Ari

Ari


Ari

Página 5 de 32

El lunes, 7 de febrero, me desperté sobre las seis de la mañana. Ese día cumplía años mi viejo camarada Luis, así que lo primero que hice, para que no se me olvidara, fue escribir un mensaje de texto en el móvil y guardarlo como borrador. Más tarde, memoricé una nota de aviso en la agenda para que la alarma sonase a mediodía y enviarle entonces la felicitación. Últimamente coincidíamos poco, pero ambos conservábamos un sentimiento de proximidad y permanecíamos en la memoria del otro; de modo que rara vez pasábamos por alto los cumpleaños o santos. Compartí con él la academia, las prácticas en Zamora y el primer destino, cuando este te conducía inexorablemente a una Euskadi plagada de coches bomba y balazos de nueve milímetros Parabellum. Hubo una época en la que cerrábamos bares y pateábamos culos juntos. En la que emborracharse era nuestra religión y la música rock el ritual que nos conectaba a un dios en el que ninguno de los dos creyó nunca. Las mujeres cambiaban de nombre, pero los amigos siempre permanecían. No solo él, claro, todo un grupo esparcido por el tiempo y el espacio. Separado, desmembrado como un pollo en una carnicería. Alguno había muerto, otros luchaban contra una vida que no dejaba de golpearlos con fuerza, pero todos seguíamos unidos por el imborrable lazo de la juventud.

Me detuve junto a una estantería de color cerezo atestada de libros viejos y desordenados. Observé, delante de ellos, varias botellas de bourbon vacías y de diferentes tamaños. Alcé la más pequeña, que apenas cubría el lomo de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja; una botellita de un trago, y la dejé de nuevo en su sitio. Cada una de ellas evocaba un recuerdo, una celebración, un brindis, una pena ahogada o una alegría exaltada en alcohol de Tennessee.

Me pregunté cuántos de mis recuerdos serían reales y cuántos alterados por el paso del tiempo, el efecto del whisky o la ilusión de que cualquier tiempo pasado pareciera mejor. ¿Cuántas de aquellas noches existieron realmente? Siempre hubo una magia escondida en la camaradería, en el descubrimiento, una inocencia cuyo brillo extinguiría el paso de los años como si de una batería desconectada se tratase; solo que no existía un lugar para conectarla a la corriente y recuperar lo perdido.

Intenté establecer el momento exacto en que acabó mi juventud; ese cruce de caminos sin retorno en el que la vida te atrapa en un torbellino de responsabilidades y convenciones establecidas a las que nunca prestaste atención hasta que el lazo sobre tu garganta se cierra del todo. ¿Existió ese momento concreto en el que cambié de rumbo? ¿Pudo ser mi boda con Elena? Aún hoy, después de mucha reflexión, no soy capaz de responder a esa pregunta con exactitud, y aquel día de febrero solo percibía la fugacidad de la existencia, de mi existencia reflejada en mi aspecto y en mi forma de vivir. En las renuncias o en los desistimientos, en mi actitud defensiva ante el trabajo y cobarde ante mi propia realidad.

Me absorbió una ola de absurda melancolía y corrí a refugiarme en la normalidad del desayuno diario, antes de que se transformara en un catastrófico tsunami de proporciones bíblicas que arrasara con el presente y lo transformara en un desierto de nostalgia insufrible. Me asomé por un instante al precipicio de la depresión, pero la imagen de Sonia ocupaba el horizonte y consiguió detenerme. Todavía podía soñar con tocar el cielo, con perseguir una estrella. En definitiva, con renacer de mis cenizas y encontrar un nuevo camino para mi vieja alma.

Como cada mañana, tosté un par de rebanadas de pan integral y exprimí tres naranjas. Me senté a comer mientras la radio me informaba de las noticias del día. Me divertía ir cambiando de cadena para comprobar los diferentes enfoques de la actualidad. Lo que para Francino implicaba una gravedad imperdonable, para Herrera no pasaba de peccata minuta y para Losantos ni existía; o al revés, dependiendo de los días, los pecados o, sobre todo, de los pecadores.

