmensa estancia, ocupada por varios tanques de metal, una ruidosa alarma se disparó. De inmediato, antes de que pudieran reaccionar, cinco personas, tres hombres y dos mujeres, todos vestidos con monos de trabajo azules, salieron de la nada para encararse con ellos.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó uno, visiblemente alterado.

XV

—¿No sabéis hablar? —intervino una mujer altísima, de pelo corto castaño y voz atiplada, que se presentaba como líder del pequeño grupo con el que se habían tropezado al entrar en la solitaria construcción que se alzaba en mitad del desierto.

—Nos hemos perdido —respondió Jurgen—. ¿Dónde estamos?

—¡Que os habéis perdido! —rio ella—. Yo imaginaba, más bien, que os habríais fugado.

—¿Fugado? No, para nada. Salimos a dar una vuelta por el bosque, y nos desorientamos.

—El bosque queda un poco lejos.

—Nos desorientamos mucho.

—Ya veo. Tendremos que llevaros de vuelta, entonces.

—No será necesario. Nada más lejos de nuestra intención que interrumpir vuestro trabajo.

—Acabas de decir que os habíais perdido.

—Sí, pero no que queramos regresar.

—¿A dónde pretendéis ir?

—A casa.

—¿A qué casa?

—A nuestras casas. Esperaba que nos mostraseis el camino.

—¿Me tomas por estúpida?

—¿Debería?

—Mi paciencia tiene un límite —amenazó.

—¿Ahora es cuando me asusto y empiezo a llorar como un niño desvalido?

—O eso o acabaréis todos muertos. Tú decides.

—Se me ocurren más posibilidades.

—No me digas.

—Podría, por ejemplo, lanzar una cadena de rayos que acabara con los cinco a la vez.

—Creo que has leído demasiados libros en la biblioteca. Vosotros no sois magos. Nadie os ha despertado. Hay una gran diferencia entre tener energía mágica y poder usarla. Como afirmó aquel: «Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».

—Me despertó Stella Giovanetti. Seguro que has oído hablar de ella. Hizo lo mismo que vamos a hacer nosotros: marcharse de aquí.

—Tuvo suerte. Su hermano es un tipo importante.

—Su hermano no la ayudó a salir.

—No —aceptó—. Pero, sin su intervención, ella hubiera estado de vuelta al día siguiente. Si imaginas que saliendo de aquí se acaban vuestros problemas, te equivocas.

—El hermano de Stella nos ayudará también a nosotros.

—Sois demasiados. Su poder no da para tanto.

—Me estoy cansando de tanta charla —intervino un hombre extremadamente delgado, que hasta entonces había permanecido en segundo plano—. Os vamos a llevar con los demás ahora mismo.

—¿Tú nos llevarás de vuelta? —dudó Jurgen.

—Me tienes harto, mocoso.

—Quizás tenga más años que tú.

—Lo sé. Pero no por eso dejas de ser un mocoso. Podría aplastarte como a un mosquito, si quisiera.

El niño sonrió. Mientras hablaba no había dejado de observar la estancia. El techo, en la zona central, se elevaba muy por encima de lo normal, para, de ese modo, permitir la existencia de los enormes depósitos de energía. Sin embargo, en la parte en la que se encontraban ellos, próxima a la entrada, la altura no alcanzaba más allá de los dos metros y medio, tres a lo sumo. A su izquierda, no le había pasado desapercibida la existencia de una puerta de color marrón. Pronto se dio cuenta de que aquella puerta constituía la única vía de escape posible. El problema consistía en cómo librarse de los cinco y acceder hasta ella con la ventaja suficiente para escapar de allí.

A lo largo de los años, Jurgen se había enfrentado a situaciones complicadas. A menudo, la paciencia se había convertido en la mejor aliada para salir de ellas. Pero ahora, con los enemigos enfrente, no disponía del tiempo ni la tranquilidad necesarias para reflexionar. Necesitaba una solución, urgente y buena, que les sacara de allí. De lo contrario, todo el esfuerzo que habían llevado a cabo no habría servido para nada.

Reparó en que habían cometido un grave error al entrar durante el día. Deberían haberlo hecho por la noche, cuando seguro que no habría nadie o, al menos, no tantos. Seguro que Stella guardó esa precaución. Se abrigaría en la oscuridad para no encontrar resistencia. Odiaba admitir sus fallos, pero no le quedaba más remedio que apechugar con aquella responsabilidad, y enmendar la equivocación.

Una idea empezó a formarse en su cerebro. Aquellas cinco personas se ocupaban de los depósitos de energía. La magia contenida en ellos era el único motivo de la existencia de aquel lugar. Por tanto, lo que debía hacer era atacar los depósitos para, de ese modo, distraer la atención de sus enemigos mientras las niñas se dirigían hacia la puerta.

