Ari

Ari


Ari

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No iba a perder más el tiempo en absurdas lamentaciones. No deseaba permanecer allí ni un segundo más. Existía una puerta sin explorar, así que, sin más, se dirigió hacia ella. En esta ocasión no se detuvo a mirar a su alrededor ni a guardar ninguna cautela. Si alguien aparecía, impidiéndole salir, no dependía de ella, pero su parte, la de intentar escapar a toda costa, se disponía a llevarla a cabo.

Se detuvo justo delante de la puerta. Cerró los ojos y agarró uno de los pomos con su mano derecha. Lo giró, y con gran alivio comprobó que la enorme hoja se desplazaba sin problemas hacia el interior. Entonces abrió los ojos mientras sus pies avanzaban un par de torpes pasos; y lo contempló todo...

V

Primero lo soñó. Más tarde lo dibujó. Ahora, lo tenía delante. A solo unos pocos pasos de distancia, su obra, por algún motivo desconocido, había cobrado vida. Imaginó que los arquitectos percibirían la misma sensación cada vez que pasasen junto a un edificio que hubiesen diseñado en su mesa de trabajo; solo que aquello resultaba impensable. Nadie podía prever que lo que ella había plasmado sobre el papel, tan fantástico y lleno de color, existiese en realidad, que no constituyera únicamente el fruto de la desbordada imaginación de una niña de primaria.

El bosque imponía. Daba la impresión de extenderse sin aparente final, como una línea continua o un universo en constante expansión, repleto de maravillosos árboles de un sinfín de variedades que desconocía y que, con toda probabilidad, resultarían más viejos que el tiempo mismo; siempre habrían formado parte de aquel mundo, antes incluso de que este existiera en la mente de su creador.

El aire, como en el interior, resultaba espeso, de un color azul verdoso, pero aquí, lejos de convertirse en una preocupación, añadía un toque de originalidad, de exotismo deslumbrante e inesperado, marcando una diferencia con cualquier otro paisaje natural que nadie nunca hubiese contemplado o soñado con contemplar.

El cielo lo recorrían extrañas aves de gran tamaño. Juraría haber descubierto una con dos cabezas y dos picos, con un plumaje de intensísimo color rojo, que se desplazaba a una velocidad formidable. Otra, aún más grande, era redondeada, exageradamente gorda y de color oscuro, parecía una roca que flotaba en el aire. Pero las que más abundaban, formando grandes bandadas que atravesaban constantemente el lugar, se asemejaban a avestruces voladores cuya altura contrastaba con el pequeño tamaño de sus alas desplegadas, que hacían inverosímil que pudieran desplazarse por el aire.

El palacio se encontraba en una zona elevada, en mitad de un pequeño claro del bosque. Disponía de varias fachadas, todas con inmensas puertas, sin que ninguna ocupara un lugar prominente o que hiciese suponer que existiera una entrada principal al recinto. Se cuestionó si la ausencia de árboles en aquel lugar provenía de un capricho de la naturaleza o si, por el contrario, la mano del hombre se ocultaba tras tal prodigio. ¿Habían construido allí el palacio para aprovechar el claro, o habían creado el claro para poder construir el palacio? Esa, por supuesto, era la cuestión, y observando la densidad de árboles circundantes, se inclinaba más por la segunda posibilidad que por la primera.

Sin duda, existía una gran diferencia con respecto a sus dibujos; el lugar se encontraba lleno de niños. Niños que paseaban en parejas o pequeños grupos de cuatro o cinco. Todos parecían, más o menos, de su edad. Lo extraño residía en la actitud que mostraban. Uno imaginaría que un montón de niños sueltos en mitad de un bosque se dedicarían a correr de un lado para otro, saltar o chillar sin parar; jugar al fútbol o al pillapilla, pero no a caminar tranquilamente en círculos mientras charlaban amigablemente con sus compañeros más cercanos.

