Ari

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Ari

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Le trajeron agua en un improvisado cuenco de madera, y le dieron algo de fruta, que ella agradeció, aunque no quedó saciada, pues al poco de despertar se sintió hambrienta.

Decidieron hacerlo al despertar, después de dedicar la tarde y la noche a que la recuperación de Ariadna se completase.

Ninguno, pese a que la noche resultó tranquila, consiguió dormir demasiado, pues los nervios por lo que les aguardaba podían más que el sueño o el lejano deseo de descansar.

—¿Recuerdas la construcción que encontramos? —le preguntó Jurgen, cuando todavía no había amanecido, pero ninguno podía ya disimular su impaciencia.

—Claro —respondió Ariadna.

—Pues quiero que nos lleves justo ahí, al muro. Tendremos que encontrar una forma de entrar. Aunque no nos dio tiempo a averiguarlo, supongo que debe existir alguna puerta.

Ari sintió que las miradas de los tres se dirigían hacia ella. Y no solo eso, sino también sus esperanzas, sus anhelos de libertad. Toda la responsabilidad recaía sobre sus menudos hombros. Por un instante no pudo más que temer no encontrarse a la altura de las expectativas que sus amigos habían depositado en ella. Por azar, pese a ser la más joven, la única cuyo cuerpo y cuya edad se encontraban en consonancia, las circunstancias la habían situado en el centro de la acción, como la pieza clave de aquel rompecabezas que Jurgen y Lara habían intentado completar durante años.

Intentó dejar la mente en blanco. Se apoyó en la certeza, hasta ese momento indiscutible, de que sus hechizos habían funcionado bien. Si había conseguido, bajo presión, sacarlos a todos de la biblioteca sin que nadie resultase herido, lo que iba a intentar debía producirse sin mayor dificultad.

Bajó por su cuerpo, caminando alegremente, sabiendo que daba los primeros pasos en dirección a su hogar. Encontró su magia rebosante, aguardando a que ella la utilizase.

Elevó los brazos al cielo, como pidiendo a Dios que le transmitiera toda su sabiduría, toda su fuerza, para la empresa que se proponía llevar a cabo. Todos entraron en contacto con ella. Ari notó sus manos sobre la cintura, y supo que había llegado el momento. Apretó con fuerza los ojos, y pronunció la última palabra.

Cuando abrió los ojos, lo primero que le llamó la atención fue el bonito amanecer que despertaba a la inmensa llanura. La desolación que había sentido la primera vez que había contemplado aquel paraje, quedaba diluida por la belleza anaranjada que anunciaba la llegada de un nuevo día. Se sobrecogió ante el descomunal espectáculo al que asistía, hasta el punto de olvidarse, durante unos segundos, de su misión. La energía robada a los niños, cruzaba, con una veta grisácea, el horizonte, otorgándole un plus de exotismo incomparable. La inmensidad de aquel cielo le ofrecía una sensación de libertad que colmaba todos sus deseos. Se imaginó deteniendo el tiempo en ese instante para tumbarse allí mismo y disfrutar durante horas de aquel cuadro pintado por el más grande de los maestros.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Jurgen, rompiendo su comunión con la naturaleza.

—Sí —contestaron al tiempo.

—Busquemos la puerta.

Las piedras del muro parecían muy viejas. La construcción, en forma de torre, se elevaba unos veinte o treinta metros sobre el suelo. Su tamaño, en mitad de la nada, era colosal.

No tardaron en encontrar un acceso; una gran puerta, de color rojo, que permanecía entreabierta. Supusieron, que en mitad de aquel desierto de piedra, sus habitantes, si es que los había, no concederían mucha importancia a la seguridad.

Se miraron para corroborar que todos se hallaban preparados para franquear la entrada. Lo que hubiese al otro lado podía marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre regresar o permanecer; entre la vida y la muerte.

En cuanto Jurgen, que iba el primero, pisó dentro de la inmensa estancia, ocupada por varios tanques de metal, una ruidosa alarma se disparó. De inmediato, antes de que pudieran reaccionar, cinco personas, tres hombres y dos mujeres, todos vestidos con monos de trabajo azules, salieron de la nada para encararse con ellos.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó uno, visiblemente alterado.

XV

—¿No sabéis hablar? —intervino una mujer altísima, de pelo corto castaño y voz atiplada, que se presentaba como líder del pequeño grupo con el que se habían tropezado al entrar en la solitaria construcción que se alzaba en mitad del desierto.

