Ari

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Ari

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Se vistió deprisa. Unos vaqueros descoloridos, una camisa blanca sobre una camiseta negra y un aparatoso plumífero de color grana. Decidió abordar la cuestión de manera directa, sin rodeos, sin subterfugios. Iría a visitar a Román Giovanetti para plantearle lo que necesitaba. Se le ocurrió que, después de todo, se había granjeado una gran reputación como sanadora. No pocos habitantes de La Frontera habían acudido a ella. Puede que eso se convirtiese en una buena baza a jugar. A Román, dedujo, le encantaría contar con sus servicios. Quizás, a cambio de trabajar un tiempo para él, se mostrara dispuesto a crear otra puerta para ella; una puerta que le permitiera traer de regreso a Ariadna y acabar de ese modo con su pesadilla.

Un mayordomo que parecía sacado de una novela del siglo xix, la condujo a una pequeña salita repleta de antigüedades. Sus conocimientos sobre muebles de época resultaban escasos, pero no por ello dejaba de poseer el convencimiento de que se hallaba ante piezas únicas, de un valor incalculable. Se preguntó cómo o dónde las habría adquirido su propietario. Seguro que conocía la historia de cada una de ellas, de cómo, durante años, tal vez siglos, habían pasado de mano en mano hasta llegar a las suyas. Puede que por algunas hubiese pujado en concurridas y glamurosas subastas; otras, en cambio, las habría descubierto en tiendas perdidas de países lejanos.

Si bien no frecuentaba a Román, tampoco aquella resultaba la primera visita que le hacía. Había pasado antes algunas horas en esa misma estancia, que él utilizaba para sus negocios. La primera vez se sintió impresionada, apabullada por tanto lujo; pero ahora disponía de asuntos más importantes a los que atender que la colección de arte de aquel mago de los negocios, aquel multimillonario de La Frontera, que se había convertido en la única esperanza de volver junto a su hija.

—Vaya —se sorprendió Román desde la puerta, luciendo un impecable traje blanco—, parece que has cambiado de aspecto.

Olivia sonrió por toda respuesta. Se levantó y ambos se saludaron con dos besos.

—Tú dirás.

—Necesito que me preparéis otro portal.

—¿Sí? —se sorprendió—. ¿Y a dónde esta vez?

—Al mismo sitio —contestó Olivia.

Román parecía atónito ante lo que acababa de escuchar. Enarcó las cejas de forma exagerada.

—¿Acaso el primero no funcionó?

Por un instante cruzó por su mente la idea de mentirle, de hacerle creer que su primer encargo había resultado un fracaso y exigirle el mismo hechizo gratis, pero de sobra sabía que engañar a Román resultaría casi imposible, pues existían métodos para comprobar si la magia había funcionado o no y, por descontado, él tendría acceso a esos hechizos.

—Sí lo hizo.

—Entonces, no lo entiendo.

Les interrumpió el mayordomo con una bandeja cargada de canapés, que depósito sobre una pequeña mesita redonda.

—¿Te apetece un vermut, Olivia, o prefieres otra bebida?

—Sí, un vermut me parece bien.

—Perfecto. Prepara dos vermuts, Brandon.

Después de invitarla a probar un par de deliciosas croquetas de bacalao, y de que Brandon trajese las bebidas, Román continuó la conversación por el punto en el que la habían interrumpido.

—Me decías que necesitabas otro portal que conectase con el mismo lugar.

—Exacto.

—¿Pretendes enviar a otro niño?

—Quiero traer de vuelta a mi hija.

Román la miró intentando decidir si bromeaba o no. Por un instante, sintió el impulso de echarse a reír, pero se contuvo, pues, por encima de todo, se consideraba a sí mismo un hombre cauto y detestaba estropear una oportunidad de negocio, por mínima que pareciese.

—Que yo sepa, Olivia, El Claustro no permite que nadie abandone ese lugar —afirmó con voz grave—. ¿Acaso han cambiado de opinión?

—En absoluto —reconoció ella.

—Entonces, solo se me ocurren dos posibilidades para que me pidas algo así. O bien te has vuelto loca, o piensas que el que se ha vuelto loco soy yo.

—Cometí un error al enviar a mi hija allí. Necesito recuperarla. ¿Es eso estar loca?

—Veo que hablas en serio. Por un momento tuve la esperanza de que bromearas.

Ella no apartó la mirada de sus ojos grises y él, por supuesto, no rehuyó la confrontación.

—No cometiste ningún error. Hiciste lo único que podías hacer.

—Uno siempre tiene alternativas.

—No con El Claustro.

—También con El Claustro.

Román negó con un gesto mientras apuraba de un trago el vermut y se ponía en pie. Se dirigió hacia una esquina en la que se encontraba una bonita lámpara de pie, y sus manos la recorrieron. De repente se mostraba inquieto, como si algo en aquella conversación hubiera conseguido atravesar un muro que durante años había permanecido infranqueable.

—Lo que me propones supondría tu muerte, y lo que es peor, también la mía.

—Nadie sabrá quién me ha proporcionado la magia.

—Oh, vamos, no seas ridícula. ¿Cuántas personas pueden proporcionarte un hechizo como el que necesitas? Sabes que es un tipo de magia muy complicada, y cara. Un minuto después de que aparecieses allí, vendrían a por mí; no te quepa la menor duda.

—Soy una de las mejores sanadoras del mundo, tú lo sabes. Trabajaría para ti gratis.

