Ari

Ari


Ari

Página 10 de 32

—Lo que vas a escuchar a continuación no se lo he contado a nadie. Es mi historia, pero no solo eso, es la historia de otros muchos que viven en La Frontera. Cuanto te diga, te parecerá el relato de un loco que encadena sinsentido tras sinsentido con el único propósito de que le prestes atención o, incluso, de burlarse de ti; pero te pido que, mientras me escuches, no olvides dos detalles: primero, que tienes un tumor que debería haberte matado hace meses, y sigues aquí; y segundo, que cuando acabe mi explicación sabrás exactamente cómo ha desaparecido Ariadna y en qué lugar se encuentra ahora mismo.

Libro segundo: Los siempre-niños

I

Vueltas.

Más vueltas.

Días.

Más días.

Contar días.

Contar vueltas.

¿Cuántos días contando cuántas vueltas?

Muchos.

Demasiados.

Infinitos.

Infinitos no; solo hasta morir.

II

Ari abrió los ojos. Esta vez se esforzó al máximo por no ceder de nuevo ante el sueño. Desconocía cuánto tiempo había dormido, pero temió que hubiesen transcurrido años, a juzgar por cómo se encontraba. No le dolía nada. Sin embargo, notaba la debilidad propia de un enfermo que solo se muestra capaz de dormir, como si la cama resultara la única cura posible para su dolencia y se mantuviera pegada a ella, sin imaginar siquiera la existencia de otra realidad más allá del colchón que la soportaba.

Tras unos minutos de lucha, pareció ganar la batalla. Pudo apreciar que, paulatinamente, sus sentidos iban poniéndose en marcha. Permanecía tendida sobre una gran cama, bocarriba, cubierta solo por una sábana celeste. La pequeña habitación, de paredes desconchadas, contrastaba con la desproporcionada altura del inmaculado techo, que se alzaba no menos de cuatro metros sobre su cabeza. La temperatura resultaba agradable, primaveral, pero el silencio reinaba de una forma tan absoluta como inquietante, y eso la asustaba profundamente, pues se le antojaba una amenaza horrible para quien osara alterarlo.

Salió corriendo para entrar sola en el ascensor, quitándole las llaves a su padre, riendo, saltando e imaginando los patines y la zona infantil del parque, repleta de niños, con su tiovivo, sus toboganes o la magnífica cama elástica en la que tanto solía disfrutar. Después, al pulsar sobre el «3», su mano traspasó el metal de la cabina. Se quedó paralizada, pero cuando intentó retirarla, una fuerza inusitada la atrajo al otro lado como si ninguna barrera pudiera resistir su empuje. Atravesó el gran espejo que ocupaba la pared del ascensor en un pispás, con una extraña sensación de frío por todo el cuerpo. Tras aquello, no recordaba nada, salvo un par de intentos baldíos por despertar en los que solo alcanzó a sorprenderse por la altura del blanquísimo techo que la cobijaba.

Se incorporó hasta sentarse sobre la cama, con las piernas colgando, pues no alcanzaban por poco a tocar el suelo. No existía en la estancia ni una sola ventana. Se dio la vuelta para descubrir que, en la pared opuesta, había una puerta gris de aspecto metálico, que en apariencia constituía la única conexión con el exterior.

Volvió a tumbarse para decidir entre la soledad y el miedo. ¿Iría hasta la puerta para saber dónde se encontraba, para buscar a alguien que la pudiese ayudar o, por el contrario, permanecería a salvo, descansando sobre aquella magnífica cama?

Inopinadamente, comenzó a llorar. Al principio fueron unas pocas lágrimas, pero pronto estas se transformaron en un verdadero llanto como no recordaba desde hacía tiempo, cuando tenía cuatro o cinco años y sus padres la castigaban por haber hecho algo prohibido o se resistía a comer mientras ellos iban perdiendo la paciencia. Se le encogió el corazón ante la seguridad de que su familia se hallaba, por primera vez en su vida, muy lejos. A lo peor alguien la había secuestrado para pedir dinero a cambio de liberarla, pero, ¿qué había pasado en el ascensor? No, nadie la había secuestrado. Su mano, su cuerpo entero, pasó a través de la estructura del ascensor como si de un fantasma se tratase.