No se le ocultaba que aquel plan encerraba un gran peligro para él mismo. De alguna forma, haría de cebo para que los otros pudiesen escapar. Eso podría significar que el potencial mágico de los cinco se concentrase en él, para evitar sus rayos. Si Ari supiese lo que había al otro lado de la puerta, podría usar su poder para llevarlos allí directamente, pero, por desgracia, no se encontraba en disposición de hacerlo.

—Preparaos —avisó Jurgen, utilizando su poder para que solo sus amigas lo escuchasen—. Cuando lance el primer rayo, salís todas corriendo hacia la puerta que está a mi izquierda, ¿entendido?

Las tres respondieron afirmativamente. El momento había llegado.

—George —dijo la mujer—. Encárgate de ellos.

Pero antes de que George, o ninguno de los otros, pudiese hacer nada, Jurgen lanzó un rayo que fue a estrellarse contra uno de los grandes contenedores, el más cercano a ellos, a la vez que empezaba a correr en aquella dirección.

Se produjo una breve pausa, como si ninguno de los otros ocho, ni amigos ni enemigos, hubiera imaginado lo que iba a suceder.

—¡Vamos! —gritó a las tres.

Ari, Sun y Lara se dirigieron hacia la puerta, algo confusas y desorientadas mientras observaban que Jurgen lanzaba otro rayo sobre el mismo depósito que, de repente, comenzó a desprender algo de energía de un tono gris verdoso. Su magia había conseguido penetrar la cubierta metálica. Una sonrisa afloró en su rostro. Ya no podrían ignorar la amenaza que suponía para su labor allí. No podrían permitir que la energía acumulada se perdiera.

Los cinco que trabajaban para el enemigo, tras la sorpresa inicial, que les había dejado paralizados, corrieron hacia el muchacho.

—¡Detente, estúpido! —le gritó el más delgado.

Jurgen tuvo tiempo de descargar un tercer rayo sobre el mismo objetivo. Logró que se abriese un considerable agujero en la superficie del enorme bidón, y que la energía comenzara a salir en grandes cantidades, a inundarlo todo de una magia que penetraba en sus cuerpos a través de cada poro de la piel.

La puerta no estaba cerrada. Sun fue la primera en llegar hasta ella. Giró el pomo y, cuando se encontraba a punto de franquearla, una especie de alarido gutural, monstruoso, consiguió que las tres se detuvieran por un instante, girando sus cabezas hacia la zona en la que se encontraban los demás.

Del dedo de la mujer de voz atiplada, surgió una pequeña línea de energía, en forma de espiral, que llegó hasta Jurgen. Parecía apenas un hilo, algo insignificante e inofensivo, sin embargo, cuando alcanzó al niño y entró en contacto con su cuerpo, a la altura del corazón, lo traspasó por completo, saliendo por su espalda, sin ninguna dificultad.

Jurgen abrió los ojos exageradamente, incrédulo por lo que acababa de suceder. Después, en un instante, sus ojos quedaron en blanco y se desplomó, inerte, sobre el suelo.

El tiempo se detuvo. El mundo dejó de girar. La realidad se volvió confusa, como una imagen distorsionada por una interferencia. Ninguna entendía nada. Su amigo, el mismo que las había conducido hasta allí, que les había otorgado una esperanza a la que agarrarse, ya no existía. Ahora solo era un cuerpo sobre un suelo desconocido y sucio, como el mundo en el que habitaban.

—¡Vamos, tenemos que salir de aquí! —gritó Lara.

Las piernas de Ari y Sun obedecieron la orden de Lara, y se encaminaron, a la carrera, hacia la puerta. Pero en sus mentes, lo único que existía era esa última imagen de Jurgen, con los ojos en blanco, cayendo a plomo. El instante en que su corazón había sido traspasado por el hechizo de la mujer, lo habían vivido a cámara lenta, como para subrayar la incredulidad que les provocaba. En ese mismo momento habían sabido que el chico estaba muerto. Que aquella mujer de voz aguda había acabado para siempre con la vida de su amigo. El chico que había planeado la fuga, no las acompañaría hasta casa.

Ari pensó que la vida era cruel e injusta. Odió de repente muchas cosas, empezando, por supuesto, por la mujer que había acabado con Jurgen. No olvidaría nunca su cara. Si alguna vez tenía la oportunidad, la mataría sin dudarlo. Pero también odiaba a la vida misma. No entendía cómo los que se dedicaban a hacer el mal podían triunfar. Cómo Mijail y Jurgen yacían muertos, mientras sus verdugos seguían respirando. Ella no había elegido vivir en un mundo así.

Descubrieron unas escaleras de caracol, estrechas y metálicas, que encontraron nada más abandonar la estancia principal. Subieron hasta la primera planta. Por el momento no había señales de sus enemigos. Lara, que parecía la única capaz de razonar con cierta claridad, supuso que estarían ocupados examinando el estado en el que había quedado el tanque de energía. Jurgen había conseguido destrozar uno, y toda aquella magia desperdiciada constituiría para ellos un serio contratiempo. Tendrían que dar muchas explicaciones a sus jefes por lo que acababa de ocurrir. Pero tarde o temprano las buscarían, pues tampoco podrían permitirse el lujo de que tres niñas escapasen de golpe.

