Ari

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En cuanto al otro encargo, decidí rápidamente que, antes de poner en jaque a toda la comisaría, concertaría una cita con Mónica Fuentes e intentaría llegar a algún tipo de acuerdo con ella. Sabía que los periodistas guardaban el secreto profesional; nunca revelaban sus fuentes, pero puede que pudiese obtener de ella algún tipo de pista que me ayudase a descubrir el nombre del compañero que le había entregado los informes.

Nos metimos los cuatro en mi despacho. Todos se mostraban muy serios. Ya conocían la edición del periódico y comprendían los devastadores efectos que tendría sobre nosotros. A nadie le gustaba encontrarse en el ojo del huracán y, menos que a nadie, a un grupo de policías en mitad de un caso abierto.

—Antes de empezar, necesito conseguir el teléfono de la periodista que ha publicado los informes. Llamaré abajo para que alguien se ponga con ello. ¿Alguno de vosotros la conoce o, al menos, sabe quién es?

Todos negaron mientras tomaban asiento. Corrales tuvo que traer su propia silla, pues en mi despacho, además de la mía, solo existían otras dos.

—Como podéis imaginar —comencé—, el comisario está que se sube, literalmente, por las paredes. Ha decidido que nos dediquemos en exclusiva al caso y, aunque no sé cómo lo conseguiremos, quiere novedades inmediatas.

—¿Qué significa eso? —preguntó Mediavilla.

—Exactamente lo que he dicho. Debemos encontrar algún indicio o alguna pista nueva para que él pueda salir en los medios y demostrar que el caso no se encuentra, como denuncia el artículo, muerto desde hace meses.

—Eso es imposible —terció Corrales—. Tú sabes que hemos seguido intentándolo, que no nos hemos olvidado para nada de la investigación y, sin embargo, no ha surgido nada nuevo; ni un pequeño detalle.

—Lo sé, pero tendremos que encontrarlo. No hay otra.

A continuación hice un breve repaso de las actuaciones que habíamos llevado a cabo desde el principio hasta esa mañana del mes de noviembre, en la que yo había decidido no ir a trabajar, después de haber pasado la noche en la playa. Traté con minuciosidad todos los aspectos que juzgaba relevantes para la investigación. Me detuve especialmente en dos nombres. El primero, conocido por todos, Olivia Madueño. El segundo, Román Giovanetti, sobre el que expresé mis sospechas de que pudiese saber más de lo que parecía. Mentí al decir que José Alberto del Cid me llamó una tarde para hablarme de la amistad que mantenía con su mujer y cómo esa relación se había intensificado en los meses anteriores a la desaparición de su hija.

—¿Qué tipo de relación había entre ellos? —intervino Mediavilla—. ¿Eran amantes?

—No lo creo. El señor Giovanetti tiene más de setenta años, pero cuando hablé con él salí con la impresión de que nos ocultaba algo.

Hasta entonces lo había mantenido un poco al margen del caso, pero en una situación como aquella, tan desesperada, consideré conveniente que todos pudiesen manejar su nombre y conocer mis reparos sobre él, sin llegar a revelarles, por supuesto, lo que sabía por Duende.

—Deberíamos leer de nuevo todo el material que tenemos, por si ahí encontramos algún aspecto que hayamos pasado por alto, algún camino que no hayamos recorrido —propuso Corrales.

—Eso nos llevará demasiado tiempo —replicó Mediavilla—; y es precisamente lo que no tenemos.

Reflexioné en silencio sobre las palabras de ambos. La idea de Corrales me pareció acertada. Mientras yo me reunía con la periodista de El País, o al menos mantenía una conversación telefónica con ella, los demás dedicarían el resto de la mañana a releer los informes sobre el caso. Eso les daría una buena base sobre la que avanzar.

Di, pues, por terminada la reunión a la vez que los convocaba para las cuatro de la tarde, en esa ocasión en la sala de interrogatorios que habíamos usado anteriormente para las reuniones del equipo.

—Quiero que cada uno de vosotros traiga, al menos, tres propuestas de actuación diferentes. Entre todos las evaluaremos y decidiremos cuáles se pueden seguir y cuáles se pueden descartar.

