Ari

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Ari

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—¿Qué hora es en Seattle? —pregunté en voz alta y con una voluntad a prueba de bomba, como si algún secretario fantasma tuviese la obligación de aparecer por la puerta del salón para responder a mi pregunta, o a cuantas se me ocurriesen.

En realidad, me daba igual la hora o el hecho de que el microondas hubiera lanzado el aviso de que la pizza estaba preparada. Desconocía de dónde había salido el impulso, pero iba a coger el teléfono y llamar a mi hija en ese preciso instante, sin esperar ni un segundo más, sin dejar que la vergüenza o el orgullo me detuvieran de nuevo. Sí, tan sencillo como eso.

Mientras se sucedían los tonos de llamada —uno, dos, tres—, mi determinación se resquebrajaba y a punto estuve de colgar, pero justo cuando iba a pulsar el botón rojo, escuché su voz. Una voz tan lejana como inconfundible, tan olvidada como familiar. La causa y el remedio de todos mis males, de mis pesadillas más espantosas y mis sueños más reconfortantes. La voz de mi hija. La voz de mi vida, de mi mundo solitario y absurdo, sin futuro ni presente.

—Sonia Van der Hayden —respondió.

—Sonia —repetí—. Soy yo, tu padre.

—Papá.

Temí que colgase sin ni siquiera ofrecerme la posibilidad de hablar. No obstante, su voz me pareció sorprendida pero feliz, y eso me tranquilizó. Con toda probabilidad ella también llevaba meses queriendo llamarme, pero sin encontrar la excusa para hacerlo; tan perdida y orgullosa como yo.

—¿Estás bien, Sonia?

—Sí, papá.

Durante los siguientes diez o quince minutos los dos fuimos capaces de pedirnos perdón por el mutuo abandono que nos habíamos infligido. Reconocimos nuestra cabezonería e hicimos la promesa de que aquello no se repetiría, que nunca más convertiríamos los errores del otro en ofensas ni permitiríamos que estos borraran los aciertos e invadieran los recuerdos. Sonia me contó que vivía con un hombre llamado Phil, y que las cosas le iban bastante bien, tanto a nivel personal como a nivel laboral. Me confesó que sopesaba la idea de convertirse en madre y me invitó a visitarla el verano siguiente. Yo acepté encantado, aunque no sé si logró entenderme, porque a esas alturas de la conversación los dos llorábamos a moco tendido. Las barreras explotaron en cuanto se rompió el hielo, en cuanto los dos dejamos atrás las decenas de problemas imaginarios y permitimos que los sentimientos acabasen enterrando los reproches. Nada importaba salvo nuestra condición de padre e hija, separados por un mar, pero unidos por miles de recuerdos comunes y agradables.

Cuando Sonia nació, yo no me encontraba preparado para ejercer el oficio de padre. Veintiséis años más tarde, seguía sin estarlo. Junto a Elena habíamos acondicionado la casa para su llegada. El moisés, la bañera o el carrito, todo lo compramos con la ilusión de quien espera a una invitada especial y aspira a que se sienta lo más a gusto posible. Leímos libros, vimos documentales y preguntamos a amigos, pero nadie nos habló del olor especial de un recién nacido, de su fragilidad, de su dependencia, de su llanto único e inconfundible, de la extraña sensación la primera vez que escuchas su nombre completo —Sonia Van der Hayden Romero—, de cuando recibes su tarjeta de asistencia sanitaria o cuando se pone roja como un tomate porque intenta defecar. No, nadie te prepara para eso ni para su primera pelea, sus preguntas o sus salidas nocturnas. Nadie te prepara para sus opiniones ni su rebeldía, para sus fracasos ni sus enfermedades. Eres su padre y se supone que debes saber cómo actuar en cada momento; pero en realidad no sabes nada, salvo que darías tu vida por ella, y eso, por desgracia, no resulta suficiente para aprobar el examen.

Sonia se convirtió en parte de mi piel; la más profunda y desconocida, pero a la vez la más cercana al corazón. Si el alma existe, ella es mi alma. Si Dios existe, ella es mi dios, mi paraíso, mi salvación... y, a veces, también mi infierno y mi adicción.

Encontré la pizza dura y fría. La arrojé a la basura y preparé un sándwich de jamón cocido y queso. Por primera vez en mucho tiempo me notaba en paz conmigo mismo y con el mundo que me rodeaba. ¿Por qué no había sido capaz de dar ese paso antes? Mi vida hubiese resultado tan diferente solo con hablar unos minutos a la semana con Sonia. Ella era la cura para mi soledad, para mi vacío, para mi indiferencia. Ahora tenía algo al otro lado del Atlántico por lo que vivir de verdad. Ya no eran solo la inercia de la rutina y el instinto de supervivencia los que me empujarían a seguir adelante.

Tras comer a toda velocidad, me senté frente al ordenador, en un pequeño cuarto auxiliar, y comencé a buscar vuelos que me llevasen, con el menor número de escalas posible, desde Málaga hasta mi hija. Valoré las mejores fechas para pedir mis vacaciones y decidí reservar los días cuanto antes para poder comprar los vuelos de ida y vuelta a un buen precio. El verano solía resultar una época complicada para coordinar los descansos, pues todos los compañeros deseaban algunas semanas en esas fechas, pero a mi favor jugarían la antigüedad en el cuerpo y el hecho de que llevara años dejando a los demás la preferencia para elegir, porque a mí me daba igual irme unos días que otros.

Un sentimiento de profundo alivio me recorría cuando me tumbé sobre la cama. Como cada noche, puse la radio para que me acompañase en la fase previa al sueño. No solía prestarle demasiada atención, salvo que el tema de la tertulia me interesase de forma especial; algo que no ocurría ese domingo.