—Nos hemos perdido —respondió Jurgen—. ¿Dónde estamos?

—¡Que os habéis perdido! —rio ella—. Yo imaginaba, más bien, que os habríais fugado.

—¿Fugado? No, para nada. Salimos a dar una vuelta por el bosque, y nos desorientamos.

—El bosque queda un poco lejos.

—Nos desorientamos mucho.

—Ya veo. Tendremos que llevaros de vuelta, entonces.

—No será necesario. Nada más lejos de nuestra intención que interrumpir vuestro trabajo.

—Acabas de decir que os habíais perdido.

—Sí, pero no que queramos regresar.

—¿A dónde pretendéis ir?

—A casa.

—¿A qué casa?

—A nuestras casas. Esperaba que nos mostraseis el camino.

—¿Me tomas por estúpida?

—¿Debería?

—Mi paciencia tiene un límite —amenazó.

—¿Ahora es cuando me asusto y empiezo a llorar como un niño desvalido?

—O eso o acabaréis todos muertos. Tú decides.

—Se me ocurren más posibilidades.

—No me digas.

—Podría, por ejemplo, lanzar una cadena de rayos que acabara con los cinco a la vez.

—Creo que has leído demasiados libros en la biblioteca. Vosotros no sois magos. Nadie os ha despertado. Hay una gran diferencia entre tener energía mágica y poder usarla. Como afirmó aquel: «Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».

—Me despertó Stella Giovanetti. Seguro que has oído hablar de ella. Hizo lo mismo que vamos a hacer nosotros: marcharse de aquí.

—Tuvo suerte. Su hermano es un tipo importante.

—Su hermano no la ayudó a salir.

—No —aceptó—. Pero, sin su intervención, ella hubiera estado de vuelta al día siguiente. Si imaginas que saliendo de aquí se acaban vuestros problemas, te equivocas.

—El hermano de Stella nos ayudará también a nosotros.

—Sois demasiados. Su poder no da para tanto.

—Me estoy cansando de tanta charla —intervino un hombre extremadamente delgado, que hasta entonces había permanecido en segundo plano—. Os vamos a llevar con los demás ahora mismo.

—¿Tú nos llevarás de vuelta? —dudó Jurgen.

—Me tienes harto, mocoso.

—Quizás tenga más años que tú.

—Lo sé. Pero no por eso dejas de ser un mocoso. Podría aplastarte como a un mosquito, si quisiera.

El niño sonrió. Mientras hablaba no había dejado de observar la estancia. El techo, en la zona central, se elevaba muy por encima de lo normal, para, de ese modo, permitir la existencia de los enormes depósitos de energía. Sin embargo, en la parte en la que se encontraban ellos, próxima a la entrada, la altura no alcanzaba más allá de los dos metros y medio, tres a lo sumo. A su izquierda, no le había pasado desapercibida la existencia de una puerta de color marrón. Pronto se dio cuenta de que aquella puerta constituía la única vía de escape posible. El problema consistía en cómo librarse de los cinco y acceder hasta ella con la ventaja suficiente para escapar de allí.

A lo largo de los años, Jurgen se había enfrentado a situaciones complicadas. A menudo, la paciencia se había convertido en la mejor aliada para salir de ellas. Pero ahora, con los enemigos enfrente, no disponía del tiempo ni la tranquilidad necesarias para reflexionar. Necesitaba una solución, urgente y buena, que les sacara de allí. De lo contrario, todo el esfuerzo que habían llevado a cabo no habría servido para nada.

Reparó en que habían cometido un grave error al entrar durante el día. Deberían haberlo hecho por la noche, cuando seguro que no habría nadie o, al menos, no tantos. Seguro que Stella guardó esa precaución. Se abrigaría en la oscuridad para no encontrar resistencia. Odiaba admitir sus fallos, pero no le quedaba más remedio que apechugar con aquella responsabilidad, y enmendar la equivocación.

Una idea empezó a formarse en su cerebro. Aquellas cinco personas se ocupaban de los depósitos de energía. La magia contenida en ellos era el único motivo de la existencia de aquel lugar. Por tanto, lo que debía hacer era atacar los depósitos para, de ese modo, distraer la atención de sus enemigos mientras las niñas se dirigían hacia la puerta.