Al fin, un poco mareadas, llegaron a una estancia rectangular, con cinco camas y otra puerta al fondo.

—Deberíamos bajar a por Jurgen —saltó Ari, de repente.

—Jurgen ha muerto —respondió Lara.

—Tal vez Sun pueda curarlo.

—Nadie puede ya hacer nada por él.

Ari se echó a llorar. Las otras dos la abrazaron y las lágrimas de las tres se confundieron en un auténtico río, lleno de sollozos y lamentaciones. Él había entregado su vida por ellas, para que pudieran escapar. Ari se sintió conmovida, además de triste y desolada. De repente, decidió que no tenían tiempo que perder. Ahora más que nunca, por él, debían conseguirlo. No podían permitir que su muerte resultase en vano. No era tiempo de lamentaciones, ni siquiera de venganzas, solo de hacer exactamente lo que habían ido a hacer; aquello por lo que Jurgen había muerto.

—Vamos —dijo, separándose de sus dos amigas—. Tenemos que seguir adelante, si no, lo que ha hecho por nosotras no habrá servido para nada.

Las otras comprendieron que estaba en lo cierto. El tiempo de los lamentos y los recuerdos llegaría más tarde, cuando lograran su propósito. Ahora era tiempo de escapar; de descubrir qué se ocultaba detrás de cada puerta hasta que una las condujese a casa. Habían recorrido un largo camino desde el paraíso de su cárcel hasta el infierno en el que su amigo había encontrado la muerte, pero si no deseaban acabar igual, debían moverse ya.

Atravesaron lo que parecía el lugar de descanso de los cinco, y llegaron hasta la puerta. En esta ocasión permanecía cerrada. Además, y al contrario que la anterior, era metálica. No parecía que pudieran derribarla de ninguna manera.

—Busquemos la llave —propuso Lara, tras comprender que sin ella no lograrían nada.

Apenas había mobiliario. Solo un par de viejas estanterías de madera vestían las desnudas paredes de piedra. Lara y Sun se dirigieron hacia ellas mientras Ari buscaba entre las camas, perfectamente deshechas, de las personas que habían matado a su maestro.

Sintió un acceso de ira y, por primera vez desde que lo había descubierto, se arrepintió del color de su magia. En ese momento hubiera dado todo el oro del mundo por poder lanzar un rayo que eliminase de un golpe a aquellos que se dedicaban a cuidar la energía robada a los niños. Se enfrentaban a un grupo de desalmados, que permanecían impasibles mientras arrebataban el futuro de decenas de niños. A su corta edad, seguía sin comprender cómo podía existir gente de esa calaña. Se preguntó si ellos no tenían familia o hijos. Si podrían dormir aquella noche, con la muerte de Jurgen pesando sobre sus conciencias.

—¡Aquí está! —exclamó Sun, mostrando la pequeña llave metálica que le había entregado Cedric y haciendo como si la hubiese encontrado en una de las estanterías.

—Esperemos que sirva —deseó Lara.

Las tres se dirigieron a la salida, siendo conscientes de que, si la llave hacia girar la cerradura, el final de la pesadilla quedaría más cerca, o quizá no, puede que solo se tratase de un recoveco más en el intrincado laberinto del que intentaban escapar.

La llave encajaba.

Sun abrió.

Las tres se quedaron boquiabiertas.

—Es una puerta a ninguna parte —susurró Ari.

—Te equivocas —replicó Lara—. Es una puerta a cualquier parte.

XVI

La conversación con Mónica Fuentes discurrió según lo previsto, sin que la periodista interpretada por ella o el policía, por mí, hubiésemos mostrado la audacia suficiente para salirnos del guión escrito. Había conseguido establecer una especie de pacto de no agresión con ella pero, en cambio, como ya suponía, no había logrado que me revelase el nombre de su informador. Hallar al responsable de filtrar el informe policial a la prensa no iba a resultarme sencillo y, no obstante, constituiría una distracción importante de lo que consideraba mi misión principal: encontrar a Ariadna del Cid. A lo mejor, si aparecieran nuevas pruebas en el caso, el comisario se olvidaría de localizar al confidente que teníamos en plantilla, aunque no parecía probable y, en esa ocasión, lo comprendía. A mí tampoco me hacía ni pizca de gracia saber que alguno de mis compañeros se prestaba al doble juego de facilitar documentación esencial del caso a la prensa, a cambio de dinero. La existencia de alguien así en nuestras filas minaba la confianza del grupo, poniendo en peligro el normal desarrollo de las investigaciones en curso, enturbiando el ambiente, sembrando la discordia; sustituyendo la camaradería por el recelo. Nada peor que no poder mirar hacia delante porque hay que cubrirse las espaldas.