Román tomó asiento de nuevo. En su rostro se había dibujado una mueca que intentaba convertirse en sonrisa amarga, pero sin lograrlo del todo. Se pasó la mano por el rostro, hasta casi taparse los ojos. Por un breve instante, Olivia pudo observar que la decrepitud asomaba bajo la capa de dinero que cubría su cara con la forma de un perfecto maquillaje. Lo contempló por primera vez como a un anciano, un pobre viejo que ya ha perdido el coraje para seguir adelante, al que solo le queda solazarse en los recuerdos del gran hombre que un día habitó ese cuerpo y que ahora languidecía en un rincón del mundo, a la espera de que la muerte se lo llevase para siempre.

—Hay un momento —habló al fin—, en el que a uno lo impulsa el deseo de alcanzar metas, las que sean: el dinero, el poder, la magia. Tú todavía vives en ese momento. Yo, en cambio, me encuentro en ese otro en el que mi mayor motivación, por no decir la única, es conservar lo que tanto me ha costado conseguir.

—Tienes que ayudarme —le imploró.

—No, Olivia, no tengo que ayudarte. Tengo que seguir vivo. Tengo que disfrutar de mis últimos años en paz.

—¿Cuánto dinero quieres?

La expresión de Román se tornaba más grave a cada instante. Olivia tuvo la sensación de que intentaba, a duras penas, contener sus emociones, esconderlas tras la lógica irreprochable de su discurso.

Entonces lo supo. No lo imaginó, no lo dedujo; lo supo con una certeza infinita e infalible. Tan segura se encontraba, tan convencida, que le daba miedo verbalizarlo y, solo por Ariadna, lo hizo. Solo por ella se arriesgó a traspasar las barreras de Román Giovanetti, en un desesperado intento por conseguir su ayuda.

—Tú también tienes un hijo allí, ¿verdad?

—Mi hermana —confesó, liberándose al fin del peso—. Pero ella era diez años mayor que yo, así que supongo que murió hace tiempo, o será ya demasiado tarde para ella.

—¿Me ayudarás? ¿Lo harás por tu hermana?

—La última vez me pagaste cien mil euros. Lo que me pides ahora resulta mucho más comprometido. En condiciones normales, simplemente diría que no, pero esta vez, haciendo una excepción, te proporcionaré otro portal a cambio de trescientos mil euros.

—¿Cómo?

—Esa es mi respuesta. Mantendré mi oferta durante tres días, ni uno más. Si para entonces no has conseguido el dinero, olvidaré esta locura que me has propuesto.

Olivia se quedó rota, agazapada en el sillón. Por un momento había creído que él iba a ayudarla, que había conseguido traspasar el caparazón y alcanzar su piel, su parte más humana. Quizás, así había sido, pero puede que Román Giovanetti ya no fuese del todo humano, que su piel hubiera mudado en un amasijo de billetes, sin nada más en su interior que un montón de cifras, de sumas y restas con tantos ceros como años había vivido.

XIII

El martes se convirtió en el día elegido para poner en marcha toda la maquinaria de la investigación. En principio, había quedado con Duende para encontrarme con él a la salida del trabajo, pero ese momento se retrasó tanto y me hallaba tan cansado, que decidí aplazar la cita hasta la tarde siguiente.

El miércoles, 9 de febrero, me desperté a las seis de la mañana. El dolor de espalda persistía, pero mi ánimo resultaba bueno. El sueño había resultado reparador. Solo recordaba que, tras una ducha rápida, me había echado sobre la cama, rendido, para rápidamente caer en las garras de Morfeo.

Me dirigí a la cocina, donde me preparé el habitual desayuno, con tranquilidad, pues iba bien de tiempo. Mientras comía y escuchaba las noticias en la radio, me dije que aquel día tendríamos que encontrar alguna pista sobre el paradero de Olivia Madueño. Ya no me cabía la menor duda de que ella se encontraba tras la desaparición de su hija, así que, el siguiente paso, consistía en dar con su escondite.

Poco antes de las siete y media, salí en dirección a la comisaría. Cuando llegué, comprobé que Mediavilla se encontraba ya en su mesa, así que me senté junto a ella.

—Vaya, parece que hoy hemos madrugado —me saludó con una sonrisa.

—Sí —asentí—. ¿Has recibido ya los movimientos de sus cuentas y sus tarjetas?

—Aún no, pero se supone que los tendremos a primera hora.

—Perfecto.

La jornada anterior decidimos que ella y Corrales se encargarían de investigar a fondo los movimientos de dinero, mientras Santos, al que no le gustaba permanecer sentado más de lo estrictamente necesario, y yo visitaríamos de nuevo a José Alberto del Cid y a los compañeros de trabajo de Olivia en el Hospital Clínico Universitario, con el fin de ahondar en sus relaciones. Nos interesaba abrir el abanico, añadir a familiares o amigos que pudieran mantener contacto con ella y que, eventualmente, pudiesen ofrecernos alguna pista interesante que seguir sobre las semanas previas a la desaparición, en las que, sin que su marido lo supiese, ella no acudió a trabajar. Habíamos intercambiado las parejas en función de las cualidades de cada uno, pues Corrales y Mediavilla se manejaban mejor que Santos y yo con los números y el papeleo.

—¿Alguna pregunta que quieres que le hagamos al marido?

Mediavilla reflexionó un instante. Miró al techo mientras jugueteaba con un bolígrafo entre los dedos.

—Además de pedirle un listado de familiares y amigos, yo incidiría en las semanas previas. ¿Le contaba detalles sobre el trabajo? ¿Le decía si iba a alguna parte? Ah, y resultaría muy importante averiguar si disponen de algún otro apartamento o casa, aunque no sea de ellos, al que puedan tener acceso.

—Bien —dije a la vez que tomaba nota mentalmente de sus propuestas.

