Ari

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Ari

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Se preguntó cuántos de sus compañeros, de aquellos hombres y mujeres atrapados para siempre en cuerpos de niños, trabajaban para el enemigo o, cuántos, si no lo hacían, se mostrarían encantados de venderse a cambio de cualquier promesa que suavizase su existencia. Intentó comprender sus razones, pero no pudo. Nunca llegaría a entender, ni a perdonar, cómo alguien se prestaba a colaborar con aquellos que habían arruinado sus vidas, separándoles para siempre de sus familias y sus futuros, fuesen cuales fuesen. Cómo la estupidez humana alcanzaba semejantes cotas, constituía un misterio que, por el momento, se mostraba incapaz de desentrañar. Sin embargo, se sentía en condiciones de asegurar que ella no cometería nunca ese error. La línea que distinguía a un amigo de un enemigo permanecería siempre clara en su cabeza.

En cuanto el niño salió del dormitorio, Ariadna abandonó la cama y siguió sus pasos. Todos dormían. La oscuridad y el silencio dominaban la estancia, apenas rotos por la cadenciosa respiración de un montón de personas que componían una ligera y cansina melodía de fondo, que conectaba, casi como único nexo, aquella noche diferente con otra cualquiera.

Llegó al umbral justo a tiempo para comprobar que Leo se dirigía al exterior. Si se aproximaba a la biblioteca, se hallaría en disposición de descubrir a sus amigos. Quizás el traidor, como ya lo definía ella, despertase a la estatua y ella se encargase de poner fin a sus sueños.

Sabía de antemano que lo que iba a hacer comprometía seriamente los planes de fuga, pero no encontró otra solución.

Se concentró de nuevo. Caminaba hacia el depósito de energía amarilla que había en su interior. Se hallaba, pese a todo, bastante lleno. Comenzó el ritual de gestos y palabras mientras la magia almacenada bullía con más fuerza. Cerró los ojos y pronunció la última palabra, la que lo desencadenaba todo.

Apareció en la biblioteca, junto a la zona de lectura. En el suelo, un libro permanecía abierto, mostrando el dibujo de un extraño anillo, muy parecido, por cierto, al que había observado en poder de Matts. Reparó en que uno de los pasillos, oculto entre estanterías, permanecía iluminado, y supuso que sus amigos se encontrarían allí. De repente, un sonido cortó el aire, como si un gran pájaro se lanzase en picado sobre su presa.

Alguien, más de uno, corría precipitadamente al tiempo que la luz se desplazaba también. Algo chocó contra una estantería, que cayó al suelo formando un gran estrépito. Un rayo surgió de la nada y provocó un alarido, no humano, de dolor.

Ari no sabía qué hacer, si dirigirse a los pasillos de los que procedía todo aquel jaleo o salir huyendo de la biblioteca y regresar a su cama, a olvidarse del mundanal ruido y descansar, como había prometido, hasta la mañana siguiente. Determinó que sus camaradas la necesitaban, así que corrió rauda hacia ellos. Pero apenas había empezado a moverse cuando los descubrió, a los tres, huyendo en su dirección. Algo enorme, cuyos ojos destellaban sin cesar, los perseguía volando. Se quedó paralizada. Nunca había contemplado nada semejante, tan horrible como aquel monstruo volador cuya obscena figura presagiaba muerte.

—¡Ari! —exclamó Jurgen—. ¡Prepárate para sacarnos de aquí!

La niña reaccionó de inmediato, comenzando con la rutina de concentración que tanto le había costado aprender. No resultaba sencillo abstraerse de la escena que se desarrollaba ante sus ojos; pero, por otro lado, sabía que no dispondría de una segunda oportunidad. Si cuando sus amigos llegaran hasta ella su hechizo fallaba, el terrible animal que los perseguía se echaría encima de ellos, y prefería no imaginar lo que eso pudiera suponer.

Justo cuando los tres la tocaron, pronunció la palabra clave.

El mundo se apagó.