No se le ocultaba que aquel plan encerraba un gran peligro para él mismo. De alguna forma, haría de cebo para que los otros pudiesen escapar. Eso podría significar que el potencial mágico de los cinco se concentrase en él, para evitar sus rayos. Si Ari supiese lo que había al otro lado de la puerta, podría usar su poder para llevarlos allí directamente, pero, por desgracia, no se encontraba en disposición de hacerlo.

—Preparaos —avisó Jurgen, utilizando su poder para que solo sus amigas lo escuchasen—. Cuando lance el primer rayo, salís todas corriendo hacia la puerta que está a mi izquierda, ¿entendido?

Las tres respondieron afirmativamente. El momento había llegado.

—George —dijo la mujer—. Encárgate de ellos.

Pero antes de que George, o ninguno de los otros, pudiese hacer nada, Jurgen lanzó un rayo que fue a estrellarse contra uno de los grandes contenedores, el más cercano a ellos, a la vez que empezaba a correr en aquella dirección.

Se produjo una breve pausa, como si ninguno de los otros ocho, ni amigos ni enemigos, hubiera imaginado lo que iba a suceder.

—¡Vamos! —gritó a las tres.

Ari, Sun y Lara se dirigieron hacia la puerta, algo confusas y desorientadas mientras observaban que Jurgen lanzaba otro rayo sobre el mismo depósito que, de repente, comenzó a desprender algo de energía de un tono gris verdoso. Su magia había conseguido penetrar la cubierta metálica. Una sonrisa afloró en su rostro. Ya no podrían ignorar la amenaza que suponía para su labor allí. No podrían permitir que la energía acumulada se perdiera.

Los cinco que trabajaban para el enemigo, tras la sorpresa inicial, que les había dejado paralizados, corrieron hacia el muchacho.

—¡Detente, estúpido! —le gritó el más delgado.

Jurgen tuvo tiempo de descargar un tercer rayo sobre el mismo objetivo. Logró que se abriese un considerable agujero en la superficie del enorme bidón, y que la energía comenzara a salir en grandes cantidades, a inundarlo todo de una magia que penetraba en sus cuerpos a través de cada poro de la piel.

La puerta no estaba cerrada. Sun fue la primera en llegar hasta ella. Giró el pomo y, cuando se encontraba a punto de franquearla, una especie de alarido gutural, monstruoso, consiguió que las tres se detuvieran por un instante, girando sus cabezas hacia la zona en la que se encontraban los demás.

Del dedo de la mujer de voz atiplada, surgió una pequeña línea de energía, en forma de espiral, que llegó hasta Jurgen. Parecía apenas un hilo, algo insignificante e inofensivo, sin embargo, cuando alcanzó al niño y entró en contacto con su cuerpo, a la altura del corazón, lo traspasó por completo, saliendo por su espalda, sin ninguna dificultad.

Jurgen abrió los ojos exageradamente, incrédulo por lo que acababa de suceder. Después, en un instante, sus ojos quedaron en blanco y se desplomó, inerte, sobre el suelo.

El tiempo se detuvo. El mundo dejó de girar. La realidad se volvió confusa, como una imagen distorsionada por una interferencia. Ninguna entendía nada. Su amigo, el mismo que las había conducido hasta allí, que les había otorgado una esperanza a la que agarrarse, ya no existía. Ahora solo era un cuerpo sobre un suelo desconocido y sucio, como el mundo en el que habitaban.

—¡Vamos, tenemos que salir de aquí! —gritó Lara.

Las piernas de Ari y Sun obedecieron la orden de Lara, y se encaminaron, a la carrera, hacia la puerta. Pero en sus mentes, lo único que existía era esa última imagen de Jurgen, con los ojos en blanco, cayendo a plomo. El instante en que su corazón había sido traspasado por el hechizo de la mujer, lo habían vivido a cámara lenta, como para subrayar la incredulidad que les provocaba. En ese mismo momento habían sabido que el chico estaba muerto. Que aquella mujer de voz aguda había acabado para siempre con la vida de su amigo. El chico que había planeado la fuga, no las acompañaría hasta casa.

Ari pensó que la vida era cruel e injusta. Odió de repente muchas cosas, empezando, por supuesto, por la mujer que había acabado con Jurgen. No olvidaría nunca su cara. Si alguna vez tenía la oportunidad, la mataría sin dudarlo. Pero también odiaba a la vida misma. No entendía cómo los que se dedicaban a hacer el mal podían triunfar. Cómo Mijail y Jurgen yacían muertos, mientras sus verdugos seguían respirando. Ella no había elegido vivir en un mundo así.