Salí de casa a las ocho menos once minutos con la firme determinación de dar un impulso decisivo a la investigación sobre Ariadna. Del debate con mis tres compañeros surgirían ideas y claves nuevas para avanzar, o eso deseaba creer. Yo, desde luego, tras la conversación con Sonia, me sentía más capacitado para enfrentar aquel caso de lo que había juzgado el día anterior. Ya había superado mi crisis diaria y esta vez acudía a mi puesto con energías renovadas, con ganas de demostrarle al mundo que había vuelto para quedarme.

Tras un recorrido de apenas cinco minutos, entré en el recinto de la comisaría y observé que Santos me aguardaba junto a su coche, un BMW rojo del año ochenta y tres.

A Patricio Santos —Pat Santos para todos—, le encantaban los coches. Disfrutaba comprándolos viejos, a punto de acabar en el desguace, para restaurarlos con mimo y paciencia, y disfrutar de ellos unos meses mientras ya había adquirido otro en el que trabajaba y que sustituiría al anterior que, de paso, solía vender por cuatro o cinco veces más de lo que había pagado por él. Pese a que yo también me sentía atraído por el mundo del automóvil, perdí la cuenta de con cuántos modelos diferentes le había visto llegar al trabajo.

Exageradamente moreno, bajito y nervioso, no representaba el prototipo de conductor de aquellos deportivos de época. Nunca le hubieran elegido para uno de esos sofisticados anuncios de automóviles de lujo, pero disfrutaba de su pasión e irradiaba vitalidad por los cuatro costados. A menudo, esa naturalidad suya para vivir de un modo coherente con sus deseos, despertaba mis celos; una envidia irracional que afortunadamente no se prolongaba más allá de un instante, pero que me recordaba la cobardía con la que yo actuaba.

—¿Cuándo cambiarás esa tartana que tienes por coche?

—¿Tartana? —repliqué—. Pero si tiene veinte años menos que el tuyo.

—El mío es un clásico. La edad, como a los buenos vinos, lo hace mejor.

—Si tú lo dices...

—Parece que trabajaremos juntos, Holandés —así me llamaban algunos debido a mi apellido, aunque yo nunca había visitado la tierra en la que nació mi abuelo, salvo por un par de horas que pasé en el aeropuerto de Schiphol, aguardando a que despegase mi vuelo en una escala entre la ciudad noruega de Stavanger, situada al sur, en un maravilloso enclave natural en el que los fiordos dominaban el mundo, y Madrid.

—Sí —le confirmé.

Mientras nos encaminábamos a la entrada, me preguntó si aquello de una niña desaparecida en un ascensor era cierto o Palacios le había vacilado un domingo por la noche con alguna copa de más en el estómago.

Aunque le confirmé esa parte de la historia, no le adelanté nada más. Le dije que nos reuniríamos a las nueve en una de las salas de interrogatorios con Corrales y Mediavilla. Decidí reservar mis ideas y propuestas para cuando nos encontrásemos todos juntos y no dispersarme en conversaciones preliminares, repitiendo lo mismo varias veces, y cayendo en la apatía en el momento más importante. La experiencia me había enseñado a concentrar mis esfuerzos en las situaciones que sabía podrían dar verdaderos frutos y esquivar las intrascendentes. A mi edad, poseía una noción bastante precisa de las limitaciones de mi cuerpo y mi mente, y que la energía de que disponía se agotaba con demasiada frecuencia, así que la empleaba de forma eficiente con el objeto de que durase el mayor tiempo posible y que mi rendimiento no mermase .

Mientras aguardaba a la hora acordada para la reunión, me encerré en mi despacho y comencé a concentrar mi pensamiento en la niña desaparecida. ¿Cómo viviría una criatura de nueve años una situación tan desagradable como aquella? ¿Sería capaz de abstraerse o habría caído ya bajo las garras del miedo y la desesperación? Llevaba casi un día alejada de su entorno. Para un adulto pudiera parecer un tiempo insignificante; pero a esa edad, en que los monstruos existen y el infierno es una región apenas escondida a la vista, la existencia le resultaría insoportable.