XIII

La muerte sobrecoge siempre. Hay personas que sostienen, no obstante, que algunas, por inesperadas, parecen golpear con más fuerza a los seres queridos y, entre estas, sin duda, cuando el cuerpo que se ha de sepultar corresponde a una niña, el impacto resulta incomparable. Desde luego, para él, aquella pérdida fue la mayor que jamás había sufrido, y que probablemente sufriría en lo poco —o mucho— que le quedase por vivir.

Desde que ella irrumpió por sorpresa, cambiando el mundo en el que habitaba, había temido que algo así llegase a suceder, pues el riesgo se iba elevando con el paso de los días. Pero, en el fondo, uno nunca quiere asumir que algo malo le vaya a ocurrir a alguien tan cercano y a la vez tan importante. El simple hecho de imaginarlo asusta, así que procuramos ignorar las señales que nos indican la cercanía del desastre.

El bello amanecer le pareció más frío que nunca, en aquella mañana de noviembre. El sol reinaba en el cielo y una agradable brisa, llegada desde poniente, completaba el idílico, a la vez que funesto, panorama. Había decidido enterrarla él mismo, sin ayuda de nadie, con sus propias manos, pues, aunque no se encontraba solo, sabía que, desde hacía mucho tiempo, se había encargado de todos los detalles, erigiéndose en el líder del grupo. Si las cosas salían bien o mal, el máximo culpable era él, y no deseaba eludir la responsabilidad que ello suponía. Era, se dijo, lo mínimo que podía hacer por aquel cuerpo que apenas daba pistas de una adolescencia que nunca alcanzó del todo. Una niña que siempre había confiado en él, en su palabra, y que ya nunca iluminaría sus días. Ni los de nadie.

Cavó con la fuerza que otorga la desesperación, como una forma de exudar todo el rencor, toda la rabia que la pérdida de la niña le provocaba. Había un punto, en toda esa maraña de sentimientos, que guardaba relación con su futuro inmediato. Todo lo había hecho girar entorno a ella, y ahora que lo había dejado, el vacío devoraba cualquier posibilidad de que algo bueno sucediera.

La cogió en brazos. Su cuerpo menudo aún no había adquirido la rigidez propia de su estado. Pero, a pesar de su escasa envergadura, el esfuerzo realizado para excavar la fosa, le llevó a temer, mientras temblaba, que pudiera caérsele.

Con mimo, casi grano a grano, fue cubriéndola con la tierra que antes había horadado para construir su última morada. No habían compartido una gran parte de la vida, pero lo que les había unido resultaba suficiente para que los recuerdos se agolpasen en su cabeza como punzadas de un incipiente dolor, que amenazaba con hacerse crónico. No hallaría, en efecto, medicina alguna que aliviara su ausencia, que rellenara su hueco o socavase su recuerdo.

Se resistía a echar el último puñado de tierra, pues eso equivaldría a despedirse definitivamente, y no se encontraba preparado para algo así. Nunca, de hecho, lo estaría. En momentos como ese envidiaba la indolencia que había descubierto en algunas personas con las que compartía la rutina diaria, y que habitaban en una burbuja impermeable a cualquier situación, por dura que resultase.

Se tumbó sobre la hierba, con los ojos cerrados, tratando de contener las lágrimas que humedecían sus contornos. De inmediato, iban a cambiar muchos detalles. Su forma de actuar, sin ella, no podría ser la misma. La seguridad que había buscado, la cautela con que se había conducido, la prudencia que exhibía, todo eso, como aquella niña que amaba, pasarían a mejor vida. Necesitaba buscar la sintonía entre su yo interno y su manera de actuar. Se había comportado con demasiada sutileza últimamente, y ahora le tocaba dar un paso al frente, con valentía, a pecho descubierto. Estaba dispuesto a luchar en la batalla, como un soldado más, sin escudos ni excusas, buscando abatir al enemigo, que con tanta saña lo había golpeado. Si para eso tenía que arriesgar la vida, lo haría sin vacilar. Las reglas que había observado hasta entonces, quedaban abolidas para siempre.