Por otro lado, si obviaba su profesión y su rol en el caso, el recuerdo que me había quedado de Mónica Fuentes era positivo. Me había parecido una mujer inteligente, decidida y también, por qué negarlo, atractiva.

Sonreí. Desde la muerte de mi mujer, mi relación con el sexo contrario no existía, al menos desde una perspectiva amorosa. Muchas veces, mucha gente había intentado convencerme de que debía rehacer mi vida. Odio esa expresión. Parece que por encontrar a otra pareja se vayan a solucionar de golpe y porrazo todos los problemas, se vayan a borrar todos los recuerdos, se vayan a secar todas las lágrimas. No. Yo no lo creía. Y ni siquiera, pese a la insistencia de algunos, se me pasaba por la cabeza romper con la soledad que me acompañaba como única y fiel compañera. El sitio de Elena no podría ocuparlo nadie. Ni aunque viviera mil años permitiría que otra mujer la reemplazara. Puede que entonces fuera muy tradicional, o muy ingenuo. O, simplemente, que no hubiera conocido a la persona adecuada.

Dudé qué hacer hasta la tarde. Faltaban aún unas horas para la nueva reunión del grupo de investigación, para la que había encargado a mis colegas que propusiesen nuevas vías para avanzar.

Consideré dedicar el tiempo que me sobraba a comprar ropa, pero rápidamente deseché la idea, pues como siempre, no me apetecía.

Se me vino a la cabeza Duende. En esos meses nos habíamos encontrado a menudo, y hablar con él del nuevo rumbo que tomaban los acontecimientos resultaría interesante, me ofrecería un enfoque diferente antes de afrontar el encuentro con mis compañeros.

Marqué su número y quedamos para almorzar en el Burger King situado en la plaza de La Nogalera, en el centro de Torremolinos. Pese a que últimamente había moderado la ingesta de grasas y, de hecho, había perdido algo de peso, me gustaba, de vez en cuando, saltarme las normas que yo mismo me había impuesto. Me daba una sensación de control sobre mi destino, que elevaba mi maltrecha autoestima.

El día continuaba gris cuando abandoné Málaga. El tráfico bullía por la avenida Andalucía, escapando de la ciudad en dirección a comidas rápidas, como la mía, colegios o citas imprevistas. Cada coche que me rodeaba contenía una historia, la de su conductor. Me pregunté si en aquel enjambre de colores, marcas y precios que componían, no se ocultaría Olivia Madueño. Su desaparición había frustrado cualquier avance. Se había convertido en el tapón perfecto que impedía que el agua fluyese en la dirección adecuada para resolver el caso.

Aparqué en la calle Casablanca, muy próxima a la antigua comisaría de Torremolinos y, a la vez, pero en dirección contraria, al lugar en el que había quedado con mi amigo. Recorrí a pie los apenas doscientos metros que me separaban de la plaza. Algunos locales emblemáticos de Torremolinos, comercios que habían disfrutado de gran éxito, mantenían las puertas cerradas desde hacía meses. La crisis económica se había acentuado, cebándose con los pequeños negocios, con el verdadero tejido empresarial, el que, sin salir en los titulares de los periódicos ni acaparar subvenciones de la administración, creaba empleo. En un municipio próspero como aquel, no recordaba haber observado nunca tantos carteles de Se vende o Se alquila. Tanta inactividad. Tanto desempleo. Me pregunté cuándo acabaría aquello, pero sobre todo cómo lo haría; qué precio pagaríamos muchos para seguir manteniendo los privilegios de unos pocos.

Duende me aguardaba junto a la hamburguesería. Él también había adelgazado algo. Pese al mal tiempo, vestía su indumentaria habitual: camiseta negra de grupo heavy —Guns N´ Roses, en este caso— y vaqueros azules descoloridos y medio rotos.

Pedimos un par de menús, con muchas calorías, y nos sentamos en el interior del local.

—¿Has leído los periódicos? —le pregunté.

—Yo solo leo novelas —respondió—. Si acaso, alguna vez, si la portada me interesa, me compro el Heavy Rock.

—Ya veo. Entonces, supongo que no te has enterado de las novedades.

—¿Qué novedades?

—Alguien ha filtrado los informes policiales sobre la desaparición de Ari a una periodista, que los ha publicado hoy.

—Cuando dices alguien, te refieres a algún compi tuyo, ¿verdad?

Torcí el gesto mientras él no podía ocultar la sonrisa. Disfrutaba poniéndome en aprietos.

—No considero que eso sea importante.

—Vaya, pues a mí no me gustaría nada trabajar con un soplón al lado.

—A mí tampoco —admití—. Pero todo tiene su lado bueno.

Abrió los ojos de forma exagerada, como si no alcanzara a encontrar la parte positiva a aquello.

—Si tú lo dices.

—El comisario ha decidido reactivar el caso. Ha vuelto a reunir, hoy mismo, al grupo de investigación. Podremos dedicarnos en exclusiva, o casi, a buscar a la niña.