Durante un buen rato permaneció junto a la puerta del gran comedor. Su estado de ánimo varió, de la inicial alegría al comprobar que el mundo que había imaginado existía y reflejaba aún más belleza que en su mente, a la inquietud ante el extraño comportamiento de los casi cuarenta niños que lo recorrían.

Sus sensaciones no eran buenas. Solo un par de semanas antes había visto junto a su padre una película llamada La gran evasión, que él había calificado como una de sus favoritas. En ella, un montón de soldados, en su mayor parte británicos, se hallaban cautivos en un enorme campo de concentración en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Los prisioneros disponían de un gran patio en el que la mayoría se dedicaba a pasear, tal y como observaba hacer aquí a los niños. La diferencia, amén, por supuesto, del magnífico entorno, residía en la ausencia de alambradas, de muros y, por encima de todo, de vigilantes. Aparentemente nada ni nadie les retenía allí; pero, entonces, no encontraba el sentido a aquel comportamiento, ni siquiera a que permanecieran allí, alejados de sus familias, perdidos en mitad del paraíso; pero perdidos, al fin y al cabo.

Dudaba entre, acercarse a alguno de los grupos para preguntar dónde se encontraba o qué ocurría allí, o adentrarse directamente en la arboleda y escapar encontrando alguna carretera en la que parar a un coche que la llevase hasta casa. La segunda opción la tentaba, pero parecía muy arriesgada, pues el bosque daba la impresión de extenderse hasta el infinito y podría estar habitado por animales peligrosos, por lo que supondría un riesgo muy elevado de acabar atacada o extraviada. Ella no poseía experiencia en ese tipo de terrenos, no sabría orientarse en solitario, así que, con toda seguridad se asustaría y echaría a correr en la dirección menos conveniente.

Antes no se había percatado, pero de la cabeza de todos los niños salía una especie de hilo de humo gris, muy delgado pero inconfundible, como una extraña prolongación de cada uno, que los acompañaba en su paseo. Miró hacia atrás y hacia arriba, intentando comprobar si también ella producía aquellas emisiones, pero le fue imposible constatarlo. Desconocía el significado de aquello. Nunca había observado nada igual, pero claro, tampoco había visto nunca avestruces que volaran, pájaros con dos picos o niños de ocho o nueve años que caminaran con tanta tranquilidad.

Algunos grupos de chicos habían pasado relativamente cerca de ella sin que su presencia hubiese provocado la más mínima distorsión en su recorrido hasta que, de improviso, mientras ella observaba de nuevo a una extraña criatura voladora, alguien le habló.

—¿Eres nueva?

—¿Cómo? —preguntó Ari.

—Que si eres nueva.

Ari se quedó boquiabierta. Aquella niña le efectuaba una pregunta sin siquiera abrir la boca.

—No te asustes —procuró tranquilizarla la otra, esta vez sí, moviendo los labios—. Aquí todos hablamos sin hablar. Ya aprenderás a hacerlo. Hablar de la manera habitual no está permitido.

—¿Por qué? —acertó a preguntar.

—Porque nos quitaría demasiada energía —respondió, otra vez sin mover los labios.

Ari se dio cuenta de que no la escuchaba con sus oídos, sino que percibía las palabras en el interior de su mente y, además, le pareció una voz distinta a la que habían emitido sus cuerdas vocales, neutra, sin ningún tipo de acento; perfecta.

—Pasea conmigo —le propuso.

Ari la acompañó, todavía extrañada ante aquella forma de comunicación mental que solo había conocido en las películas de magos. Caminaban despacio, en círculos concéntricos. Ellas recorrían el anillo más amplio, el que pasaba más cerca del palacio y también del bosque, recorriendo más metros. Al encontrarse entre ellos, pudo distinguir que ese humo que emitían difería de tonalidad según los individuos. En unos se acercaba al color negro mientras en otros el gris se tornaba rojizo o verdoso.