En su infancia, en un lugar muy alejado de aquel, cuando descubrió su poder para dominar los elementos para, si así lo deseaba, desencadenar una cadena de rayos; imaginó que se convertiría en alguien poderoso, imbatible, capaz de intimidar a sus rivales y proteger a sus amigos. La vida, por el contrario, le había demostrado que, pese a lo que pudiera parecer, la magia no obra milagros. La Frontera, como cualquier otro mundo, se define más por sus miserias que por sus virtudes, y son más los que la sufren que los que la disfrutan.

Reflexionó sobre su vida. El camino recorrido se le mostraba ahora como demasiado recto, aburrido, a pesar de todo. Siempre se había manejado con cordura, sin estridencias, pero ahora echaba en falta no haber dejado un hueco para la locura; la insensatez que tan feliz logra hacer a algunos. Las circunstancias y el futuro habían condicionado su presente, reprimiendo sus impulsos. Eso no sucedería más. El futuro había dejado de existir con la muerte de aquel ángel que acababa de enterrar, así que ya no había nada que temer, ni que perder.

La inactividad le provocó un frío propio de la época, aunque, por supuesto, en aquel paraíso en el que residía desde hacía décadas, el clima resultaba templado durante todo el año. Se incorporó casi de golpe, lo que le provocó un leve mareo. Se mesó el cabello y sonrió ligeramente al evocar la chispa de la vida en los ojos de ella, que guardaría, mientras viviese, en su memoria.

Junto a su tumba, erguido como un mástil, se prometió y le prometió muchas cosas. Su muerte, y también su vida, no resultarían en vano. Los culpables iban a arrepentirse de todo el sufrimiento provocado durante años. Sintió que la incontenible fuerza de la venganza electrizaba su torrente sanguíneo, y le hacía temblar de rabia. Los responsables de haberle quitado la posibilidad de crecer, de haberla alejado de su familia y de que ahora su cuerpo yaciese enterrado bajo la hierba, como si de un perro se tratara, tenían nombre y apellidos. Decidió que había llegado el momento de acabar con El Claustro.

Se dio la vuelta sin dejar nada atrás. Sin dejar de verla. Sin olvidar cada grano de arena sobre su menudo cuerpo, sobre su cara de niña cansada.

—Adiós, hermana —susurró Román Giovanetti, despidiéndose, por última vez, de Stella, a la que, solo unas horas antes, había encontrado muerta sobre su cama, con los ojos cerrados y la sonrisa inocente de la niña que nunca dejó de ser, dibujada en su boca.

XIV

—¿Está muerta? —preguntó Sun, desesperada.

—No. —le respondió Jurgen.

—Ha perdido absolutamente toda su energía, por eso está así —explicó Lara.

Los tres se sentaron sobre la hierba, alrededor de Ariadna, que permanecía inconsciente. Dado que la causa de su estado se hallaba en la pérdida de energía, nada podía hacer Sun, ni ninguno de sus amigos, para ayudarla, pues desconocían la manera en la que se generaba su poder. Simplemente, cabía esperar a que, poco a poco, recobrase las fuerzas, a medida que su depósito mágico se llenara de nuevo. El problema residía en que su recuperación llevaría un tiempo; varios días, probablemente, y desconocían si dispondrían de tanto margen.

Se hallaban en mitad del bosque, que era tanto como decir en mitad de ninguna parte; completamente rodeados de árboles de diferentes tamaños y especies. Jurgen ya sabía que, sin la magia de Ariadna, el camino hasta la construcción que descubrieron la última vez resultaría muy largo, demasiado para unos cuantos niños asustados y perseguidos.

—¿Qué haremos? —planteó Lara.

—No lo sé —confesó Jurgen—. Hemos escapado formando un gran alboroto en la biblioteca, por lo que, supongo, no tardarán mucho en ponerse a buscarnos. Deberíamos ir hacia nuestro destino.

—¿Y qué pasa con ella?

