Ari

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Ari

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—¿Lo planteará en la reunión?

—Aún no lo he decidido. Primero me gustaría sondear la opinión de los demás.

—Esa idea choca con los planes de Arsenio. Dudo que nadie la apoye. No querrán enfrentarse a él.

—Lo sé —asintió—. Deberíamos encontrar otro modo de acceder a la energía.

—No se me ocurre ninguno.

—Pues tendremos que inventarlo —repuso con decisión—, pero los siempre-niños deben desaparecer.

Ian meditó durante unos segundos la conveniencia o no de plantear la cuestión que le rondaba por la cabeza. A su maestro no le gustaba hablar sobre Arsenio, pero la coyuntura le resultaba propicia para resolver una duda que siempre había tenido y jamás, hasta entonces, se había atrevido a expresar.

—¿Arsenio creó el bosque?

—¿Quién te ha dicho eso?

—Muchos magos lo creen.

Cedric suspiró.

—La idea fue suya, sí, aunque desde luego él solo no podía ponerla en marcha. Hicieron falta muchos conjuros de los más poderosos maestros para que aquello funcionase.

—¿Cómo sucedió?

—Yo aún no había nacido. Te hablo de la primera mitad de la década de los treinta. El mundo de los dormidos había dejado atrás una gran guerra, pero se dirigía de cabeza a otra. La pobreza y el paro que siguieron al Crack del 29, unida a la torpeza de los vencedores de la Primera Guerra Mundial, constituyeron el caldo de cultivo perfecto para el fascismo. Arsenio no tendría ni veinte años, pero ya poseía un cierto prestigio en La Frontera, porque había contribuido a crear algunos nuevos hechizos. Un día se plantó ante El Claustro, del que mi padre formaba parte, para exponer lo que él mismo denominó como «la idea que cambiaría nuestro mundo para siempre».

—¿El Claustro la aceptó?

—No, por supuesto. A todos les pareció un disparate. En primer lugar, nadie concebía que un proyecto así se pudiese hacer realidad y, por si fuera poco, el tema de secuestrar a niños de nuestro propio mundo para robarles la energía, y la vida, tampoco les hacía ninguna gracia.

—¿Qué ocurrió para que cambiaran de idea?

Cedric sonrió.

—Arsenio no desistió. Siguió colaborando con algunos de los miembros de El Claustro en la investigación de nuevos métodos mágicos. Esos trabajos, que todos consideraban esenciales para nuestra evolución, requerían, y aún requieren, como bien sabes, ingentes cantidades de energía. Cada vez que debían detenerse hasta conseguir la que necesitaban, él aprovechaba para vender las bondades de su bosque hasta que, al fin, consiguió que la propuesta se reconsiderase.

—¿Y los niños?

—Arsenio les aseguró que los críos vivirían en un lugar parecido al paraíso. Dispondrían de la mejor comida, de libros, de un entorno natural privilegiado, etc. Además, por supuesto, les garantizó que nunca se tocaría a los hijos de los poderosos. Así que, finalmente, aceptaron su proyecto. Le nombraron responsable de su funcionamiento, y unos pocos años más tarde, entró a formar parte de El Claustro.

—Vaya —acertó a decir Ian—, así empezó todo.

—Sí, y nosotros debemos acabarlo —concluyó Cedric.

X

Los días se sucedían con parsimonia, como una mera relación de hábitos que completar. A veces se descubría a sí misma inmersa en aquel grupo de robots, que se limitaban a cumplir unas normas no escritas; de hecho, ni siquiera explicadas o vigiladas por nadie, al menos en apariencia, porque la voz de aquel desconocido que se había colado en su cabeza para advertirle del peligro que supondría adentrarse en el bosque, había reaparecido en un par de ocasiones más para señalarle amenazas camufladas.

Con frecuencia, Ariadna agradecía los avisos, los creía a pies juntillas, sin cuestionarlos en absoluto. Pero alguna noche, en cambio, mientras esperaba a que el sueño le arrancara otra página al calendario, se preguntaba si aquella voz sin rostro no constituiría en realidad la única defensa que los ataba a todos allí, bajo la amenaza de unos riesgos que solo existían en su imaginación.

Desde que despertó en el gran dormitorio, como le gustaba llamarlo, llevaba una estricta cuenta de los días que pasaban. Cada noche, antes de irse a la cama, utilizaba un viejo cuaderno para ir sumando rayas. Cuando alcanzó la décima, se preguntó si los demás harían algo parecido y, si así sucedía, cuántas páginas habrían consumido ya.

El bosque se había convertido en una obsesión para ella. Cada noche soñaba con escapar, atravesándolo, y a menudo se arrepentía por no haberlo intentado ya. Había entablado algunas conversaciones con los otros niños, aunque aún no había aprendido a hablar sin hablar, pero nadie le explicaba demasiado sobre aquel lugar. Nadie conocía el motivo exacto por el que les habían llevado hasta allí o cuánto tiempo permanecerían prisioneros. Ariadna percibía algo muy raro en la mayoría de sus compañeros. No sabía cómo definirlo, pero, de alguna manera, tenía el íntimo convencimiento de que no eran niños. Fugazmente, adivinaba en ellos alguna arruga en el rostro o manchas en las manos; signos de envejecimiento impropios de su estatura. Sin embargo, eran solo visiones que se marchaban con la misma rapidez con la que llegaban, pero dejándole una impresión aterradora, que permanecía en su memoria.

La belleza inicial del paraje, o las fantásticas aves que lo sobrevolaban, pronto dejaron de admirarla. Ahora todo lo encontraba artificial, frío, postizo; un burdo decorado que formaba parte de una gran obra de teatro cuyo director no daba la cara, pero cuyos figurantes repetían su papel hasta la saciedad.

