Ari

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Ari

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Él sonrió, sarcástico, o puede que solo divertido ante mi insistencia.

—No sé qué puedo hacer, la verdad —se excusó.

—Seguro que algo habrá. Habla con la gente de tu mundo. Alguien debe conocer la forma de penetrar en el entramado de Román.

Duende iba a replicarme, pero vaciló durante un momento, como si de repente recordase algo importante. Su gesto se hizo más grave, como si en lo que fuese a decirme se hallara la clave de todo.

—Ya lo manejamos en su momento y, en lo que a mí respecta, sigue siendo válido.

—¿A qué te refieres?

—A contactar con alguno de los que trabajen para él, de los que elaboran la magia que él vende.

Recordé cómo había fracasado en ese intento. Con una inocencia que rayaba la estupidez, había supuesto que el señor Giovanetti tendría a todos sus empleados dados de alta en la Seguridad Social y, tras semanas de pesquisas y de trámites administrativos para recabar las autorizaciones necesarias para acceder a sus datos, descubrí que nadie, salvo un contable, trabajaba legalmente para él.

El claxon de otro vehículo, al que el mío le cortaba el paso, me sacó de la reflexión. Le hice un gesto a Duende para que subiera de nuevo al coche, y busqué aparcamiento, lo cual, en el mes de noviembre, no resultaba complicado en un lugar como La Carihuela, cuyo turismo, cada vez más, se concentraba en los meses de sol.

—¿Dónde elaboran los hechizos? —pregunté.

—Nadie lo sabe.

—Pues tendremos que averiguarlo. Las personas que trabajan para él deben tener una vida. No creo que permanezcan encerrados las veinticuatro horas. Saldrán y se relacionarán con otra gente. Algunos, supongo, mantendrán vínculos familiares, parejas, hijos... Yo qué sé. Tú, que perteneces a ese mundo, indaga entre tus amigos. Un pequeño detalle, por insignificante que parezca, puede llevarnos a otro más importante.

Duende mantenía su postura pesimista. Mi discurso no había conseguido moverle ni un centímetro del lugar en el que se encontraba. Yo sabía que, tras la máscara de cinismo que mostraba, no poder encontrar a la niña había supuesto un duro golpe para él, y puede que aún no hubiese reunido el valor suficiente para un nuevo intento.

—Todo eso ya lo hicimos, Emilio.

—No —repliqué—. No lo hicimos, solo lo intentamos.

Duende soltó una sonora carcajada.

—Pues sí que estás convencido. Pareces uno de esos gurús del optimismo y del pensamiento positivo.

Alguna idea frenó en seco su discurso. La carcajada se transformó en enigmática sonrisilla, como si hubiera descubierto algún aspecto en el que solo él hubiera reparado.

—¿Cómo se llamaba el periodista con el que te has reunido antes? —preguntó con intención.

—La periodista —le corregí.

—Eso, la pe-rio-dis-ta —repitió, arrastrando las sílabas una a una.

—Mónica Fuentes —respondí sin comprender a dónde intentaba ir a parar con aquello.

—Supongo que estará muy buena, ¿no?

—¿Qué?

—Este optimismo tuyo, sobrevenido, solo puede causarlo el amor —se burló.

—Anda, fuera de mi coche, que tengo mucho trabajo que hacer... Y tú también. No lo olvides.

—No te preocupes.

No pude evitar sonreír mientras me dirigía de regreso a la comisaría. La ocurrencia de Duende había tenido la virtud de relajarme. Puede que él se encontrara en lo cierto, que los pasos que íbamos a dar ya los hubiésemos dado antes, sin resultado; pero seguro que algo, a uno u otro lado de la investigación, se nos pasó por alto. Mónica Fuentes nos ofrecía una segunda oportunidad, no a mí para rehacer mi vida, sino a Ariadna, para que, con el esfuerzo de todos, pudiera regresar con su familia, y teníamos la obligación de aprovecharla.

El encuentro con mis compañeros discurrió de forma tediosa. Hubo propuestas lógicas, como la de apretar más las tuercas a la familia de Olivia, pero que ya sabía que no conducirían a ninguna parte, y otras disparatadas. La conclusión a la que llegaban todos coincidía con la de Duende: ya habíamos hecho todo lo que se podía hacer, sin lograr ningún avance.