Jurgen torció el gesto. Cuando había respondido a Lara, diciendo, en primer lugar, que no sabía qué hacer, había expresado exactamente la verdad.

—Lo sé. No podemos dejarla aquí; ni tampoco llevarla con nosotros. Además, sin sus hechizos, tardaríamos semanas en llegar allí.

—Entonces, nos esconderemos, al menos hasta que Ari se encuentre en condiciones de usar su magia —propuso la niña de aspecto oriental, cuyos dibujos todos comenzaban a echar en falta—. El bosque es muy denso y amplio, no les resultará sencillo encontrarnos.

Los otros no respondieron inmediatamente, sino que meditaron en silencio sobre su propuesta. Lo que decía Sun parecía bastante sensato, pero también planteaba algunos problemas.

—Pueden localizarnos.

—¿Cómo?

—A través de la energía que desprendemos.

—Eso no supondrá un problema —intervino Lara—. Puedo hacer un hechizo que esconda nuestra impronta mágica, con lo que nos tendrían que localizar físicamente, y eso no les resultará fácil en un entorno como este.

—Está bien —admitió el niño—. Lo haremos de ese modo. Buscaremos un sitio que nos parezca adecuado, y descansaremos hasta que Ari se recupere. No encuentro otra solución.

Jurgen, cuya capacidad de comunicación, debido a su habilidad mágica, alcanzaba largas distancias, se separó del resto para explorar un poco el terreno.

Mientras vagaba por el bosque, no podía dejar de pensar en cómo se había complicado el plan. Todo marchaba según lo previsto hasta que, por sorpresa, irrumpió Matts y lo estropeó. Puede que hubiera pecado de inocencia al dar por sentado que, si actuaban con la necesaria cautela, esquivarían cualquier dificultad. Había cometido el error de subestimar a quienesquiera que construyesen ese lugar, esa cárcel diseñada con el único propósito de abastecerse de la energía de unos niños, a costa de sustraerles el futuro.

De repente se acordó de su mentora, de Stella Giovanetti, y a pesar que, de la conversación que Lara había mantenido con Matts en la estancia secreta, podía inferirse que ella había logrado escapar, ahora lo dudaba. Temía, de hecho, que nunca nadie hubiese salido vivo de allí, y que ellos no tuvieran ninguna oportunidad real de conseguirlo.

Se sentó, solo, sobre la hierba. Necesitaba recomponerse. Ahora lo veía todo negro, como un túnel sin salida, porque, probablemente, la situación en la que se encontraba resultaba justo así, oscura. Pero la noche no sería eterna. La clave estaba en Ariadna. Su poder poseía la facultad de sacarlos de allí. Todo consistía, pues, en otorgarle el tiempo suficiente para que se restableciera y fuese capaz de usarlo de nuevo.

Por otro lado, se sentía el líder del grupo. Si él se venía abajo, los demás sucumbirían también. Tenía una responsabilidad, no solo para sí mismo, sino también para aquellas tres niñas que le seguían hacia la libertad.

La lógica de sus razonamientos le conducía, ineludiblemente, a mejorar su estado anímico. Sin embargo, se notaba incapaz. Su único deseo era tumbarse allí, sobre la irreal hierba de color verde, y olvidarse de un mundo que hacía años que, con seguridad, se había olvidado también de ellos. Ansiaban con todas sus fuerzas regresar, pero ¿les esperaba algo al otro lado? ¿Qué pasaría cuando veinte, treinta años después, alguien con aspecto de seguir teniendo diez o doce años apareciese en su casa, en su ciudad? Salvo Ari, el resto serían considerados como casos extraños, dignos de estudio. Los someterían a miles de pruebas médicas y acabarían en el circo, o algo por el estilo.

Al igual que la mayoría, llegado el momento, había perdido toda esperanza. Al otro lado, las familias también lo habrían hecho. Sus padres, si aún vivían, le habrían olvidado. La esperanza se habría ido extinguiendo con el tiempo hasta transformarse en un recuerdo impreciso y doloroso, en una foto olvidada, cada vez más irreal, de alguien que dejó de existir o, cuando menos, de formar parte de sus vidas.