Algunas mañanas, Lara se acercaba a ella. Charlaban un rato sobre lo que habían dejado atrás o intentaba enseñarle a hablar sin hablar, con escaso resultado; aunque, como todos se encargaban de recordarle, llevaba muy poco tiempo por allí y en algunos casos el proceso de aprendizaje se prolongaba durante meses. Ariadna, ante la más leve insinuación que implicase pasar tanto tiempo lejos de su familia, notaba que se abría un abismo en su estómago, y el pecho se le comprimía hasta casi dejarla sin respiración.

Tras dos o tres horas de deambular sin sentido, algún niño decidía regresar al comedor, y entonces, inexorablemente, todos le imitaban para descubrir qué almorzarían ese día. Ariadna, a menudo, ante ese tipo de conducta, se preguntaba en qué instante habrían perdido sus compañeros el libre albedrío que constituía la esencia misma del comportamiento humano.

Aún no había descubierto a nadie sirviendo la mesa ni cocinando. Los platos se encontraban siempre preparados en el momento justo y el número exacto. Nunca sobraba ni faltaba ninguno, y si pasaba por allí a cualquier hora, sin intención de comer, siempre se hallaba perfectamente recogido, sin rastro alguno de que cuarenta niños acabasen de desayunar o cenar. Aquello constituía otro de los grandes misterios de un lugar repleto de incógnitas por despejar.

Tras el almuerzo, la mayoría se decantaba por los dormitorios para echarse una siesta, pero parecía el único momento en el que la unanimidad no reinaba. Algunos elegían continuar sus paseos por el claro, mientras tres o cuatro, entre los que se hallaba ella, visitaban la biblioteca, a la que se accedía desde fuera, por otra inmensa puerta. Dado que se había constituido en la única estancia en la que se encontraba a gusto, había intentado entrar un par de mañanas, antes del almuerzo, pero las puertas se mantenían cerradas. Por alguna razón que desconocía, los libros permanecían vedados durante esa parte del día. Quizás alguien trabajase en su interior, consultando o reponiendo ejemplares, una especie de erudito, o puede que simplemente un bibliotecario que se ocupase de cuidar el sitio.

Ariadna había encontrado un enorme libro, con el que casi no podía, y que narraba la historia de un mago llamado Lawrence. Las páginas invitaban a cuidarlas, pues, aunque su estado parecía aceptable, intimidaba un poco pensar que pudiese convertirse en la responsable de estropear algo que había perdurado durante siglos. Estaba escrito a mano, con una bonita caligrafía adornada, cada seis u ocho páginas, con un gran dibujo sobre la acción que se narraba en la página inmediatamente anterior. No acabar la lectura de aquel gran volumen, quedarse sin conocer si al final Lawrence podría rescatar a su pueblo de un malvado rey que había usurpado el trono con malas artes, sería lo único que le fastidiaría un poco de escapar de aquella cárcel tan bien disimulada.

Las tardes enteras solía pasarlas en la biblioteca. Cuando se cansaba del gran libro sin título, se perdía por los inmensos pasillos, repletos de estanterías cuyos ejemplares, perfectamente ordenados, alcanzaban hasta el techo. Allí se respiraba un ambiente distinto, especial; misterioso, pero a la vez inspirador. Le encantaba rebuscar hasta decantarse por uno. Generalmente se decidía en función de los grabados que figuraban en la portada. Casi todos guardaban algún tipo de vínculo con la magia. Explicaban los diferentes tipos de hechizos, o contaban la historia de un mago o un gremio de magos. Varios le resultaron ininteligibles, pues sus páginas escondían extraños símbolos que solo unos pocos iniciados resultarían capaces de interpretar.

A lo largo de la tarde, la biblioteca iba llenándose con los niños que despertaban de la siesta o se hartaban de deambular por fuera. Entonces a Ariadna dejaba de gustarle curiosear por los pasillos, pues siempre se hallaban recorridos por más gente, y solía permanecer sentada, ya fuera leyendo o simplemente hojeando el ejemplar que hubiese elegido con anterioridad. Entre los demás, no todos leían. Muchos se dedicaban a emborronar folios con dibujos de dudosa calidad; salvo alguna honrosa excepción, como la de una chica asiática que, prácticamente, fotografiaba las extrañas aves que a diario sobrevolaban sus cabezas. Además de por la calidad de sus dibujos, llamaba la atención por su gran bloc de láminas, en contraste con los folios desnudos del resto.

Algunos, tras pocas horas, abandonaban la sala en busca de la merienda. Ella solo lo había hecho un par de tardes en las que el hambre la acosaba; pero, por regla general, no se movía de la biblioteca hasta que, durante la puesta de sol, las luces de los flexos se iban apagando en perfecto orden, una tras otra, desde el final hasta el principio, y todos, ante esa inequívoca señal, se ponían en pie para enfilar la salida con el convencimiento de que la cena les aguardaba ya sobre la mesa.

El atardecer en aquel paraje impresionaba. A ese color, entre verde y azul, que componía el aire, lo atravesaba el naranja de una paciente puesta de sol, que duraba horas hasta que, finalmente, el negro nocturno pasaba a dominarlo todo, penetrando en su corazón, en su ánimo, en cada poro de su piel.

Una noche se sentó a cenar junto a Lara.

—La primera vez que hablamos —recordó Ari—, me contaste que esa especie de humo que sale de todos tiene un color diferente en función de la habilidad que posea cada uno.

—Así es —confirmó Lara, sin dejar de untar un delicioso paté negro, de aceitunas con anchoas, en una rebanada de pan recién hecho, a juzgar por el calor que aún irradiaba.

—El que yo desprendo parece solo gris, sin ningún otro tono. Me he fijado y, en absolutamente todos los demás, existe, si lo observas con detenimiento, una mezcla de colores. ¿Qué significa que mi energía solo tenga un color?

—Que por el momento es solo eso, energía —respondió.

—¿Y por qué soy la única que solo desprende energía?