Conseguí sentirme orgulloso por haber dado aquel paso, por haber marcado el número de Sonia. Gané una confianza que juzgué muy útil para el inicio de la investigación sobre Ariadna. Comencé a cuestionarme las ideas de Palacios, y a cada minuto me parecían menos brillantes. Desde luego mi punto de partida, que la niña continuara en el interior del ascensor, resultaba absurdo, pero sus suposiciones, que en un principio nos habían dejado boquiabiertos a Corrales y a mí, ya no me satisfacían. El comisario disfrazado de mago nos había presentado un truco impactante, pero tan burdo que, tras la admiración inicial, no se sostenía ante el más mínimo análisis.

Si alguien la esperaba dentro, me preguntaba cuánto tiempo llevaría ahí. ¿Bajaba y subía con otros vecinos que utilizasen el ascensor? ¿Con el techo desmontado? Un domingo la niña no tenía un horario concreto de salida. Ese plan resultaría más creíble, más sensato, cualquier otro día de la semana, en que, tanto el padre como Ariadna, tenían horarios y obligaciones que cumplir, pero el fin de semana nadie podía saber de antemano a qué hora abandonarían la casa, y no me imaginaba a unos secuestradores esperando horas con el ascensor preparado, arriesgándose a ser descubiertos por un buen número de personas.

Quizás el planteamiento de Palacios ofreciese mayor verosimilitud que el mío, pero nada más, no dejaba de constituir otro palo de ciego, que partía el aire sin impactar en nada.

Debíamos avanzar, como él había sugerido, antes de lanzar aquella hipótesis; sin una idea previa, y confiando en que los indicios nos ayudaran a ir construyéndola, eso supondría replantearse a diario qué camino tomar hasta que alguno se abriera definitivamente paso. En el fondo, el método no cambiaba demasiado, pues a menudo los planteamientos iniciales quedaban superados ante el empuje de nuevas pruebas o testimonios que los demostraban equivocados. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, nos sentíamos más seguros disponiendo de una ruta ya trazada sobre la pizarra.

Me pregunté cuántos días tardaría Duende en llamarme otra vez, y si cuando lo hiciera escogería algún momento inconveniente para mí. Notaba que mi situación en el trabajo se había vuelto precaria por mis repentinas e injustificables espantadas. La relación profesional con Corrales se hallaba herida de muerte. Lo peor para un compañero era no tener confianza en el otro. En una actividad como aquella, en la que podías jugarte la vida en cada esquina, formar un buen equipo podía resultar tan importante como respirar y, a esas alturas, estaba convencido de que Corrales ya no se sentía seguro a mi lado. Que yo supiera, aún no había solicitado un cambio de compañero, pero seguro que valoraba seriamente esa posibilidad. Al menos, cualquiera en su sano juicio, con un mínimo aprecio por su propia integridad física, lo haría. Yo lo habría hecho ya, o al menos hubiera intentado hablar con él. Tal vez Corrales, a su manera, también emitía señales en esa dirección, solo que yo procuraba no recibirlas.

La medianoche y el viento desplazaron a la lluvia hacia otro lugar, pero la humedad persistía en el ambiente. Me desvelé. En algún punto entre las dos y las tres de la madrugada tuve la clara conciencia de que no sería capaz de dormir. Lo asumí sin contrariedad. Tantos acontecimientos para un solo día, me desbordaban.

Cogí un viejo discman Sony con sus auriculares rojos y busqué un buen álbum. Sopesé las diferentes opciones y me decanté por la poesía de «los barones»:

Y tú, tormenta de truenos y luz,

eres símbolo de libertad.

Yo nunca podría vivir

sin tus cuerdas de acero tocar.

A la postre, el sueño me venció mientras yo permanecía En un lugar de la marcha.

VIII

El lunes, 7 de febrero, me desperté sobre las seis de la mañana. Ese día cumplía años mi viejo camarada Luis, así que lo primero que hice, para que no se me olvidara, fue escribir un mensaje de texto en el móvil y guardarlo como borrador. Más tarde, memoricé una nota de aviso en la agenda para que la alarma sonase a mediodía y enviarle entonces la felicitación. Últimamente coincidíamos poco, pero ambos conservábamos un sentimiento de proximidad y permanecíamos en la memoria del otro; de modo que rara vez pasábamos por alto los cumpleaños o santos. Compartí con él la academia, las prácticas en Zamora y el primer destino, cuando este te conducía inexorablemente a una Euskadi plagada de coches bomba y balazos de nueve milímetros Parabellum. Hubo una época en la que cerrábamos bares y pateábamos culos juntos. En la que emborracharse era nuestra religión y la música rock el ritual que nos conectaba a un dios en el que ninguno de los dos creyó nunca. Las mujeres cambiaban de nombre, pero los amigos siempre permanecían. No solo él, claro, todo un grupo esparcido por el tiempo y el espacio. Separado, desmembrado como un pollo en una carnicería. Alguno había muerto, otros luchaban contra una vida que no dejaba de golpearlos con fuerza, pero todos seguíamos unidos por el imborrable lazo de la juventud.

Me detuve junto a una estantería de color cerezo atestada de libros viejos y desordenados. Observé, delante de ellos, varias botellas de bourbon vacías y de diferentes tamaños. Alcé la más pequeña, que apenas cubría el lomo de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja; una botellita de un trago, y la dejé de nuevo en su sitio. Cada una de ellas evocaba un recuerdo, una celebración, un brindis, una pena ahogada o una alegría exaltada en alcohol de Tennessee.

Me pregunté cuántos de mis recuerdos serían reales y cuántos alterados por el paso del tiempo, el efecto del whisky o la ilusión de que cualquier tiempo pasado pareciera mejor. ¿Cuántas de aquellas noches existieron realmente? Siempre hubo una magia escondida en la camaradería, en el descubrimiento, una inocencia cuyo brillo extinguiría el paso de los años como si de una batería desconectada se tratase; solo que no existía un lugar para conectarla a la corriente y recuperar lo perdido.