Se tumbó bocarriba. El cielo apenas se distinguía, tapado por las copas de los árboles, que lo cubrían casi por completo. Hacía fresco. El amanecer, que habían vivido hacía pocas horas, no había traído consigo un aumento en la temperatura. Se rindió. Se abandonó al sueño; olvidando quién era y dónde se encontraba. Desertando de sus responsabilidades, sus deseos, sus promesas, sus objetivos. Se confundió a sí mismo con una isla alejada del archipiélago, solitaria y perdida, cuya deriva lo apartaba de una realidad que ya no le atraía.

Despertó sobresaltado y con los brazos muy fríos. No creía que hubiese dormido demasiado, apenas descabezar el sueño, pero no podía estar seguro del todo. En cualquier caso, sus amigas comenzarían a preocuparse si no regresaba pronto.

Se levantó y se dispuso a buscar un sitio adecuado, pero antes, decidió tranquilizarlas.

—Me he quedado dormido —les confesó—. Pero pronto regresaré, no os preocupéis.

—Nosotras también nos caemos de sueño —admitió Sun.

—En cuanto encuentre algo, todos descansaremos —le prometió Jurgen, pues, hasta ese instante, no reparó en que ninguno había dormido durante la última noche.

Dio vueltas durante un rato, sin tener muy claro si pasaba una y otra vez por el mismo lugar o no. Era una de las pocas personas, dentro del mundo mágico, que disponía de varias habilidades a la vez. Un día llegaría a dominar los elementos, y también las habilidades mentales, sin embargo, ninguna de las dos energías le otorgaba ventaja a la hora de orientarse en un bosque como aquel, tan cerrado. Finalmente, descubrió un tronco solitario, sin copa, pero abierto y de gran grosor. Se asomó con cautela al interior. Consideró que resultaría perfecto para sus propósitos. Allí todos podrían descansar.

Regresó junto al resto del grupo. Fabricaron, con un montón de ramas, una especie de camilla para que les facilitase el transporte de Ariadna, que seguía inconsciente, y se dirigieron al sitio que había elegido Jurgen.

A Sun, entre el cansancio acumulado y el miedo, se le escapó una sonrisa que parecía fuera de lugar. Ante la atónita mirada de sus dos compañeros, creyó oportuno explicarse.

—He imaginado el revuelo que habrá esta mañana entre el resto de niños. Años y años de no suceder nada y, de repente, desapariciones, ventanas rotas, rayos...

—… Ratas voladoras, niños atrapados en estancias secretas.

—Lo de las ratas mejor ni me lo recuerdes. Si no llega a ser porque Ari apareció, ahora ocuparíamos un lugar en su estómago. Me muero con solo pensarlo.

—Me preocupa Matts —intervino Lara.

—¿Por qué?

—¿Creéis que alguien lo encontrará? Porque si no morirá de hambre.

—A mí tampoco me hace gracia, pero por el momento no podemos hacer nada por ayudarle.

—¿Por el momento?

—Si nos topamos con algunos de los suyos en la construcción que encontramos Ari y yo, quizás podamos dejarles un mensaje para que lo rescaten, sin ponernos en peligro.

—No sé si eso es una gran idea —dudó Sun.

—Sé que resultaría arriesgado, pero no podemos dejarlo morir.

—No lo digo por eso —explicó Sun—, sino porque de esa manera revelaríamos la existencia de un sitio que parece que desconocen, y puede que así frustremos los futuros intentos de fuga.

En realidad, lo que temía Sun era que Matts trabajara para Arsenio, que tal vez no conociera la existencia de aquel lugar, y al alertar a los suyos le quitaría esa pequeña ventaja a su maestro.

—Ya contaba con ello, pero creo que es un precio que debemos pagar. Si lo puedo evitar, prefiero no cargar con una muerte sobre mi conciencia.