Empezó a serenarse. Tal vez todo resultase fruto de su imaginación. Al salir corriendo, se había caído y, a raíz del golpe, había imaginado lo demás. Sí, eso lo explicaba todo. Ahora se encontraba en la habitación de un hospital y muy pronto su madre, con el uniforme blanco, entraría y la estrecharía con fuerza entre sus brazos antes, por supuesto, de echarle una buena reprimenda por intentar subir sola al ascensor, algo que ella le tenía terminantemente prohibido.

Puso los pies en el suelo. Poco faltó para que se cayera de bruces. Se encontraba más débil de lo que había supuesto. Decidió regresar por unos minutos a la cama y ejercitar un poco las piernas antes de intentarlo de nuevo. Podrían haber transcurrido muchos días desde que salió de casa. Puede que el golpe hubiese resultado grave.

Se palpó la cabeza, pero pese a que lo hizo a conciencia, recorriendo cada milímetro, no encontró ningún indicio de que hubiera alguna herida; ni siquiera puntos o vendajes. Con seguridad sería algo interno, se dijo, y aquello la asustó aún más, pues en alguna ocasión había oído que los golpes en la cabeza podían resultar muy peligrosos y dejar secuelas. A lo peor habría perdido algunas capacidades o destrezas a raíz de la caída, y no volvería a ser la misma.

Llevaba un buen rato con la sensación de que había algo extraño a su alrededor, pero sin poder identificarlo, hasta que, de repente, reparó en ello: el aire. El aire podía verse, podía tocarse. Su color mezclaba el verde con el azul; se adivinaba suave, sedoso. Se preguntó cómo resultaba posible no haberse percatado de ello antes, pero de inmediato supo la respuesta. Ella ya conocía ese aire, o al menos lo había imaginado y lo había dibujado decenas de veces, solo que en otro contexto, en un lugar idílico, maravilloso, formando parte de una naturaleza exuberante y no de un cuarto solitario y sin ventanas; triste, oscuro, mezquino; poco más que una jaula sin barrotes, que una cárcel a la que había llegado sin saber cómo ni por qué, sin cometer ningún delito o someterse a la sentencia de un juez.

A pesar de que llevaba horas, días, puede que años, respirándolo, fue consciente por primera vez de que aquel aire, en parte sólido, penetraba en sus pulmones. Se notó mareada. Sintió la acuciante necesidad de vomitar, y lo hizo en un par de ocasiones antes de acurrucarse en una esquina, asustada, sin entender nada, o asustada por no entender nada. Por no saber dónde se encontraba ni cómo había ido a parar hasta allí; a participar en un sueño que se hacía realidad, pero se transformaba en una pesadilla abominable.

Perdió la noción del tiempo. Se levantó con la firme intención de abrir la puerta y descubrir qué se ocultaba al otro lado. Temblaba de miedo cuando se le ocurrió que, quizás, ese fantástico lugar que tantas veces había recorrido en su imaginación se encontrara al otro lado de la puerta. Ese pensamiento se convirtió rápidamente en un rayo de esperanza que disipó, aunque solo en parte, sus temores, y la empujó hacia la salida con energías renovadas. La alegría de saber que lo que había dibujado existía y se encontraba al alcance de su mano, contrastaba con la certeza de saberse sola y alejada de cualquier entorno conocido.

Se plantó delante del umbral mientras reunía la determinación necesaria para adentrarse en lo desconocido cuando, de repente, notó una presencia a su izquierda, pero antes de que pudiera girar la cabeza en esa dirección, el mundo se pintó de negro y las piernas le fallaron de nuevo.

Más tarde, cuando recordara aquel instante, le quedaría la sensación de un rostro inacabado, cuyos ojos brillaban como dos pequeños diamantes de una belleza solo comparable a su frialdad.