Corrales y Santos llegaron juntos, discutiendo, para variar, sobre fútbol. Corrales hacía gala de un madridismo desaforado, fanático; mientras Santos, al que el deporte le traía sin cuidado, salvo que se practicase sobre cuatro ruedas, se dedicaba, más que nada, a buscarle las cosquillas a base de insinuar ayudas arbitrales, malos modos de los jugadores, inferioridad técnica respecto al Barcelona, etc.

De inmediato llamé al padre de Ariadna para saber dónde se encontraba, si había acudido o no a trabajar, para concertar una cita con él. Me informó de que se hallaba aún en casa. Que había decidido incorporarse a la oficina, pero que se lo tomaría con calma y que podíamos visitarlo.

Nos fuimos en el BMW de Santos, que lucía impecable los asientos deportivos que él le había instalado.

—¿Cuánto dinero te has gastado en esto?

—Menos del que me pagarán cuando lo venda, no te preocupes —sonrió él.

Patricio Santos, como siempre que se ponían en movimiento, transmitía vitalidad, energía. Daba la impresión de adorar, no solo su trabajo, sino su existencia entera. Aquella imagen contrastaba con la desesperación que se reflejaba en su rostro cada vez que le tocaba esperar sentado durante una guardia, o un discurso de alguien importante. Mi compañero constituía el mejor ejemplo que hubiera conocido jamás de eso que la gente daba en denominar como «culo de mal asiento». De hecho, pensé, la expresión parecía haberse diseñado a la medida de su trasero.

Cuando traspasamos el umbral de la urbanización Paraíso, tras saludar a un portero que no recordaba haber visto hasta entonces, nos encontramos con varios operarios trabajando en su interior. Un par de ellos se dedicaba a cuidar los jardines, mientras el resto se ocupaba de la limpieza de las zonas comunes. Me pregunté cuánta gente trabajaría para aquella comunidad y, sobre todo, a cuánto ascendería la cuota mensual que pagarían los vecinos para mantener semejante despliegue.

Nada más recibirnos, noté algo extraño en José Alberto del Cid. Como casi siempre, antes de que pudiera dilucidar de qué se trataba exactamente, Santos ya preguntaba por ello.

—¿Ha bebido, señor Del Cid?

El padre de Ariadna lo miró de arriba abajo, no sin cierto aire de arrogancia, de desprecio, como ofendido porque aquel tipo que no parecía gran cosa, un simple policía, se atreviera a cuestionarlo de esa manera.

—¿Es un delito? —preguntó con chulería—. ¿Va a detenerme por haber tomado una copa en mi propia casa?

Santos y yo nos miramos. Aquella conversación no iba a resultar tan plácida como habíamos imaginado. José Alberto del Cid se desmoronaba, como yo había temido, se hallaba en caída libre, en un descenso a los infiernos que nadie sabía a ciencia cierta cuánto tiempo podría llevarle o si alguna vez regresaría sin haberse achicharrado.

Decidí que lo mejor sería centrarse en que nos diera los nombres de los familiares y amigos más cercanos a su mujer y, solo tangencialmente, plantearle el tema de los días previos a la desaparición, para comprobar si en ese punto se hallaba o no en disposición de ayudarnos.

—Nadie va a detenerle, señor Del Cid —intenté tranquilizarlo—. Solo necesitamos hacerle un par de preguntas para avanzar en la investigación. Seremos breves, se lo prometo.

Me miró directamente a los ojos y comprendí al instante que me encontraba ante un hombre diferente, que no guardaba relación alguna con el que, tan solo unas horas antes, nos había ayudado a identificar a su mujer entrando en el ascensor la noche anterior a la desaparición de su hija. Tras sus pupilas se escondía una inmensa capa de resentimiento, que yo intentaría mantener controlada, pero cuya mecha ya había prendido y supondría una constante amenaza de explosión.

—Necesitamos que nos facilite los nombres de las personas más cercanas a Olivia, ya sean familiares, amigos o compañeros de trabajo. Los que mantuviesen más relación con ella.

El señor Del Cid compuso una sonrisa que solo podría calificar de patética, mientras Santos no dejaba de pasear por el inmenso salón, arriba y abajo, aguardando su momento, imaginé.

—¿Usted cree que esa víbora podría tener amigos?

No respondí, pero mantuve la mirada fija en él, haciéndole saber que esperaba una respuesta seria, que no iba a conformarme con aquella lamentación cargada de despecho. Sin embargo, no pareció inmutarse.

—Señor Del Cid —le habló Santos mientras miraba, distraídamente, por la cristalera que separaba el salón de la gran terraza de aquel ático de lujo—, además de un marido humillado, le recuerdo que es usted el padre de una niña que ha desaparecido. ¿Quiere ayudarnos a encontrarla o la abandonará en manos de su madre?

Pat Santos nunca se andaba por las ramas. Su flecha había ido a parar directamente a la diana. El padre de la niña desaparecida la acusó de inmediato, como un toro que recibe un bajonazo al final de la lidia y comienza a sangrar.

—Tiene usted razón —admitió al tiempo que se derrumbaba sobre el sofá—. Me he olvidado de mi hija. Me he comportado como un estúpido egoísta, que no ve más allá de su nariz.

—Tranquilo —le hablé—. Le han sucedido demasiados acontecimientos en las últimas horas. Resulta normal que pierda un poco el control. A cualquiera en su situación le hubiera ocurrido lo mismo. Solo le pido que aparque todo ese dolor, todo ese resentimiento hacia su esposa, e intente ayudarnos a traer de vuelta a Ariadna.

Asintió sin palabras, a la vez que pude percibir cómo su mirada se hacía brillante, mostrando unas lágrimas incipientes que él contenía.

—¿Con quién mantenía más contacto su mujer? ¿Con quién hablaba? ¿Con quién salía?

