Ari

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Ari

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Ari, en efecto, le cazó en varias ocasiones mirando directamente hacia ella, y el niño, inmediatamente, desviaba la mirada. También, en otra ocasión, ya en el dormitorio, antes de que las luces se apagaran, lo descubrió absolutamente concentrado en un punto, y cuando siguió la dirección que marcaban sus ojos, se topó con Jurgen, lo que despertó una gran inquietud en ella. Se preguntó cuánto sabría Matts de lo que estaban haciendo, cuánto tiempo llevaría observándolos. Reparó en todas las tardes que habían visitado la estancia secreta en la seguridad de que nadie les había visto escabullirse, pero ¿había sucedido realmente así?

Se fue a la cama muy inquieta aquella noche. Sus sueños no tuvieron nada de dulces. Cuando traspasaban la gran muralla que habían descubierto Jurgen y ella, Matts les aguardaba al otro lado junto a una enorme figura encapuchada. El niño sonreía y llamaba maestro al mago que, un instante después, descargaba un rayo sobre sus amigos mientras Ariadna escuchaba horrorizada el estrépito al chocar contra sus cuerpos, el mismo que había percibido cuando Mijail cayó abatido ante sus ojos.

Despertó sobresaltada entre sudores y malos presentimientos. Le dolía la cabeza. Sentía una continua punzada en la nuca. Aquella, desde luego, no parecía la mejor manera de iniciar una nueva jornada.

Mientras se dirigía, bastante desganada, hacia el desayuno que la aguardaba en el gran comedor, reparó en Matts, que ya untaba su tostada con una deliciosa confitura de fresa, y decidió sentarse junto a él.

—Hola, Matts.

—Hola, Ari —respondió él, más atento a la mermelada que a su nueva vecina.

—¿Te gusta Sun?

—¿Cómo? —acertó a preguntar mientras la tostada se le escurría entre los dedos e iba a parar al mantel.

—No sé, me parece que hacéis una buena pareja.

El chico parecía realmente incómodo con aquella conversación. Ari, como de costumbre, actuaba por un impulso. De hecho, la noche anterior, tras meditarlo, había decidido hacer exactamente lo contrario, pero al encontrase con él allí, con una silla vacía al lado, se le había ocurrido que abordarlo resultaría una buena idea. Ahora solo se dejaba guiar por su instinto. Él daba muestras de encontrarse muy confundido, seguramente resultaba un buen momento para ir un pasito más allá.

—Me he fijado en cómo la miras.

Matts, inopinadamente, cambió de conducta. Su rubor inicial dio paso a una actitud defensiva. Ni un solo músculo de su cara se movía.

—Tengo que ir al baño —murmuró, mientras se levantaba.

Ari sonrió, aunque de inmediato reparó en que no tenía ningún motivo para hacerlo, más bien al contrario.

Cuando acabó de desayunar, salió rápidamente al exterior. Se sentó en el borde del claro, junto a los árboles, pero justo en línea recta con las puertas del palacio. En cuanto observó que Matts salía, le dedicó toda su atención. El niño comenzó a andar con un pequeño grupito, pero constantemente miraba alrededor. No resultaba sencillo, desde la ubicación en la que se encontraba Ariadna, dilucidar si los buscaba a ellos o no, pero sin duda mostraba un comportamiento más inquieto que el resto. Parecía muy alterado. Puede que la breve conversación del desayuno lo hubiera dejado desubicado. Ya no controlaba la situación, sino que también él se sabía observado.

Lara entró al interior. Matts detuvo su paso, miró a izquierda y derecha, y se encaminó hacia la entrada. Ari notó los precipitados latidos de su corazón y decidió seguirlos. Ni Jurgen ni Sun se habían percatado de lo ocurrido, y ella decidió no perder el tiempo en avisarlos. Aceleró el paso y, ya desde el exterior, a través del hueco que dejaban las puertas, contempló cómo Matts buscaba en la pared. Con seguridad, al igual que le había ocurrido a ella, habría contemplado cómo Lara desaparecía y ahora intentaba descubrir la manera de pasar al otro lado.

Permaneció agazapada junto al umbral, al abrigo de las sombras, intentando contener la respiración a la vez que calmarse y mantener la cabeza fría. Si Matts lograba acceder a la estancia secreta, tendría que actuar con rapidez. La cuestión era cómo proceder en ese caso. Dudaba entre seguirlo o pedir ayuda a los otros dos.