Me prometí no apartar a Ariadna de mi pensamiento ni un solo instante hasta dar con su paradero. No la convertiría en mi prioridad, sino en lo único que me moviera. Si nada irreparable había sucedido ya, no podíamos permitir que nadie la retuviese. Cada minuto robado a su infancia se convertiría en una losa sobre nuestras conciencias. Noté que el brío de la convicción me embargaba, y aproveché el momento para levantarme y dirigirme a la reunión.

Cuando entré, mis tres compañeros me esperaban ya en la habitación. Corrales y Mediavilla permanecían sentados, uno frente al otro, y Santos paseaba por el contorno, incapaz, como de costumbre, de permanecer quieto en un mismo lugar. Como ejemplo de ese comportamiento, me acordé de que las vigilancias suponían un esfuerzo titánico de horas de espera, incapaz de moverse, enjaulado; y por eso, siempre que le asignaban alguna, intentaba eludirla con cualquier excusa o intercambiar labores con un compañero al que le conviniese otro turno.

—Ayer por la mañana, Ariadna del Cid Madueño, de nueve años, desapareció delante de las narices de su padre. Nuestro objetivo consiste en encontrarla lo antes posible. Aparentemente entró en un ascensor y no ha salido de allí. Tenemos que descubrir qué ha ocurrido y, sobre todo, dónde se encuentra ahora.

Me situé junto a una pequeña pizarra blanca de oficina, que había hecho instalar allí hacía semanas. Aunque la sala se diseñó con el propósito de interrogar sospechosos, nadie la usaba para tal fin. Todos preferíamos la que existía en la planta baja, así que tomaba posesión de ella cada vez que necesitábamos reunirnos en grupo.

En el centro escribí el nombre de Ariadna. A la derecha escribí el nombre de su padre y a la izquierda el de su madre. Por último, en una esquina, como un asteroide en los confines del sistema solar, me acordé de la amiga de Palacios, Nuria Aguilar. Me empeñé, durante unos segundos, en encontrar otros posibles candidatos a figurar en aquella lista, pero pronto desistí, sin ningún éxito.

—Estas son las primeras personas que aparecen en la investigación. Por supuesto, se añadirán otras, pero por ahora nos concentraremos en ellas y en revisar las grabaciones de seguridad de las horas y días anteriores al momento de la desaparición.

—No sé si somos bastantes para avanzar con la rapidez que necesitamos —intervino Leire Mediavilla, con su voz de estrella de la radio—. Considero que la información de esos vídeos de seguridad puede resultar fundamental, pero nos restará mucho tiempo. Es un trabajo excesivo para una persona en solitario, y si nos dedicamos dos, dejaremos a tres nombres clave a investigar para dos agentes.

—No estoy de acuerdo —replicó Corrales—. Lo que nos interesa de esas grabaciones debe encontrarse en las horas previas, otra circunstancia resultaría sorprendente. Si ahí no descubrimos nada, al día siguiente podríamos ir retrocediendo más. Propongo que, de esa labor, se ocupe uno solo de nosotros y que el resto se dedique, cada uno, a una de las tres personas que figuran en la pizarra.

Me mostré de acuerdo con mi compañero. Si al cabo del primer día no surgía nada de lo que tirar, el segundo repasaríamos más horas de las cámaras y dedicaríamos más efectivos a esa labor; pero, en principio, me interesaban las últimas veinticuatro horas, y para eso juzgué suficiente asignar al propio Corrales, que ya conocía con quién ponerse en contacto en la empresa de seguridad para que le facilitasen las grabaciones, y también destacaba por su meticulosidad. Si aparecía algún detalle, por mínimo que fuera, que nos pudiese abrir un camino, él lo encontraría, no me cabía ninguna duda.

—Yo me pido a la madre —se adelantó Santos—. El padre parece muy soso.

Leire Mediavilla sacudió la cabeza, como negando, pero, como casi siempre, se plegó a los deseos de su compañero y aceptó su petición. No se comportaba así con el resto, pero a Santos lo protegía en exceso. Tenían una edad parecida, pero su relación, al menos observada desde fuera, se asemejaba bastante a la que mantiene una madre con su hijo.

—Vale y, por cierto, ¿sabemos si la madre ha regresado ya de ese congreso al que acudió?