Su acompañante se dio cuenta de lo que miraba y volvió a hablar sin hablar, sin mover un solo músculo de su cara.

—Es nuestra energía.

—¿Qué?

—Eso que miras, es nuestra energía.

—¿Y por qué tiene diferentes colores?

—Porque nuestras cualidades son distintas, y la energía es un reflejo de ello.

Ari no entendía demasiado. Bastante tenía, de hecho, con asimilar la forma de comunicarse de aquella desconocida espigada, de larga melena rubia, que además de hablar sin hablar, parecía ostentar la capacidad de leerle la mente.

—Me llamo Lara.

—Yo soy Ariadna.

Durante unos minutos continuaron caminando en silencio. La temperatura rondaría los veinte grados y corría una ligera brisa del norte, apenas perceptible. Seguía sintiéndose cansada, con ganas de regresar a la cama, de dormir otro buen puñado de horas. Conservaba la sensación de no haberse despertado del todo, como si permaneciese en ese estado previo al sueño en el que uno visita esa tierra de nadie, mitad despierto mitad dormido, en la que nacen las fantasías, o crecen, distorsionando la realidad diaria. El hecho de dar vueltas en ese paisaje idílico contribuía al aletargamiento que amenazaba con dejarla dormida tal cual; de pie mientras paseaba.

Se obligó a mantener los ojos abiertos. Decidió plantear a Lara cuantas preguntas se le ocurrieran sobre aquel lugar, la forma en la que había llegado hasta él y, sobre todo, la forma de salir de allí lo antes posible.

—Seguro que no te lo vas a creer —comenzó Ari—, pero mi último recuerdo antes de aparecer aquí es haber entrado en un ascensor. Tuve la sensación de traspasar las paredes, como si algo me obligase a hacerlo. Sé que suena como si me lo inventase, pero te juro que es cierto. —Se excusó.

Lara hizo una especie de mueca que Ari interpretó como un intento de sonreír. Después se mesó el cabello, como meditando qué responder, puede que calibrando si la nueva compañera resultaría de fiar o no. Tardó un poco en decidirse, pero al fin, en la cabeza de Ari, comenzaron a resonar sus palabras.

—Yo estaba sentada en el interior de una de esas máquinas para hacerse fotos, con mis padres esperando al otro lado de la cortina. Cuando pulsé el botón, sentí que una fuerza incontenible me arrastraba hacia la cámara. Desperté aquí, igual que tú.

Ariadna se quedó sin palabras. Un agujero muy profundo se abrió en su estómago; una sensación de vértigo comparable a la de una montaña rusa. Hasta ahora había podido mantener la esperanza de que el incidente del ascensor fuera solo producto de su imaginación, o de un mal golpe, pero ahora poseía la seguridad de que todo lo que recordaba era tan cierto como imposible de asumir con normalidad, como si nada. De repente, la frontera entre lo real y lo imaginario se debilitaba ante sus ojos, hasta casi extinguirse.

Lara le relató que todos los niños que observaba habían llegado de maneras igualmente misteriosas. Unos, al tirarse por un tobogán con una parte oculta, nunca habían salido a la luz; otros, como un tal Jurgen, al traspasar la puerta de un autobús, habían aparecido directamente en este claro del bosque. Angélica, una niña de pelo corto que le señaló a lo lejos, había entrado a un probador para comprobar cómo le quedaba un vestido para la boda de su tía y, al salir, se desmayó en mitad de una habitación sin ventanas.

Ari se sentía cada vez peor. Comenzó a respirar con dificultad y decidió pararse.

Lara la tomó del brazo y la llevó a la parte más cercana al palacio. Allí se sentaron sobre la hierba, que ofrecía un aspecto maravilloso, con un verde húmedo y cuidado que cantaba a la vida en contraste con la extraña procesión de niños adormilados caminando en círculos, que más bien parecían formar parte de algún cortejo fúnebre.