Lara dejó de comer y al fin se dignó a mirarla. En realidad no era necesario, pues al hablar sin hablar la boca no resultaba esencial para mantener una comunicación, pero Ari agradeció aquel gesto, pues se le antojaba extraño conversar de temas tan importantes con alguien que no apartaba la mirada de su plato.

—Porque eres la más... —de repente se detuvo, como si hubiese estado a punto de pronunciar una palabra inconveniente o de revelar un secreto—, la más inexperta, y tu habilidad aún no se ha manifestado.

—Tu humo es más blanco, ¿qué significa eso?

Lara sonrío mientras Ari percibía uno de esos fogonazos en los que le parecía descubrir que los labios de su compañera mostraban arrugas en sus comisuras.

—Significa que mi don se encuentra directamente relacionado con la magia.

—¿Y qué puedes hacer?

Lara se acercó a la mesa. Estiró la mano hasta alcanzar otra rebanada de pan. Por un momento, dudó entre el paté de aceitunas o la mermelada de atún. Finalmente, se mantuvo fiel al primero.

—Casi nada, en realidad.

Ari aguardó a que Lara se explicase, pero esta se concentró de nuevo en la cena y a ella no le quedó otro remedio que conformarse. Le hubiese gustado continuar preguntando, insistir, pero no pretendía parecer pesada, así que se abandonó también a la comida.

La temperatura, con independencia del lugar en el que se encontrasen o de la hora, permanecía constante, como si estuviese controlada por un gigantesco climatizador que abarcara todo el lugar. Ni siquiera el sol conseguía alterar la sensación térmica. El viento, en cambio, parecía no existir más allá de una ligerísima brisa, apenas perceptible en el exterior.

Cada vez que el chico misterioso se dirigía a ella, Ari, instintivamente, daba un par de vueltas sobre sí misma, con los ojos abiertos exageradamente, intentando percibir alguna señal que delatara la procedencia de aquellas palabras. Pero hasta entonces no había conseguido detectar ningún detalle sospechoso, y tampoco aquella noche fue capaz de hacerlo; pero decidió que, al día siguiente, intentaría que Lara le diese más información sobre aquella forma de comunicarse; por ejemplo, a cuánta distancia podía establecerse contacto o si existía alguna manera de identificar al que lo iniciaba.

—En la biblioteca hay un libro que se titula Despierta. Se encuentra en el último pasillo de la izquierda, hacia la mitad de la estantería. Tiene una bonita cubierta verde; deberías leerlo.

Ariadna le había pedido varias veces que se identificara, pero había resultado inútil, él siempre se excusaba, así que en algún punto había desistido. Ella lo imaginaba envuelto en una gran capa blanca, encapuchado, el rostro oculto y moviéndose entre las sombras como pez en el agua.

La tarde siguiente, buscó el ejemplar que la voz le había recomendado. Se trataba de un libro bastante grueso, algo más deteriorado que el resto de los que había elegido hasta ese momento. Todos parecían antiguos y delicados; aquel, en cambio, daba ciertas muestras de decrepitud, amenazando con desmoronarse cada vez que pasaba una página. El autor se presentaba bajo el nombre de Roger Möller, nacido en Ginebra, y más que una novela o un compendio sobre magia, como los otros, parecía un diario, que comenzaba cuando Roger cumplía siete años.

Al principio no le interesó demasiado la lectura, pues narraba, sin demasiada gracia, la vida de su familia y los juegos de su infancia. No obstante, con el paso de las tardes, Ariadna fue dedicando más tiempo a aquella obra, pues el niño, mientras alcanzaba la adolescencia, empezó a experimentar sensaciones desconocidas y a vivir sucesos inexplicables. El hecho de que Roger, a la edad de doce años, confesara haber comenzado a plasmar extraños dibujos sobre lugares que no conocía, acabó por atraparla del todo, pues se sintió identificada al instante con él, estableciéndose una conexión entre ellos que ya nunca se rompería.

Se preguntó si alguna vez, al igual que aquel niño nacido a orillas de El Gran Lago, encontraría a algún maestro que la enseñara a usar su don, si es que, como Lara aseguraba, todos los que se encontraban allí retenidos lo poseían. A ese proceso de aprendizaje se lo conocía como «despertar». De ahí el título del libro, pues narraba al detalle cómo Sir Charles Fredway, un caballero inglés en misión diplomática, había reparado en la energía que atesoraba Roger y lo había acogido a su cargo, mostrándole el camino para desarrollar su magia.

Ari empezó a soñar con un universo distinto, en el que se desplazaba volando para ir a visitar a su maestro, Roger; que, al pie del Lago Ginebra, le hablaba sobre lo especial que era o el inmenso poder que encerraba su energía. Ella hablaba poco. Se sentía intimidada por el joven, por su sabiduría, por su forma de hablar, y también porque era el hombre más guapo que hubiese visto jamás.

Las semanas pasaban así, sin más novedades que las que le deparaban los libros, sin más esperanzas que las que le brindaban los sueños y con el temor creciente de que su vida se consumiese entre las rejas inexistentes de aquel paraíso de cartón piedra.

Una perfecta mañana primaveral, se acercó hasta Lara mientras esta caminaba junto a los demás y, por primera vez, hablando sin hablar, se atrevió a hacerle una pregunta que llevaba mucho rondando por su cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevas en este lugar?

La otra se detuvo en seco. En sus ojos nacieron lágrimas, pero solo como un reflejo cristalino o una sensación interior, sin llegar a brotar. Entonces Ariadna lo supo. Contempló el paso del tiempo en sus ojos, en su boca, en su cabello; y el miedo a un futuro que se le escapaba, la inundó.

—Aquí siempre serás una niña —respondió Lara mientras se unía al grupo, para seguir girando sin sentido.