III

Michael Stipe cantaba algo sobre jugar al Twister y al Risk. Man on the moon sonaba con fuerza en un local medio vacío, cuya escasa clientela rondaba la cuarentena. En una recóndita esquina de la barra, un tipo de riguroso negro no apartaba la mirada de la entrada, como si aguardase la llegada de alguien. A su lado, una mujer de pelo corto, no dejaba de mirarlo ni un instante mientras hablaban, y dos copas tipo balón, llenas de licor, descansaban justo delante de ellos.

—¿No existía otro modo?

—Sabes que no —respondió él.

—Al menos podía haberme avisado.

—¿Bromeas?

Cogió su copa de ron añejo con limonada y, después de dar un buen trago, se dignó a mirarla por primera vez. Ella había cambiado bastante desde la última ocasión en que se encontraron, y no solo porque acabara de cortarse el pelo y teñirlo de rubio. Su rostro reflejaba con claridad el paso del tiempo. Había perdido el encanto infantil que exhibió durante años y que tan atractiva la había hecho. Distaba mucho de la rutilante mujer que había conocido en Glasgow, a la salida de un partido de rugby en Hampden Park, y con la que tanto compartió durante una etapa de su vida que ahora percibía como lejana e irreal, poco más que otra ola en el océano, sin apenas significado.

—Desde que nació conocías que este momento llegaría.

—No así —replicó ella con amargura, perdiendo la mirada en algún punto indeterminado de una estantería repleta de botellas de diferentes tamaños y marcas.

—No te entiendo. ¿Qué pretendías, una limusina con chófer?

—No me refiero a eso. Siempre imaginé que Él la tomaría a su cargo para despertarla, no que acabaría en ese horrible lugar, convertida en una simple fuente.

El hombre del jersey negro de cuello alto negó ostensiblemente con su cabeza, y se refugió de nuevo en la copa antes de contestar. A esas alturas, R.E.M. había dejado paso a Sabina que, entre todas las vidas, elegía La del pirata cojo.

—No sabes nada. Hace mucho que no sabes nada, que no quieres saber nada; que solo te preocupa el éxito en tu profesión absurda y patética. Te has olvidado de tus hermanos, de los que de verdad deberían conformar tu mundo. Si no te hubieras alejado tanto, sabrías que hay proyectos muy importantes en marcha y que, si salen bien, a lo mejor resulta como tú esperabas, y algún día será despertada. Él solo pretende nuestro bien, el de todos nosotros. Te aseguro que mantener ese lugar no le hace ninguna gracia, pero no existe otra forma de alcanzar la plenitud.

—¿Desde cuándo lo admiras tanto?

—Comprendo que estés así. No te culpo. —La esquivó él.

—¿No me culpas? Vaya, muchas gracias. Tú no comprendes nada. Es imposible que comprendas nada. Estás a mil kilómetros de todo, tan exquisito y refinado como siempre, tan frío, tan fiel a tu amo y tan insensible como él.

—Hubo un momento en el que no opinabas así, ni de Él ni de mí.

Ella apartó la mirada y buscó con ansiedad la copa.

—Eso sucedió hace mucho; ya no soy tan estúpida.

—Incluso así, las deudas se pagan.

Volvió a sostenerle la mirada. En los ojos de él solo encontró el atractivo frío y mezquino de un sicario que ha olvidado quién es para centrarse en qué hace. Una máquina ciega y obediente a la que solo le interesa medrar.

—Eso he hecho, cumplir mi parte.

—Y se te agradece, créeme; pero sigo sin saber para qué necesitabas verme.

—Quiero estar cerca de ella.

—¿Cómo?

—¿Te sorprende?

—Me sorprende que me lo pidas, no que lo desees.

—Me da igual lo que opines; para eso te he hecho venir.

El tipo apuró de un solo trago lo que quedaba en la copa. Con parsimonia, alcanzó una servilleta de papel y se secó los labios. Echó un vistazo rápido a su alrededor, como para comprobar que ningún indeseable hubiese entrado en el local mientras conversaban.