Por mi parte, me resistía a dar por válido aquel planteamiento, que no nos conducía más que al pesimismo más absoluto y a la derrota más inevitable. Me empeñé en animarlos a encontrar nuevos caminos, pero mis palabras parecían caer en saco roto.

Como yo pretendía visitar de nuevo, en compañía de Duende, a Román Giovanetti, encargué a Santos y Mediavilla que se dedicaran a la familia de la madre, mientras que a Corrales le pedí que se ocupara de la labor más tediosa, la de revisar de nuevo, a fondo, los informes y los vídeos de las cámaras de seguridad.

Sabía a ciencia cierta que ninguno de los dos caminos aportarían nada, pero me sentía obligado, como jefe de la investigación, a seguir una rutina de trabajo para guardar, al menos, las apariencias.

Esperaba que de la nueva conversación con el señor Giovanetti, surgiese la manera de involucrarlo en el caso de una forma oficial y de ese modo poder concentrar los esfuerzos y las ideas de todos sobre el que yo consideraba que era la pieza clave del puzle.

Salí un tanto decepcionado de la sala de interrogatorios que usábamos para nuestras reuniones. Mi moral no era de hierro, y que todos a mi alrededor considerasen que las posibilidades que teníamos de encontrar a Ariadna resultaban casi inexistentes, me había afectado más de lo que me gustaría admitir.

Me desplomé sobre mi silla. La noche de mi vida lucía negra, o mi vida, esa noche, no me permitía ver ninguna luz. La luna se ocultaba entre las nubes, como las esperanzas de resolver el caso entre la lógica del desaliento. Un muro me separaba desde hacía meses de Ariadna del Cid, y no conseguía derribarlo.

Suspiré. La cabeza, con una sensación de derrota que me atormentaba, comenzó a dolerme. Me esforzaba por encontrar un resquicio que, a lo peor, no existía. Anhelaba encontrar una oportunidad donde solo había el anuncio de un nuevo fracaso, la repetición de una mala película.

Cerré los ojos, y por algún motivo que desconocía, mi mente viajó hasta Seattle, a conocer a mi nieta. Aún, por supuesto, desconocía el sexo, pero yo ya imaginaba a una niña rubia, de ojos verdes, que correteaba junto a mí. La ilusión en su brillante mirada, me contagiaba de una vitalidad desbordante. Sus torpes pasos dibujaban una sonrisa en mi boca, acercándome a la tan temida felicidad.

El sonido del teléfono me sacó bruscamente de mis ensoñaciones.

—Hay aquí un señor que insiste en hablar contigo. Dice que es muy urgente.

Miré el reloj, que me indicaba el camino a casa, y me sentí terriblemente cansado ante la perspectiva de tener que hablar con alguien. Me apetecía refugiarme en el salón, entre melodías tristes, para solazarme en mi dolor, en mi derrota.

—¿Quién es? ¿Qué quiere? —pregunté con la esperanza de poder despachar el asunto sin recibir al individuo que osaba molestarme a esas horas.

—Román Giovanetti, sobre la desaparición de Ariadna del Cid.

El corazón me dio un vuelco.

XVII

Ari cerró los ojos y se obligó a hacer lo que le indicaba Lara. Buscó en sus recuerdos la imagen de un lugar en el que se hubiese sentido especialmente bien; un sitio en el que, aunque ella no lo supiese, según su amiga, la magia fluía y por eso quedaba impreso en su memoria.

Lo primero que le vino a la cabeza fue la Torre Eiffel. Recordaba las fotos que se hizo junto a sus padres desde la zona de Trocadero, con unas vistas impresionantes de la Torre y los Jardines de Marte, con la Escuela Militar de fondo. París entero, con sus grandes avenidas, sus maravillosos parques, sus palacios, sus museos, le parecía mágico, pero aquella zona en particular, mientras bajaba por los jardines y atravesaba el Sena para llegar a la explanada en la que cientos de turistas esperaban su turno para subir hasta el punto más alto de la ciudad, la mantenía presente en su memoria como un recuerdo excepcional, una vivencia que jamás olvidaría.

Enseguida descartó su primera opción. Comprendió que, si aquella fuerza, combinada con su poder, podía llevarlas a algún lugar que ella evocase con detalle, aparecer en Francia, no resultaría una buena idea. ¿Cómo se las arreglaría después para llegar hasta su casa?