Mientras miraba el número de teléfono de Mónica Fuentes, que me acababan de facilitar, intuía que algo importante acababa de suceder en la reunión que habíamos mantenido. Algo que no encajaba del todo y podría revestir importancia. No obstante, tras darle unas cuantas vueltas, no fui capaz de convertir esa intuición en una idea válida e inteligible, por lo que acabé por descartarla y marcar el número en mi teléfono.

—¿Sí?

—¿Mónica Fuentes?

—La misma.

—Necesito hablar con usted. ¿Dónde se encuentra?

—¿Quién es usted?

—Soy el inspector Van der Hayden.

—Encantada, inspector. A mí también me gustaría hablar con usted.

—Según mis noticias, vive usted en Málaga. ¿Podríamos vernos esta misma mañana?

—Por supuesto, ¿qué tal en la cafetería de El Corte Inglés? ¿Cuánto tardará en llegar?

—Menos de media hora.

—De acuerdo, allí nos encontraremos.

VI

Cayeron de bruces contra el suelo. A Ari ni siquiera le dio tiempo a utilizar las manos para protegerse del golpe, pues todo se había desarrollado de una manera muy rápida. En un abrir y cerrar de ojos habían recorrido kilómetros.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Jurgen.

Ari asintió mientras comprobaba que todos sus huesos ocuparan el lugar que les correspondía. El aterrizaje, por denominarlo de alguna manera, había resultado bastante abrupto. Pero lo habían conseguido. En un instante, habían pasado de apoyarse en la pared del palacio, en el claro del bosque, al interior de la espesura, a costa solo de unos cuantos arañazos. La mala noticia consistía en que se encontraban completamente rodeados de árboles. Mirasen adonde mirasen, no conseguían encontrar más que una sucesión de troncos que dominaban todo su campo visual, como si participasen en un desfile militar, con todos los soldados de riguroso uniforme, solo que en ese caso, por mucho que ellos lo ordenasen, nunca romperían filas.

—¿Y ahora qué?

Jurgen señaló al cielo, o al menos a la pequeña porción visible entre la frondosa vegetación. El flujo de energía robada viajaba por encima de sus cabezas, y les marcaba el camino.

—Seguiremos a la energía —resolvió al fin.

—Vale.

—¿Te has dado cuenta de que ya no roban la nuestra?

Ariadna no se había percatado, pero, en efecto, del cuerpo de Jurgen ya no salía el característico hilillo al que se había acostumbrado durante meses; lo cual venía a demostrar que la magia que empleaban para hacerse con ella se focalizaba únicamente en la zona en la que vivían todos. Una vez fuera de allí, podían almacenar todo su poder.

Se pusieron en marcha. Lo primero que les llamó la atención fue la brusca caída de la temperatura. No es que el frío resultase extremo, pero no iban lo suficientemente abrigados. En cuanto comenzaron a andar, sin embargo, aquella sensación se atenuó. Mientras atravesaban el bosque se fijaron en que ningún animal parecía habitarlo, lo que, en verdad, resultaba sorprendente. Ni siquiera aquellas fantásticas aves que solían atravesar el claro del bosque volaban sobre sus cabezas. Caminaban por un sinsentido, un mar verde que prometía vida pero que, en realidad, escondía un desierto sin corazón, un edificio vacío, una ciudad fantasma de la que todos habían huido.

Caminar entre ese silencio la atemorizaba. Resultaba tan extraño, en un entorno como aquel, que con cada paso temía pisar una mina y salir volando o que, de repente, un gran monstruo apareciese de la nada y abriera sus enormes fauces para acabar con el intento de fuga.

Tras una media hora de caminata, empezaron a temer que aquello no tuviera final. El ánimo de Ari se resintió. Se preguntaba si las semanas que había pasado entrenando junto a Jurgen habrían servido para algo más que para ofrecerle una esperanza baldía. En un lugar repleto de imposibles, que la espesura se extendiese infinitamente le pareció factible. A lo peor solo formaban parte de otro juego para entretener a alguien al otro lado de una bola de cristal; una tortura despiadada en la que participaban desde la inocencia y la ignorancia más absoluta.

De repente, la niña se detuvo. Las fuerzas la abandonaron. Necesitaba hacer una pausa, respirar un poco. Notaba que, físicamente, había alcanzado su límite, que no podría dar un solo paso más. Su cuerpo había dicho basta.

—Hay que seguir —la animó Jurgen—. Hemos andado muy poco todavía.

—No sé si llegaremos a alguna parte. En cualquier dirección en la que mire, solo puedo ver árboles y más árboles.