—Ella es más bien una persona solitaria, ¿sabe? Quizás yo también sea un poco así, pero menos. A Olivia nunca le interesaron demasiado las relaciones personales o la vida social.

Se detuvo un instante antes de proseguir. Supuse que intentaba hacer memoria, buscar los nombres que componían la lista de contactos habituales de su mujer.

—Sinceramente, Emilio, creo que, al menos últimamente, solo se relacionaba con su madre, su hermano y su cuñada.

—¿Nadie más?

—No, que yo sepa. A veces, claro, recibía alguna llamada del trabajo, pero nada más.

—¿No tenía amigas con las que salir de vez en cuando al cine o a tomar una copa? —preguntó Santos, que al fin había decidido sentarse.

—No. Ya le digo que nunca fue demasiado sociable. Vivía, desde siempre, dedicada a su profesión. No disponía de más tiempo o, al menos, eso pensaba yo, claro.

Decidí arriesgarme e iniciar el otro camino que nos interesaba; el de ese mes, más o menos, en que Olivia Madueño había permanecido en excedencia laboral sin que su marido hubiese tenido conocimiento de ello. Sabía que pisaba terreno resbaladizo, pues en ese periodo se habría urdido todo ante la ignorancia del señor Del Cid. Para mí resultaba una incógnita cómo reaccionaría, en su actual estado, ante preguntas relacionadas con ese momento, pero me sentía en la obligación de abordarlo, pues lo consideraba esencial para el desarrollo de la investigación.

Antes de cambiar el rumbo de la charla, anotamos los nombres completos de su suegra y sus cuñados, para ponernos en contacto con ellos; y recabamos de él la opinión que le merecía cada uno, sin que nos dijera nada relevante al respecto. Según nos contó, la relación con su familia política nunca había representado un problema. Los definió como gente normal, nada conflictiva y, desde luego, ni se le pasaba por la imaginación que hubiesen ayudado, de algún modo, a la desaparición de su hija. Aunque, claro, en las circunstancias por las que pasaba, él ya no ponía la mano en el fuego por nadie.

—Señor Del Cid —continué—, hablemos ahora de las semanas anteriores a la desaparición de Ariadna.

José Alberto del Cid se puso en pie, con la mirada perdida en un horizonte acotado por las cuatro paredes de aquella estancia repleta de lujos. En esos apenas dos días, su figura, su porte con cierto aire aristocrático, había dado paso a un ligero, pero perceptible, encorvamiento, como si su espalda ya no resistiera el peso de su vida, de sus problemas; como si el mundo le empujase hacia abajo, en dirección al abismo.

Nos ofreció café y, aunque ambos lo rechazamos, él se excusó para dirigirse a la cocina a prepararse uno. Consideré aquello como un buen síntoma, pues indicaba que pretendía despejarse, mejorar de ese modo su capacidad de concentración para responder a nuestras cuestiones.

Regresó a los pocos minutos, sosteniendo una taza humeante que depositó sobre la mesita delante del sofá, antes de tomar asiento de nuevo.

—Bien —comencé—, ¿ha podido recordar algo que, durante estas últimas semanas, le llamase la atención en el comportamiento de Olivia?

—No —respondió convencido mientras agitaba la cabeza—. Me he devanado los sesos. He dado vueltas y más vueltas alrededor de mis recuerdos, pero, sinceramente, no hubo nada que me pareciese anormal.

—Tal vez sus ausencias se prolongaron más allá de lo habitual, o le hablara menos sobre el trabajo. No sé, piense, no hay prisa, pero algún detalle tuvo que notar.

El señor Del Cid compuso un gesto de inusitada concentración. Me dio la impresión de que acababa de retarse a sí mismo para rescatar de su memoria algún pasaje que nos pudiese ayudar a saber lo que había hecho su mujer en esos días previos a la desaparición de su hija; de las dos, esposa e hija, para ser exactos.

Yo sabía que aquella tarea que le había propuesto no resultaría sencilla. Repasar un periodo que ya había quedado atrás, sin pena ni gloria, intentando extraer detalles que entonces pasaron inadvertidos era harto difícil, y más en una coyuntura como aquella, con dos policías sentados en su salón, mientras su niña y su mujer permanecían en paradero desconocido. Sin embargo, la experiencia a lo largo de los años, me había demostrado que la mente humana esconde a menudo sorpresas y que, cuando se bucea adecuadamente en ella, nos revela secretos inimaginables; como si todo, lo importante y lo intrascendente, quedara grabado en ella. El único problema real residía en acceder a esos registros, localizarlos. Sin duda que, como norma general, la reflexión necesaria para rescatar esa valiosa información solía deparar mejores resultados cuando se realizaba en soledad, pero, considerando el estado de ansiedad en el que se encontraba José Alberto del Cid, yo no confiaba en que, cuando nos marchásemos, dejándolo de nuevo a solas con sus angustias y sus botellas de whisky, se dedicara a la serena introspección que necesitábamos de él.

Se dio por vencido sin conseguir nada.

—Lo siento, inspector. No observé nada extraño.

—¿Seguía haciendo guardias? —preguntó Santos, y yo sabía exactamente a dónde pretendía ir a parar.

—¿A qué se refiere?

—Los médicos suelen realizar guardias, ¿no? —expuso Santos, intentando que el señor Del Cid le entendiera—, y habitualmente, supongo, esas guardias requieren que ni siquiera puedan dormir en casa. Durante el último mes, ¿alguna vez su mujer se ausentó por las noches pretextando que tenía que cumplir con su turno?

—Sí —admitió él, mientras se dejaba caer hacia atrás, sobre el respaldo del sofá.

—¿Está completamente seguro?