Pensó en sus amigas, y dudó de nuevo. Lara había nacido en Galicia, en el norte de España, pero vivía en Oporto, en Portugal, cuando la hicieron desaparecer. Sun, en cambio, era coreana. ¿Acaso debía consultar con ellas el destino a elegir? Nunca había visitado Corea, ni siquiera Portugal o Galicia, aunque se encontrasen más cerca, así que no tenía mucho sentido discutir. Lo importante para todas consistía en salir de allí lo más pronto posible, así que se esforzó por imaginar algún otro sitio, a ser posible más cercano a su casa, en el que hubiera sentido algo especial.

Empezó a inquietarse. La opción parisina, que acababa de desechar, regresaba una y otra vez a su mente, incapaz como se mostraba de sustituirla por otra alternativa. Parecía como si su cerebro se negase a obedecerla. Él ya había elegido París, y no quería buscar nada más.

Respiró profundamente. Supuso que Sun y Lara comenzaban a impacientarse. En cualquier momento, los esbirros que habían matado a Jurgen aparecerían por el dormitorio, y entonces todo estaría perdido.

Consiguió dejar la mente en blanco, olvidarse de sus viajes más lejanos y recorrer mentalmente los alrededores de Torremolinos. En la profunda preocupación, notó que se abría paso una sonrisa triunfal. Al fin había encontrado lo que buscaba, ese lugar a la vez mágico y cercano; el punto de escape perfecto.

—Lo tengo —anunció—. No os separéis de mí.

Según Lara, aquella puerta actuaba como un potenciador de la energía mágica, a efectos de desplazarse en el espacio. En condiciones normales, Ari aún no tendría la capacidad de trasladarse a distancias tan grandes, pero, aprovechando aquel medio, lograría alcanzar cualquier lugar que se propusiera.

Ahora que lo sentía tan cerca, que se encontraba a una palabra de abandonar la cárcel en la que vivía desde hacía casi un año, rememoró el gesto incrédulo de Jurgen al morir, y un hondo sentimiento de tristeza la atravesó. La injusticia la corroía por dentro. Que su maestro, que durante años mantuvo viva la esperanza de salir de allí, no pudiese disfrutar de aquel momento, le resultaba inadmisible.

—Vamos —la animó Lara, intuyendo lo que pasaba por su cabeza.

Ari asintió antes de desencadenar su hechizo.

Lo primero que notaron fue el brusco cambio de temperatura. Una fría noche de otoño las recibió al otro lado. La humedad, en una zona como aquella, tan próxima al mar, se dejaba notar de forma ostensible. Se hallaban, pese a todo, a una altura considerable, sobre una especie de risco. A la derecha, el mar podía oírse batir, aunque sin la luz del día, resultaba apenas una presencia sonora pero indistinguible. A la izquierda, las luces de una ciudad atravesada por una autovía de tráfico incesante, se presentaba ante ellas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sun.

—En el Castillo Sohail, en Fuengirola.

—¿Fuengirola? —repitió Sun con dificultad, memorizando el nombre por si más adelante debía mencionárselo a su maestro.

Ariadna soltó una carcajada como respuesta a la expresión de su amiga. La temperatura no podía enfriar su alegría. Lo habían conseguido.

—Estamos en España —explicó—. Cerca de mi casa.

Lara luchaba por contener las lágrimas. Tantos años sin contemplar otro paisaje que un bosque infinito y falso, dotaban de un significado especial a aquel pueblo de la costa malagueña, con la vida real desarrollándose ante sus ojos. Personas que se movían en libertad, de un lado para otro, eligiendo su parte del cuadro, sin que nadie vigilase sus movimientos, sin que una dirección en lugar de otra pudiera suponer que alguien te lanzase un rayo y acabara contigo.

—Gracias, Ari —dijo de repente.

—Lo hemos hecho juntos, también Jurgen.

Las otras dos asintieron. Sin él, jamás hubieran vuelto a contemplar el mar.

—He pensado que deberíamos buscar a su familia, a sus padres, para explicarles lo que ha sucedido. Para que al menos sepan la verdad: que su hijo vivió durante muchos años —propuso Ariadna.

—No sé si eso es una buena idea —intervino Sun—. La historia resulta demasiado increíble para que la acepten sin más, y el final solo les causará más sufrimiento.

Ari se dio cuenta de que su amiga coreana llevaba razón. Incluso así no descartó totalmente la idea. Decidió considerarla más adelante, en otro momento en el que pudiera reflexionar con más tranquilidad. Después de todo, aunque supusiera dolor para ellos, tenían derecho a una explicación, a cerrar el interrogante que habían abierto hacía años, sin que nadie pudiese resolverlo.