—Déjame adivinar —dijo, con gesto teatral—, también tendrás que encontrar al soplón.

—Sí. También me ha encargado identificar al responsable de la filtración.

—No creo que sea fácil.

—Ni yo. Pero, sinceramente, es lo que menos me preocupa.

—Pues deberías centrarte en eso.

—¿Cómo? No te entiendo —empezaba a perder la paciencia; no había ido hasta allí para jugar—. Te acabo de explicar que han reactivado el caso, y tú me dices que debo centrarme en encontrar al informador... Explícate, anda.

—Lo otro no tiene solución. Sin Olivia, no lograremos nada.

—Vaya ánimos que me das.

—Qué quieres que te diga. Yo lo veo así.

—Pues yo no. Se nos abre, por las circunstancias que sean, una segunda oportunidad, y hay que aprovecharla.

—Eso vale como discurso interno de la policía, pero tú y yo conocemos los pormenores reales del caso, y que sin ella no hay solución posible. Incluso con ella, puede que tampoco llegásemos a nada.

—Tenemos a otra persona.

—¿Román?

—Sí.

—Ya lo intentamos, sin éxito.

—Lo sé. Pero no me conformo con eso. Si examinamos bien lo que sabemos, no es cierto que Olivia sea la clave. De cara a la policía, sí, por supuesto, ella es la única sospechosa.

—Sé exactamente a dónde pretendes llegar, pero es un disparate.

—Román Giovanetti es el único que puede llevarnos hasta Ariadna, pero además es el único que puede saber dónde se encuentra Olivia. Por tanto, él se ha convertido en la verdadera clave de todo, tanto para nosotros como para la policía.

—Pero no nos ayudará, ya lo sabes.

—Pues tendremos que encontrar la manera de convencerlo para que lo haga.

Duende se mostró escéptico. No había olvidado que durante algunos meses yo busqué algo sucio en sus negocios, sin conseguir nada. No albergaba ninguna esperanza de que un nuevo intento trajese consigo un resultado diferente. Román Giovanetti se encontraba a una altura, según él, a la que nosotros no llegaríamos jamás, ni saltando.

Por un momento temí que la lluvia descargase sobre Torremolinos. Había salido de casa con un paraguas, pero a saber dónde se hallaba ahora. Solía perder varios cada año y, a pocos meses de acabar aquel, debía cumplir religiosamente con la estadística.

Antes de regresar a la comisaría, acerqué a Duende hasta su casa. La oscuridad que nos dominaba hacía mella en mi ánimo, pues daba la impresión de reinar sobre el mundo, escondiendo entre las sombras a Ariadna y a su madre, impidiendo así que nadie pudiese llegar hasta ellas y traerlas a la luz.

—¿Harás algo? —le pregunté, antes de que bajara de mi viejo Citroën.

Él sonrió, sarcástico, o puede que solo divertido ante mi insistencia.

—No sé qué puedo hacer, la verdad —se excusó.

—Seguro que algo habrá. Habla con la gente de tu mundo. Alguien debe conocer la forma de penetrar en el entramado de Román.

Duende iba a replicarme, pero vaciló durante un momento, como si de repente recordase algo importante. Su gesto se hizo más grave, como si en lo que fuese a decirme se hallara la clave de todo.

—Ya lo manejamos en su momento y, en lo que a mí respecta, sigue siendo válido.

—¿A qué te refieres?

—A contactar con alguno de los que trabajen para él, de los que elaboran la magia que él vende.

Recordé cómo había fracasado en ese intento. Con una inocencia que rayaba la estupidez, había supuesto que el señor Giovanetti tendría a todos sus empleados dados de alta en la Seguridad Social y, tras semanas de pesquisas y de trámites administrativos para recabar las autorizaciones necesarias para acceder a sus datos, descubrí que nadie, salvo un contable, trabajaba legalmente para él.

El claxon de otro vehículo, al que el mío le cortaba el paso, me sacó de la reflexión. Le hice un gesto a Duende para que subiera de nuevo al coche, y busqué aparcamiento, lo cual, en el mes de noviembre, no resultaba complicado en un lugar como La Carihuela, cuyo turismo, cada vez más, se concentraba en los meses de sol.

—¿Dónde elaboran los hechizos? —pregunté.

—Nadie lo sabe.

—Pues tendremos que averiguarlo. Las personas que trabajan para él deben tener una vida. No creo que permanezcan encerrados las veinticuatro horas. Saldrán y se relacionarán con otra gente. Algunos, supongo, mantendrán vínculos familiares, parejas, hijos... Yo qué sé. Tú, que perteneces a ese mundo, indaga entre tus amigos. Un pequeño detalle, por insignificante que parezca, puede llevarnos a otro más importante.

Duende mantenía su postura pesimista. Mi discurso no había conseguido moverle ni un centímetro del lugar en el que se encontraba. Yo sabía que, tras la máscara de cinismo que mostraba, no poder encontrar a la niña había supuesto un duro golpe para él, y puede que aún no hubiese reunido el valor suficiente para un nuevo intento.