—Nadie puede acercarse a ellos.

—Eso no es cierto.

Él esbozó una sonrisa, a la vez que negaba con la cabeza. Se mesó los cabellos, algo canosos ya, y suspiró condescendiente. Ella no iba a darse por vencida. En eso no había cambiado con los años. Siempre se comportó de manera obstinada y, sin embargo, en aquella ocasión las posibilidades de conseguir lo que ansiaba resultaban tan escasas como que te tocara la lotería sin comprar un décimo. Lo que pedía resultaba imposible, sin más, y él no le daría falsas esperanzas.

—Tienes razón. Hay personas que se encuentran cerca: los guardianes. Que yo sepa, son los mismos desde hace décadas.

—Pues ya es hora de que se renueven, ¿no crees?

—Eso no me corresponde a mí decidirlo.

—Pero seguro que puedes influir en Él, si lo intentas.

—Lo que me pides es absurdo, y lo sabes.

—Lo absurdo sería no pedírtelo, Ian. No puedes imaginarte lo que siento. Es imposible que lo hagas, pero al menos te imploro que lo intentes. Hazlo por mí, como un favor personal.

Ian Avin no hacía favores a nadie. Él solo se dedicaba a desempeñar su trabajo lo mejor posible. Se consideraba a sí mismo un profesional, alguien que, empezando desde abajo, había llegado hasta donde se encontraba a base de hacer bien su parte, y en ese concepto suyo de cumplir con sus obligaciones, no cabían los sentimentalismos.

—No lo haré —negó tajante.

—¿Por qué?

—Pues porque eres su madre, Olivia.

—Por eso precisamente debo estar con ella.

—Y por eso precisamente nadie en su sano juicio te dejaría acercarte a ella.

—¿Es tu última palabra?

Él asintió dos veces antes de pedir la cuenta y dar por concluida la conversación.

—Cuídate, y no te preocupes, tu hija vivirá bien; no le faltará de nada.

Ella ni siquiera lo miró mientras abandonaba el local. Se limitó a apurar su copa y pedir otra mientras notaba cómo el peso de su vida la aplastaba contra aquella vieja barra de madera, que bien podía haber sido su ataúd.

IV

El olor, que presagiaba exquisitos sabores, la incitaba a comer. Se asomó a la cocina. Allí se encontraba su abuela, tan ocupada como de costumbre, con varias sartenes en los diferentes fuegos mientras picaba la ensalada en una gran fuente y controlaba de reojo el reloj, para que nada se quemase. A su derecha, Ari descubrió la bolsa con el pan. No pudo resistir la tentación. Entró a hurtadillas para arrancar un buen trozo de una de las barras. Aprovechándose de la sordera, no reconocida, de su abuela, salió del trance sin que esta se enterara de nada.

En el amplio salón, sus padres, acompañados por sus tíos, conversaban alegremente alrededor de una mesa atestada de latas de cerveza y platitos de queso, jamón y patatas fritas. No había otros niños en la reunión, pues sus tíos eran más jóvenes que sus padres y, aunque llevaban ya un tiempo casados, aún no se habían decidido a tener hijos.

Ari disfrutaba del espacio de la finca para correr mientras con su imaginación construía mundos fantásticos o vidas deslumbrantes. Visitaba países lejanos, incluso planetas lejanos, o paseaba por mitad de la selva o del inmenso jardín de la mansión que había comprado en Beverly Hills. Pese a todo, en el fondo, se aburría. Echaba muchísimo de menos a su abuelo, que siempre la había acompañado en sus juegos y le contaba deliciosas historias sobre la infancia de su madre, buscando paralelismos o diferencias con su vida. Él le había enseñado multitud de juegos de cartas: el burro, el veintiuno, la ronda, el chinchón... Así como otros de mesa: parchís, oca, carro, etc.