Bajaron tranquilamente por el parque situado en las laderas del castillo. A medida que se acercaban al mar, la humedad se volvía más intensa. Las tres se notaban aturdidas, como si lo que contemplaban, el suelo que pisaban, no formase parte de la realidad. Temían que, en cualquier momento, alguien las despertase de aquel maravilloso sueño en el que al fin caminaban solas.

—Quiero ir a la playa y llegar hasta la orilla —confesó Sun, que pese a las instrucciones de Cedric, en el sentido de que no debía demorarse, necesitaba acudir al encuentro del mar, que tan importante había resultado en su infancia y tantos años llevaba alejado de ella. Su olor la transportaba a otro época, mientras que los recuerdos contenidos se agolpaban ahora en su mente y debía esforzarse por contener las lágrimas.

—Claro —concedió Lara—. Ahora podemos hacer lo que se nos antoje.

Ariadna, sin embargo, comenzó a notar la impaciencia propia del reencuentro con sus seres queridos. Sus compañeras se encontraban muy lejos de sus casas, de sus familias; pero ella esperaba abrazarlos enseguida, y no deseaba perder ni un minuto. No obstante, comprendió la situación y no se opuso al capricho de Sun. Ellas tardarían mucho más en regresar a sus vidas, si es que lo lograban, pues el tiempo transcurrido en sus casos parecía excesivo para regresar, sin más.

—Qué bonito. Qué diferente.

La playa se hallaba desierta. Pero, por el estrecho paseo marítimo, algún valiente corría mientras otros aprovechaban para pasear a los perros.

—Hubo un momento en el que perdí la ilusión, en el que asumí que moriría allí —reveló Sun, aunque sin decir toda la verdad, pues si bien era cierto que había recuperado el deseo de vivir, los motivos resultaban muy diferentes a los de sus amigas.

—Todos la perdimos, excepto Jurgen —respondió Lara—. Él nunca dejó de creer en la posibilidad de regresar al mundo real.

Las tres asintieron en silencio. Nunca le olvidarían. El recuerdo permanente se convertiría en el mejor de los homenajes.

—Bueno, Ari, ¿a dónde nos llevarás ahora? —preguntó Sun.

La cara de Ariadna se iluminó por completo. Llevaba esperando esa pregunta desde que habían aparecido en lo alto de las murallas del castillo.

—¡Vamos a mi casa!

—¿Podemos ir andando?

Su semblante palideció. Ni siquiera había reparado en cómo llegar hasta allí. Se encontraban cerca, pero no tanto como para no necesitar algún medio de transporte.

Se le pasó por la cabeza emplear de nuevo su habilidad. Pero, después de haberla utilizado ya en varias ocasiones a lo largo de las últimas horas, disponía de muy poca energía, además de no tener la certeza de que sus poderes funcionasen en un entorno diferente al lugar en el que los había usado siempre.

—No —admitió—. Tendremos que encontrar a alguien que nos lleve.

—No te preocupes, ya pensaremos algo.

Ariadna sugirió ir en dirección al pueblo, pues recordaba que en el centro había una estación de ferrocarril. Se le ocurrió, que una vez allí, podían pedir a alguien que les comprase los billetes hasta su parada. Si al menos no hubiese olvidado el número de teléfono de su casa, todo resultaría más sencillo. Pero había vivido tantos acontecimientos en los últimos meses, que algunas partes de su existencia anterior, simplemente, habían desaparecido de su memoria.

Se disponían a cruzar un bonito puente sobre la desembocadura del río Fuengirola, cuando percibieron una especie de fogonazo en la parte alta, sobre el castillo. Cuando miraron, quedaban los restos de una extraña luminiscencia de color amarillo, apenas perceptible.

Se miraron extrañadas.

—No me gusta nada ese color —expresó Lara, con el semblante serio.

Las otras comprendieron al instante a qué se refería. El amarillo representaba al tiempo y al espacio; el color de la energía de Ariadna. Aquello podía significar que alguien acababa de emplear esa magia para llegar hasta allí.

No tuvieron tiempo para más especulaciones. Tres figuras saltaron desde la muralla hasta el risco, y comenzaron a descender campo a través, no por el parque, como habían hecho ellas. Ese camino conducía directamente hasta el puente.

—¡Vienen a por nosotras!