—Sí. Lo recuerdo perfectamente porque la semana pasada, el jueves concretamente, no durmió aquí. Y juraría, aunque en este caso no podría concretarle el día, que unos diez o doce días antes, también pasó la noche fuera.

Santos y yo nos miramos. Lo que acababa de confirmarnos podía implicar que Olivia Madueño dispusiera de un lugar en el que pasar la noche. Tal vez el mismo lugar en el que se dedicó a elaborar el plan para hacer desaparecer a su hija, y puede que en ese mismo instante se hallara todavía allí agazapada, a la espera de una oportunidad que le permitiese huir para siempre.

Decidí abordar el tema directamente.

—¿Disponen ustedes de una segunda residencia?

—No.

La respuesta sonó contundente, sin vacilación de ninguna clase; lo que, en parte, me desanimó, pues en el fondo albergaba la esperanza de que José Alberto del Cid nos diese una dirección en la que hallar, sino a su esposa, al menos las pruebas que demostrasen que empleó aquella otra vivienda mientras disfrutaba de su periodo de excedencia. Considerando la posición económica de la familia, había dado por sentado que dispondrían de, al menos, otra propiedad; pero, a tenor de la respuesta a mi pregunta, me había equivocado.

—¿Se le ocurre algún sitio en el que hubiese podido pasar esas noches? —Terció Santos.

—La verdad es que no.

—¿No hay ningún familiar que posea alguna casa o algún apartamento que permanezca vacío, y a cuyas llaves ella pudiese tener acceso? —insistió.

Del Cid, en esa ocasión, se tomó unos instantes para reflexionar sobre la cuestión que le habíamos planteado. Supuse que, mentalmente, enumeraba los familiares de su mujer, puede que también los suyos, y dilucidaba si alguno de ellos disponía de una vivienda desocupada.

—Que yo sepa, no.

Me levanté. Por el momento no se me ocurría ninguna otra pregunta que plantearle. Deseé que se mantuviera sereno, que no se derrumbara por si necesitábamos acudir de nuevo a él. Le recomendé encarecidamente que regresase al trabajo, y me prometió que así lo haría, que esa misma mañana, en cuanto nos marchásemos, había previsto reincorporarse a sus actividades diarias, pues ya no resistía más la soledad culpable de aquel salón.

Él se quedó sentado. Supuse que no disponía de fuerzas ni para acompañarnos hasta la puerta. En realidad, le daba vueltas a algún detalle que no acababa de concretar, pero que intuía que podía resultar importante para la investigación.

Mientras decidíamos cómo abrir la moderna y blindada cerradura para abandonar su ático, José Alberto del Cid apareció detrás de nosotros.

—¡Un momento! —nos pidió—. ¡No se vayan!

Di un respingo, pues no me lo esperaba, y estoy casi seguro de que Santos también lo hizo; aunque más tarde, cuando le referí el susto que me había llevado, él negó haberse sobresaltado también.

—He recordado algo. No sé si resultará o no importante, pero guarda relación con dos de las preguntas que me acaban de hacer.

De repente noté un cosquilleo en el estómago, presintiendo que sus palabras podían suponer un hito importante para la investigación. Así que me dispuse a escucharlo con la máxima atención posible.

—Adelante, cuéntenos —lo animó Santos.

—Verán, cuando me preguntaron por sus relaciones, no caí, pero hace unos años entabló amistad con una paciente, una señora mayor a la que ella salvó la vida.

—¿Sabe su nombre?

—No —respondió decepcionado—. Lo siento, pero no lo recuerdo.

—Bien, prosiga.

—El caso es que, desde entonces, mi mujer ha mantenido el contacto con ella. No a diario, pero hablan por teléfono de vez en cuando y se envían postales en Navidad.

Sin el nombre, pensé, la revelación resultaba demasiado vaga. Mis ánimos se enfriaron, como cuando una expectativa no se cumple, y se queda solo en eso, en lo que pudo ser y no fue.

—Hay otro detalle —continuó—. Esa señora vive en Antequera, pero tiene un apartamento en Fuengirola, cerca de la playa, creo.

Sentí que los latidos de mi corazón se aceleraban. Necesitábamos encontrar aquel apartamento a toda costa. Al fin aparecía un elemento clave para ayudarnos a comprender lo que había hecho Olivia Madueño en las semanas anteriores a su desaparición, llevándose consigo a su hija de nueve años.

—¿Sabe la dirección, o al menos la zona en la que se encuentra?

—Lo siento —respondió él—. A veces escuché a mi mujer hablando con ella por teléfono sobre el apartamento en Fuengirola, nada más.

Sin un nombre, sin una dirección, no nos iba a resultar sencillo dar con aquel inmueble. Nos encontrábamos al filo mismo de un hallazgo fundamental, pero nos faltaba un pequeño empujoncito para terminar de darle forma a aquella masa de datos.

El señor Del Cid se dispuso a abrirnos la puerta mientras se disculpaba por no haber podido concretar nada sobre esa amiga de su mujer cuando, de improviso, una idea cruzó por mi mente. ¿Cómo se llamaba la paciente que motivó la disputa entre Nuria Aguilar y Olivia Madueño?

Me detuve en el umbral, con mi compañero ya en el rellano y el propietario de la vivienda todavía en la entradita.

—La mujer que acaba de mencionarnos, ¿se llama Ascensión Risdruejo?

El rostro de José Alberto del Cid pareció iluminarse por un instante. Reparé en que, por primera vez desde que lo conocía, algo parecido a una sonrisa tomaba su semblante. Supongo que ante su reacción, incluso sin que hubiera pronunciado palabra, yo también expresé mi felicidad. Al otro lado, Santos ponía cara de no comprender nada.

—Sí —confirmó—. El apellido no me suena de nada, pero estoy convencido de que su nombre es Ascensión.