Corrió afuera y cerró los ojos para sentir con más intensidad el viento sobre sus mejillas. El abuelo Carlos se sentaba junto a ella sobre la tierra e iba pelando una naranja cuyos gajos compartían mientras charlaban. Una vez le contó cómo había transcurrido su servicio militar, cómo había tenido que marchar en tren hasta Barcelona para embarcar allí en un navío de guerra, junto con otros muchos, de los que él denominaba «su quinta». Ari abría los ojos como platos cuando él le relataba la incomodidad o la lentitud de los antiguos trenes, o las toneladas de patatas que había tenido que pelar a bordo. A veces no entendía su forma de expresarse, o le parecía que su abuelo se inventaba algunas de las peripecias que decía haber vivido con el propósito de impresionarla; pero, de una u otra manera, las horas pasaban a toda velocidad en su presencia. Se convirtió en su mejor amigo, su confidente, la única persona a la que se atrevía a preguntar sobre cualquier tema, a descubrir cualquier miedo, a revelar cualquier sueño. La confianza que poseía en él resultaba ilimitada. Su abuelo nunca le fallaría, estaría ahí para ella cada vez que lo necesitase.

Algo mágico, incluso misterioso, secreto, se desprendía de aquellas conversaciones en el campo. Hablar con el abuelo llegó a convertirse en su pasatiempo favorito, así que cuando él murió, además de una forma tan repentina, atropellado por un automóvil mientras cruzaba la carretera, ella sufrió un golpe de dimensiones desconocidas. Fue como si el suelo sobre el que se asentaba, sus cimientos, se resquebrajasen, y todo en ella se encontrara a punto de derrumbarse.

Durante semanas perdió las ganas de jugar. Su semblante se tornó taciturno y su carácter apagado. Se limitaba a obedecer las instrucciones de todos; sus padres, sus maestros, sus tíos; a hacer exactamente lo que le pedían. Perdió el entusiasmo por la vida, porque amaneciera un nuevo día para aprovechar al máximo todos sus minutos. De repente, su única ocupación consistía en dejar que las horas pasaran para ir cumpliendo la rutina, los ciclos de cada jornada, hasta completar una semana con el único objeto de comenzar la siguiente, de seguir girando en la rueda, como un hámster en su jaula.

Al principio, sus padres la dejaron a su ritmo. Ella, a veces, los sorprendía mirándose de forma extraña, o escuchaba retazos de conversaciones que versaban sobre lo que le sucedía, pero nunca le comentaban nada al respecto. Con el paso del tiempo, sin embargo, debieron comprender que el daño recibido por Ariadna había superado las previsiones, y empezaron a preocuparse de verdad. Esa fase la recordaba como un constante ir y venir de propuestas de ocio, de regalos caros y días juntos. Los dos pidieron vacaciones en sus trabajos para acompañarla más a menudo. Incluso permitieron que faltara unos días a la escuela con la excusa de hacer un viaje a Euro Disney. Pero todos los esfuerzos parecían inútiles, nada ni nadie conseguía devolverle el brillo que había desaparecido de su mirada con la irreparable pérdida de su abuelo.

Su padre decidió que la mejor solución consistiría en acudir a un psicólogo. Por el contrario, su madre no opinaba de la misma forma, por lo que finalmente no la llevaron a ninguna consulta. El tiempo se encargó de transformar el dolor en un bonito recuerdo al que acudir, cada vez con menos frecuencia. Los meses se sucedían veloces mientras la imagen del abuelo Carlos se estilizaba, pero perdía definición, como si poco a poco comenzara a borrarse, pero a la vez su silueta se agigantara, dominando una lejana llanura. A veces pensaba que solo existía en su mente, que nunca había compartido con él aquellas maravillosas charlas antes de que la tarde se convirtiera en noche, mientras el sol se ponía y el color naranja reinaba efímeramente sobre la tierra antes de que esta cayera en la penumbra.

Su tío Felipe apareció en la puerta, tan desaliñado como de costumbre, con un viejo chándal azul, unas deportivas sucias, aunque de marca y, cómo no, con una lata de cerveza en la mano, para indicarle que la comida estaba lista. Ella sonrió y se lanzó a la carrera hacia el salón. Él sacudió la cabeza en gesto de negación mientras le gritaba que no sabía a quién se parecía, pues antes no había conocido a ninguna loca en la familia.