—Seguro que pronto encontraremos algo más que eso; te lo prometo. Pero ahora tenemos que ponernos en marcha.

—No puedo más. Estoy muy cansada.

—No, no lo estás. Imagina la vida que nos espera si no encontramos una salida a este bosque. ¿Quieres pasar el resto de tus días dando vueltas delante de un palacio, rodeada de niños que no son niños? ¿Quieres convertirte, como el resto, en un siempre-niño?

—Claro que no —replicó Ari, un tanto irritada.

—Pues adelante.

Se obligó a caminar. Notaba que no podía seguir el ritmo de Jurgen, pero incluso así se esforzaba por mantenerse cerca de él. De vez en cuando, lo avisaba para no perderlo de vista. Intentó, como le había propuesto su mentor, visualizar la diferencia entre un futuro alejada de allí y otro sin salida, de encontrar ahí las fuerzas que necesitaba para continuar, pero no acababa de concentrarse. Se sentía un poco mareada, como si siguiese caminando más por inercia que por una decisión consciente o un rumbo que desease mantener. Necesitaba a sus padres de vuelta y presentía que el fracaso de los planes que habían preparado le resultaría imposible de asumir. La ilusión, la emoción de las últimas semanas, se convertía en miedo a pasos agigantados. Una y otra vez recordaba a Mijail. Se preguntaba cuántos habrían acabado igual que él. Si su propio destino no consistiría en morir fulminada por un rayo de la estatua. Puede que, sin saberlo, estuviesen recorriendo el mismo sendero que a otros muchos había conducido hasta el desastre.

Para su alegría, unos diez o quince metros por delante de ellos, Jurgen se detuvo. Ari supuso que al fin había decidido otorgarle el respiro que tanto ansiaba. Se equivocó.

—Ven —la llamó—. Vamos, corre, no te quedes ahí parada.

—¿Qué sucede? —preguntó ella, con desgana.

—Fíjate —le pidió él, señalando hacia adelante.

Ella se afanó por encontrar lo que le indicaba, pero no logró observar nada distinto de lo que había visto desde que aparecieron; árboles y más árboles, como una sucesión infinita, como una condena sin piedad.

—Sigo viendo árboles, nada más.

—Pues deberías mirar mejor. Detén la mirada, por ejemplo, en aquel —le pidió.

Ari lo hizo, reuniendo para ello las pocas fuerzas que le quedaban en su menudo cuerpo. Solo un instante después, recibió una percepción extraña, muy extraña. Parecía como si la imagen se difuminara, se volviese menos nítida, como cuando la señal de televisión, por algún motivo, se vuelve débil e imprecisa, o recibe algún tipo de interferencia. Sorprendía percibir así algo físico. Se preguntó si sus ojos, tras el esfuerzo, comenzaban a fallar.

—¿Qué significa eso? —preguntó sorprendida.

—Si no me equivoco, que los efectos del conjuro resultan menos intensos a medida que nos alejamos del palacio.

—¿Y por qué?

—Pues porque aquí ya no consideran necesario cambiar el paisaje para engañar a unas docenas de niños.

—Entonces...

—Sí —concluyó—, nos estamos acercando.

Las sensaciones de la niña se multiplicaron. El cansancio desapareció de golpe para dar paso a una gran excitación. Deseaba, cuanto antes, comprobar qué había al otro lado de aquel bosque de pega, de aquella naturaleza mágica, por falsa; pero, a la vez, el miedo a enfrentarse a un enorme y desconocido poder, crecía en su interior. Imaginaba a un gran mago, encapuchado, observándoles a través de algún artefacto mientras decidía, sin inmutarse, cómo acabar con ellos.

Siguieron caminando hasta que, pocos minutos después, de manera paulatina, los árboles empezaron a escasear, hasta desaparecer por completo. El paisaje entonces se hizo desolador. El cielo, recorrido solo por la grisácea energía robada a los niños, reflejaba su negro desconsuelo sobre un desierto de piedra blanca. Una vasta llanura, que se extendía hasta donde alcanzaban sus ojos, y que les oprimía el corazón, se presentaba ante ellos como un nuevo obstáculo, quizás insalvable.

Se giraron varias veces sobre sí mismos, buscando algo discordante en aquel panorama, pero no descubrieron nada que pudiese aliviar su sensación de soledad, de desamparo ante el infinito.