No tuvo tiempo para decidir. Matts, de repente, desapareció de su vista. Ari corrió hasta la pared. Cuando encontró las muescas en el muro, en cambio, dudó. Permaneció un instante quieta, o más bien paralizada por un imprevisto que podía dar al traste con todo lo que habían preparado durante meses. Sin saber qué hacer, miró alrededor, como si sus sentidos buscasen algo que su cerebro aún no hubiese determinado. Después tuvo la desagradable impresión de que había dejado escapar demasiados minutos antes de actuar.

La primera estancia permanecía desierta. Se adentró por el pasillo con el máximo sigilo del que era capaz. Nada se escuchaba en el interior y la puerta de la segunda habitación permanecía cerrada. Pese a lo despacio que avanzó, no tardó más de un minuto en llegar junto a ella. Entonces, concentrando todos sus sentidos, tal y como le había enseñado Jurgen, pudo escucharlo en su cabeza, pues como siempre, hablaban sin hablar.

—¿Desde cuándo conocéis este lugar?

—Acabo de encontrarlo, igual que tú.

—No me tomes por estúpido. Sé que tramáis algo.

—No sé de qué me hablas.

—Tú y tus amigos lleváis semanas desapareciendo durante horas. Supongo que os escondéis aquí para planear vuestra fuga.

—No tengo ningún amigo ni ningún plan de fuga.

—Negarlo no te va a ayudar.

—¿Hay algo que me vaya a ayudar?

—La verdad es que no.

Ari sintió que un escalofrío la recorría de arriba abajo. El tono de Matts, su absoluta frialdad, le hacía percibir una amenaza inminente. No solo Lara, sino todo el grupo, se encontraba en peligro. La cuestión continuaba siendo la misma, pues no había tenido tiempo de resolverla hasta ese momento. ¿Cómo actuar? Consideró que ya era tarde para avisar a Jurgen y Sun. Tal vez, mientras esperaba junto a la puerta hubiese resultado posible, pero esa oportunidad había desaparecido. Si volvía a buscarlos, la situación para Lara podría complicarse. Algo en su interior le advertía de que aquel niño de apariencia inofensiva representaba un riesgo muy real. Pero, llegado el momento, ¿podría hacer algo contra él?

—No pensarás que habéis sido los primeros en intentar marcharos de aquí, ¿verdad?

—Yo no pienso marcharme de aquí. Este lugar se ha convertido en mi casa. Me siento afortunada por vivir en un lugar tan maravilloso como este.

—Te crees muy graciosa, ¿no?

—¿Qué pretendes? ¿Quieres unirte a nosotros?

—¿Unirme a vosotros? ¿Bromeas? Nadie puede fugarse.

—¿Estás seguro de eso?

—¿Acaso conoces a alguien que lo haya logrado?

—Stella Giovanetti.

—¿Y cómo sabes que lo consiguió?

—No lo sabía.

—No me gustan tus jueguecitos

—Llevas mucho tiempo aquí, ¿verdad, Matts?

—Eso a ti no te interesa.

—Stella se te escapó, y ahora también nosotros lo haremos.

—Desconozco cómo pudo hacerlo esa sabelotodo, pero puedo garantizarte que tú no vas a ir a ninguna parte.

—Yo en tu lugar no estaría tan seguro.

—Basta de cháchara. Vas a tener el honor de ser la primera persona que sufra los efectos de mi anillo.

—Si me matas os quedaréis sin mi energía, y creo que no resulta muy frecuente.

—¿Quién ha dicho nada de matar? Existen otras maneras de anularte, sin renunciar a tu energía.

Ariadna comenzó, aceleradamente, su ritual de concentración. Imaginó la mesa, llena de libros, y tras conectarse con su energía, realizó el conjuro.

Todo se desarrolló de una forma muy rápida. Ariadna apareció junto a la mesa y, antes de que ninguno de los dos hubiese reparado en su presencia, cogió uno de los libros más voluminosos y golpeó a Matts en la cabeza con toda la fuerza que fue capaz de reunir. El chico, que apuntaba a Lara con el brazo derecho extendido, trastabilló y dio un par de pasos antes de caer redondo.

Lara la miró entre asustada y sorprendida, también liberada.

—Tenemos que irnos —dijo.

—¿Y qué pasa con él?

—No lo sé —respondió Lara—, pero si despierta, no podrá salir de aquí. Hay que hablar con los otros, inmediatamente.

Las dos salieron de allí a toda velocidad. Atravesaron el comedor y, justo antes de salir al exterior, Lara puso la mano sobre su hombro, para que se detuviese.