Intenté establecer el momento exacto en que acabó mi juventud; ese cruce de caminos sin retorno en el que la vida te atrapa en un torbellino de responsabilidades y convenciones establecidas a las que nunca prestaste atención hasta que el lazo sobre tu garganta se cierra del todo. ¿Existió ese momento concreto en el que cambié de rumbo? ¿Pudo ser mi boda con Elena? Aún hoy, después de mucha reflexión, no soy capaz de responder a esa pregunta con exactitud, y aquel día de febrero solo percibía la fugacidad de la existencia, de mi existencia reflejada en mi aspecto y en mi forma de vivir. En las renuncias o en los desistimientos, en mi actitud defensiva ante el trabajo y cobarde ante mi propia realidad.

Me absorbió una ola de absurda melancolía y corrí a refugiarme en la normalidad del desayuno diario, antes de que se transformara en un catastrófico tsunami de proporciones bíblicas que arrasara con el presente y lo transformara en un desierto de nostalgia insufrible. Me asomé por un instante al precipicio de la depresión, pero la imagen de Sonia ocupaba el horizonte y consiguió detenerme. Todavía podía soñar con tocar el cielo, con perseguir una estrella. En definitiva, con renacer de mis cenizas y encontrar un nuevo camino para mi vieja alma.

Como cada mañana, tosté un par de rebanadas de pan integral y exprimí tres naranjas. Me senté a comer mientras la radio me informaba de las noticias del día. Me divertía ir cambiando de cadena para comprobar los diferentes enfoques de la actualidad. Lo que para Francino implicaba una gravedad imperdonable, para Herrera no pasaba de peccata minuta y para Losantos ni existía; o al revés, dependiendo de los días, los pecados o, sobre todo, de los pecadores.

Salí de casa a las ocho menos once minutos con la firme determinación de dar un impulso decisivo a la investigación sobre Ariadna. Del debate con mis tres compañeros surgirían ideas y claves nuevas para avanzar, o eso deseaba creer. Yo, desde luego, tras la conversación con Sonia, me sentía más capacitado para enfrentar aquel caso de lo que había juzgado el día anterior. Ya había superado mi crisis diaria y esta vez acudía a mi puesto con energías renovadas, con ganas de demostrarle al mundo que había vuelto para quedarme.

Tras un recorrido de apenas cinco minutos, entré en el recinto de la comisaría y observé que Santos me aguardaba junto a su coche, un BMW rojo del año ochenta y tres.

A Patricio Santos —Pat Santos para todos—, le encantaban los coches. Disfrutaba comprándolos viejos, a punto de acabar en el desguace, para restaurarlos con mimo y paciencia, y disfrutar de ellos unos meses mientras ya había adquirido otro en el que trabajaba y que sustituiría al anterior que, de paso, solía vender por cuatro o cinco veces más de lo que había pagado por él. Pese a que yo también me sentía atraído por el mundo del automóvil, perdí la cuenta de con cuántos modelos diferentes le había visto llegar al trabajo.

Exageradamente moreno, bajito y nervioso, no representaba el prototipo de conductor de aquellos deportivos de época. Nunca le hubieran elegido para uno de esos sofisticados anuncios de automóviles de lujo, pero disfrutaba de su pasión e irradiaba vitalidad por los cuatro costados. A menudo, esa naturalidad suya para vivir de un modo coherente con sus deseos, despertaba mis celos; una envidia irracional que afortunadamente no se prolongaba más allá de un instante, pero que me recordaba la cobardía con la que yo actuaba.

—¿Cuándo cambiarás esa tartana que tienes por coche?

—¿Tartana? —repliqué—. Pero si tiene veinte años menos que el tuyo.

—El mío es un clásico. La edad, como a los buenos vinos, lo hace mejor.

—Si tú lo dices...

—Parece que trabajaremos juntos, Holandés —así me llamaban algunos debido a mi apellido, aunque yo nunca había visitado la tierra en la que nació mi abuelo, salvo por un par de horas que pasé en el aeropuerto de Schiphol, aguardando a que despegase mi vuelo en una escala entre la ciudad noruega de Stavanger, situada al sur, en un maravilloso enclave natural en el que los fiordos dominaban el mundo, y Madrid.

—Sí —le confirmé.

Mientras nos encaminábamos a la entrada, me preguntó si aquello de una niña desaparecida en un ascensor era cierto o Palacios le había vacilado un domingo por la noche con alguna copa de más en el estómago.

Aunque le confirmé esa parte de la historia, no le adelanté nada más. Le dije que nos reuniríamos a las nueve en una de las salas de interrogatorios con Corrales y Mediavilla. Decidí reservar mis ideas y propuestas para cuando nos encontrásemos todos juntos y no dispersarme en conversaciones preliminares, repitiendo lo mismo varias veces, y cayendo en la apatía en el momento más importante. La experiencia me había enseñado a concentrar mis esfuerzos en las situaciones que sabía podrían dar verdaderos frutos y esquivar las intrascendentes. A mi edad, poseía una noción bastante precisa de las limitaciones de mi cuerpo y mi mente, y que la energía de que disponía se agotaba con demasiada frecuencia, así que la empleaba de forma eficiente con el objeto de que durase el mayor tiempo posible y que mi rendimiento no mermase .

Mientras aguardaba a la hora acordada para la reunión, me encerré en mi despacho y comencé a concentrar mi pensamiento en la niña desaparecida. ¿Cómo viviría una criatura de nueve años una situación tan desagradable como aquella? ¿Sería capaz de abstraerse o habría caído ya bajo las garras del miedo y la desesperación? Llevaba casi un día alejada de su entorno. Para un adulto pudiera parecer un tiempo insignificante; pero a esa edad, en que los monstruos existen y el infierno es una región apenas escondida a la vista, la existencia le resultaría insoportable.

Me prometí no apartar a Ariadna de mi pensamiento ni un solo instante hasta dar con su paradero. No la convertiría en mi prioridad, sino en lo único que me moviera. Si nada irreparable había sucedido ya, no podíamos permitir que nadie la retuviese. Cada minuto robado a su infancia se convertiría en una losa sobre nuestras conciencias. Noté que el brío de la convicción me embargaba, y aproveché el momento para levantarme y dirigirme a la reunión.