—Todo eso ya lo hicimos, Emilio.

—No —repliqué—. No lo hicimos, solo lo intentamos.

Duende soltó una sonora carcajada.

—Pues sí que estás convencido. Pareces uno de esos gurús del optimismo y del pensamiento positivo.

Alguna idea frenó en seco su discurso. La carcajada se transformó en enigmática sonrisilla, como si hubiera descubierto algún aspecto en el que solo él hubiera reparado.

—¿Cómo se llamaba el periodista con el que te has reunido antes? —preguntó con intención.

—La periodista —le corregí.

—Eso, la pe-rio-dis-ta —repitió, arrastrando las sílabas una a una.

—Mónica Fuentes —respondí sin comprender a dónde intentaba ir a parar con aquello.

—Supongo que estará muy buena, ¿no?

—¿Qué?

—Este optimismo tuyo, sobrevenido, solo puede causarlo el amor —se burló.

—Anda, fuera de mi coche, que tengo mucho trabajo que hacer... Y tú también. No lo olvides.

—No te preocupes.

No pude evitar sonreír mientras me dirigía de regreso a la comisaría. La ocurrencia de Duende había tenido la virtud de relajarme. Puede que él se encontrara en lo cierto, que los pasos que íbamos a dar ya los hubiésemos dado antes, sin resultado; pero seguro que algo, a uno u otro lado de la investigación, se nos pasó por alto. Mónica Fuentes nos ofrecía una segunda oportunidad, no a mí para rehacer mi vida, sino a Ariadna, para que, con el esfuerzo de todos, pudiera regresar con su familia, y teníamos la obligación de aprovecharla.

El encuentro con mis compañeros discurrió de forma tediosa. Hubo propuestas lógicas, como la de apretar más las tuercas a la familia de Olivia, pero que ya sabía que no conducirían a ninguna parte, y otras disparatadas. La conclusión a la que llegaban todos coincidía con la de Duende: ya habíamos hecho todo lo que se podía hacer, sin lograr ningún avance.

Por mi parte, me resistía a dar por válido aquel planteamiento, que no nos conducía más que al pesimismo más absoluto y a la derrota más inevitable. Me empeñé en animarlos a encontrar nuevos caminos, pero mis palabras parecían caer en saco roto.

Como yo pretendía visitar de nuevo, en compañía de Duende, a Román Giovanetti, encargué a Santos y Mediavilla que se dedicaran a la familia de la madre, mientras que a Corrales le pedí que se ocupara de la labor más tediosa, la de revisar de nuevo, a fondo, los informes y los vídeos de las cámaras de seguridad.

Sabía a ciencia cierta que ninguno de los dos caminos aportarían nada, pero me sentía obligado, como jefe de la investigación, a seguir una rutina de trabajo para guardar, al menos, las apariencias.

Esperaba que de la nueva conversación con el señor Giovanetti, surgiese la manera de involucrarlo en el caso de una forma oficial y de ese modo poder concentrar los esfuerzos y las ideas de todos sobre el que yo consideraba que era la pieza clave del puzle.

Salí un tanto decepcionado de la sala de interrogatorios que usábamos para nuestras reuniones. Mi moral no era de hierro, y que todos a mi alrededor considerasen que las posibilidades que teníamos de encontrar a Ariadna resultaban casi inexistentes, me había afectado más de lo que me gustaría admitir.

Me desplomé sobre mi silla. La noche de mi vida lucía negra, o mi vida, esa noche, no me permitía ver ninguna luz. La luna se ocultaba entre las nubes, como las esperanzas de resolver el caso entre la lógica del desaliento. Un muro me separaba desde hacía meses de Ariadna del Cid, y no conseguía derribarlo.

Suspiré. La cabeza, con una sensación de derrota que me atormentaba, comenzó a dolerme. Me esforzaba por encontrar un resquicio que, a lo peor, no existía. Anhelaba encontrar una oportunidad donde solo había el anuncio de un nuevo fracaso, la repetición de una mala película.

Cerré los ojos, y por algún motivo que desconocía, mi mente viajó hasta Seattle, a conocer a mi nieta. Aún, por supuesto, desconocía el sexo, pero yo ya imaginaba a una niña rubia, de ojos verdes, que correteaba junto a mí. La ilusión en su brillante mirada, me contagiaba de una vitalidad desbordante. Sus torpes pasos dibujaban una sonrisa en mi boca, acercándome a la tan temida felicidad.

El sonido del teléfono me sacó bruscamente de mis ensoñaciones.

—Hay aquí un señor que insiste en hablar contigo. Dice que es muy urgente.

Miré el reloj, que me indicaba el camino a casa, y me sentí terriblemente cansado ante la perspectiva de tener que hablar con alguien. Me apetecía refugiarme en el salón, entre melodías tristes, para solazarme en mi dolor, en mi derrota.