Las reuniones familiares resultaban poco frecuentes en aquella época, así que todos aprovechaban para ponerse al corriente de sus vidas, y Ari notaba que nadie le hacía demasiado caso; pareciera como si sobrase, como si solo estuviera allí para adornar o para estorbar, según el caso. Se dedicaba a comer y a mirar la televisión; eso sí, siempre que el almuerzo no coincidiese con algún evento deportivo como, por ejemplo, un gran premio de Fórmula 1 o de MotoGP, porque entonces su tío, que hacía gala de una gran afición por el deporte, por verlo, no por practicarlo, se apropiaba del mando a distancia y no permitía que nadie se acercase a él.

Pensó que, pese a ser hermanos, su madre y su tío poseían pocos rasgos en común. Imaginó cómo resultaría tener un hermano. Alguna vez le había preguntado a su madre si algún día tendría alguno, pues casi todos sus compañeros de clase tenían al menos uno. Pero su madre nunca le respondía con claridad, y ella percibía cierta incomodidad en su gesto cada vez que planteaba la cuestión. En el fondo, Ari sospechaba que su madre no deseaba darle un hermanito porque no quería perder ni un solo minuto del tiempo que dedicaba a ayudar a los demás con su trabajo. En parte la comprendía, y en parte no. Se había acostumbrado a una cierta soledad. Estaba convencida de que, en caso de gozar de la compañía de un hermano, su vida resultaría más divertida, pero también, tal vez, más caótica y sin tiempo para pensar. A veces decidía que lo mejor sería continuar así, sin nadie que la incordiase ni que pudiese alterar sus planes; sin nadie que distrajese la atención de sus padres. Otras, en cambio, sentía envidia de sus compañeros mientras imaginaba cómo compartían juegos sin necesidad de salir de casa.

La paella había salido especialmente buena aquel día. Intentó felicitar a su abuela por ello, pero esta ni se enteró, así que después de varios intentos frustrados, acabó por desistir y centrarse en la comida, sin más. Había traído su Nintendo DS, así que decidió que, en cuanto acabase de comer, dedicaría la sobremesa a practicar con algún videojuego mientras dejaba que los mayores hablasen sobre sus asuntos.

Despertó sobresaltada, como si algún golpe la hubiese sacado del sueño. No obstante, todo permanecía en silencio. Tardó unos instantes en ubicarse correctamente. No se encontraba en Cártama, en la finca que su abuela Isabel había comprado con el premio gordo del sorteo de Navidad del año 1971, como se encargaba de recordar machaconamente cada vez que iban a visitarla. Había estado soñando. Tampoco se encontraba en la pequeña habitación en la que había despertado anteriormente. Ahora se hallaba en una amplísima estancia ocupada por dos hileras de camas vacías, pero perfectamente hechas. Ella se encontraba en el extremo contrario de una gran puerta de dos hojas que se elevaban hasta casi tocar el techo que, calculó, resultaba tan elevado como el de su anterior morada, solo que aquí, por las dimensiones de la sala, no destacaba tanto.

En esta ocasión, antes de echarse al suelo, se aseguró de que sus piernas resistieran el peso de su cuerpo. Tampoco existía ninguna ventana, aunque todo parecía mucho más nuevo y cuidado. Tal vez por el sueño, o porque no recordaba haber comido desde el último desayuno con su padre, se hallaba tan hambrienta que las tripas no dejaban de gritarle pidiendo socorro.

Se dirigió con cautela hacia la enorme entrada. Miraba continuamente a derecha e izquierda, pues temía que le sucediese algo parecido a lo que recordaba antes de haber caído de nuevo en las garras de Morfeo, cuando tras notar una extraña presencia, se había desplomado. A medida que avanzaba, iba descubriendo detalles de la decoración tales como candelabros dorados; pequeñas lámparas que colgaban en la inmensidad del techo; cuadros que, con escenas bucólicas, adornaban las celestes paredes; una inmensa alfombra verde que recorría la zona central y, por encima de todo lo demás, lo que más atrajo su atención, fueron los enormes e idénticos símbolos, uno a cada lado de la puerta, que parecían presidir la sala. Podían describirse como unas corcheas negras dentro de un círculo rojo.