Jurgen se sentó mientras Ariadna permanecía anonadada por la inmensidad que se abría ante ellos, calculando si viviría suficientes años para atravesar la colosal distancia que les separaba de una ilusión, de un regreso. Por un instante, añoró el bosque. Su verde le pareció reconfortante en contraste con el vacío de la llanura que contemplaba ahora. La sucesión infinita de árboles, que tanto la había inquietado, entonces le pareció un abrigo perfecto, que la protegía de la intemperie que la aguardaba.

—Aquí no hay nada —protestó.

Su maestro no respondió. Parecía sumido en una profunda reflexión. Imaginó que aquello que tenían delante lo había sorprendido tanto como a ella, y ahora buscaba una forma de continuar, de salvar lo insalvable. Ojalá la encontrase, deseó Ari con todas sus fuerzas.

Se acordó de Lara y de Sun, de sus rostros infantiles en los que las incipientes arrugas daban paso a una ilusión que nunca se cumpliría. En ese preciso instante, impacientes, aguardaban su regreso para iniciar el último paso que las sacase de allí; solo que ese paso, desde la posición de Ariadna, se extendía decenas de kilómetros. Demasiado para unos pies tan pequeños como los suyos. Pensó en los hobbits, en Frodo y en Sam, que desde la Comarca llegaron caminando hasta Mordor, al otro extremo de la Tierra Media. Ellos no se levantaban más del suelo que Jurgen o Sun, pero sus pies eran enormes, y eso le pareció una gran ventaja.

—Repetiremos el hechizo —anunció al fin—. Concéntrate en el lugar más apartado que llegues a divisar, en dirección al flujo de energía.

—De acuerdo.

Ari inició el ritual de concentración. Tras pronunciar las palabras adecuadas, un enorme cosquilleo en el estómago, además del golpe contra el suelo, les anunciaron que el objetivo se había conseguido. Pese a haber experimentado esa sensación varias veces ya, seguía emocionándose con cada hechizo. Se preguntó si algún día dejaría de sorprenderse con el poder de la magia y se convertiría en algo cotidiano para ella. Deseó que nunca llegara ese momento, pues le encantaba el cosquilleo en su estómago mientras vibraba con la energía recorriéndola de arriba abajo.

—Ahí está —señaló Jurgen de inmediato.

Una enorme construcción de piedra se alzaba unos quinientos o seiscientos metros por delante de ellos. Rodeada por el desierto, aparecía como una mole que dominaba el horizonte, como el todo en la nada o, al menos, como un arrogante oasis que aguardara al viajero, solo que lejos de prometer cobijo o descanso, resultaba amenazador.

—Si te fijas, la energía se detiene justo ahí.

—¿Es el depósito del que hablabas?

—Exacto —respondió él—. Y si no me equivoco, la puerta hacia casa.

—¿Crees que entrando ahí lograremos escapar?

—Siempre he pensado que existiría una conexión permanente entre este lugar y nuestro mundo, y esa construcción me parece el sitio perfecto para ubicarla.

—¿Y no habrá gente en su interior; solo energía?

—Lo dudo. Supongo que alguien se ocupará de que todo funcione adecuadamente.

La respuesta de Jurgen abrió un nuevo frente en la inquietud de la niña. Tendrían que enfrentarse, como ya había temido, a los peligrosos magos que custodiaban aquel gran depósito; pero seguro que Jurgen sabría cómo derrotarlos; o al menos a esa idea decidió agarrarse.

—¿Cómo lo haremos?

—Tendremos que arriesgarnos y entrar. Pero no hoy —aclaró Jurgen—. Ahora debemos regresar. Ya hemos permanecido demasiado tiempo fuera. Debemos reflexionar sobre lo que hemos descubierto para decidir la mejor forma de actuar.

VII

Ari sintió que la vista se le nublaba. El palacio, frente a ella, se tornaba borroso y las piernas le temblaban exageradamente. Notó que se mareaba, que las fuerzas la abandonaban y el mundo daba vueltas a su alrededor.

Despertó sobre su cama, con Lara al lado, en una pequeña silla, sin una clara noción del tiempo que había transcurrido entre su último recuerdo y ese preciso instante. Persistía la sensación de mareo, o al menos de infinito cansancio. Se sentía ajena a todo. Contemplaba el mundo desde la cabina de una noria que giraba con lentitud, pero que la mantenía alejada de la realidad.