—Gracias. Sin ti no sé qué me hubiese sucedido.

Ari sonrió, restándole importancia a lo que había hecho. En realidad, pensó, la que debería recibir el agradecimiento era Sun, que había sospechado de Matts y, de esa manera, había conseguido que ella lo vigilase. De no ser por la chica asiática, el plan se hubiera ido al garete.

Localizaron primero a Jurgen y, tras hacer lo propio con Sun, se alejaron del grupo, sentándose sobre la hierba, justo delante de la entrada de la biblioteca, que a esas horas, antes del almuerzo, permanecía cerrada.

Lara puso al corriente a los otros de lo que había sucedido y, sobre todo, de que Matts permanecía en la estancia secreta. La preocupación afloró de inmediato en el rostro de ambos. Ari reparó en que ni Lara ni ella, acuciadas por la urgencia de los acontecimientos, se habían detenido a reflexionar sobre las implicaciones de lo que acababan de vivir, pero, obviamente, sus compañeros sí que habían imaginado las consecuencias que acarrearía la historia que Lara les había narrado.

—Matts debe trabajar para alguien —conjeturó Jurgen—. Desconocemos con qué frecuencia contacta con ese alguien para darle información, pero en cuanto ese contacto deje de producirse, tendremos graves problemas.

—¿Piensas que ya ha informado sobre nosotros? —preguntó Lara, alarmada.

—No lo sabemos. Eso es lo peor, que no sabemos nada.

—Tendremos que irnos ya —afirmó Sun—. No podemos arriesgarnos a que aparezca alguien y estropee nuestros planes.

El silencio se cernió sobre el grupo con la misma consistencia que un gran manto de niebla. De repente, todo por lo que habían luchado, todo por lo que habían soñado, se veía amenazado por un peligro desconocido, pero real y terrible.

—¿Cómo te encuentras tú, Ari?

La niña dudó un instante antes de contestar. Sabía que el momento resultaba trascendental; por tanto, no podía mentir, pero tampoco quería arriesgarse a que, por su culpa, los demás tuviesen que esperar y todo acabase en fracaso y frustración.

—No estoy perfecta —admitió—, pero puedo hacerlo.

Jurgen sopesó sus palabras. No le gustaba tomar riesgos, y menos cuando tenían relación con la salud de una compañera. Desde el principio, Lara y él habían hecho de la cautela una de las bases sobre la que construir la fuga, pues el tiempo no constituía, en aquel lugar, un problema para ellos. Pero en esas circunstancias, no disponían de los detalles necesarios para actuar sin equivocaciones y, la decisión menos arriesgada, la más prudente, aunque pudiese parecer un contrasentido, consistía en escapar lo más pronto posible.

—Nos iremos mañana —explicó—. Ari descansará el resto del día. Nosotros reuniremos algo de ropa y comida. Después de almorzar, haremos una visita a Matts y trataremos de sonsacarle alguna información que pueda sernos útil. Antes deberíamos ir a la biblioteca para encontrar algo sobre el anillo o sobre hechizos que pudiesen hacerle olvidar lo que sabe.

Todos asintieron. A Ariadna, por supuesto, no le entusiasmaba la idea de irse a la cama mientras los demás se ocupaban de todo, pero sabía que no tenía elección. Lo mejor para el grupo era que ella se encontrase fuerte y descansada a la mañana siguiente, pues su magia resultaba un elemento esencial para la fuga. Así que, lejos de protestar, se mostró dispuesta a cumplir su parte del plan.

—Bien —dijo Jurgen—; enseñadme el anillo.

—¿Qué anillo?

—El que le habéis quitado a Matts.

Lara y Ari se miraron atónitas, comprendiendo al instante que habían cometido un error imperdonable. ¿Cómo habían podido ser tan estúpidas? En cuanto observaron al enemigo en el suelo, salieron corriendo a toda pastilla, olvidando todo lo demás. Lo único importante era salir de allí, y a eso habían dedicado todos sus pensamientos.

—Lo siento —se disculparon a la vez.

Jurgen suspiró.

—Habrá que cambiar los planes —afirmó Sun—. Si tiene el anillo, no podemos entrar.

—Ya veremos —replicó Jurgen—. Lo pensaremos durante el almuerzo y, después, en la biblioteca. Puede que se nos ocurra alguna alternativa, o que la encontremos en los libros, nunca se sabe.