XI

Continuó caminando como el resto, aturdida, acusando el impacto de las palabras de Lara. Concluyó que aquello no era más que una pantomima, una farsa en la que nada ni nadie resultaba auténtico. Se hablaba sin hablar, se caminaba sin destino, vivían en una cárcel con forma de palacio y, sobre todo, se encontraba rodeada de personas, con apariencia de niños, cuya edad real desconocía.

Cuando reparó en que llevaba un buen rato caminando en círculos, con la mirada y el ánimo perdidos, tuvo la horrible sensación de que, lo que jamás hubiese imaginado que sucedería, convertirse en uno de aquellos niños autómatas, se había hecho realidad. «De todas formas —pensó—, ¿qué otra salida existía?». La vida de todos ellos, como la suya propia, había acabado allí. Toda esa magia de la que hablaban los libros, no se encontraría nunca a su alcance. En ese caso, soñar se erigía en el último refugio de los idiotas y, hasta ellos, dejarían de hacerlo algún día, sucumbiendo también a la monotonía que lo dominaba todo.

Ari miró a su derecha y reparó en que, junto a ella, caminaba la chica asiática cuyos dibujos tanto la impresionaban. Como el resto, su mirada se perdía en algún punto de aquel exuberante decorado. «Al menos —se dijo— ella continuaba dibujando». Aparentemente era la única del grupo que dedicaba parte de su tiempo a una labor creativa. A lo mejor no llevaba demasiado allí, por eso conservaba aún alguna de sus aficiones.

—¿Cuánto hace que llegaste? —le preguntó Ari.

La chica, igual que hacían todos, ni se inmutó antes de responderle. Continuó andando con la mirada extraviada, como si nada. Ariadna se preguntó si conseguiría acostumbrarse algún día a ese modo de comunicación tan profundo como frío, que imperaba en aquel lugar.

—No lo sé. Se alcanza un punto en el que los días dejan de importar. En el que ya no encuentras la diferencia entre un minuto o una semana. En el que tu vida se convierte en un vacío, sin más.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que resultan todos iguales. Cuando aparecí aquí, contaba los días, aguardando a que alguien me rescatara de alguna forma o saliera de la misma extraña e inesperada manera en la que había entrado. Pero en algún momento te das cuenta de que eso no va a suceder; te resignas a vivir sin vivir, igual que a hablar sin hablar.

—Pero, ¿cómo podéis seguir pareciendo niños?

—Nadie lo sabe con certeza. La idea más aceptada entre la mayoría dice que la energía que nos roban impide que nuestros cuerpos crezcan y se desarrollen de una forma normal.

La conversación se apagó con la rapidez de una cerilla en un día ventoso. Ari intentó imaginar cuántos años tendría en realidad aquella niña, cuyo nombre ni siquiera se había molestado en preguntar, o cuántos años habrían cumplido ya los demás. Quién sabe si junto a ella caminaban ancianos de ochenta años, y esa escasa vitalidad que demostraban no se debiera solo al lugar en el que se hallaban recluidos, sino al natural comportamiento de las personas de esa edad.

Cruzó la mirada con Lara, pero esta la esquivó de inmediato. No pocas veces había ocurrido algo similar o, al menos, esa sensación había tenido Ari. De repente, una sospecha nació en su interior. Nunca había visto a Lara separarse del grupo salvo para hablar con ella. ¿Acaso se ocupaba de vigilarla? Luchó por apartar esos pensamientos de su cabeza, sin conseguirlo del todo. Decidió que en el futuro se fijaría en el comportamiento de Lara e intentaría determinar si sus acercamientos resultaban sinceros o solo pretendía obtener algún tipo de información sobre ella. Sospechó que pudiera encargarse de investigar a los recién llegados con la finalidad de mantener al corriente a quienquiera que controlase aquella prisión mal disimulada.

—Bueno, ahora sí que eres como todos.

Miró hacia la chica asiática, sin comprender. La encontró con una leve sonrisa. Al observar su gesto, señaló hacia arriba con el dedo índice.

—¿Qué sucede? —preguntó Ari, sin respetar las normas de comunicación, que impedían usar la voz para hablar.

—Tu energía ya muestra su color.

Ari se sintió intrigada al instante. Había especulado muchas veces con el momento en el que de verdad se pusiera de manifiesto su poder mágico. Al fin podría soñar con habilidades concretas que emplear para salir de allí. Como siempre le transmitió su padre, el primer paso para conseguir algo consistía en imaginarlo, y ahora se hallaba en disposición de darlo.

—¿De qué color es? —preguntó ansiosa.

—Sin duda, amarillo.

—¿Y eso qué significa?

—Significa dos cosas. Por una parte, que tus habilidades se encuentran relacionadas con el tiempo y el espacio; lo cual, por cierto, no resulta demasiado frecuente.

—¿Y la segunda?

—¿Qué?

—Dijiste que significaba dos cosas. —La acució Ariadna.

—Ah, sí —recordó su interlocutora—. En el color de tu energía destaca el amarillo sobre el gris, cuando lo habitual es lo contrario. Eso nos dice que tu don resulta más intenso que la mayoría.

—¿Eso implica que podré, por ejemplo, viajar en el tiempo?

—Me temo que vas muy deprisa. Puede que poseas el potencial para hacer ese tipo de conjuros, pero sin un maestro que te enseñe el camino, no podrás llevarlos a cabo.

Ari no hizo mucho caso a la respuesta. Su imaginación se puso rápidamente en marcha. En su mente, las palabras tiempo y espacio se mezclaban de todas las formas posibles, e imposibles, para emplear su fuerza. De repente, se sintió afortunada, pues llegó a la conclusión de que ese tipo de habilidad, de don, le resultaría muy útil para escapar. Puede que existiera un hechizo con el que volver atrás en el tiempo y esquivar este lugar; y si no, lo inventaría ella misma.