Cuando llegó hasta la puerta, sintió muchas cosas: excitación, miedo, curiosidad, pero tras girarse un par de veces sobre sí misma para comprobar que no hubiese nada que pudiera perturbarla, apenas se detuvo unos instantes antes de empujar una de sus hojas y comprobar, no sin alegría, que no se encontraba cerrada.

Sus ojos se abrieron exageradamente al comprobar lo que había al otro lado. Se trataba de un inmenso salón de forma circular, con una bóveda acristalada que iluminaba toda la estancia con una maravillosa amalgama de colores. Había tres grandes mesas rectangulares, con al menos diez o doce sillas a cada lado del tablero. En la del centro, hacia la mitad, le aguardaba un gran tazón de leche, un paquete de cereales y una pequeña bandeja repleta de pasteles.

Sin pensárselo dos veces, corrió hacia allí y se sentó a la mesa. La leche estaba calentita, y durante los siguientes diez o quince minutos no hizo nada más que comer hasta saciarse. Se acordó de los bufés en los hoteles durante algunos viajes que había compartido con sus padres. Esos desayunos en los que podía elegir casi cualquier alimento con el que hubiera podido soñar, resultaban la parte más atractiva de la vida en un hotel.

Solo cuando se dio por satisfecha, reparó en la puerta situada a su espalda, cuya majestuosidad nada tenía que envidiar al resto del entorno. Se preguntó si aquella conectaría, al fin, con el exterior o si, por el contrario, ya nunca disfrutaría de la luz del día, si se había convertido en una especie de prisionera en un suntuoso palacio, en una reina alejada del pueblo, atrapada entre el lujo y la soledad.

Suspiró y se echó hacia atrás en la silla. Comenzó a cuestionarse qué formaría parte de la realidad y qué del sueño. Quizás todo resultase justo al revés de lo que había supuesto. Puede que ahora habitase en la fantasía y lo anterior, la estancia en casa de su abuela, con sus tíos y sus padres, conformara la realidad.

No, por mucho que las circunstancias o el entorno pudieran invitar a ello, no podía engañarse a sí misma ignorando la coyuntura en la que se hallaba.

¿Y ahora qué? ¿Seguir comiendo? ¿Regresar a la cama? Se dio la vuelta y concentró su mirada en la puerta. La decisión estaba tomada. Pelearía por salir de allí costase lo que costase, pero antes necesitaba serenarse un poco, acostumbrarse al aire y a caminar, pues sus piernas continuaban algo entumecidas y puede que para escapar de allí, para regresar junto a los suyos, tuviera que andar muchos kilómetros.

Durante quince o veinte minutos, se dedicó a recorrer la dos estancias, el dormitorio y el comedor. No parecía muy lógico que tantas camas, mesas y sillas existiesen para nada, así que se animó ante la posibilidad de no encontrarse sola. Necesitaba compañía para poder hablar con alguien de todo cuanto había acontecido; para sentirse más segura; para saber dónde estaba o cuánto duraría aquello.

El dolor y la inquietud la apresaron de nuevo. Se dirigió a la cama en la que había despertado, y se tumbó allí. Unas pocas lágrimas comenzaron a recorrer su rostro mientras gemía y su respiración se hacía más intensa. Deseaba cerrar los ojos y que al abrirlos su padre apareciera junto a ella, maldiciendo en la cocina porque algún plato se le había caído. Se arrepintió de haber salido corriendo para subir sola al ascensor como nunca antes se había arrepentido de nada. Juró que en el futuro sería obediente, que nunca más quebrantaría las normas, ni las cuestionaría siquiera. Llegó a la demoledora conclusión de que lo que le pasaba se debía al castigo por su comportamiento, por su locura.

Ir a la siguiente página

Report Page