Corrales y yo nos miramos para confirmar que ninguno de los dos hubiera recibido la llamada de José Alberto del Cid para comunicarnos que su mujer estaba en casa. Me sorprendía que no lo hubiese hecho. Si ella se encontraba en Toledo, en cuatro o cinco horas podía haber vuelto. Quizás regresó bien entrada la noche y no quiso molestarnos tan tarde, lo habría dejado para el lunes. De todas formas, cuando la reunión acabase, deberíamos llamarlo para confirmar que los dos permanecían localizables para cualquier eventualidad que surgiese.

—El marido no nos ha llamado, pero supongo que regresaría anoche.

Leire asintió para, rápidamente, dirigir la mirada de sus penetrantes ojos verdes al techo. Aquel gesto, habitual en ella, indicaba que no disponía de ninguna otra cuestión por el momento, pero que podría encontrar una nueva pasados unos segundos.

Decidí encargarme yo de la amiga de Palacios y dejarle el padre de Ariadna a Mediavilla, aspecto que ella encajó con estoicismo. Parecía el menos interesante de todos, pero por eso el reto resultaba mayor. Su trabajo podría desvelar conexiones interesantes. Quién sabía si no nos hallábamos ante otro Sherman McCoy antes de quemarse en La hoguera de las vanidades. Tras los personajes, en apariencia, anodinos solían encontrarse las mayores revelaciones. No se mostraba del todo contenta, pero al menos se alegraba de no tener que buscar un pequeño detalle oculto entre horas y horas de las cámaras de seguridad, encerrada en una habitación y con la única compañía de un monitor triste y silencioso.

Pat Santos tomó asiento al fin, aunque por supuesto no dejó de moverse. Su pierna derecha subía y bajaba sin descanso mientras unía las manos, en un gesto casi religioso, antes de hablar.

—Supongo que no pretenderéis pasar por alto el tema de dónde y cómo desapareció la niña, porque hasta ahora solo lo hemos mencionado de pasada y me parece el punto clave del asunto.

—¿Dispones de una hipótesis sobre lo que ocurrió? —le pregunté con curiosidad.

—Las grabaciones que hemos visto no pueden ser reales, tienen que estar alteradas o corresponder a otro día. Es lo único lógico que puede haber ocurrido. Ni la niña puede seguir dentro del ascensor ni creo que nadie haya podido sacarla de allí como si nada.

—Cierto —le respaldó Mediavilla—. Si al entrar al ascensor la niña se hubiera encontrado con alguien, habría gritado o hubiera habido algún tipo de forcejeo que el padre debería haber escuchado.

Sacudí la cabeza, contrariado. Deseaba orillar aquella discusión, pero, llegados a ese punto, no iba a poder seguir adelante sin detenerme una vez más en ella.

—Corrales y yo mantuvimos una charla con el padre y a ambos nos pareció sincero. Más tarde las imágenes confirmaron su historia, aunque resulte inverosímil; por tanto, me encuentro más cerca de afirmar que algo extraño, y que aún desconocemos, sucedió en el interior del ascensor, que de aventurarme con manipulaciones del vídeo que, a su vez, implicarían plantearse muchas más cuestiones por resolver.

Hice una pequeña pausa para beber un sorbo de agua mientras decidía cómo continuar ante la atenta mirada de Santos y Mediavilla. Corrales, en cambio, anotaba algo en su cuaderno, con el ceño fruncido, como luchando por capturar una idea que se le hubiese escapado entre las manos.

—No existe una explicación sólida desde la que partir. Tampoco a mí me convencen las posibilidades de lo que digo, por eso considero que la mejor opción, como nos planteó anoche el comisario, implica avanzar rápido en todas las direcciones hasta que hallemos algo que de verdad nos ponga en el camino correcto. A estas horas los técnicos analizan la grabación. Si hay algo raro, nos lo comunicarán. Mientras tanto, deberíamos centrarnos en la información de que disponemos.

Mediavilla y Santos se levantaron casi al mismo tiempo; tanto que ambos se sorprendieron de haber tomado la misma iniciativa y se volvieron a sentar ante la perplejidad de Corrales, que arqueó exageradamente las cejas, sin saber qué opinar ante aquella extraña coordinación de movimientos, que superaba cualquier conducta de ese tipo que hubiese presenciado con anterioridad.