XIV

Por un instante, se quedó paralizada. Por supuesto que deseaba escapar; pero no contestó. No se fiaba de aquella voz desconocida. En realidad, había decidido no fiarse de nada ni de nadie en aquel lugar en el que la retenían contra su voluntad, al que había llegado misteriosamente y del que se había propuesto escapar algún día.

Tomó la firme determinación de que, la próxima vez que la voz sin identificar se dirigiese a ella, la conminaría a revelar su identidad, a mostrarse. Necesitaba ponerle una imagen, un rostro; solo así consideraría ofrecer una respuesta a la cuestión que le había planteado, y que bien podría ocultar una trampa.

Durante el almuerzo, compartió mesa con Sun. La chica que dibujaba le caía bien. Al menos ella no parecía vigilarla ni interesada en sacarle información. Además, Ari alucinaba con la perfección de sus dibujos. Su fascinación por ellos aumentaba cada día hasta el punto de que, en varias ocasiones, había tenido la tentación de pedirle alguno, pero, quizás por un exceso de timidez, aún no se había atrevido a hacerlo.

—¿Dónde aprendiste a dibujar?

—En el colegio, supongo. Siempre se me dio bien, pero nunca acudí a una academia especializada o algo así.

—Yo hice algunos dibujos sobre este sitio antes de conocerlo —confesó Ari—. Fue como una premonición. Me venían imágenes a la mente y necesitaba dibujarlas; aunque, claro, mis dibujos no tenían nada que ver con los tuyos; eran muy malos.

—Casi todos tuvieron algún tipo de visión sobre este lugar antes de aparecer aquí.

—¿Tú también?

—No, yo no.

Ari sintió el impulso de plantearle muchas más cuestiones. Le hubiese gustado saber, por ejemplo, dónde vivía antes o cómo había llegado hasta allí. También qué significaba el verdoso color de su energía o si alguna vez había intentado, o al menos imaginado, escapar. Decidió, en cambio, no atosigarla; ya dispondría de tiempo para resolver aquellas incógnitas y no deseaba que Sun pensase que resultaba demasiado curiosa o pesada y que le diese de lado. De alguna forma, aquella chica se le antojaba como la más humana de todos.

La biblioteca se hallaba desierta, como de costumbre a esa hora. Su nuevo objetivo consistía en recabar la máxima información posible sobre sus habilidades y cómo entrenarlas. Ella no dispondría, como el chico del libro que había estado leyendo en los últimos días, de un mentor que la preparara y le descubriera los entresijos de la magia, así que aquel ejemplo no le servía. Necesitaba otro tipo de texto que le mostrara el camino a seguir.

Esa tarde no encontró nada. Tras horas de infructuosa búsqueda por los pasillos, se sintió desanimada, agotada, sola. Se hundió hasta el fondo de un mar turbio y asolado por corrientes que la llevaban y la traían de un lugar a otro; como un barco a la deriva que, anulada su voluntad, se mueve al albur de los vientos hasta chocar contra un acantilado.

Temió que en esa biblioteca no existiese nada que la pudiera ayudar. Después de todo, no tendría mucho sentido poner al alcance de ellos la forma en la que desarrollar sus poderes para que, después, pudieran usarlos y huir de allí. Había pecado de optimista. Pero que no resultara sencillo no significaba el final de su empresa. La palabra imposible no figuraba en su vocabulario, ni por el momento tenía intención de incorporarla.

No acudió a la cena. No tenía hambre. Procuró serenarse sobre su cama, tumbada bocarriba y con la mirada perdida en el techo, buscando una forma de acceder a su energía, de poder comunicarse con ella y activarla.

Si lo habitual consistía en que las habilidades se desarrollaran a través de un mentor, a lo mejor no habrían considerado trascendente haber dejado libros sobre ellas en las estanterías de la biblioteca. Sun le había dicho que su tipo de energía no resultaba habitual, por eso la información acerca del tiempo y del espacio resultaría escasa y difícil de encontrar.

No podía rendirse tan pronto. Decidió luchar hasta la extenuación, hasta descartar cada libro tres veces si hacía falta. No iba a darse por vencida tan pronto.

Más complicada se le antojó la tarea de hallar algún volumen que la enseñase a potenciar su poder sin necesidad de un maestro, pues eso sí que constituiría un peligro para sus captores. ¿Resultaría suficiente con conocer a fondo su potencial para poder desarrollarlo? Lo desconocía, pero no cabía otra que intentarlo sin descanso. Si había un camino, ella lo encontraría; si no existía, lo crearía.

Sonrió. Volvía a ser optimista, a creer en ella misma. Siempre que se proponía algo acababa por conseguirlo, así que si en su interior se escondía la capacidad para dominar el tiempo y el espacio, se convertiría en la más poderosa maga que jamás hubiera existido. Viajaría en el tiempo, atravesaría paredes, volaría... Se haría invisible con solo pronunciar una palabra o agitar una varita. Luciría una larga capa amarilla, como el color asociado a su habilidad, y viajaría a lomos de un caballo blanco e imponente, veloz, que la obedecería sin pestañear.

Los demás comenzaron a regresar de la cena. No lograba acostumbrarse al silencio. Cada uno, después de hacer cola en el baño, se desplazaba hasta su cama. Recordó el propósito que se había marcado aquella mañana de averiguar cómo se abrían los cajones de Lara, y decidió observarla en la distancia.

Pronto comprobó que, desde el lugar en el que dormía, iba a resultarle casi imposible descubrir nada, así que decidió acercarse a charlar con ella. Ya se le ocurriría alguna excusa por el camino.