La comida transcurrió en silencio. Lara y Ari se encontraban especialmente afectadas, pues sabían que su metedura de pata complicaba aún más la situación. Incluso así, o quizás por eso mismo, se esforzaron en encontrar una manera de entrar sin que Matts pudiese utilizar su objeto mágico contra ellos.

—Nos teleportaremos —propuso Ari—. Apareceremos de golpe. Lo cogeremos desprevenido.

—No —respondió Jurgen—. En primer lugar, gastarías unas fuerzas que necesitaremos para mañana. Además, hay dos estancias en el interior y desconocemos el lugar exacto en que se encontrará él, por lo que, lo de tomarlo por sorpresa, no podemos darlo por sentado.

Pese a los nervios, acabaron de comer con tranquilidad, sin prisas, con el objetivo de quedarse solos en el comedor y hacer acopio de alimentos en previsión de lo que les aguardaba. Después, se dirigieron al gran dormitorio, donde cada uno guardó lo que había sustraído.

Los otros tres se despidieron de Ari, que desde entonces permanecería acostada hasta la cena. En ese momento, los demás la pondrían al corriente de los acontecimientos. Ella no sabía si podría resistir allí tumbada tantas horas mientras ellos se enfrentaban solos a todos los peligros, pero, al menos, hizo el firme propósito de intentarlo. El objetivo era más importante que las circunstancias, se repitió para animarse.

Apenas se había echado, oyó un cierto alboroto. Abrió los ojos y descubrió a sus amigos entrando a la carrera. Casi desde la puerta, pero al menos manteniendo la precaución de hablar sin hablar, Jurgen le gritó:

—¡Han cerrado la biblioteca!

«Nos han descubierto», pensó Ari de inmediato.

IX

Ahora se encontraba en el centro mismo de la noticia. Su móvil no dejaba de sonar. Algunos de los medios más importantes del país la invitaban a participar en sus tertulias o pretendían entrevistarla. El reportaje que acababa de publicar, el primero de una serie, había obtenido una gran repercusión. Tal y como ella había previsto, en cuestión de horas, los focos habían vuelto sobre la desaparición de Ariadna. El informe policial, como le había prometido su contacto, resultaba incendiario, pues demostraba, según su criterio, que la policía había dado por bueno que la niña hubiera desaparecido en el interior de un ascensor, algo inaudito. Cuando todo este revuelo finalizase, se habría labrado de nuevo un nombre, y ya solo dependería de ella mantenerse en el candelero.

Buscó una pequeña mesa, un tanto apartada, pero desde la que podía controlar la entrada. No sabía si el inspector Van der Hayden la reconocería, pero ella no tendría problemas para hacer lo mismo con él, pues a lo largo de los años lo había visto aparecer en ruedas de prensa sobre algunos de los casos de más relevancia de los que se había encargado. No desconocía que su llamada podría encerrar una trampa. Sin duda, el inspector pretendería descubrir el nombre de la persona que le había entregado una copia de la investigación, pero eso, obviamente, no iba a ocurrir. Lo ideal sería establecer algún tipo de acuerdo con él, en el sentido de que la futura información, tanto la que ella pudiese recabar por su cuenta, como la de la investigación oficial, fluyese en ambas direcciones. Ella se mostraría dispuesta a prometerle una suavización progresiva de su crítica a la actuación policial; aunque, por supuesto, ignoraba si aquello resultaría suficiente para alcanzar un pacto.

Pidió un té con limón mientras respondía a otra llamada. Una afamada locutora radiofónica le pedía que acudiese a su programa nocturno para hablar sobre el caso. Al darse cuenta de que pertenecía a un grupo rival al del periódico en el que había publicado el artículo, declinó la invitación pretextando otros compromisos ya adquiridos.

Mientras daba vueltas a la cucharilla, decidió que sería una buena idea jugar con un poco de ventaja frente a su interlocutor, así que cogió su teléfono móvil y buscó en la agenda el número de su fuente.

—Vaya —respondió él—, temía que ahora que eres famosa te olvidaras de mí.

—Eso no ocurrirá.

—Tal vez llames para darme algo más de dinero. Parece que me quedé corto con el precio.

—Sabes muy bien que no. Aún no he recuperado mi inversión. Tardaré meses en conseguirlo, de hecho.

—Lo conseguirás. Podrás hacer un documental, un libro y una película, el pack completo sobre la extraña desaparición de Ariadna del Cid Madueño.

—No estaría mal, la verdad.

—¿Qué es lo que quieres?