—Ese ascensor bloquea todas mis ideas —confesó Santos.

—Eso mismo sentía yo ayer. Sé que resulta complicado, pero hay que dejarlo al margen para poder continuar. En su momento, resolveremos el problema.

—Sí —ratificó Mediavilla, remangándose el jersey burdeos bajo el cual llevaba una camisa blanca—. Debe existir una explicación tan sencilla que cuando la encontremos nos sentiremos estúpidos.

Asentí. En el fondo todos albergábamos esa idea, aunque, como el tiempo se encargó de demostrar, nos equivocábamos de cabo a rabo. En ese instante aceptamos que la única manera de avanzar en la investigación consistiría en tirar de los escasos hilos de que disponíamos, sin saber si nos conducirían o no a algún sitio.

Discutimos después sobre el contenido de la nota que remitiríamos a los medios. El elegido para redactarla fue Santos, al que se le daba bien escribir y, además, solía resultar directo y sencillo, sin absurdos adornos que distraían la atención de lo esencial y, a veces, creaban sospechas infundadas y malentendidos. De todas formas, y antes de enviarla, acordamos repasarla entre todos y mostrársela al comisario para que diera su visto bueno. Cualquier contacto con la prensa, aunque fuese tan tangencial como aquel, debía contar primero con su aprobación, pues le gustaba cuidar con esmero la imagen pública que ofrecíamos.

La reunión avanzaba despacio, salpicada por interminables silencios en los que cada cual se esforzaba por encontrar asuntos que plantear al resto. Ninguno desconocía la importancia de una buena planificación para que el desarrollo posterior de la investigación resultase positivo, aunque esta vez parecía un reto complicado.

Empleamos un buen rato para decidir cómo actuar respecto de los vecinos. ¿Los entrevistaríamos a todos? ¿Solo a los de su bloque? ¿Cuántos había en total? ¿Quién hablaría con ellos? ¿Cuánto tiempo necesitaríamos...? Al final, pospusimos el tema. Alguien, aún por determinar, se acercaría a charlar con los porteros para recabar información más precisa sobre la urbanización, y según marcharan el resto de pesquisas, así encararíamos la tediosa tarea de conocer a esas decenas de ricos que convivían en la parte alta del pueblo, alejados del mundanal ruido. Por el momento, nos conformaríamos con conseguir un listado de residentes y propietarios para cotejarlo con nuestra base de datos, por si alguno poseía antecedentes.

—También está el tema de los teléfonos —planteó Mediavilla.

Apenas comenzamos a discutir sobre qué líneas deberíamos controlar; si resultaría suficiente con las privadas o si también escucharíamos las profesionales cuando, tras un par de toques, la puerta de la sala se abrió y la reunión quedó suspendida en el acto: había novedades importantes.

IX

Mediavilla insistió en acompañarme en lugar de Corrales. Puesto que iba a encargarse de investigar al padre, accedí a su petición. Decidimos retomar la reunión justo después de hablar con José Alberto del Cid que, según nos había advertido la agente Suárez al interrumpir nuestra reunión, nos aguardaba abajo con algo muy importante que comunicarnos.

A los cuatro, en un primer momento, se nos pasó por la cabeza que los secuestradores hubiesen establecido contacto, por primera vez, mediante una llamada telefónica o una nota en el buzón o, incluso, bajo la puerta. También Santos, casi a la carrera, planteó la teoría de que viniese a confesar y a entregarse, pero a mí no me parecía verosímil aquella posibilidad. Desde luego, podía equivocarme, pero no imaginaba que el hombre con el que había charlado el día anterior resultase capaz de matar a nadie, a menos, claro, que se tratase de algo accidental, no premeditado; pero incluso así, no me cuadraba su actitud del día anterior.