Por desgracia, no disponía de un Sir Charles Fredway, como Roger, pero disfrutaba de una gran biblioteca, y en los libros buscaría las enseñanzas que sustituyeran a un mentor. Desde ese día se olvidaría de otras historias, procuraría encontrar todo lo referente a su tipo de energía y a cómo desarrollarla por sí misma. Todos, incluidos sus padres, le adjudicaban una cabezonería a prueba de bomba; y esa cualidad, que muchos juzgarían como un defecto, la ayudaría, más que ninguna otra, a conseguir sus propósitos, a mejorar sus habilidades, por mucho que no dispusiera de un maestro que se ocupara de entrenarla.

En la periferia, mientras permanecía enfrascada en sus pensamientos, había percibido algo extraño, y ahora, inopinadamente, le había venido a la cabeza. Alguien había entrado en el comedor, estaba segura, y era demasiado temprano para hacer eso.

Se apartó un poco del grupo. Intentó observar a sus compañeros para dilucidar quién había abandonado el claro del bosque. Una gran inquietud, un gran nerviosismo, se apoderó de ella. Lara no se encontraba junto a los demás. Había dejado el grupo en el preciso instante en que Ari terminaba de hablar con la niña de aspecto oriental. Puede que también hubiese reparado en el cambio de color de su energía y hubiese ido a comunicarle la noticia a alguien, ¿qué otra explicación podría justificar una coincidencia como aquella?

Un impulso la llevó hasta la puerta. No lo dudó ni un instante. Se adentró en el comedor. Miró a su alrededor, pero no encontró a nadie. Todo permanecía como siempre, perfectamente limpio y ordenado. Allí no había rastro de Lara, ni de ningún otro, de hecho.

Se dirigió entonces al gran dormitorio, pero tampoco allí tuvo suerte. A punto ya de darse por vencida y regresar de nuevo al exterior, decidió acercarse hasta el sitio en el que dormía su compañera.

Su cama se encontraba en la misma fila que la de Ariadna, solo que bastante más cercana a la puerta. Ari había charlado con ella en más de una ocasión antes de irse a dormir, así que, pese a que todas parecieran idénticas, no tuvo problema en identificarla.

Rápidamente detuvo su mirada en la pequeña mesita de color cerezo que le correspondía. No se paró a reflexionar sobre si lo que hacía estaba o no bien, sino que se lanzó a abrir el primer cajón; pero, para su inmensa sorpresa, este no se movió ni un ápice.

Miró con detenimiento, por si hubiese algún tipo de cerradura, incluso palpó con la mano cada centímetro de la mesita para corroborar que no pasaba por alto ningún mecanismo de cierre, de los que, desde luego, sus cajones no disponían.

No encontró nada, sin embargo, seguía sin poder acceder a ellos. Se levantó y rodeó el mueble. Miró arriba y abajo buscando alguna cerradura escondida en algún lugar inverosímil, hasta que al fin desistió. Se dio por vencida con la sensación de que se le escapaba algo. Aun así, decidió que volvería a intentarlo en otro momento. Sí, cavilaría sobre otras posibilidades de acceder a esos compartimentos que con tanto celo protegía Lara. Se fijaría en cómo los abría por la noche o, al despertar, por la mañana, cuando todos se levantaban e iban abandonando sus camas en busca del baño o el desayuno. Se le ocurrió que, tal vez, hubiese empleado algún tipo de magia para que nadie distinto a ella pudiese acceder al mueble. En ese caso, la posibilidad de descubrir lo que ocultaban los cajones se anularía por completo, pero consideró que todavía no había llegado el momento de rendirse, pues ella no arrojaba la toalla con tanta facilidad.

Cuando iba a atravesar la puerta, de regreso al comedor, la vio. Había salido de un lugar a su izquierda, situado en la pared de enfrente, la más alejada al dormitorio. Pero allí no existía ninguna puerta. Ariadna estaba segura de ello, pues en los primeros días había recorrido el comedor varias veces con la intención de descubrir si alguna cocina se hallaba cerca, para así poder explicar que alguien se dedicase a preparar la comida para ellos; y había concluido que las dos únicas salidas existentes comunicaban con el dormitorio y con el exterior. No había más que esas dos grandes puertas.

Dudó entre retornar al claro del bosque, con los demás, o inspeccionar el lugar del que parecía haber salido Lara. Juzgó más sensato regresar junto a los otros, pues si, como sospechaba, ella se dedicaba a vigilarla, podría extrañarse si no la encontraba con los demás. Ya dispondría de tiempo, más adelante, para descubrir lo que ocultaban aquellas elegantes paredes.

Cayó en la cuenta de que, de repente, las tareas se le acumulaban. En el fondo, se sintió feliz por ello, pues cuando ya se creía inmersa en la apatía general que dominaba a sus compañeros, aquella mañana habían sucedido muchos acontecimientos que la mantendrían muy ocupada en los próximos días. Desde luego, el aburrimiento no iba a representar un problema para ella.

Notó que la esperanza se abría paso en su corazón. Un hilo de luz penetraba por entre la maraña de árboles y mentiras que componían aquel supuesto paraíso. Dentro de ella se escondía la capacidad para escapar de allí. Eso era lo más importante. De ella misma dependía desarrollarla, dominarla y aprovecharse de las posibilidades que le brindaba. Eso sí, debía averiguar lo más pronto posible a qué se dedicaba realmente Lara, pues, si como imaginaba, su labor consistía en espiarla, debía tenerla controlada en todo momento, así como cuidarse mucho de no revelarle sus planes de fuga.

En cuanto pisó el exterior, se apercibió de que la mirada de Lara se clavaba en ella. Rápidamente salió al encuentro de Ariadna, atravesando sin miramientos las filas de niños que recorrían el prado.

—¿Dónde estabas? —le preguntó.

—¿Y tú? —respondió Ari, cortante.

La otra pareció sorprendida, tanto por la pregunta en sí misma, como por el tono displicente de la niña, pero se recompuso con celeridad y continuó con la conversación como si nada.