A Ariadna se le vino el mundo encima. Seguía sin saber dónde estaba ni qué ocurría. El cansancio le bajaba los ánimos; o la bajada de ánimos acentuaba el cansancio que la invadía. Solo deseaba dormir. El resto no importaba. Le daban igual sus padres, su casa, su escuela. Todo le parecía lejano o absurdo; una fantasía de la que nunca más participaría. Tal vez hubiera muerto y ahora se encontrase en el cielo. Aunque, desde luego, nunca lo hubiera imaginado así.

Si Lara hablaba sin hablar, ella estaba llorando sin llorar. Las lágrimas no le salían pero se hallaba igual de congestionada que si bajaran en manantial por sus mejillas, como un torrente que arrasa con todo a su paso. Puede que no hubiese muerto, pero su mundo sí, y eso le provocaba una sensación de vacío, de inseguridad, que nada ni nadie podría encargarse de aliviar.

Cuando empezó a serenarse, descubrió que se encontraba sola. Lara había desaparecido. De inmediato la localizó entre el grupo de niños que seguían caminando absurdamente, con la mirada perdida y el alma en los pies. Desconocía cuánto tiempo había transcurrido, aunque suponía que no demasiado, pero sí supo que no deseaba pasar ni un minuto más en aquel horrible paraíso en el que los niños se comportaban como marionetas controladas por hilos de humo, que alguien manejaba desde las sombras.

Se puso en pie y se dirigió, en línea recta, hacia los árboles. Atravesó los círculos de caminantes ante la indiferencia de la mayoría y la alarma de unos pocos. Ninguno le habló o pretendió detenerla. En ese momento no reflexionó sobre lo que necesitaría para sobrevivir en un bosque ni si se podría escapar de allí de una forma convencional, teniendo en cuenta que, tanto por su propia experiencia como por lo que le había contado Lara, la forma de llegar distaba mucho de ser normal. Se preguntó si existirían carreteras que conectaran aquel lugar con alguna parte, pero prefirió eludir la respuesta.

Notó una mano sobre su hombro.

—No puedes irte. No te dejarán.

Ariadna ni siquiera se giró, y mucho menos se detuvo, continuó hacia la espesura con la única intención de no contemplar nunca más aquel claro repleto de niños sin alegría, pero entonces la sintió. La voz le llegó desde dentro, pero no pertenecía a Lara, sino a un chico, alguno de los que seguía su recorrido sin levantar la mirada de la hierba que pisaba.

—Gírate y mira en dirección al palacio.

Ari dudó por un instante, pero finalmente siguió la indicación que le daban.

—A la izquierda, junto a la tercera puerta, hay una estatua, ¿la ves?

Ariadna asintió sin saber muy bien si eso serviría para algo y si, quienquiera que fuese el que le estaba diciendo aquellas palabras, se daría cuenta de su gesto.

—Es un guardián. Si intentas adentrarte en el bosque, se activará.

¿Sería verdad aquello? Rápidamente concluyó que sí, que debía serlo, si no carecería de sentido la actitud pasiva de los demás. Seguro que ellos también tenían una familia que añorar o un hogar al que volver. Todos habrían pasado por lo que ella; todos habrían deseado escapar hasta que se habían resignado.

¿Era ese el futuro que le aguardaba?

VI

El mundo es un lugar extraño en el que, más a menudo de lo que nos gustaría reconocer, nos vemos obligados a tomar decisiones que no nos agradan, o que fingimos que no nos agradan; que parecen ir contra nosotros mismos o, al menos, contra la idea que conservamos de nosotros mismos. Constantemente descubrimos aspectos que nos plantean situaciones inesperadas, ante las que rara vez reaccionamos acordes con nuestra filosofía.