—En unos minutos voy a encontrarme con el inspector Van der Hayden, ¿qué ha ocurrido hoy en la comisaría? ¿Cómo se ha vivido mi artículo?

—Pues ya te lo puedes imaginar. El comisario ha agarrado un mosqueo del veinte. Se ha vuelto a reunir el equipo de investigación, que se deshizo hace meses, para reactivar el caso. El jefe quiere resultados inmediatos para rebatir tus críticas sobre la inacción policial —hizo una breve pausa, antes de cambiar, ligeramente, de tema—. También se ha iniciado la busca y captura del filtrador, o sea, de mi persona. La tarea se la han asignado también a Van der Hayden.

—Deberás tener cuidado, entonces.

—Sí, bueno.

—No pareces muy preocupado.

—Te pasé una información y tú me entregaste un sobre. Ambos hechos son imposibles de demostrar. Fin de la historia.

—Pero, ¿y si quiero seguir informada?

—¿Puedes conseguir más dinero?

—Ahora mismo, no.

—Pues ya sabes cuál es la respuesta —sentenció mientras colgaba sin despedirse.

Había empleado todos sus ahorros en conseguir la copia de la investigación. Ahora no disponía de ningún dinero. Acceder a alguien dentro suponía un lujo que, por el momento, no se podía permitir, pero a lo mejor encontraría otras maneras de llegar hasta la información. En el horizonte, una charla con el padre le seguía pareciendo la mejor de las opciones para mantener la atención sobre el caso. Puede que el periódico le costease el viaje hasta Alemania. Se anotó mentalmente realizar la petición, pero solo si, pasados un par de días, el asunto mantenía su relevancia actual, pues de otra forma ni lo considerarían.

Otra idea cruzó por su mente: chantajear a su contacto. Aunque se hiciese el duro, si ella diese su nombre, su carrera dentro de la policía estaría acabada. Podría presionarlo para que siguiera pasándole información sin que ella le pagara un céntimo a cambio.

Suspiró. ¿Tan desesperada se encontraba para actuar de ese modo? Quizás sí. Puede que no soportara de nuevo el fracaso y se hubiera convertido en alguien capaz de cualquier canallada por lograr el éxito profesional, que durante años había ansiado, aunque con ello dijera adiós a la ética que había defendido durante su vida.

Sonó el teléfono. Su hija. Volvió a suspirar, con una profunda sensación de fastidio. Extrajo un reproductor de mp3 y decidió que, en ese momento, no deseaba saber nada de ella. No le convenía perder los nervios antes de una conversación tan importante como la que esperaba mantener con el inspector Van der Hayden.

Se abandonó a la música mientras abandonaba a su hija, una vez más.

X

La cafetería de El Corte Inglés de Málaga se encuentra en la última planta del ya veterano edificio. Hacía tiempo que no iba por allí. No solo por la cafetería, sino por los grandes almacenes en general. Me gustaban, como a casi todo el mundo, la calidad y el buen servicio, marca de la casa, pero me retraían los elevados precios y la distancia desde mi piso que, aunque no alcanzara más allá de los veinte o treinta minutos en coche, se me antojaba como un esfuerzo excesivo para una actividad que detestaba tanto como comprar.

Subí los diferentes tramos de escalera mecánica mientras leía, en cada planta, los carteles anunciadores de lo que ofrecían a los clientes. Tal vez cuando acabase de hablar con Mónica Fuentes, debería detenerme un rato en la zona dedicada a la ropa de hombre y comprar un buen abrigo, uno blanco, que era el color que últimamente me seducía, pues pronto lo iba a necesitar ante la inminente llegada de un nuevo invierno, y el que guardaba en mi armario se encontraba ya tan deteriorado como el casco del Titanic bajo el agua.

Nunca me habían gustado demasiado los periodistas. Durante toda mi carrera profesional no mantuve otra actitud, con respecto a ellos, que evitarlos en la medida de lo posible. Según opinaba entonces, y no es que mi idea haya variado demasiado, los policías buscábamos la verdad, mientras ellos solo se preocupaban de los aspectos más llamativos, sin pararse a reflexionar si con ello distorsionaban o no la realidad de los hechos.