Se instalaron en el interior del tronco. Por el camino habían recogido algo de fruta con la que engañar un poco al hambre que comenzaban a sentir. Al principio habían temido que las naranjas y las manzanas no fuesen reales, pero, al igual que los monstruos que habían intentado acabar con sus vidas en la biblioteca, su realidad física resultaba incuestionable. Ya sabían, por la anterior visita de Jurgen y Ari, que no había ninguna clase de animales, por lo que no podrían conseguir ningún otro tipo de alimento.

Jurgen encontró agua en las cercanías. Un pequeño arroyo discurría bello y bravo, atravesando el bosque. No disponían de ningún recipiente, así que cuando la sed apretaba, se acercaban hasta el curso y bebían con las manos o aprovechaban para asearse un poco.

A pesar de la inquietud por el estado de su amiga, y por la persecución de la que podrían ser objeto, se durmieron muy temprano. El cansancio venció sin dificultad al resto de sensaciones, pues llevaban casi veinticuatro horas sin dormir, además de repletas de acontecimientos.

A la mañana siguiente, la primera en despertar fue Sun. Se estiró y, antes que cualquier otra cosa, se acercó hasta Ariadna, para comprobar si había experimentado alguna mejoría. Pero, desgraciadamente, no había nada que indicara cambios en su salud. Seguía con la respiración muy débil, y los ojos cerrados, sumida en un profundo sueño del que, tal vez, temió, nunca despertaría. No sentía un especial afecto por ella, aunque reconocía que su aparición en la biblioteca les había salvado la vida a todos. No obstante, para Cedric resultaba importante, con lo que su perdida podría representar un problema al que no deseaba enfrentarse.

Salió y respiró profundamente. Se encaminó hacia el arroyo. La mañana, en mitad del bosque, resultaba fría. Tras años acostumbrada a que los cambios de temperatura, en el claro o en el palacio, resultaran imperceptibles, recibió con alegría aquel frío matutino. También el agua, al estrellarla contra su cara, parecía helada, pero agradeció su ayuda para despabilarse. Por primera vez en mucho tiempo experimentó el placer de la libertad. Sabía, pese a todo, que no se hallaba ante una percepción real, o a lo mejor sí; en cierto sentido, en ese preciso momento, eran libres. Perseguidos pero libres, al fin y al cabo.

A su vuelta, tanto Lara como Jurgen se habían ya puesto en pie.

—¿Qué haremos hoy? —preguntó Sun.

—Solo podemos esperar a que Ari despierte. Además, deberíamos salir lo menos posible de aquí. Si nos están buscando, cuanto menos asomemos la cabeza, más difícil resultará que nos descubran.

—Pues vaya aburrimiento.

—Lo sé —concedió Jurgen—. Pero no hay otra salida.

—¿Se curará?

—Seguro que sí. Nos encontramos en un entorno mágico. Aquí, además, nadie nos roba la energía. No se me ocurre un sitio mejor para que se recupere.

Sun decidió agarrarse a sus palabras como a un clavo ardiendo, aunque no podía evitar que, en el fondo, el pesimismo fluyera en su interior y le preguntase qué sucedería si Ariadna no conseguía despertar. Con seguridad, tarde o temprano, los encontrarían y los llevarían de regreso con los otros niños. También a ella, pues no confiaba en que su maestro se mostrara indulgente ante el total fracaso de sus objetivos. Aunque había permanecido allí mucho tiempo, casi toda su vida, de hecho, Sun no sabía si podría soportar, después de haber tenido tan cerca otra existencia, regresar junto al resto.

—¿Creceremos? —preguntó.

—¿Cómo? —se sorprendió Lara.

—Si salimos, digo.

Lara negó con la cabeza antes de responder. Un velo de tristeza asomó en sus ojos.

—Me temo que se nos ha pasado la edad.

—Al menos, ella sí que lo hará.

—Sí. Si lo conseguimos, se convertirá en una niña normal; se desarrollará como cualquier otra.