Lara se sobresaltó al verla y, rápidamente, Ari percibió que guardaba algo, con su mano derecha, en el bolsillo de su bata. Le dio la impresión de que se ocultaba un anillo, aunque bien pudiera haber escondido una pequeña llave, pero claro, ella ya había comprobado que no existía cerradura alguna en la cajonera. De todas formas, la intuición de que el objeto que había introducido en la bata sirviese para abrir los cajones, se asentó en ella hasta el punto de decidir que su siguiente paso consistiría en obtenerlo. No sabía cómo ni cuándo, pero aquel pequeño objeto debía acabar en sus manos.

—Vaya, me has asustado —reconoció Lara—. No has acudido a la cena, ¿verdad?

Ariadna la imaginó inquieta. Si su labor consistía en vigilarla, resultaba obvio que su ausencia no le pasaría desapercibida, así que no se sorprendió de que hubiera reparado en ella, al contrario, ese hecho no hacía más que reforzar sus sospechas de que la principal tarea de Lara allí dentro no guardaba relación con la de los otros. De alguna forma, ella pertenecía a la organización que les retenía o, al menos, colaboraba con ellos. Ya no le cabía la menor duda al respecto.

—Hoy no tenía hambre.

—¿Has encontrado algo en la biblioteca?

—¿Cómo?

—Te proponías buscar información sobre tu energía, sobre el tiempo y el espacio, ¿no?

—Me he pasado la tarde entera allí sin encontrar nada.

Ariadna comenzaba a ponerse nerviosa. Había acudido hasta el lugar en el que dormía su compañera para averiguar más sobre ella, pero, aún no sabía cómo, la única que hacía preguntas era Lara.

Se disponía a cambiar el curso de aquella infructuosa conversación, cuando ella se excusó:

—Lo siento, Ari, pero me muero de sueño. Hoy ha sido un día larguísimo. Buenas noches.

—Buenas noches —repitió Ari, decepcionada.

Regresó a su cama mientras tomaba conciencia de que, averiguar algo de Lara o quitarle aquello que abría sus cajones, no iba a resultarle una tarea sencilla.

Ya acostada, se preguntó qué harían en ese mismo instante sus padres, cómo se sentirían. Los imaginó angustiados por su ausencia, destrozados. Recordó algún reportaje que había visto en televisión sobre niños desaparecidos y cómo las familias sufrían y pedían a quien pudiera haberlos raptado que los liberara. ¿Estarían sus padres haciendo lo mismo?

Notó una fuerte presión en el pecho. Nadie la encontraría allí, porque, entre otras razones, nadie conseguiría llegar nunca hasta allí. Ni siquiera averiguarían cómo había desparecido. Se había convertido, para siempre, en un misterio sin resolver, exactamente igual que todos los que la rodeaban. Jamás aparecería, ni viva ni muerta. Sus padres deberían arrastrar esa cruz el resto de sus vidas.

El sueño no acababa de llegarle. Se acordó de que no había marcado en su libreta el día con otra raya. De repente, no le importó. Se dijo que no serviría de nada saber cuántos días de su vida se perdían en aquel cautiverio. Sintió rabia. Una gran ira acababa de nacer en su interior. Alguien, que ni siquiera conocía, le estaba robando su vida, sus padres, sus amigos, su maestra. Alguien que no conocía, pero que ya odiaba como nunca había odiado a nadie.

Se alegró de ese sentimiento, pues lo convertiría en la base sobre la que seguir luchando para escapar. No cejaría ni un solo momento. No daría ni un paso atrás. ¿Qué futuro le aguardaba allí? La respuesta parecía clara: ninguno. Sencillamente no podía permitir eso. No podía vivir sin sueños. Si los demás se habían resignado, allá ellos, pero Ariadna no iba a caer en aquella desidia de pasar jornada tras jornada dando vueltas alrededor de un bonito jardín, sobrevolado por aves imposibles.

Sintió el impulso de levantarse y echar a correr. Así, tal cual. En la oscuridad de la noche, nadie repararía en su ausencia. Se preguntó si las puertas permanecerían abiertas; si los ojos de los guardianes traspasarían la oscuridad; si el mundo se acabaría tras el bosque o si, por el contrario, la noche vendría repleta de monstruos a los que mejor no acercase.

—¿Qué te pasa? —le preguntó la misma voz de siempre.

—¿Quién eres? —se revolvió Ari, decidida a acabar de una vez por todas con el misterio, a ponerle cara a esa voz que aparecía cada cierto tiempo en su cabeza, sin más explicación.

—Eso —respondió— todavía no importa.

—A mí sí me importa.

—Pues tendrás que esperar al momento adecuado.

—¿El momento adecuado para qué?

—Aún no has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—La que te hice esta mañana. ¿Quieres escapar?

—Primero quiero saber quién eres. ¿Cómo sé que no has sido tú quién me ha traído aquí?

Ari se quedó esperando una respuesta que no llegó. Al poco, la excitación se fue aplacando y el sueño la acogió entre sus brazos.

Se despertó con la misma rabia, la misma indignación con la que se había dormido. Se alegró de que ese sentimiento no resultase algo pasajero, porque le daría las fuerzas necesarias para acometer todas las tareas que pretendía llevar a cabo.

Decidió que, durante la mañana, observaría a Lara. En cuanto la chica no reparase en ella, entraría en el comedor e intentaría encontrar la puerta por la que la había visto salir el día anterior. No tenía ni idea de lo que le reservaría aquella entrada secreta. Puede que le aguardasen peligros inimaginables o que descubriese la conexión entre ese mundo y su casa; que al atravesarla apareciera de nuevo en el mismo ascensor en el que había entrado y su padre la esperase todavía abajo, como si nada hubiese acontecido.

Volvió a sentarse junto a Sun.