—No sé a qué te refieres.

—Te busqué durante un buen rato para darte una noticia, pero no hubo forma de encontrarte. Ni te vi paseando ni en el comedor ni en los dormitorios, así que, la verdad, no sé por dónde podías andar.

Lara volvió a desconcertarse. Ciertamente, aquella charla no discurría por los derroteros que ella hubiera previsto. Ariadna la notaba incómoda ante sus preguntas, que iban al meollo de la cuestión. Se planteó incluso revelarle que la había descubierto saliendo del comedor, por una parte en la que, en teoría, no existía comunicación con otros lugares; pero decidió que primero exploraría bien la zona para descubrir, por sí misma, si existía algo extraño en el lugar del que había salido.

—Me caí y me puse perdida, así que decidí ir a bañarme —mintió descaradamente.

Ari también se había asomado a los baños. Todas las puertas permanecían abiertas. Allí, desde luego, no había nadie, pero se abstuvo de rebatirla, pues con constatar que mentía se conformaba por el momento.

—Ah —se limitó a decir.

—¿Y para qué me buscabas? ¿Qué noticia querías darme?

Ari señaló por encima de su cabeza al hilo de energía que brotaba de ella.

—¿Qué pasa con eso? —preguntó la otra.

Ariadna sonrió para sus adentros. La había descolocado tanto, que se olvidaba hasta de disimular. No observaba nada extraño en su energía porque, por supuesto, ya sabía que había cambiado de color, y había ido rauda a comunicárselo a alguien, pero, al menos ante ella, debería mostrarse sorprendida.

—¡El color! —exclamó Ariadna.

—Claro, claro. Qué tonta, no sé cómo he podido pasarlo por alto.

—La chica de los dibujos se dio cuenta y me avisó.

—¿La chica de los dibujos?

Sí, aquella —aclaró Ariadna, señalando a la chica de aspecto oriental.

—Ah, ya, te refieres a Sun.

—No sabía su nombre. Ella me contó que mi energía era amarilla.

—Sí, es cierto, es amarilla.

—Hay una duda que quiero preguntarte, ¿por qué soy la única cuya energía es de ese color? He estado observando y no he encontrado a nadie más.

—El amarillo representa al tiempo y al espacio. Resulta una habilidad poco común. Si lees sobre ello, descubrirás que siempre han escaseado los magos con tu habilidad.

—O sea, que me he transformado en una especie de bicho raro. He pasado de ser la única sin un color, a convertirme en la única con ese color.

Lara sonrió. Quizás, concluyó Ari, al abandonar el tema sobre dónde había desaparecido por un buen rato, se relajaba al fin y parecía bajar las defensas.

—Yo no diría tanto. Mi color, el blanco, tampoco resulta frecuente. De hecho, entre nosotros, solo hay otra persona que lo posee.

—Vaya —dijo Ariadna sorprendida.

—Deberías buscar en la biblioteca, si deseas aprender algo sobre las diferentes habilidades.

—Sí, eso pensaba hacer —confesó Ari.

La conversación parecía agotarse sin que ninguna de las dos, por diferentes causas, quisiese prolongarla, cuando, como de costumbre, la voz misteriosa la sorprendió. En esa ocasión, a punto estuvo de hacerla caer, pues la pregunta que arrojó a su interior resultó tan chocante que la hizo trastabillar. Poco faltó para que perdiera el equilibrio y acabara de bruces contra el césped, ante la atónita mirada de Lara, que seguía sin entender nada.

—¿Quieres escapar?

XII

Fue cobarde, no saltó.

Fue valiente, decidió luchar.

Ignoraba cuántas horas llevaba tumbada sobre el sofá. Le dolía todo y el hambre amenazaba con desquiciarla. Sin embargo, no deseaba moverse de allí. En algún lugar recóndito de su alma, albergaba el temor a que, si abandonaba el sofá, sus pies la dirigieran de nuevo a la terraza, a la silla que todavía permanecía junto a la barandilla, y a lo peor entonces su decisión cambiaría, contemplaría con otros ojos el suelo, saltaría al vacío, acabando con todo. Lo bueno y lo malo, el pasado y el futuro de una vida, estrellados contra el gris de un asfalto que la requería a gritos, que la invitaba a fundirse con él en un abrazo eterno.

No recordaba haber encendido el televisor, pero, de hecho, este constituía la única fuente de luz en toda la estancia. A través de los cristales de la puerta que comunicaba el salón con la terraza, solo se percibía oscuridad. Una oscuridad que a Olivia se le antojaba que no provenía del exterior, sino de ella misma que, al contrario que el sol, desprendía una negrura capaz de inundarlo todo.

El telediario comenzaba a molestarla. Llevaba unos minutos escuchando de fondo las noticias, cuando se dio cuenta de que se trataba de las mismas que había escuchado desde que tenía uso de razón. Desde que podía recordar, solo los nombres, algunos nombres, habían variado, pero las noticias se habían convertido en una constante repetición, en un libro de una sola frase; como el que escribía el personaje de Jack Nicholson en El resplandor, y que tan bien definía el pánico de cualquier autor a no poder ir más allá de sí mismo, a no poder transcender, traspasar la barrera entre la mente y el mundo físico, plasmando las ideas en un folio en blanco para descubrir, no sin horror, que uno es solo un fraude, una caricatura de sí mismo, de lo que una vez imaginó que lograría ser. «Una sola frase —pensó— para gobernarlos a todos. Una frase para encontrarlos, una frase para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas...».

La irritación contra el mundo creció tanto, que olvidó el miedo a arrojarse al vacío y se levantó para apagar, de un certero botonazo, el televisor. La oscuridad se adueñó entonces del salón. Por unos segundos, permaneció inmóvil, de pie, sin saber muy bien qué hacer, sin decidir qué dirección tomar. Buscar el sofá y tumbarse a oscuras parecía la más sensata, amén de la más sencilla, pues a oscuras cualquier otro recorrido implicaría la posibilidad de chocar contra algún objeto, puerta o pared. Sin embargo, el deseo de comer algo la acuciaba hasta el punto de sentirse acorralada.