Cuando entré, mis tres compañeros me esperaban ya en la habitación. Corrales y Mediavilla permanecían sentados, uno frente al otro, y Santos paseaba por el contorno, incapaz, como de costumbre, de permanecer quieto en un mismo lugar. Como ejemplo de ese comportamiento, me acordé de que las vigilancias suponían un esfuerzo titánico de horas de espera, incapaz de moverse, enjaulado; y por eso, siempre que le asignaban alguna, intentaba eludirla con cualquier excusa o intercambiar labores con un compañero al que le conviniese otro turno.

—Ayer por la mañana, Ariadna del Cid Madueño, de nueve años, desapareció delante de las narices de su padre. Nuestro objetivo consiste en encontrarla lo antes posible. Aparentemente entró en un ascensor y no ha salido de allí. Tenemos que descubrir qué ha ocurrido y, sobre todo, dónde se encuentra ahora.

Me situé junto a una pequeña pizarra blanca de oficina, que había hecho instalar allí hacía semanas. Aunque la sala se diseñó con el propósito de interrogar sospechosos, nadie la usaba para tal fin. Todos preferíamos la que existía en la planta baja, así que tomaba posesión de ella cada vez que necesitábamos reunirnos en grupo.

En el centro escribí el nombre de Ariadna. A la derecha escribí el nombre de su padre y a la izquierda el de su madre. Por último, en una esquina, como un asteroide en los confines del sistema solar, me acordé de la amiga de Palacios, Nuria Aguilar. Me empeñé, durante unos segundos, en encontrar otros posibles candidatos a figurar en aquella lista, pero pronto desistí, sin ningún éxito.

—Estas son las primeras personas que aparecen en la investigación. Por supuesto, se añadirán otras, pero por ahora nos concentraremos en ellas y en revisar las grabaciones de seguridad de las horas y días anteriores al momento de la desaparición.

—No sé si somos bastantes para avanzar con la rapidez que necesitamos —intervino Leire Mediavilla, con su voz de estrella de la radio—. Considero que la información de esos vídeos de seguridad puede resultar fundamental, pero nos restará mucho tiempo. Es un trabajo excesivo para una persona en solitario, y si nos dedicamos dos, dejaremos a tres nombres clave a investigar para dos agentes.

—No estoy de acuerdo —replicó Corrales—. Lo que nos interesa de esas grabaciones debe encontrarse en las horas previas, otra circunstancia resultaría sorprendente. Si ahí no descubrimos nada, al día siguiente podríamos ir retrocediendo más. Propongo que, de esa labor, se ocupe uno solo de nosotros y que el resto se dedique, cada uno, a una de las tres personas que figuran en la pizarra.

Me mostré de acuerdo con mi compañero. Si al cabo del primer día no surgía nada de lo que tirar, el segundo repasaríamos más horas de las cámaras y dedicaríamos más efectivos a esa labor; pero, en principio, me interesaban las últimas veinticuatro horas, y para eso juzgué suficiente asignar al propio Corrales, que ya conocía con quién ponerse en contacto en la empresa de seguridad para que le facilitasen las grabaciones, y también destacaba por su meticulosidad. Si aparecía algún detalle, por mínimo que fuera, que nos pudiese abrir un camino, él lo encontraría, no me cabía ninguna duda.

—Yo me pido a la madre —se adelantó Santos—. El padre parece muy soso.

Leire Mediavilla sacudió la cabeza, como negando, pero, como casi siempre, se plegó a los deseos de su compañero y aceptó su petición. No se comportaba así con el resto, pero a Santos lo protegía en exceso. Tenían una edad parecida, pero su relación, al menos observada desde fuera, se asemejaba bastante a la que mantiene una madre con su hijo.

—Vale y, por cierto, ¿sabemos si la madre ha regresado ya de ese congreso al que acudió?

Corrales y yo nos miramos para confirmar que ninguno de los dos hubiera recibido la llamada de José Alberto del Cid para comunicarnos que su mujer estaba en casa. Me sorprendía que no lo hubiese hecho. Si ella se encontraba en Toledo, en cuatro o cinco horas podía haber vuelto. Quizás regresó bien entrada la noche y no quiso molestarnos tan tarde, lo habría dejado para el lunes. De todas formas, cuando la reunión acabase, deberíamos llamarlo para confirmar que los dos permanecían localizables para cualquier eventualidad que surgiese.

—El marido no nos ha llamado, pero supongo que regresaría anoche.

Leire asintió para, rápidamente, dirigir la mirada de sus penetrantes ojos verdes al techo. Aquel gesto, habitual en ella, indicaba que no disponía de ninguna otra cuestión por el momento, pero que podría encontrar una nueva pasados unos segundos.

Decidí encargarme yo de la amiga de Palacios y dejarle el padre de Ariadna a Mediavilla, aspecto que ella encajó con estoicismo. Parecía el menos interesante de todos, pero por eso el reto resultaba mayor. Su trabajo podría desvelar conexiones interesantes. Quién sabía si no nos hallábamos ante otro Sherman McCoy antes de quemarse en La hoguera de las vanidades. Tras los personajes, en apariencia, anodinos solían encontrarse las mayores revelaciones. No se mostraba del todo contenta, pero al menos se alegraba de no tener que buscar un pequeño detalle oculto entre horas y horas de las cámaras de seguridad, encerrada en una habitación y con la única compañía de un monitor triste y silencioso.

Pat Santos tomó asiento al fin, aunque por supuesto no dejó de moverse. Su pierna derecha subía y bajaba sin descanso mientras unía las manos, en un gesto casi religioso, antes de hablar.

—Supongo que no pretenderéis pasar por alto el tema de dónde y cómo desapareció la niña, porque hasta ahora solo lo hemos mencionado de pasada y me parece el punto clave del asunto.

—¿Dispones de una hipótesis sobre lo que ocurrió? —le pregunté con curiosidad.

—Las grabaciones que hemos visto no pueden ser reales, tienen que estar alteradas o corresponder a otro día. Es lo único lógico que puede haber ocurrido. Ni la niña puede seguir dentro del ascensor ni creo que nadie haya podido sacarla de allí como si nada.