—Tranquila, ya estás bien.

—¿Qué me ha pasado?

—Te desmayaste al regresar. Hiciste demasiados hechizos seguidos y tu energía se agotó. Llegaste exhausta.

—Vaya —acertó a decir mientras intentaba hacer un rápido recuento de cuántos conjuros de teleportación había utilizado, y las palabras de su amiga la traían de vuelta a la tierra.

—No te preocupes. Ahora, procura reponerte. Descansar, comer bien, etc. Pronto te sentirás como nueva.

—Descubrimos algo.

—Lo sé —asintió Lara—. Jurgen nos lo ha contado. En cuanto te encuentres mejor, nos reuniremos los cuatro y decidiremos qué hacer.

—No hay mucho que decidir —replicó Ari.

—No —rio la otra—. Solo cuándo nos vamos.

Ariadna también sonrió. La experiencia no había resultado sencilla, pero ahora que habían descubierto una posible vía de escape, no les quedaba otra que arriesgarse y comprobar qué escondían aquellos imponentes muros. Tal vez deberían haberse acercado más para buscar posibles accesos, puertas por las que entrar, pero suponía que la decisión tomada por su maestro, en el sentido de regresar, había sido la más prudente. Además, a ella no le quedaban más fuerzas. Si no hubiesen regresado en ese instante, puede que el desmayo la hubiese alcanzado junto al gran depósito de energía, en aquel inmenso desierto de piedra, lo que hubiera complicado mucho la situación.

Pasó el resto del día en la cama. Sus amigos se iban turnando para hacerle compañía y traerle la comida. La sensación de cansancio no la abandonaba. Aunque ansiaba levantarse y acelerar el proceso, de alguna forma sabía que permanecer así resultaba imprescindible para ella en aquel momento. Cada poco rato, el sueño la vencía. Sus ojos se cerraban en mitad de una conversación o de una comida, sin previo aviso. Entonces recuperaba la imagen de aquel desierto que le prometía tantas recompensas, que se había convertido a la vez en la mayor de sus esperanzas y el peor de sus miedos. De repente, pensó en él como una última carta sin levantar, que tan bien podía darte la victoria como arruinarte la vida para siempre.

A la mañana siguiente, decidió que por lo menos acudiría al desayuno. Se sentó junto a Sun y, aunque persistiera la sensación de no encontrarse en plenitud, ya no sentía la necesidad de descansar.

En cuanto abandonaron el comedor, buscó a Jurgen.

—¿Cuándo nos reuniremos?

—Cuando estés recuperada.

—Estoy bien.

—Eso no basta. Te queremos al cien por cien. Necesitaremos que uses tu magia varias veces.

—Serán menos hechizos, porque no regresaremos.

—Pero tendremos que acercarnos al depósito. Además, no olvides que en esta ocasión no me transportarás solo a mí, sino también a Lara y a Sun, lo que te supondrá un esfuerzo extra.

Ari comprendió que su maestro llevaba razón. Debería recuperar todas sus fuerzas antes de enfrentar una empresa como la que se proponían; solo que ahora que conocía exactamente la manera de escapar, le costaba permanecer tumbada, esperando a que el tiempo pasase y sus energías retornaran. Le daba la sensación que no aprovechar la oportunidad cuanto antes, suponía desperdiciarla. No parecía sencillo que aquella enorme mole de piedra que habían contemplado fuese a desaparecer de la noche a la mañana, sin embargo, el nerviosismo por no hacer nada subrayaba la importancia de lo que les aguardaba, y la inactividad se le antojaba como la peor de la soluciones. Odiaba que el remedio para su cansancio consistiera en aquella horrible pasividad que no podía traspasar, salvo que desease acabar con todo.

Dejó de practicar nuevos conjuros. Sus jornadas resultaban idénticas al periodo anterior a conocer a Jurgen. Pasaba las mañanas en el claro del bosque y las tardes en la biblioteca, leyendo. Quizás transcurriera una semana antes de que las circunstancias cambiasen, o al menos eso había vaticinado Lara. Una semana en la que, por otro lado, dispondría de tiempo para volverse loca de remate, sin poder hacer nada más que pensar en su destino, que a veces imaginaba triunfal, junto a sus padres; y otras funesto, acabando sus días envuelta en la rutina de ese lugar que tanto odiaba.