Se rindió. No sin un inmenso sentimiento de fastidio, encendió el televisor con el único propósito de conseguir la luz que necesitaba hasta alcanzar el primer interruptor. Después regresó para apagarlo de nuevo, decidiendo en ese preciso instante que pasarían muchos días hasta que se sentase de nuevo para mirar a la caja tonta, que desde el centro del salón, de todos los salones, llevaba décadas gobernando el país; todos los países.

Consideró la idea de pedir una pizza, pero casi al momento la descartó, pues necesitaba comer de inmediato. No resistiría la media hora habitual que tardaban en servir su pedido.

Los alimentos que había sacado para el desayuno, antes de salir corriendo hacia la terraza, aún se encontraban sobre la mesa, así que decidió prepararse un sándwich, o mejor dos; lo suficiente para engañar al estómago y calmarse un poco. Necesitaba pensar en algo más que en saciar su apetito.

Tras comer regresó al salón. Se notó repuesta en todos los sentidos; tanto que se atrevió a salir a la pequeña terraza. Introdujo la silla en el interior del piso mientras ella se quedaba fuera, apoyada sobre la barandilla. El frío era intenso, pero, incluso así, sentía la obligación de exponerse a él, a un viento que la regenerase, que le ofreciera el impulso requerido para abordar aquello que se proponía: liberar a Ariadna.

La decisión había surgido en su interior de una forma inesperada, mientras sobre la silla se disponía a dar el último salto de su vida. En el fondo podría representar una reacción de autodefensa, de miedo a morir, de prolongar su agonía más allá de ese instante en que acabaría con todo. Pero aquella decisión reflejaba también su personalidad, su tesón. Siempre se había considerado una luchadora, alguien que rehuía las excusas, que no se rendía, que movía cielo y tierra en pos de sus metas. Y nada quería, quiso, o querría, más que a su propia hija; a esa niña que había llevado dentro, que había amamantado, que había ayudado a dar sus primeros pasos. Puede que la empresa resultase complicada, cuando no imposible, pero no iba a morir sin intentarlo. No abandonaría a Ari a su suerte. No moriría sin ver de nuevo a su hija sonreír. Esa promesa se había hecho, e intentaría cumplirla, por encima de todo y de todos.

Sacó un teléfono móvil del bolso. De un pequeño monedero extrajo una tarjeta SIM prepago, que previamente había registrado a nombre de su marido, presentando una fotocopia de su Documento Nacional de Identidad. Desmontó el aparato y colocó la pequeña tarjeta naranja en la ranura habilitada para ello. Después puso la batería encima y encendió el terminal.

En el mismo bolso guardaba también una vieja agenda, con números útiles. Tras pasar unas cuantas páginas, encontró al fin el que buscaba. Comenzó a marcar el número, pero, de repente, se arrepintió y arrojó la libreta sobre el sofá con rabia, como si hubiese descubierto a la responsable de todos sus males.

No, no de ese modo. Por teléfono resultaría muy fácil que él la rechazara. En el fondo, sus argumentos, fríamente considerados, no podían refutarse. Antes de hablar con él, o de visitarlo de nuevo, tendría que disponer de un plan muy concreto de actuación. Se le ocurrió escribir una especie de guión, haciendo hincapié en lo que pretendía conseguir de él y las posibles dificultades que pudiera plantearle. Debería ponerse en su lugar, anticipándose de esa manera a sus reparos, rebatiéndolos, uno a uno, de forma imbatible.

Miró el reloj. Faltaban pocos minutos para las once. Se encontraba cansada y con ganas de dormir durante horas para olvidarse de todo. Suspiró. Regresó a la cocina con la intención de prepararse un café bien cargado. No podía permitirse descansar, no mientras Ariadna permaneciese lejos de ella.

A Román lo conocía desde hacía al menos diez años. Se dedicaba a preparar y vender magia. Hechizaba algún tipo de objeto para que, después, con solo unas cuantas palabras pronunciadas en el orden y la forma correcta, desencadenaran una magia que, de otra forma, el comprador no resultaría capaz de emplear.

En realidad, Román no trabajaba solo. Él daba la cara, dirigía el negocio, pero, puesto que no dominaba por sí mismo todas las habilidades, disponía de gente a su servicio gracias a la cual podía ofrecer, a quien pudiera pagar por ello, casi cualquier tipo de magia.

Nacido en Argentina hacía muchísimos años, adoraba el lujo hasta extremos insospechados. Siempre bien vestido, con trajes de Armani o Versace, acudía cada semana a la peluquería para lucir un aspecto impecable. Residía en un lujoso chalet en la conocida como «milla de oro» de Marbella y se desplazaba, conducido por un chófer, en un BMW Serie 7 o, si lo hacía en solitario, en un mucho más exclusivo Maserati Gran Turismo de color azul, que hacía girar la cabeza a los transeúntes como si de una gran estrella del rock se tratase.

En La Frontera, Román se había convertido en uno de los personajes más importantes de la zona. Todos recurrían a él cuando necesitaban algo, y él, claro, a cambio de un buen fajo de billetes, hacía lo imposible por contentar a su clientela. Vivía por y para ellos. Aunque Olivia no podía estar segura al cien por cien, siempre imaginó que en el lujo, por extraño que pareciese, se hallaría su fuente de energía y, con toda probabilidad, también la de los que trabajaban para él, pues aquella relación pseudolaboral no resultaba nada frecuente en La Frontera.