—Cierto —le respaldó Mediavilla—. Si al entrar al ascensor la niña se hubiera encontrado con alguien, habría gritado o hubiera habido algún tipo de forcejeo que el padre debería haber escuchado.

Sacudí la cabeza, contrariado. Deseaba orillar aquella discusión, pero, llegados a ese punto, no iba a poder seguir adelante sin detenerme una vez más en ella.

—Corrales y yo mantuvimos una charla con el padre y a ambos nos pareció sincero. Más tarde las imágenes confirmaron su historia, aunque resulte inverosímil; por tanto, me encuentro más cerca de afirmar que algo extraño, y que aún desconocemos, sucedió en el interior del ascensor, que de aventurarme con manipulaciones del vídeo que, a su vez, implicarían plantearse muchas más cuestiones por resolver.

Hice una pequeña pausa para beber un sorbo de agua mientras decidía cómo continuar ante la atenta mirada de Santos y Mediavilla. Corrales, en cambio, anotaba algo en su cuaderno, con el ceño fruncido, como luchando por capturar una idea que se le hubiese escapado entre las manos.

—No existe una explicación sólida desde la que partir. Tampoco a mí me convencen las posibilidades de lo que digo, por eso considero que la mejor opción, como nos planteó anoche el comisario, implica avanzar rápido en todas las direcciones hasta que hallemos algo que de verdad nos ponga en el camino correcto. A estas horas los técnicos analizan la grabación. Si hay algo raro, nos lo comunicarán. Mientras tanto, deberíamos centrarnos en la información de que disponemos.

Mediavilla y Santos se levantaron casi al mismo tiempo; tanto que ambos se sorprendieron de haber tomado la misma iniciativa y se volvieron a sentar ante la perplejidad de Corrales, que arqueó exageradamente las cejas, sin saber qué opinar ante aquella extraña coordinación de movimientos, que superaba cualquier conducta de ese tipo que hubiese presenciado con anterioridad.

—Ese ascensor bloquea todas mis ideas —confesó Santos.

—Eso mismo sentía yo ayer. Sé que resulta complicado, pero hay que dejarlo al margen para poder continuar. En su momento, resolveremos el problema.

—Sí —ratificó Mediavilla, remangándose el jersey burdeos bajo el cual llevaba una camisa blanca—. Debe existir una explicación tan sencilla que cuando la encontremos nos sentiremos estúpidos.

Asentí. En el fondo todos albergábamos esa idea, aunque, como el tiempo se encargó de demostrar, nos equivocábamos de cabo a rabo. En ese instante aceptamos que la única manera de avanzar en la investigación consistiría en tirar de los escasos hilos de que disponíamos, sin saber si nos conducirían o no a algún sitio.

Discutimos después sobre el contenido de la nota que remitiríamos a los medios. El elegido para redactarla fue Santos, al que se le daba bien escribir y, además, solía resultar directo y sencillo, sin absurdos adornos que distraían la atención de lo esencial y, a veces, creaban sospechas infundadas y malentendidos. De todas formas, y antes de enviarla, acordamos repasarla entre todos y mostrársela al comisario para que diera su visto bueno. Cualquier contacto con la prensa, aunque fuese tan tangencial como aquel, debía contar primero con su aprobación, pues le gustaba cuidar con esmero la imagen pública que ofrecíamos.

La reunión avanzaba despacio, salpicada por interminables silencios en los que cada cual se esforzaba por encontrar asuntos que plantear al resto. Ninguno desconocía la importancia de una buena planificación para que el desarrollo posterior de la investigación resultase positivo, aunque esta vez parecía un reto complicado.

Empleamos un buen rato para decidir cómo actuar respecto de los vecinos. ¿Los entrevistaríamos a todos? ¿Solo a los de su bloque? ¿Cuántos había en total? ¿Quién hablaría con ellos? ¿Cuánto tiempo necesitaríamos...? Al final, pospusimos el tema. Alguien, aún por determinar, se acercaría a charlar con los porteros para recabar información más precisa sobre la urbanización, y según marcharan el resto de pesquisas, así encararíamos la tediosa tarea de conocer a esas decenas de ricos que convivían en la parte alta del pueblo, alejados del mundanal ruido. Por el momento, nos conformaríamos con conseguir un listado de residentes y propietarios para cotejarlo con nuestra base de datos, por si alguno poseía antecedentes.

—También está el tema de los teléfonos —planteó Mediavilla.

Apenas comenzamos a discutir sobre qué líneas deberíamos controlar; si resultaría suficiente con las privadas o si también escucharíamos las profesionales cuando, tras un par de toques, la puerta de la sala se abrió y la reunión quedó suspendida en el acto: había novedades importantes.

IX

Mediavilla insistió en acompañarme en lugar de Corrales. Puesto que iba a encargarse de investigar al padre, accedí a su petición. Decidimos retomar la reunión justo después de hablar con José Alberto del Cid que, según nos había advertido la agente Suárez al interrumpir nuestra reunión, nos aguardaba abajo con algo muy importante que comunicarnos.

A los cuatro, en un primer momento, se nos pasó por la cabeza que los secuestradores hubiesen establecido contacto, por primera vez, mediante una llamada telefónica o una nota en el buzón o, incluso, bajo la puerta. También Santos, casi a la carrera, planteó la teoría de que viniese a confesar y a entregarse, pero a mí no me parecía verosímil aquella posibilidad. Desde luego, podía equivocarme, pero no imaginaba que el hombre con el que había charlado el día anterior resultase capaz de matar a nadie, a menos, claro, que se tratase de algo accidental, no premeditado; pero incluso así, no me cuadraba su actitud del día anterior.

Mientras bajaba los últimos peldaños, lo distinguí sentado frente al mostrador de la recepción. Ofrecía un aspecto demacrado, ojeroso, desaliñado. Supuse que no habría pegado ojo en toda la noche. Daba la impresión de que podría caer redondo al suelo en cualquier momento. De inmediato supe que lo que fuera que viniese a contarnos distaba mucho de lo que nosotros habíamos supuesto. Intuí que aquel caso continuaría sorprendiéndonos, y en esa ocasión acerté.