Descubrieron unas escaleras de caracol, estrechas y metálicas, que encontraron nada más abandonar la estancia principal. Subieron hasta la primera planta. Por el momento no había señales de sus enemigos. Lara, que parecía la única capaz de razonar con cierta claridad, supuso que estarían ocupados examinando el estado en el que había quedado el tanque de energía. Jurgen había conseguido destrozar uno, y toda aquella magia desperdiciada constituiría para ellos un serio contratiempo. Tendrían que dar muchas explicaciones a sus jefes por lo que acababa de ocurrir. Pero tarde o temprano las buscarían, pues tampoco podrían permitirse el lujo de que tres niñas escapasen de golpe.

Al fin, un poco mareadas, llegaron a una estancia rectangular, con cinco camas y otra puerta al fondo.

—Deberíamos bajar a por Jurgen —saltó Ari, de repente.

—Jurgen ha muerto —respondió Lara.

—Tal vez Sun pueda curarlo.

—Nadie puede ya hacer nada por él.

Ari se echó a llorar. Las otras dos la abrazaron y las lágrimas de las tres se confundieron en un auténtico río, lleno de sollozos y lamentaciones. Él había entregado su vida por ellas, para que pudieran escapar. Ari se sintió conmovida, además de triste y desolada. De repente, decidió que no tenían tiempo que perder. Ahora más que nunca, por él, debían conseguirlo. No podían permitir que su muerte resultase en vano. No era tiempo de lamentaciones, ni siquiera de venganzas, solo de hacer exactamente lo que habían ido a hacer; aquello por lo que Jurgen había muerto.

—Vamos —dijo, separándose de sus dos amigas—. Tenemos que seguir adelante, si no, lo que ha hecho por nosotras no habrá servido para nada.

Las otras comprendieron que estaba en lo cierto. El tiempo de los lamentos y los recuerdos llegaría más tarde, cuando lograran su propósito. Ahora era tiempo de escapar; de descubrir qué se ocultaba detrás de cada puerta hasta que una las condujese a casa. Habían recorrido un largo camino desde el paraíso de su cárcel hasta el infierno en el que su amigo había encontrado la muerte, pero si no deseaban acabar igual, debían moverse ya.

Atravesaron lo que parecía el lugar de descanso de los cinco, y llegaron hasta la puerta. En esta ocasión permanecía cerrada. Además, y al contrario que la anterior, era metálica. No parecía que pudieran derribarla de ninguna manera.

—Busquemos la llave —propuso Lara, tras comprender que sin ella no lograrían nada.

Apenas había mobiliario. Solo un par de viejas estanterías de madera vestían las desnudas paredes de piedra. Lara y Sun se dirigieron hacia ellas mientras Ari buscaba entre las camas, perfectamente deshechas, de las personas que habían matado a su maestro.

Sintió un acceso de ira y, por primera vez desde que lo había descubierto, se arrepintió del color de su magia. En ese momento hubiera dado todo el oro del mundo por poder lanzar un rayo que eliminase de un golpe a aquellos que se dedicaban a cuidar la energía robada a los niños. Se enfrentaban a un grupo de desalmados, que permanecían impasibles mientras arrebataban el futuro de decenas de niños. A su corta edad, seguía sin comprender cómo podía existir gente de esa calaña. Se preguntó si ellos no tenían familia o hijos. Si podrían dormir aquella noche, con la muerte de Jurgen pesando sobre sus conciencias.

—¡Aquí está! —exclamó Sun, mostrando la pequeña llave metálica que le había entregado Cedric y haciendo como si la hubiese encontrado en una de las estanterías.

—Esperemos que sirva —deseó Lara.

Las tres se dirigieron a la salida, siendo conscientes de que, si la llave hacia girar la cerradura, el final de la pesadilla quedaría más cerca, o quizá no, puede que solo se tratase de un recoveco más en el intrincado laberinto del que intentaban escapar.

La llave encajaba.

Sun abrió.

Las tres se quedaron boquiabiertas.

—Es una puerta a ninguna parte —susurró Ari.

—Te equivocas —replicó Lara—. Es una puerta a cualquier parte.