La tarde que Ariadna identificaría en adelante como el principio de todo, se desarrollaba con la habitual monotonía. Junto a Sun, hojeaban un interesante compendio de magia que habían encontrado en una de las muchas y atestadas estanterías de la biblioteca. El clima era tan benévolo como de costumbre, pero ella no acababa de recuperarse del todo. Seguía notando que le faltaba un poquito más para sentirse bien, por lo que empezaba a impacientarse, incluso a albergar el absurdo temor a que sus amigos escapasen sin avisarla. Ari sabía que aquello resultaría imposible, pues sin ella no llegarían jamás a su destino, pero incluso así no podía evitar un cierto desasosiego al comprobar que pasaban los días sin que su estado físico alcanzase la plenitud que necesitaba para poder utilizar de nuevo una magia tan poderosa.

—Hay un niño que nos vigila —anunció de repente Sun.

VIII

La afirmación de Sun, ante todo, la descolocó. No sabía qué significaba exactamente eso de que un niño los vigilaba. Acaso alguien sospechara de sus planes de fuga y pretendiera unirse a ellos o, a lo peor, intentase desbaratarlos, informando al responsable de su secuestro. No, qué disparate, aquello no podía ser más que una paranoia de su amiga; una expresión del nerviosismo que los consumía a todos al saberse tan cerca del final con el que tanto habían soñado.

—¿Qué? —preguntó Ariadna, todavía aturdida.

—Hay un niño que lleva días vigilándonos.

Ari recordó, entonces, cuando ella había temido eso mismo de Lara. En cierto sentido, había acertado, pues aguardaba a que su energía mostrase su poder y después, al comprobar que se encontraba relacionada con el tiempo y el espacio, había decidido incluirla en su plan de fuga junto a Jurgen. Pero a la vez, le había asignado una serie de malignos propósitos que, desde luego, resultaron equivocados y la hicieron sentirse como una estúpida. Por eso ahora se mostraba reacia a creer a Sun.

—¿Estás segura? —dudó.

—Completamente —afirmó su amiga—. Desde que regresaste del bosque, no para de revolotear alrededor nuestra. Cada vez que levanto la vista del libro, lo encuentro observándonos. Al notarse descubierto, desvía la mirada y disimula.

—Puede que sea casualidad, o que le gustes —sonrió Ari.

—Pues ha tenido muchos años para fijarse en mí y, hasta ahora, no había mostrado ningún interés.

—¿Quién es?

—Matts.

—¿Quién es Matts?

Sun agitó la cabeza y abrió los ojos, como mirando hacia arriba y rogando a Dios que le otorgase paciencia para lidiar con ella.

—¿Cuándo vas a aprenderte los nombres de todos? No son tantos, y llevas meses aquí. Parece que te resulta más sencillo utilizar un hechizo de teleportación que identificar a tus compañeros.

—Nunca se me han dado muy bien los nombres —admitió Ari, a modo de disculpa.

—Matts duerme cerca de ti. ¿No recuerdas que te conté que había llegado aquí mientras franqueaba el control de seguridad de un edificio público en Nueva York?

—¡Ah, sí! —exclamó Ariadna—. Ya sé quién es. ¿Y dices que se dedica a observarnos?

—Sí.

—Pues parece majo.

—Lleva unos días comportándose de forma extraña. Por ejemplo, nunca había pasado tantas horas en la biblioteca.

—¿Y qué sugieres que hagamos?

—No lo sé, pero no me gusta lo que ocurre.

Ariadna meditó un momento para determinar de qué alternativas disponían. Podían poner al corriente de las sospechas de Sun a Jurgen y Lara, pero consideró que antes de preocuparlos innecesariamente, debían estar seguras de lo que ocurría. Otra posibilidad, consistía en abordar directamente a Matts y preguntarle por su forma de actuar. Seguro que el chico se sorprendería y, observando su manera de reaccionar, podrían extraer conclusiones aunque, claro, esa acción resultaba un tanto arriesgada.

—Mañana —decidió Ari—, le vigilaré. Si confirmo lo que dices, hablaremos con Jurgen y Lara.

A Sun le pareció una idea excelente. Admitió que pudiese estar equivocada, pero ambas convinieron que, en el punto en el que se encontraban, no debían asumir ningún riesgo y sería mejor examinar si Matts podía convertirse en una amenaza para su plan de fuga que obviar esa sospecha y actuar como si nada.

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