Lo saludé y le presenté a mi compañera. Después le pedí que nos acompañara a mi despacho; aunque mientras ascendíamos a la primera planta, me cuestioné si soportaría el esfuerzo de subir por las escaleras y si no hubiese resultado mejor haber buscado alguna sala vacía en la planta baja, para que las pocas energías que conservaba no se diluyeran por el camino.

—Usted dirá —inicié la conversación, una vez que los tres estábamos ya sentados alrededor de mi mesa; yo frente a la puerta y ellos frente a mí.

Por un instante, dudó, como si de repente no estuviera seguro de contarnos aquello que lo había traído hasta nosotros, como si se avergonzase de ello. Recordé la teoría que expuso Santos y sopesé si, al final, tendría razón y el hombre sentado frente a mí se disponía a confesar el terrible crimen de su hija. ¿Nos hallaríamos, pues, ante un asesino a punto de derrumbarse? Me resistía a creerlo, pero mis sensaciones empezaban a manifestarse de forma contradictoria. En mi cabeza las ideas colisionaban como autos de choque en el día más concurrido de la feria del pueblo. Siempre he envidiado a las personas que son capaces de dejar la mente en blanco y, en ese preciso momento, hubiese deseado más que nunca dominar la técnica para llevarlo a cabo.

—Mi mujer también ha desaparecido —confesó al fin, casi en un susurro que acalló de golpe todos mis pensamientos anteriores.

—¿Qué? —preguntó Mediavilla, mientras me miraba y ambos enarcábamos las cejas.

—Después de que hablásemos ayer por la tarde, me decidí a llamarla para contarle lo que había sucedido con Ariadna. Su móvil permanecía apagado, circunstancia que no me extrañó, pues supuse que se encontraría en la sesión de clausura del congreso; de modo que busqué el teléfono del hotel en el que se celebraba el evento.

Del Cid continuó desgranándonos cómo el conserje le aseguró no saber nada del congreso médico que, supuestamente, se celebraba allí y que, además, su mujer tampoco ocupaba ninguna de las habitaciones del establecimiento. Desde entonces había intentado, sin éxito, ponerse en contacto con ella, pero el teléfono continuaba apagado o fuera de cobertura. La última vez que hablaron fue un par de horas antes de la desaparición de la niña. Nos confesó también que sopesó llamar al hospital en el que trabajaba, pero que finalmente no lo hizo por vergüenza, porque no sabía qué opinarían de un marido que llama sin conocer el paradero de su mujer. Entonces identifiqué ese mismo sentimiento de vergüenza con el que había aflorado unos segundos atrás, cuando pareció titubear antes de iniciar su historia. Que las dos personas más importantes de tu vida desaparezcan sin explicación aparente, el mismo día, debía resultar un golpe muy duro para cualquiera, algo muy difícil de comprender para quien no estuviese en su pellejo y, sin embargo, no dejaba de sorprenderme que en una situación así salieran a la luz ese tipo de remilgos acerca de lo que podrían opinar otros. Supuse que en el mundo en el que se movía aquel hombre las apariencias ocupaban un lugar de postín.

Mientras yo suspiraba y recomponía mis ideas para situarme en el nuevo plano en el que nos colocaba aquello, Leire Mediavilla lanzaba su primera pregunta.

—Señor Del Cid, perdone que entre en un terreno muy personal, pero creo que resulta imprescindible. ¿Cómo marchaba la relación entre su esposa y usted? ¿Han tenido problemas graves últimamente? ¿Han hablado de separación, de divorcio?

—Nunca nos hemos planteado esas posibilidades. Nuestra relación es muy sólida, al menos eso creo. Por supuesto, tenemos problemas, como todo el mundo, pero nada de importancia.

El señor Del Cid había recobrado parte de su energía, de su compostura. Era como si hubiese soltado un lastre tras contarnos que no sabía dónde se encontraba su mujer. No obstante, persistía un fondo trágico en sus maneras, como si supiera que la vida se acabaría inexorablemente para él en los próximos minutos y se hubiese resignado a la muerte sin ofrecer resistencia. Pese a que su aspecto hubiese mejorado, pensé que ya no pertenecía a este mundo. Sus miradas me parecían vacías y sus gestos desconcertados. Quedaba muy poco del hombre que había conocido hacía menos de veinticuatro horas, y supuse que mucho menos del que había regresado el viernes de su importante oficina situada en la calle Larios, conduciendo un flamante Audi.

—¿Pudo su mujer haber huido con Ariadna?

—¿Huido? —repitió incrédulo—. ¿Huido de qué?

La pregunta de la subinspectora Mediavilla la recibió como un puñetazo directo al mentón. No se la esperaba y, por un momento, quedó aturdido y al borde del nocaut. Me sorprendió que, a un tipo inteligente como él, no se le hubiese ocurrido aquella posibilidad hasta que mi compañera se la planteó a bocajarro. Con seguridad, habría estado bloqueado por el impacto de la noticia y aún no había dispuesto de tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido.

Sacudió la cabeza en repetidas ocasiones, como si no comprendiera o como si no quisiese comprender. Como si el mero hecho de imaginar que su mujer hubiera escapado con su hija para vivir otra vida lejos de él le resultara del todo insoportable. Se desmoronó sobre sí mismo, como un edificio en una voladura controlada en la que el peso de sus propios escombros lo sepultaba en lo más profundo de la tierra.

Me invadió un sentimiento de compasión. Identifiqué su pérdida con la mía. Yo acababa de retomar la comunicación con mi hija, pero durante mucho tiempo había vivido con la ausencia de ambas y podía comprender la inmensidad de la sima que se abría entre él y el resto de la humanidad. Esa soledad desamparada y culpable que me perseguía, la distinguía ahora tras sus pasos, camuflada en su reflejo; aparentemente inofensiva, pero mortalmente tenaz e incansable.