—¿Cómo han podido encontrarnos? —preguntó Ariadna, desolada.

—Eso no importa —respondió Lara—. Hay que huir.

Atravesaron el puente a la carrera, sin detenerse, como hacían cientos de turistas cada día, a fotografiar el mar, aunque a esas horas, por la falta de luz, hubiese resultado inútil.

Llegaron hasta el paseo marítimo con el corazón desbocado. Algunos chiringuitos comenzaban a poblar la playa a su derecha, mientras que, a su izquierda, se levantaban altos bloques de viviendas frente al mar.

Ariadna recordó las palabras que pronunció la asesina de Jurgen, en el sentido de que sus problemas no se acabarían escapando de allí. De alguna forma alguien había conseguido localizarlas, y ahora intentaba llevarlas de vuelta. Pero ella no iba a volver.

Apretó el ritmo de su carrera. Miró hacia atrás, y aunque no pudo distinguirlos, tuvo la seguridad de que las tres figuras que habían descubierto descendiendo por la ladera las perseguían, y que la distancia se acortaba. En el fondo eran solo tres niñas cansadas. Aquello no acabaría bien.

El camino se abrió. A la izquierda había una carretera con dos carriles, uno para cada sentido. El paseo marítimo se ensanchaba, dejando espacio incluso para un carril destinado a los ciclistas.

Ari recordó que, para llegar al centro, tendrían que girar a la izquierda, y decidió hacerlo en cuanto descubriera una calle que le pareciera lo suficientemente grande como para estar segura de su destino.

Ya podían sentir el aliento de los otros tras ellas. Temió que alguno empleara la misma magia que acabó con la vida de Jurgen, y aunque después supuso que intentarían capturarlas vivas, pues no renunciarían a la energía que aportaban, esa conclusión no consiguió tranquilizarla en exceso. La simple perspectiva de regresar al claro del bosque le oscurecía por completo el ánimo.

—Por allí —señaló Ari.

Las tres cruzaron la carretera. Unos cien metros más arriba, antes de llegar a la mezquita blanca, cuya torre dominaba la zona, reparó en varios taxis aparcados. Si conseguían alcanzarlos, quizás algún conductor las acercaría hasta su casa, pues ella conocía el camino.

De repente, se produjo un ruido a su izquierda, y Sun dejó de correr a su lado. La niña había tropezado, y ahora permanecía en el suelo, con la cara pegada a la acera.

Lara y Ariadna se acercaron hasta ella, para levantarla, pero no tardaron en descubrir a sus perseguidores a no más de veinte o treinta metros.

Ari tocó a las dos, y lo más rápidamente que pudo, lanzó un hechizo a la desesperada, sin tiempo para reparar en las consecuencias, sino solo en los tres hombres que se acercaban a toda velocidad.

Aparecieron en la misma posición en la que se encontraban, es decir, con Sun bocabajo y ellas agachadas a su lado. Habían avanzado unos cientos de metros, no más. Se hallaban cerca de la mezquita, en un desierto solar situado junto a ella. Lo bueno era que habían conseguido poner un poco de distancia, aunque no demasiada, y al menos podían respirar un poco. Pero también había una parte negativa: la parada de taxis había quedado atrás y, además, aunque intentaba disimularlo, Ari se encontraba exhausta, y a duras penas se mantenía en pie.

Sun tenía la cara magullada y las manos ensangrentadas, pero nada más. Aunque dolorida, no parecía presentar problemas para continuar.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

—Estamos a un paso del centro —explicó Ari—. Puede que no se atrevan a seguirnos por ahí.

Las tres se miraron deseando que su amiga acertase, pero temiendo lo contrario.

XVIII

Hacía tiempo que no recordaba una semana tan intensa como aquella. Hasta llegar allí, a aquel asiento de plástico de la comisaría de Torremolinos en el que aguardaba para hablar con el inspector Van der Hayden, habían sucedido muchos acontecimientos.

Tras enterrar a su hermana, había regresado a la pequeña estancia en la que la mantuvo oculta durante años. Allí, mientras ponía en orden sus escasas pertenencias, descubrió, protegidos en una pequeña bolsita de plástico transparente, un par de cabellos. Intrigado por el hallazgo, decidió acudir a los magos que trabajaban para él.