Por supuesto, a lo largo de los años, hubo otros momentos como aquel, en el que las circunstancias me obligaban a lidiar con la prensa como una parte más de mi trabajo. Para Palacios, mi jefe, que los titulares de los periódicos resultasen adversos, suponía un verdadero problema; con toda probabilidad el más grande de todos, muy por encima del caso en sí. De hecho, este asunto lo demostraba plenamente. Escasas horas después de que la desaparición de Ariadna recuperara espacio en los medios, había vuelto a reunir al equipo de investigación y a dar prioridad a un caso que, de otra manera, si de él dependiese, dormiría el sueño de los justos escondido en cualquier cajón de la comisaría.

Desde luego, yo no me consideraba tan estúpido como para pensar que, dentro de la policía, el modo de actuar de mi jefe constituyera un caso aparte. Al contrario, sabía que, cuanto más alto ascendiésemos en la escala de mando, más se acentuaba esa forma de actuar, con un ojo puesto en su carrera y el otro en los medios de comunicación. Sin embargo, no por conocido, aquel comportamiento dejaba de asquearme. En algún punto del escalafón, nuestros jefes dejaban de comportarse como policías para hacerlo como políticos, y eso alteraba las prioridades de su trabajo.

Cuando llegué a la planta en cuestión, mientras echaba un vistazo a la agencia de viajes, la oficina de correos, o las estanterías de souvenirs, que compartían espacio con la cafetería, tenía muy claro qué pretendía Palacios de mí al enviarme a hablar con Mónica Fuentes. Que el caso saliese o no en los medios, le traía al pairo; lo que le preocupaba era que alguien pudiese cuestionar públicamente la labor policial, sobre todo cuando, en esa ocasión, el responsable de esa acción policial venía a ser él. Así pues, valiéndome de cualquier método, debía convencer a esa periodista de que cesase en sus ataques a la policía.

Sobra decir que la tarea, desde luego, no parecía sencilla y, a pesar de que el comisario lo sabía, no admitiría un fracaso. Seguir expuesto a la prensa, de forma negativa, supondría para él la mayor de las catástrofes imaginables, algo así como si se unieran las siete plagas al diluvio universal.

Respiré profundamente antes de traspasar la puerta. Hubiera preferido conocer más datos sobre Mónica Fuentes, más allá de una pequeña foto junto al artículo y unas cuantas líneas en Wikipedia, que alguien acababa de teclear a toda prisa después de que reapareciese en la escena pública; pero la premura con la que me habían asignado la tarea, lo había hecho imposible. Me enfrentaba, pues, desarmado ante el enemigo.

Al fondo, alguien me hizo un gesto. Ahí se encontraba ella, aparentemente tranquila, con unos auriculares celestes sobre las orejas, dominando la situación. Tenía el pelo castaño claro, los ojos verdes y la piel muy blanca.

—¿Le gusta Bob Dylan, inspector? —me preguntó mientras se deshacía de los auriculares.

—¿Bob Dylan? —sonreí—. No, desde luego que no.

—Vaya —se sorprendió ella ante mi inusual franqueza, que alcanzaba además a uno de esos iconos que parecían intocables para la gente de nuestra generación, pero que a mí nunca me había interesado lo más mínimo, más allá de la versión del Knocking on heaven´s door, de los Guns N´ Roses—. Tendría que haberlo supuesto. Como a Wallander, lo que le gusta es la música clásica.

—Según creo, lo que de verdad le apasiona es la ópera. Pero sí, a mí me encanta la música clásica. Ya sabe, Iron Maiden, Motörhead, Accept...

—No imaginaba que fuese aficionado al heavy metal.

—Ya ve que mis parecidos con Wallander se quedan en la edad y el tamaño de nuestras barrigas. Bueno —maticé después de una pequeña pausa al estilo de mi jefe, como para enfatizar una leve reflexión—, para ser sinceros, hay algún otro, pero no viene al caso.

—¿Qué va a tomar?

—Un zumo de piña estará bien.

Ella llamó al camarero y pidió dos zumos. Para tratarse de una periodista, la primera impresión que tuve no resultó especialmente negativa. Parecía inteligente y despierta, pero también agradable y cercana; mientras yo esperaba a alguien más estirado y prepotente; ufano tras la exclusiva que acababa de lograr.

—Usted dirá —me exhortó.

—Si por mí fuese seguiríamos hablando de Dylan y Mankell.

Mónica Fuentes rio con despreocupación. Pensé que su sonrisa lucía más joven que su aspecto.

—Sé que los chicos de la prensa no le gustamos en absoluto, por eso me sorprendió su llamada.

—Me envía el comisario Palacios, como ya supondrá.

—¿Y qué quiere de mí el señor comisario?

—Que no nos dé tanta caña, a ser posible.

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