Le hice un gesto a Mediavilla para que no siguiera con sus preguntas y, tras unos instantes, decidí probar fortuna, pero cambiando radicalmente de tema. Sabía que ella había ido directa al grano, pues la desaparición de la esposa tenía, necesariamente, que estar conectada con la de la hija, y planteaba, por tanto, sombras sobre sus relaciones personales. Pero a menudo la manera más segura de llegar al centro de algo consiste en dar un rodeo, y eso me disponía a hacer yo. Debía ofrecerle algún punto de apoyo para que pudiera asomar la cabeza y respirar un poco de aire fresco. Que se sintiese persona, que olvidase el núcleo de su preocupaciones y recuperara la capacidad para razonar.

—¿Conoce a Nuria Aguilar?

Su expresión cambió de nuevo. Se relajó un tanto, a la vez que adquiría un punto de concentración que le conectaba de nuevo con la realidad; justo lo que yo buscaba, aunque me sorprendió que el efecto resultase tan inmediato.

—No..., pero... —dudó—. La verdad es que me suena ese nombre.

Durante unos instantes buscó en su memoria con verdadero afán, como si aquella pregunta pudiese resolver de un golpe todos sus problemas. Pero enseguida, al comprobar que no conseguía relacionar aquel nombre con ninguno de sus recuerdos, desistió y se sintió derrotado y abatido. Su fragilidad mental empezaba a inquietarme.

—No se preocupe, quizás no haya escuchado ese nombre en años. No obstante, si recuerda algo en otro momento, por favor, llámenos.

Su rostro se iluminó súbitamente. Me pregunté si aquellas reacciones tan exageradas, aquellos cambios de semblante inopinados, serían reales o si por el contrario actuaba. Nunca había observado nada parecido en un margen de tiempo tan exiguo. En ese momento no pude determinar si aquel desquiciamiento resultaría temporal o si, en lugar de eso, el padre de Ariadna habría sucumbido a una suerte de locura permanente e irreversible de la que estuviésemos contemplando los primeros signos.

—Ya me acuerdo. Nuria era una compañera de Olivia. Trabajaban juntas en el hospital.

Palacios ni siquiera nos había revelado aquel detalle. Si compartían trabajo, resultaba factible que se conocieran bien, pues habrían pasado muchas horas juntas. También cabría imaginar que hubiesen surgido problemas en esa relación de amistad. Puede que alguna disputa profesional se interpusiese entre ellas o que la brillante carrera de una despertara los celos de la otra. Sí, la perspectiva de hablar con Nuria Aguilar me resultaba muy atractiva de repente. Llamarla se convertiría en mi prioridad, en cuanto dispusiera de un par de minutos.

—¿Durante cuánto tiempo trabajaron juntas?

—No sabría decirle con exactitud, pero desde luego, como mínimo, dos o tres años. Después Nuria se marchó a Córdoba, si no me equivoco. Ella nació allí, en un pueblo llamado La Carlota. Una vez, hace ya unos años, almorzamos en casa de sus padres.

—¿Tuvieron Nuria y Olivia algún enfrentamiento, algún problema serio entre ellas? —intervino Mediavilla.

Temí que esa nueva pregunta comprometida provocara otro cambio de humor en nuestro interlocutor, que se encerrase en sí mismo o escapara mentalmente a algún punto indeterminado del espacio exterior. Para mi sorpresa, no sucedió nada de eso. Contestó con total naturalidad.

—¿Problemas Olivia y Nuria? Desde luego, que yo sepa, tenían una buena relación.

—¿Sabe si han seguido manteniendo el contacto?

—Diría que no. No recuerdo que Olivia la haya mencionado últimamente, pero eso es algo habitual. Yo también he tenido compañeros en la oficina con los que he compartido una buena amistad y, al cambiar de empresa —y, además, de ciudad—, poco a poco se van desligando los lazos. Cada cual se zambulle en su propia rutina y lo que se sale de ella acaba perdiendo importancia. Parece un poco triste, ahora que lo pienso, pero así funciona.

Desde luego tenía toda la razón. La rutina lo envolvía todo. Te mantenía con vida en situaciones adversas, pero a la vez te distraía de lo importante, te hacía peor persona. Sin ella yo no hubiese sido nada, y a la vez, gracias a su existencia, me había convertido en nada. La rutina se transforma en la manera que todos disponemos de pasar la vida de un modo gris, sin demasiados sufrimientos, sin demasiadas alegrías. Los que consiguen zafarse de ella viven de una forma más intensa, más real, pero tarde o temprano caen en el infierno de las emociones sobredimensionadas, como si recibieran una sobredosis de vida, tan pura, que te mata o te aliena para siempre. Resulta tan de locos vivir envuelto en su manto protector como apartarse de él. Mi solución, y con toda probabilidad la de una gran mayoría, consistía en aceptar la rutina mientras imaginaba romper con ella y ser feliz y valiente.

Puede que ahora, mientras escribo estas líneas, enfermo y viejo, cerca de mi final, haya conseguido traspasar esa barrera invisible que separa lo que uno es de lo que sueña con ser. Hoy me siento más cerca de mí de lo que nunca me encontré. Me comporto más como yo quiero y menos como los demás pretenden.

—Ya hemos terminado por el momento —dije—. Muchas gracias por venir, nos ha resultado de gran ayuda. Seguiremos en contacto.

Me ofrecí a acompañarlo hasta la salida, aunque Leire Mediavilla me fulminó con la mirada. Seguro que ella disponía de otras tres mil preguntas que efectuar, pero yo pretendía cuidarlo, que mantuviera la cordura y no se hundiera para siempre, presa de sus propios demonios. Ella no imaginaba hasta qué punto me identificaba con aquel extraño.

Me despedí de él entre tópicos bienintencionados, medias verdades y buenos deseos. Lo imaginé solo, abatido en la interminable y árida llanura de su salón; agazapado, escondido de un mundo hostil que le mostraba las fauces por primera vez y amenazaba con depredarlo como a un cervatillo indefenso en mitad de la sabana.