El trayecto desde su casa resultaba muy corto, apenas diez o doce minutos. Casi nunca aparecía por allí, y menos durante el día, pues no deseaba que nadie pudiera establecer una relación entre aquel lugar y él. Pero, sin darse cuenta de que seguía la promesa que le había hecho a Stella mientras depositaba los últimos granos de arena sobre su cadáver, dejaba atrás las precauciones del pasado para pasar a la acción.

Los inmensos laboratorios en los que diecisiete magos realizaban sus encargos, se ocultaban en los sótanos de una clínica de cirugía estética, cuyo propietario era una sociedad mercantil participada por otras sociedades, todas radicadas en el extranjero, y tras las cuales se hallaban personas fallecidas hacía mucho tiempo. Aquella perfecta obra de ingeniería financiera se la debía a su contable, don Mario Valdés, un octogenario que gracias a las pociones allí elaboradas, mantenía una salud de hierro.

Se dirigió al despacho de Sara, que ejercía de coordinadora de todo aquello, encargándose de que los hechizos se elaborasen y entregasen en el plazo establecido. Algo que para Román constituía la esencia misma de su negocio y que ella, pese a su relativa juventud, entendía a la perfección. De hecho, pese a no mantener ningún vínculo con ella, más allá de la relación profesional, a menudo la percibía como una digna sucesora suya. No tenía herederos legales, y siempre había pensado entregar el negocio a quien de verdad lo mereciese. Hasta ese instante, no había conocido a nadie mejor que Sara.

—Román, ¿cómo tú por aquí? —le preguntó con abierta curiosidad, pues no recordaba ninguna otra visita de su jefe a horas tan tempranas, con la clínica todavía en horario de atención al público.

—Tengo un encargo urgente.

—Dime.

Le entregó la bolsita y le desveló que había pertenecido a alguien de La Frontera, pero sin mencionar a su hermana, y que, por tanto, sospechaba que representase algún tipo de conexión arcana.

—¿Qué deseas saber, exactamente?

—A quién pertenece y dónde se encuentra ahora mismo.

—De acuerdo. Se lo daré a Vasily.

—Que deje todo lo demás. Dile que es un encargo directo mío. Necesito que le otorgue prioridad absoluta.

—Por supuesto.

—En cuanto averigüe algo, que me llame.

—Descuida, así lo hará.

Tras abandonar la clínica, se sintió un poco débil. Aún no había desayunado, así que decidió parar en un bar cercano y pedir algo de comer mientras reflexionaba sobre sus siguientes pasos.

En La Frontera, siempre corrían rumores sobre opositores al poder de El Claustro. Incluso, en ocasiones, la muerte de alguno de sus miembros, se relacionaba con un deseo de cambio aplastado por el resto; pero la realidad, al menos hasta donde alcanzaban sus conocimientos, no demostraba que existiese una resistencia organizada dentro de su mundo contra los magos que lo dirigían.

Comenzó a darle vueltas a diferentes formas de socavar el poder establecido. Se consideraba un hombre con muchos recursos, tanto mágicos como económicos, así que, si jugaba bien sus cartas, debía resultar capaz de poner en marcha un movimiento de cambio; pero para ello necesitaba el apoyo sin fisuras de todos los que trabajaban para él; y eso no parecía algo sencillo de conseguir. Todos poseían un talento excepcional, y deseaba que formasen parte de su ejército. Sin embargo, la mayoría amaba el lujo. No daban, por tanto, el perfil de luchadores comprometidos con ninguna causa que no representase un claro beneficio material para ellos mismos.

Barajó la conveniencia o no de ponerlos al corriente de sus intenciones. Quizás, si actuaba con cuidado, podría utilizarlos sin que ni siquiera lo sospechasen. Pero aquella posibilidad, además de parecerle complicada, le planteaba serios reparos morales. Una cosa era luchar, abandonar el inmovilismo al que le habían obligado las circunstancias, y otra muy diferente traicionar los principios que habían regido su vida. No, les diría la verdad. Incluso les otorgaría la opción de elegir en qué bando luchar, aunque ello representase un riesgo para sus propósitos.

Mientras apuraba el té con limón, aprovechó para llamar a su masajista particular y concertar con ella una cita para una hora más tarde.

Ya al filo del mediodía, recibió la llamada que esperaba.

—Señor Giovanetti, soy Vasily Volkov.

—Dime, Vasily.

—A quién pertenecen los cabellos, por el momento no he podido determinarlo. Digamos que, por los medios mágicos convencionales, no ha resultado posible. Si quiere, probaré otras opciones.

—¿A qué te refieres?

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