XVI

La conversación con Mónica Fuentes discurrió según lo previsto, sin que la periodista interpretada por ella o el policía, por mí, hubiésemos mostrado la audacia suficiente para salirnos del guión escrito. Había conseguido establecer una especie de pacto de no agresión con ella pero, en cambio, como ya suponía, no había logrado que me revelase el nombre de su informador. Hallar al responsable de filtrar el informe policial a la prensa no iba a resultarme sencillo y, no obstante, constituiría una distracción importante de lo que consideraba mi misión principal: encontrar a Ariadna del Cid. A lo mejor, si aparecieran nuevas pruebas en el caso, el comisario se olvidaría de localizar al confidente que teníamos en plantilla, aunque no parecía probable y, en esa ocasión, lo comprendía. A mí tampoco me hacía ni pizca de gracia saber que alguno de mis compañeros se prestaba al doble juego de facilitar documentación esencial del caso a la prensa, a cambio de dinero. La existencia de alguien así en nuestras filas minaba la confianza del grupo, poniendo en peligro el normal desarrollo de las investigaciones en curso, enturbiando el ambiente, sembrando la discordia; sustituyendo la camaradería por el recelo. Nada peor que no poder mirar hacia delante porque hay que cubrirse las espaldas.

Por otro lado, si obviaba su profesión y su rol en el caso, el recuerdo que me había quedado de Mónica Fuentes era positivo. Me había parecido una mujer inteligente, decidida y también, por qué negarlo, atractiva.

Sonreí. Desde la muerte de mi mujer, mi relación con el sexo contrario no existía, al menos desde una perspectiva amorosa. Muchas veces, mucha gente había intentado convencerme de que debía rehacer mi vida. Odio esa expresión. Parece que por encontrar a otra pareja se vayan a solucionar de golpe y porrazo todos los problemas, se vayan a borrar todos los recuerdos, se vayan a secar todas las lágrimas. No. Yo no lo creía. Y ni siquiera, pese a la insistencia de algunos, se me pasaba por la cabeza romper con la soledad que me acompañaba como única y fiel compañera. El sitio de Elena no podría ocuparlo nadie. Ni aunque viviera mil años permitiría que otra mujer la reemplazara. Puede que entonces fuera muy tradicional, o muy ingenuo. O, simplemente, que no hubiera conocido a la persona adecuada.

Dudé qué hacer hasta la tarde. Faltaban aún unas horas para la nueva reunión del grupo de investigación, para la que había encargado a mis colegas que propusiesen nuevas vías para avanzar.

Consideré dedicar el tiempo que me sobraba a comprar ropa, pero rápidamente deseché la idea, pues como siempre, no me apetecía.

Se me vino a la cabeza Duende. En esos meses nos habíamos encontrado a menudo, y hablar con él del nuevo rumbo que tomaban los acontecimientos resultaría interesante, me ofrecería un enfoque diferente antes de afrontar el encuentro con mis compañeros.

Marqué su número y quedamos para almorzar en el Burger King situado en la plaza de La Nogalera, en el centro de Torremolinos. Pese a que últimamente había moderado la ingesta de grasas y, de hecho, había perdido algo de peso, me gustaba, de vez en cuando, saltarme las normas que yo mismo me había impuesto. Me daba una sensación de control sobre mi destino, que elevaba mi maltrecha autoestima.

El día continuaba gris cuando abandoné Málaga. El tráfico bullía por la avenida Andalucía, escapando de la ciudad en dirección a comidas rápidas, como la mía, colegios o citas imprevistas. Cada coche que me rodeaba contenía una historia, la de su conductor. Me pregunté si en aquel enjambre de colores, marcas y precios que componían, no se ocultaría Olivia Madueño. Su desaparición había frustrado cualquier avance. Se había convertido en el tapón perfecto que impedía que el agua fluyese en la dirección adecuada para resolver el caso.

Aparqué en la calle Casablanca, muy próxima a la antigua comisaría de Torremolinos y, a la vez, pero en dirección contraria, al lugar en el que había quedado con mi amigo. Recorrí a pie los apenas doscientos metros que me separaban de la plaza. Algunos locales emblemáticos de Torremolinos, comercios que habían disfrutado de gran éxito, mantenían las puertas cerradas desde hacía meses. La crisis económica se había acentuado, cebándose con los pequeños negocios, con el verdadero tejido empresarial, el que, sin salir en los titulares de los periódicos ni acaparar subvenciones de la administración, creaba empleo. En un municipio próspero como aquel, no recordaba haber observado nunca tantos carteles de Se vende o Se alquila. Tanta inactividad. Tanto desempleo. Me pregunté cuándo acabaría aquello, pero sobre todo cómo lo haría; qué precio pagaríamos muchos para seguir manteniendo los privilegios de unos pocos.