Mientras lo contemplaba, ensimismado, partir desde la puerta, Mediavilla me trajo de vuelta al mundo de los vivos.

—Me disponía a hacerle una pregunta crucial, ¿sabes?

—Ya se la harás mañana —le respondí mientras la estupefacción se dibujaba en su rostro.

La clave no residía en José Alberto del Cid. Su papel en la historia se encontraba por definir; pero el de víctima encajaba mejor que ningún otro por el momento, así que ni siquiera me molesté en averiguar lo que mi compañera pretendía plantearle.

—Avisa a Corrales y a Santos —le pedí—. Nos reunimos en cinco minutos.

X

Pat Santos encendió un cigarrillo en el interior de una sala cerrada, sin ventanas y acompañado por tres no fumadores. Dio una profunda calada y paseó su mirada por las nuestras, aguardando a que cualquiera se lo reprochase para lanzarse ferozmente sobre él. Pero nadie lo hizo. No porque el humo no nos molestase, sino porque conocíamos lo suficiente a nuestro compañero como para adivinar que seguiría haciendo exactamente lo que le diese la gana, ni más ni menos. Encarnaba un espíritu libre atrapado en un cuerpo de policía y, a veces, se manifestaba de aquella forma, desafiando pequeñas normas o burlando ciertas convenciones, sagradas para los demás.

Yo había empleado los minutos anteriores para describir, casi milimétricamente, la conversación con José Alberto del Cid. Mediavilla, pese a haber participado conmigo, permaneció en silencio, aturdida todavía por mis últimas palabras en la puerta, lo que hizo que me sintiera culpable por cómo me había comportado con ella.

Mientras Corrales y Santos parecían agitarse en sus asientos, nerviosos, deseando ponerse en marcha, yo esperaba a que alguien rompiera el silencio y se atreviera a opinar. Nos encontrábamos en un punto muerto tras otra sorpresa y nadie se arriesgaba a tomar la iniciativa, a proponer algo que pudiese quedar en agua de borrajas en unas pocas horas.

—El juego ha cambiado —intervino al fin Corrales—. Ahora tenemos una sospechosa.

—¿Sospechosa? —replicó Santos mientras aplastaba el cigarrillo contra la superficie de la mesa, se ponía en pie y gesticulaba con sus manos en el aire—. Venga, hombre, aquí no ha cambiado nada.

—Pero, ¿cómo puedes decir eso? —le interpeló Corrales, elevando el tono—. Ha mentido sobre lo que iba a hacer el fin de semana y ha desaparecido justo el mismo día que su hija.

—Te equivocas —afirmó Santos con firmeza—. No se encuentra desaparecida.

—¿Qué dices, Pat?

Al fin alguien había conseguido que Mediavilla despertase de su letargo y se uniera al grupo.

—Sostengo que no ha desaparecido, ni poseemos evidencia alguna de lo contrario.

—O sea, que el marido miente. Se ha inventado que no ha acudido al congreso, que ha intentado contactar con ella, etc. Tú no lo has visto, ese hombre estaba destrozado. Eso no se finge. Llevaba muchas horas sin dormir. Además, lo que nos ha dicho puede comprobarse fácilmente. Es cuestión de llamar al hotel de Toledo.

—No digo que mienta. De hecho, basándome en sus propias palabras, vuelvo a afirmar que su mujer no ha desaparecido.

—Deja de tocarnos las narices y explícate de una puñetera vez —intervine, con ánimo de zanjar el asunto.

Santos sonrió triunfante mientras encendía otro pitillo. Había conseguido alterarme y atraer la atención del grupo. Iba a desvelarnos lo que solo él se mostraba capaz de descubrir, pero antes pretendía disfrutar del momento, regodearse alimentando nuestra impaciencia. Por un instante me recordó a Palacios; eso sí, en una versión canalla y despeinada.

—El marido os contó que ella volvería el lunes a mediodía. Pues bien, son las diez de la mañana del lunes, ¿qué os hace pensar que Olivia Madueño incumplirá su palabra? Ayer se comunicó con su marido y su hija a primera hora. Como una buena ama de casa, se interesó por su familia, y el resto de la jornada anduvo tan ocupada que no pudo atender el teléfono. Cuando al fin acabó el congreso médico, se encontraba tan cansada, y era ya tan tarde, que decidió no llamar de nuevo, quizás para no despertar a nadie.

—Una gran historia, y una señora muy considerada con su familia, la doctora Madueño —ironizó su compañera—. Salvo por el pequeño detalle de que no asistió a ese congreso, entre otras razones, porque ni siquiera se celebraba ningún congreso y porque, suponiendo que se hubiese celebrado, ella no se encontraba en ese hotel.

—Sí, sin duda se trata solo de eso, de un pequeño detalle. Sobre todo si consideramos que ella lo desconoce.

—¿Ella no sabe que no asistió al congreso?

—Ella no sabe que su marido sabe que no asistió.

—Debo andar muy torpe hoy —confesó Corrales—, pero me estoy perdiendo.

—Creo que todos estamos perdidos —corroboré yo.

—Por si no lo sabéis, mentir es algo muy diferente a secuestrar. Puede que la señora Madueño no participase en ningún congreso en Toledo, que se lo inventase todo. Puede incluso que no haya salido de la provincia de Málaga, ¿y qué? Lo único que demuestra eso es que engaña a su marido, nada más. No sabemos cuántos congresos ha inventado, cuántas ciudades no ha visitado, cuántos viajes no ha hecho. No sabemos si tiene una aventura u oculta algo más tras esa fachada de brillante cirujana; pero lo que sí sabemos es que no ha desaparecido. Al menos, no aún.

Una tapadera descubierta por casualidad y no dos desapariciones en un mismo día, eso sugería Santos. Una probable infidelidad prolongada en el tiempo como causa de la inexplicable ausencia de Olivia Madueño. Resultase o no cierta, a aquella suposición le quedaba poco tiempo. Muy pronto sabríamos si Pat se equivocaba o había dado en la diana.

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