—¿Quién es? ¿Qué quiere? —pregunté con la esperanza de poder despachar el asunto sin recibir al individuo que osaba molestarme a esas horas.

—Román Giovanetti, sobre la desaparición de Ariadna del Cid.

El corazón me dio un vuelco.

XVII

Ari cerró los ojos y se obligó a hacer lo que le indicaba Lara. Buscó en sus recuerdos la imagen de un lugar en el que se hubiese sentido especialmente bien; un sitio en el que, aunque ella no lo supiese, según su amiga, la magia fluía y por eso quedaba impreso en su memoria.

Lo primero que le vino a la cabeza fue la Torre Eiffel. Recordaba las fotos que se hizo junto a sus padres desde la zona de Trocadero, con unas vistas impresionantes de la Torre y los Jardines de Marte, con la Escuela Militar de fondo. París entero, con sus grandes avenidas, sus maravillosos parques, sus palacios, sus museos, le parecía mágico, pero aquella zona en particular, mientras bajaba por los jardines y atravesaba el Sena para llegar a la explanada en la que cientos de turistas esperaban su turno para subir hasta el punto más alto de la ciudad, la mantenía presente en su memoria como un recuerdo excepcional, una vivencia que jamás olvidaría.

Enseguida descartó su primera opción. Comprendió que, si aquella fuerza, combinada con su poder, podía llevarlas a algún lugar que ella evocase con detalle, aparecer en Francia, no resultaría una buena idea. ¿Cómo se las arreglaría después para llegar hasta su casa?

Pensó en sus amigas, y dudó de nuevo. Lara había nacido en Galicia, en el norte de España, pero vivía en Oporto, en Portugal, cuando la hicieron desaparecer. Sun, en cambio, era coreana. ¿Acaso debía consultar con ellas el destino a elegir? Nunca había visitado Corea, ni siquiera Portugal o Galicia, aunque se encontrasen más cerca, así que no tenía mucho sentido discutir. Lo importante para todas consistía en salir de allí lo más pronto posible, así que se esforzó por imaginar algún otro sitio, a ser posible más cercano a su casa, en el que hubiera sentido algo especial.

Empezó a inquietarse. La opción parisina, que acababa de desechar, regresaba una y otra vez a su mente, incapaz como se mostraba de sustituirla por otra alternativa. Parecía como si su cerebro se negase a obedecerla. Él ya había elegido París, y no quería buscar nada más.

Respiró profundamente. Supuso que Sun y Lara comenzaban a impacientarse. En cualquier momento, los esbirros que habían matado a Jurgen aparecerían por el dormitorio, y entonces todo estaría perdido.

Consiguió dejar la mente en blanco, olvidarse de sus viajes más lejanos y recorrer mentalmente los alrededores de Torremolinos. En la profunda preocupación, notó que se abría paso una sonrisa triunfal. Al fin había encontrado lo que buscaba, ese lugar a la vez mágico y cercano; el punto de escape perfecto.

—Lo tengo —anunció—. No os separéis de mí.

Según Lara, aquella puerta actuaba como un potenciador de la energía mágica, a efectos de desplazarse en el espacio. En condiciones normales, Ari aún no tendría la capacidad de trasladarse a distancias tan grandes, pero, aprovechando aquel medio, lograría alcanzar cualquier lugar que se propusiera.

Ahora que lo sentía tan cerca, que se encontraba a una palabra de abandonar la cárcel en la que vivía desde hacía casi un año, rememoró el gesto incrédulo de Jurgen al morir, y un hondo sentimiento de tristeza la atravesó. La injusticia la corroía por dentro. Que su maestro, que durante años mantuvo viva la esperanza de salir de allí, no pudiese disfrutar de aquel momento, le resultaba inadmisible.

—Vamos —la animó Lara, intuyendo lo que pasaba por su cabeza.

Ari asintió antes de desencadenar su hechizo.

Lo primero que notaron fue el brusco cambio de temperatura. Una fría noche de otoño las recibió al otro lado. La humedad, en una zona como aquella, tan próxima al mar, se dejaba notar de forma ostensible. Se hallaban, pese a todo, a una altura considerable, sobre una especie de risco. A la derecha, el mar podía oírse batir, aunque sin la luz del día, resultaba apenas una presencia sonora pero indistinguible. A la izquierda, las luces de una ciudad atravesada por una autovía de tráfico incesante, se presentaba ante ellas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sun.

—En el Castillo Sohail, en Fuengirola.

—¿Fuengirola? —repitió Sun con dificultad, memorizando el nombre por si más adelante debía mencionárselo a su maestro.

Ariadna soltó una carcajada como respuesta a la expresión de su amiga. La temperatura no podía enfriar su alegría. Lo habían conseguido.

—Estamos en España —explicó—. Cerca de mi casa.