El que aquel sudamericano de apellido italiano, y aspecto germánico, hubiera alcanzado la posición de la que entonces disfrutaba, se debía, por supuesto, a una gran amalgama de motivos; entre los que brillaban con luz propia su prudencia y su tacto para no molestar a nadie, para no buscarse problemas ni enemigos. Él no se limitaba a poner la mano para coger su remuneración mientras con la otra te entregaba aquello que hubieras ido a comprar. Si aspirabas a que preparase la magia que ibas a necesitar, primero debías explicarle, con pelos y señales, para qué, por qué, cómo, cuándo o contra quién pensabas usarla. Solo entonces, y después de haber plasmado todas aquellas respuestas por escrito, en un contrato, y de comprobar que tus propósitos no dañarían a ningún poderoso, accedía Román Giovanetti a trabajar para ti.

Olivia se recostó en el sofá. El folio permanecía en blanco sobre la mesa, con un bolígrafo de gel verde encima. ¿Cómo convencer a un hombre como aquel para que la ayudase? La última vez había resultado muy sencillo, pues ella seguía instrucciones de El Claustro, y ellos, además de las indicaciones de cómo o cuándo debía llevarse a cabo el viaje de Ariadna, le habían entregado una considerable suma de dinero. Ahora, en cambio, lo que ella pretendía iba contra todos los poderes establecidos y, por si fuera poco, no disponía de mucho dinero para ofrecerle, pues ese había sido un detalle en el que no había reparado convenientemente en el momento en el que preparó su mutis. Contaba con que, a esas alturas, su tapadera del congreso en Toledo habría saltado por los aires y, por tanto, estaría siendo buscada por la policía como principal responsable de la desaparición de su propia hija, por lo que sus cuentas se hallarían controladas, cuando no bloqueadas. Había ido sacando pequeñas cantidades del cajero, para no llamar la atención de su marido, pues sabía que él, todos los domingos, se encargaba de la contabilidad familiar y repasaba los movimientos bancarios. Acumuló una cantidad razonable para disponer de un fondo de reserva mientras decidía qué hacer o adónde ir, pero sabía que resultaba insuficiente para contratar los servicios de Román, pues la cantidad era diez veces menor que la que acababa de entregarle por el mismo tipo de magia y en una acción que no suponía el más mínimo riesgo para él. En cambio, ahora le propondría que actuara contra los intereses de los más poderosos a cambio de mucho menos.

No tenía sentido.

No lo conseguiría.

Perdía el tiempo.

Notó que el suelo se abría bajo sus pies y caía sin remedio por un alambicado túnel que desgarraba su piel. Los ojos de Ari la observaban desde lo alto, fuera del túnel, tristes y acusadores; decepcionados ante la traición de su madre que, tras darle la vida, se la había quitado de forma inesperada.

Encontraría la forma de que Román la ayudase. Que supiera, él solo se movía por dinero. Ella, en esas circunstancias, no poseía demasiado, pero seguro que ocultaría otros intereses. Aún no sabía cómo, pero debería acercarse a él, conocerlo mejor, buscar en su trayectoria algún punto oscuro, algún resentimiento contra alguien, algo que pudiera motivarlo para que, contraviniendo sus normas y el sentido común, la ayudase a sacar a su hija del sitio al que ella misma la había enviado.

Decidió irse a la cama para descansar unas horas y poder discurrir con más claridad a la mañana siguiente. En la radio, los AC/DC recorrían una autopista hacia el infierno. Se preguntó si en algún punto de esa carretera se cruzarían con ella.

Durmió más de lo que habría deseado, pese a lo cual no notó que su estado hubiese mejorado. Seguía cansada, aturdida, desorientada, culpable, ausente, asustada... Se había convertido en el centro de un universo en torno al cual gravitaban infinidad de problemas sin solución, amenazando con chocar en cualquier momento contra su superficie y abrir un cráter tan grande como el Gran Cañón del Colorado.

Tras ducharse, se puso de nuevo el pijama y, con solo una bata rosa encima de este, decidió salir de nuevo a la terraza. De repente, se le antojó que aquella pequeña atalaya se había convertido en el núcleo de su vida. Parecía que cualquier solución o, al menos, cualquier alivio, pasara necesariamente por asomarse al mundo desde arriba, como si allí los problemas no resultaran capaces de alcanzarla, aunque no por ello dejaran de existir o ella pudiera olvidarlos.

El sol brillaba sobre Fuengirola, pero hacia el oeste las nubes negras dominaban el horizonte; puede que a unos pocos kilómetros de allí la lluvia cayera con fuerza.

Miró hacia abajo. Ya no pretendía acabar con todo, aunque continuaba pensando que, a lo peor, todo acabaría con ella. No deseaba vivir en un mundo así; un mundo sin Ari. Pero Ari se encontraba ahí, al alcance de su mano. Ella conocía el lugar exacto en el que se hallaba y la manera de llegar hasta allí. La cuestión consistía en cómo lograrlo, pues dependía de otra persona. Ojalá hubiese poseído la habilidad necesaria para viajar hasta su hija. Entonces todo hubiese resultado más sencillo; todo dependería de ella, y ambas, a esas alturas, se habrían fundido en un interminable abrazo en el que la madre pediría perdón a la hija.

Reflexionó sobre sus últimos pensamientos de la noche anterior, antes de irse a dormir, y los descartó de inmediato. Puede que resultara lo más sensato investigar a Román, conocerlo más a fondo para encontrar algún punto débil por el que penetrar, pero, sencillamente, no disponía de tiempo; y no porque a su hija fuese a sucederle nada irreparable en las próximas semanas, al contrario, para Ariadna el tiempo se habría detenido. La que de verdad suponía un problema era ella, pues, más temprano que tarde, la policía podría encontrar una pista que les llevara a encontrarla. Mientras planificaba su desaparición, no había imaginado permanecer tantos días cerca del lugar de los hechos, y sabía que, pese al nuevo corte de pelo, cada minuto que pasase allí incrementaba las posibilidades de ser detenida.

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