Duende me aguardaba junto a la hamburguesería. Él también había adelgazado algo. Pese al mal tiempo, vestía su indumentaria habitual: camiseta negra de grupo heavy —Guns N´ Roses, en este caso— y vaqueros azules descoloridos y medio rotos.

Pedimos un par de menús, con muchas calorías, y nos sentamos en el interior del local.

—¿Has leído los periódicos? —le pregunté.

—Yo solo leo novelas —respondió—. Si acaso, alguna vez, si la portada me interesa, me compro el Heavy Rock.

—Ya veo. Entonces, supongo que no te has enterado de las novedades.

—¿Qué novedades?

—Alguien ha filtrado los informes policiales sobre la desaparición de Ari a una periodista, que los ha publicado hoy.

—Cuando dices alguien, te refieres a algún compi tuyo, ¿verdad?

Torcí el gesto mientras él no podía ocultar la sonrisa. Disfrutaba poniéndome en aprietos.

—No considero que eso sea importante.

—Vaya, pues a mí no me gustaría nada trabajar con un soplón al lado.

—A mí tampoco —admití—. Pero todo tiene su lado bueno.

Abrió los ojos de forma exagerada, como si no alcanzara a encontrar la parte positiva a aquello.

—Si tú lo dices.

—El comisario ha decidido reactivar el caso. Ha vuelto a reunir, hoy mismo, al grupo de investigación. Podremos dedicarnos en exclusiva, o casi, a buscar a la niña.

—Déjame adivinar —dijo, con gesto teatral—, también tendrás que encontrar al soplón.

—Sí. También me ha encargado identificar al responsable de la filtración.

—No creo que sea fácil.

—Ni yo. Pero, sinceramente, es lo que menos me preocupa.

—Pues deberías centrarte en eso.

—¿Cómo? No te entiendo —empezaba a perder la paciencia; no había ido hasta allí para jugar—. Te acabo de explicar que han reactivado el caso, y tú me dices que debo centrarme en encontrar al informador... Explícate, anda.

—Lo otro no tiene solución. Sin Olivia, no lograremos nada.

—Vaya ánimos que me das.

—Qué quieres que te diga. Yo lo veo así.

—Pues yo no. Se nos abre, por las circunstancias que sean, una segunda oportunidad, y hay que aprovecharla.

—Eso vale como discurso interno de la policía, pero tú y yo conocemos los pormenores reales del caso, y que sin ella no hay solución posible. Incluso con ella, puede que tampoco llegásemos a nada.

—Tenemos a otra persona.

—¿Román?

—Sí.

—Ya lo intentamos, sin éxito.

—Lo sé. Pero no me conformo con eso. Si examinamos bien lo que sabemos, no es cierto que Olivia sea la clave. De cara a la policía, sí, por supuesto, ella es la única sospechosa.

—Sé exactamente a dónde pretendes llegar, pero es un disparate.

—Román Giovanetti es el único que puede llevarnos hasta Ariadna, pero además es el único que puede saber dónde se encuentra Olivia. Por tanto, él se ha convertido en la verdadera clave de todo, tanto para nosotros como para la policía.

—Pero no nos ayudará, ya lo sabes.

—Pues tendremos que encontrar la manera de convencerlo para que lo haga.

Duende se mostró escéptico. No había olvidado que durante algunos meses yo busqué algo sucio en sus negocios, sin conseguir nada. No albergaba ninguna esperanza de que un nuevo intento trajese consigo un resultado diferente. Román Giovanetti se encontraba a una altura, según él, a la que nosotros no llegaríamos jamás, ni saltando.

Por un momento temí que la lluvia descargase sobre Torremolinos. Había salido de casa con un paraguas, pero a saber dónde se hallaba ahora. Solía perder varios cada año y, a pocos meses de acabar aquel, debía cumplir religiosamente con la estadística.

Antes de regresar a la comisaría, acerqué a Duende hasta su casa. La oscuridad que nos dominaba hacía mella en mi ánimo, pues daba la impresión de reinar sobre el mundo, escondiendo entre las sombras a Ariadna y a su madre, impidiendo así que nadie pudiese llegar hasta ellas y traerlas a la luz.

—¿Harás algo? —le pregunté, antes de que bajara de mi viejo Citroën.

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