Mientras bajaba los últimos peldaños, lo distinguí sentado frente al mostrador de la recepción. Ofrecía un aspecto demacrado, ojeroso, desaliñado. Supuse que no habría pegado ojo en toda la noche. Daba la impresión de que podría caer redondo al suelo en cualquier momento. De inmediato supe que lo que fuera que viniese a contarnos distaba mucho de lo que nosotros habíamos supuesto. Intuí que aquel caso continuaría sorprendiéndonos, y en esa ocasión acerté.

Lo saludé y le presenté a mi compañera. Después le pedí que nos acompañara a mi despacho; aunque mientras ascendíamos a la primera planta, me cuestioné si soportaría el esfuerzo de subir por las escaleras y si no hubiese resultado mejor haber buscado alguna sala vacía en la planta baja, para que las pocas energías que conservaba no se diluyeran por el camino.

—Usted dirá —inicié la conversación, una vez que los tres estábamos ya sentados alrededor de mi mesa; yo frente a la puerta y ellos frente a mí.

Por un instante, dudó, como si de repente no estuviera seguro de contarnos aquello que lo había traído hasta nosotros, como si se avergonzase de ello. Recordé la teoría que expuso Santos y sopesé si, al final, tendría razón y el hombre sentado frente a mí se disponía a confesar el terrible crimen de su hija. ¿Nos hallaríamos, pues, ante un asesino a punto de derrumbarse? Me resistía a creerlo, pero mis sensaciones empezaban a manifestarse de forma contradictoria. En mi cabeza las ideas colisionaban como autos de choque en el día más concurrido de la feria del pueblo. Siempre he envidiado a las personas que son capaces de dejar la mente en blanco y, en ese preciso momento, hubiese deseado más que nunca dominar la técnica para llevarlo a cabo.

—Mi mujer también ha desaparecido —confesó al fin, casi en un susurro que acalló de golpe todos mis pensamientos anteriores.

—¿Qué? —preguntó Mediavilla, mientras me miraba y ambos enarcábamos las cejas.

—Después de que hablásemos ayer por la tarde, me decidí a llamarla para contarle lo que había sucedido con Ariadna. Su móvil permanecía apagado, circunstancia que no me extrañó, pues supuse que se encontraría en la sesión de clausura del congreso; de modo que busqué el teléfono del hotel en el que se celebraba el evento.

Del Cid continuó desgranándonos cómo el conserje le aseguró no saber nada del congreso médico que, supuestamente, se celebraba allí y que, además, su mujer tampoco ocupaba ninguna de las habitaciones del establecimiento. Desde entonces había intentado, sin éxito, ponerse en contacto con ella, pero el teléfono continuaba apagado o fuera de cobertura. La última vez que hablaron fue un par de horas antes de la desaparición de la niña. Nos confesó también que sopesó llamar al hospital en el que trabajaba, pero que finalmente no lo hizo por vergüenza, porque no sabía qué opinarían de un marido que llama sin conocer el paradero de su mujer. Entonces identifiqué ese mismo sentimiento de vergüenza con el que había aflorado unos segundos atrás, cuando pareció titubear antes de iniciar su historia. Que las dos personas más importantes de tu vida desaparezcan sin explicación aparente, el mismo día, debía resultar un golpe muy duro para cualquiera, algo muy difícil de comprender para quien no estuviese en su pellejo y, sin embargo, no dejaba de sorprenderme que en una situación así salieran a la luz ese tipo de remilgos acerca de lo que podrían opinar otros. Supuse que en el mundo en el que se movía aquel hombre las apariencias ocupaban un lugar de postín.

Mientras yo suspiraba y recomponía mis ideas para situarme en el nuevo plano en el que nos colocaba aquello, Leire Mediavilla lanzaba su primera pregunta.

—Señor Del Cid, perdone que entre en un terreno muy personal, pero creo que resulta imprescindible. ¿Cómo marchaba la relación entre su esposa y usted? ¿Han tenido problemas graves últimamente? ¿Han hablado de separación, de divorcio?

—Nunca nos hemos planteado esas posibilidades. Nuestra relación es muy sólida, al menos eso creo. Por supuesto, tenemos problemas, como todo el mundo, pero nada de importancia.