—Tienes mala cara —le advirtió ella.

—No he dormido demasiado.

—Pues entonces, hoy, en lugar de ir a la biblioteca después de comer, deberías dormir la siesta.

—Eso es imposible.

—¿Imposible por qué? —se sorprendió Sun.

—¿Nunca has pensado en fugarte de aquí? —preguntó Ari, saltándose todas las cautelas. En el fondo, no sabía nada de Sun, debería desconfiar tanto de ella como de los otros, pero la intuición le decía que aquella niña de piel amarilla se convertiría en una amiga de verdad, así que no se arrepintió de haber hecho aquella pregunta imprudente.

—Cada día —respondió ella mientras una inmensa melancolía arrasaba sus ojos rasgados.

—Pues nos escaparemos juntas —afirmó Ari.

—No deberías crearte falsas esperanzas —le advirtió Sun mientras dejaba el desayuno sin tocar y se levantaba de la mesa.

Ari se quedó boquiabierta ante la inesperada reacción de Sun. Tal vez ella ya hubiese intentado escapar, sin éxito. Puede que hubiera hurgado, sin saberlo, en una herida abierta. En cierta manera, se sentía culpable por haber provocado ese dolor, pero, de algún modo, esa reacción no hacía más que confirmarle que Sun no era como los demás; que podía y debía confiar en ella. Entre las dos lograrían huir. Ya habría tiempo de que hablaran y exponerle su proyecto. Ambas podrían intentar desarrollar juntas sus habilidades para, después, emplearlas con el único propósito de abandonar la cárcel en la que se hallaban.

En cuanto salieron al claro del bosque, Ariadna se quedó junto a la puerta; pendiente en todo momento de Lara. También, por otros motivos, le preocupaba Sun. La primera caminaba en el círculo más amplio, más alejado, junto a otros cuatro o cinco niños. Habían cruzado una mirada al salir, pero después no parecía prestarle demasiada atención a Ari. En cuanto a la chica asiática, se hallaba inmersa en el círculo más pequeño y su paso resultaba tan lento que constantemente la adelantaban otros, por derecha e izquierda. Ariadna la imaginó reflexionando sobre lo que ella le había dicho o, tal vez, reviviendo los malos recuerdos que hubiera evocado con su conversación.

De repente, reparó en que todos los niños miraban al cielo, señalando con sus brazos levantados hacia arriba. Miró, y pudo apreciar algo en verdad sorprendente. Un pequeño pájaro envuelto en llamas recorría el claro. Ella no llevaba mucho tiempo por allí, pero a juzgar por la reacción de los demás, dedujo que nunca antes habían observado uno igual.

Lejos de encandilarse con aquella extraordinaria criatura, que bien pudiera ser un mítico ave fénix, decidió aprovechar la coyuntura para regresar al comedor y poner en marcha su plan.

Interpretó aquella aparición como un golpe de fortuna, como una señal de que la suerte se encontraba de su parte. Aunque no hubiera sucedido algo así, lo hubiese intentado; pero, de ese modo, no habría nadie que hubiera reparado en ella, ni siquiera Lara, a la que había encontrado tan absorta en el cielo como los demás.

Se dirigió presta hacia la pared de la que había surgido Lara el día anterior. Que nadie la hubiese visto entrar no significaba que más adelante alguien no pudiese notar su ausencia y dedicarse a buscarla. Sabía que no disponía de mucho tiempo. Tendría que ser rápida. Su objetivo consistía, simplemente, en encontrar la puerta y, si podía, aprender cómo abrirla. Si lo lograba, más adelante, mientras todos durmieran, intentaría explorar el otro lado, ya fuera sola o en compañía de Sun, a la que había decidido poner al corriente de todos sus movimientos.

Recorrió la pared palmo a palmo, observando cada detalle, palpando cada pequeña imperfección. Se concentró en su labor y sintió que el mundo desaparecía a su alrededor. Solo estaban ella y la pared. Ella y la puerta escondida. Ella y el secreto de Lara. Fue igual que flotar en el vacío, igual que transcender del cuerpo en un viaje astral. Jamás había vivido con tanta intensidad un momento.

Suspiró.

Nada.

La primera pasada había concluido sin ningún hallazgo. La inmensa concentración había dado paso a la frustración y al cansancio. Notó que el sudor caía desde su frente para recorrer su cara.

No se iba a rendir tan fácilmente. Ella siempre lograba lo que se proponía, así que, sin perder ni un segundo más en lamentaciones, comenzó la observación en sentido contrario, desandando sus pasos. Al poco, consiguió recuperar la misma sensación de que no existía nada más allá de ella y aquella pared que guardaba un secreto que necesitaba desentrañar.

Se encontraba a punto de abandonar, de darse por vencida, cuando reparó en dos pequeñas marcas, como unas comillas apenas perceptibles, que no recordaba haber observado con anterioridad. Desde el principio se dio cuenta de que aquellas hendiduras habían sido hechas a propósito por alguien.

Notó el latido de su corazón, impaciente por saber el significado de lo que había hallado. Con suma precaución, pasó la mano por encima de las marcas sin que nada sucediera. Repitió la operación un par de veces, con el mismo resultado.

Sonrió.

Observó el tamaño de las hendiduras. Colocó los dedos meñiques, uno en cada una. Notó cómo una extraña corriente de energía penetraba en su interior, a la vez que un marco blanquecino se iluminaba sobre la pared. Cerró los ojos y dio un paso hacia adelante.

Abrió los ojos. Se encontraba en una pequeña habitación redonda, absolutamente vacía, desnuda, pero extrañamente iluminada por una luz que brillaba en el extremo opuesto, junto a lo que parecía la entrada de un pasillo del que no podía distinguir casi nada.

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