Lara sintió envidia de Ariadna. Si escapaban, se integraría sin problemas en la sociedad. Para ella, aunque también la experiencia hubiera resultado traumática, habría durado solo unos meses. Volvería junto a sus padres y retomaría su vida como si nada. En unos años, este periodo se convertiría en un recuerdo lejano, casi una ensoñación. Pero, para el resto, no resultaría tan sencillo adaptarse. La vida que les habían arrebatado, ya no existiría. El mundo, y ellos mismos, habrían cambiado demasiado como para retomarlo en el punto en el que lo habían dejado. Los trenes de sus destinos habían partido ya, y subirse en marcha, parecía poco menos que imposible.

Ahora que otra existencia se antojaba tan cercana, experimentaba un extraño miedo a lo que pudiese encontrar al otro lado, en el mundo real. Se preguntaba cómo la recibirían sus padres, sus amigos, su familia. Puede que con la incomodidad con la que se acoge a un asunto olvidado que regresa de forma imprevista. Solo como un deber, como una obligación que cumplir, por no desairarla.

Las horas se hicieron siglos. El silencio se impuso entre ellos. Cada cual parecía sumido en sus propios miedos, atrapado por sus propios fantasmas. En algún momento, todos desearon que aquello acabara de una manera u otra, pero ya no soportaban esperar más. Preferían ser descubiertos a prolongar aquella inacción que los estaba matando.

Los primeros movimientos de Ari no llegaron hasta la mañana siguiente. La noche había transcurrido entre extraños ruidos, de aves que los sobrevolaban. Al menos, eso prefirieron pensar ellos, antes que imaginar a aquellos terribles animales a los que se enfrentaron en la biblioteca. No obstante, considerando la falta de luz propia de la noche, y que las horribles ratas gigantes poseían unos ojos que brillaban en la oscuridad, la probabilidad de que se tratase de ellas resultaba muy elevada.

—Se está moviendo —advirtió Sun.

Se encontraban tan cansados, tan temerosos, que aquellos movimientos supusieron un pequeño rayo de luz en un mundo que se había vuelto sombrío, lóbrego.

Pasaron el resto de la mañana con la mirada fija en Ariadna, esperando a que en cualquier momento abriese los ojos y pudieran ponerse en marcha de nuevo. Ninguno habló de la noche, ni de sus perseguidores. Solo importaba aquella niña cuyos ojos llevaban tantas horas cerrados.

Al fin, ya cuando el sol se ponía, despertó. Intentaron no atosigarla demasiado, no acercarse, pese a las ganas que tenían, pues se hallaba un poco mareada. No tuvieron que aguardar demasiado, en un par de minutos, pareció hacerse cargo de la situación y fue ella la que habló.

—¿Dónde estamos?

—En el tronco de un árbol —le respondió Lara.

—¿Cómo? —preguntó con cara de no entender nada.

—¿Qué recuerdas?

Ari hizo un ejercicio de memoria antes de contestar. No le resultaba sencillo, pues la cabeza le dolía un poco, pero aun así, necesitaba saber qué había pasado, y cómo había llegado hasta allí.

—Vi a Leo saliendo de la habitación para buscaros. Así que, como sabía que os encontrabais en la biblioteca, decidí teleportarme para alertaros —hizo una pausa, como para ordenar de nuevo sus recuerdos, y acceder a lo que había ocurrido en el interior de la biblioteca.

—Al llegar —siguió—, observé una luz en un pasillo. Después, cuando iba a vuestro encuentro, vosotros huíais de una especie de rata voladora. Recuerdo a Jurgen gritándome que preparara un conjuro... Y nada más. Ya no me acuerdo de nada más.

Los otros tres revivieron la escena en silencio, evocando un pánico que deseaban olvidar. En realidad, no había mucho más que añadir a lo que había expuesto Ariadna. Solo que llevaban un par de días escondidos, a la espera de que ella despertase para reanudar sus planes, para escapar definitivamente, para no volver jamás a girar sin sentido o hablar sin hablar.

—¿Qué tal tu energía?

Ari visitó mentalmente su depósito antes de responder.

—Bien. Casi lleno.

—¡Magnífico! —exclamó Jurgen.

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