El señor Del Cid había recobrado parte de su energía, de su compostura. Era como si hubiese soltado un lastre tras contarnos que no sabía dónde se encontraba su mujer. No obstante, persistía un fondo trágico en sus maneras, como si supiera que la vida se acabaría inexorablemente para él en los próximos minutos y se hubiese resignado a la muerte sin ofrecer resistencia. Pese a que su aspecto hubiese mejorado, pensé que ya no pertenecía a este mundo. Sus miradas me parecían vacías y sus gestos desconcertados. Quedaba muy poco del hombre que había conocido hacía menos de veinticuatro horas, y supuse que mucho menos del que había regresado el viernes de su importante oficina situada en la calle Larios, conduciendo un flamante Audi.

—¿Pudo su mujer haber huido con Ariadna?

—¿Huido? —repitió incrédulo—. ¿Huido de qué?

La pregunta de la subinspectora Mediavilla la recibió como un puñetazo directo al mentón. No se la esperaba y, por un momento, quedó aturdido y al borde del nocaut. Me sorprendió que, a un tipo inteligente como él, no se le hubiese ocurrido aquella posibilidad hasta que mi compañera se la planteó a bocajarro. Con seguridad, habría estado bloqueado por el impacto de la noticia y aún no había dispuesto de tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido.

Sacudió la cabeza en repetidas ocasiones, como si no comprendiera o como si no quisiese comprender. Como si el mero hecho de imaginar que su mujer hubiera escapado con su hija para vivir otra vida lejos de él le resultara del todo insoportable. Se desmoronó sobre sí mismo, como un edificio en una voladura controlada en la que el peso de sus propios escombros lo sepultaba en lo más profundo de la tierra.

Me invadió un sentimiento de compasión. Identifiqué su pérdida con la mía. Yo acababa de retomar la comunicación con mi hija, pero durante mucho tiempo había vivido con la ausencia de ambas y podía comprender la inmensidad de la sima que se abría entre él y el resto de la humanidad. Esa soledad desamparada y culpable que me perseguía, la distinguía ahora tras sus pasos, camuflada en su reflejo; aparentemente inofensiva, pero mortalmente tenaz e incansable.

Le hice un gesto a Mediavilla para que no siguiera con sus preguntas y, tras unos instantes, decidí probar fortuna, pero cambiando radicalmente de tema. Sabía que ella había ido directa al grano, pues la desaparición de la esposa tenía, necesariamente, que estar conectada con la de la hija, y planteaba, por tanto, sombras sobre sus relaciones personales. Pero a menudo la manera más segura de llegar al centro de algo consiste en dar un rodeo, y eso me disponía a hacer yo. Debía ofrecerle algún punto de apoyo para que pudiera asomar la cabeza y respirar un poco de aire fresco. Que se sintiese persona, que olvidase el núcleo de su preocupaciones y recuperara la capacidad para razonar.

—¿Conoce a Nuria Aguilar?

Su expresión cambió de nuevo. Se relajó un tanto, a la vez que adquiría un punto de concentración que le conectaba de nuevo con la realidad; justo lo que yo buscaba, aunque me sorprendió que el efecto resultase tan inmediato.

—No..., pero... —dudó—. La verdad es que me suena ese nombre.

Durante unos instantes buscó en su memoria con verdadero afán, como si aquella pregunta pudiese resolver de un golpe todos sus problemas. Pero enseguida, al comprobar que no conseguía relacionar aquel nombre con ninguno de sus recuerdos, desistió y se sintió derrotado y abatido. Su fragilidad mental empezaba a inquietarme.

—No se preocupe, quizás no haya escuchado ese nombre en años. No obstante, si recuerda algo en otro momento, por favor, llámenos.

Su rostro se iluminó súbitamente. Me pregunté si aquellas reacciones tan exageradas, aquellos cambios de semblante inopinados, serían reales o si por el contrario actuaba. Nunca había observado nada parecido en un margen de tiempo tan exiguo. En ese momento no pude determinar si aquel desquiciamiento resultaría temporal o si, en lugar de eso, el padre de Ariadna habría sucumbido a una suerte de locura permanente e irreversible de la que estuviésemos contemplando los primeros signos.

—Ya me acuerdo. Nuria era una compañera de Olivia. Trabajaban juntas en el hospital.

Ir a la siguiente página

Report Page