Lara luchaba por contener las lágrimas. Tantos años sin contemplar otro paisaje que un bosque infinito y falso, dotaban de un significado especial a aquel pueblo de la costa malagueña, con la vida real desarrollándose ante sus ojos. Personas que se movían en libertad, de un lado para otro, eligiendo su parte del cuadro, sin que nadie vigilase sus movimientos, sin que una dirección en lugar de otra pudiera suponer que alguien te lanzase un rayo y acabara contigo.

—Gracias, Ari —dijo de repente.

—Lo hemos hecho juntos, también Jurgen.

Las otras dos asintieron. Sin él, jamás hubieran vuelto a contemplar el mar.

—He pensado que deberíamos buscar a su familia, a sus padres, para explicarles lo que ha sucedido. Para que al menos sepan la verdad: que su hijo vivió durante muchos años —propuso Ariadna.

—No sé si eso es una buena idea —intervino Sun—. La historia resulta demasiado increíble para que la acepten sin más, y el final solo les causará más sufrimiento.

Ari se dio cuenta de que su amiga coreana llevaba razón. Incluso así no descartó totalmente la idea. Decidió considerarla más adelante, en otro momento en el que pudiera reflexionar con más tranquilidad. Después de todo, aunque supusiera dolor para ellos, tenían derecho a una explicación, a cerrar el interrogante que habían abierto hacía años, sin que nadie pudiese resolverlo.

Bajaron tranquilamente por el parque situado en las laderas del castillo. A medida que se acercaban al mar, la humedad se volvía más intensa. Las tres se notaban aturdidas, como si lo que contemplaban, el suelo que pisaban, no formase parte de la realidad. Temían que, en cualquier momento, alguien las despertase de aquel maravilloso sueño en el que al fin caminaban solas.

—Quiero ir a la playa y llegar hasta la orilla —confesó Sun, que pese a las instrucciones de Cedric, en el sentido de que no debía demorarse, necesitaba acudir al encuentro del mar, que tan importante había resultado en su infancia y tantos años llevaba alejado de ella. Su olor la transportaba a otro época, mientras que los recuerdos contenidos se agolpaban ahora en su mente y debía esforzarse por contener las lágrimas.

—Claro —concedió Lara—. Ahora podemos hacer lo que se nos antoje.

Ariadna, sin embargo, comenzó a notar la impaciencia propia del reencuentro con sus seres queridos. Sus compañeras se encontraban muy lejos de sus casas, de sus familias; pero ella esperaba abrazarlos enseguida, y no deseaba perder ni un minuto. No obstante, comprendió la situación y no se opuso al capricho de Sun. Ellas tardarían mucho más en regresar a sus vidas, si es que lo lograban, pues el tiempo transcurrido en sus casos parecía excesivo para regresar, sin más.

—Qué bonito. Qué diferente.

La playa se hallaba desierta. Pero, por el estrecho paseo marítimo, algún valiente corría mientras otros aprovechaban para pasear a los perros.

—Hubo un momento en el que perdí la ilusión, en el que asumí que moriría allí —reveló Sun, aunque sin decir toda la verdad, pues si bien era cierto que había recuperado el deseo de vivir, los motivos resultaban muy diferentes a los de sus amigas.

—Todos la perdimos, excepto Jurgen —respondió Lara—. Él nunca dejó de creer en la posibilidad de regresar al mundo real.

Las tres asintieron en silencio. Nunca le olvidarían. El recuerdo permanente se convertiría en el mejor de los homenajes.

—Bueno, Ari, ¿a dónde nos llevarás ahora? —preguntó Sun.

La cara de Ariadna se iluminó por completo. Llevaba esperando esa pregunta desde que habían aparecido en lo alto de las murallas del castillo.

—¡Vamos a mi casa!

—¿Podemos ir andando?

Su semblante palideció. Ni siquiera había reparado en cómo llegar hasta allí. Se encontraban cerca, pero no tanto como para no necesitar algún medio de transporte.

Se le pasó por la cabeza emplear de nuevo su habilidad. Pero, después de haberla utilizado ya en varias ocasiones a lo largo de las últimas horas, disponía de muy poca energía, además de no tener la certeza de que sus poderes funcionasen en un entorno diferente al lugar en el que los había usado siempre.

—No —admitió—. Tendremos que encontrar a alguien que nos lleve.

—No te preocupes, ya pensaremos algo.

Ariadna sugirió ir en dirección al pueblo, pues recordaba que en el centro había una estación de ferrocarril. Se le ocurrió, que una vez allí, podían pedir a alguien que les comprase los billetes hasta su parada. Si al menos no hubiese olvidado el número de teléfono de su casa, todo resultaría más sencillo. Pero había vivido tantos acontecimientos en los últimos meses, que algunas partes de su existencia anterior, simplemente, habían desaparecido de su memoria.

Se disponían a cruzar un bonito puente sobre la desembocadura del río Fuengirola, cuando percibieron una especie de fogonazo en la parte alta, sobre el castillo. Cuando miraron, quedaban los restos de una extraña luminiscencia de color amarillo, apenas perceptible.

Se miraron extrañadas.

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