Por supuesto, aquella noche, aquella charla en el salón de Duende, superó cualquier previsión. Mis cimientos se tambalearon como no recordaba que hubiera sucedido nunca, ni siquiera con el nacimiento de mi hija; ni siquiera con la muerte de mi mujer o de mis padres. Hubo para mí un antes y un después de aquel momento. Descubrí, o mejor dicho, me mostraron un mundo diferente, que había permanecido ahí siempre, solo que apartado de mi campo de visión. Y, poco a poco, ese lugar oculto, esa frontera, se fue convirtiendo en el hogar que había perdido, o que nunca había tenido y siempre había añorado.

Al principio me aferré a lo conocido. Por miedo, intenté rechazar, si no todo, al menos una parte de las revelaciones. Más tarde, decidí que podría conservar mi antigua vida sin dejar por ello de explorar la nueva. Viviría dos realidades. Me transformaría en dos personas diferentes, que habitan en dos mundos distintos. Sería, a la vez, el blanco y el negro; las dos caras de una luna avejentada y llena de cicatrices en forma de cráteres por los impactos de la vida.

Esa época no duró demasiado. En pocos meses comprendí que no podía, a tiempo parcial, olvidar en lo que me había convertido. La Frontera se transformó en el hogar que necesitaba. Me escondí del mundo de los dormidos. Solo me asomaba a él, de vez en cuando, para no perder el contacto con mi hija. Ella se constituyó en la única conexión real entre lo que había sido y lo que era. Lo demás dejó de importarme; tanto que, en algún punto del camino, olvidé que había formado parte de esa sociedad de la que renegaba.

Mientras me dirigía, acompañado por Duende, hacia la urbanización de lujo en la que habitaba Ariadna junto con sus padres, no podía parar de pensar en todo lo que me había contado. Varias veces había mirado al pequeño vaso de bourbon con verdadero deseo, aunque finalmente conseguí apartar la tentación y mantenerme sobrio, pues desde hacía años, y debido a un penoso incidente que protagonicé junto con un compañero en un tugurio de mala muerte, llevaba a rajatabla no probar ni una gota de alcohol mientras trabajaba.

La noche era cerrada y desapacible, ventosa; repleta de malos presagios y extrañas e inquietantes presencias que, supongo, surgían de mi convulso interior. Cuando llegué a La Carihuela, buscando a Duende, me sentía satisfecho por el progreso de la investigación, porque al fin habíamos podido señalar con claridad a una sospechosa: Olivia Madueño. Por el contrario, después del relato de la persona que me mantenía a salvo del cáncer, había recibido un bajonazo en toda regla y el aturdimiento sobrevolaba mi mente, amenazando con enloquecerme.

Los dos habíamos decidido que no podíamos permitirnos perder ni un minuto. Duende necesitaba visitar el lugar exacto de la desaparición de Ari, es decir, el interior de la cabina del ascensor, para corroborar la teoría que me había expuesto sobre la desaparición de la niña. Si acertaba, las posibilidades de recuperarla resultarían muy escasas, por no decir nulas, y eso me provocaba una desazón infinita, una sensación de derrota anticipada que detestaba, pues convertía en inútil cualquier esfuerzo por mi parte.

Por descontado, yo me resistía a creer en su relato, en sus fantásticas explicaciones o en sus absurdas teorías; pero, tal y como me había pedido antes de empezar con ellas, no podía apartar de mi cabeza que él había detenido el avance de mi tumor y que, con toda probabilidad, eso mismo hizo Olivia Madueño con aquella paciente, Ascensión Risdruejo, cuyas pruebas Nuria Aguilar sostenía que había manipulado en busca de un ascenso. En realidad, lo único que había hecho Olivia era salvar la vida de su paciente empleando, eso sí, métodos no científicos.

Duende me explicó cómo Olivia podría también haber hecho desaparecer a su hija en el interior del ascensor. Desde luego, los argumentos que me ofreció podrían calificarse de cualquier forma menos de verosímiles o creíbles, pero debo admitir que, en el fondo, conseguían resolver de un plumazo todos los enigmas del caso para, al mismo tiempo, indicar que la solución, con toda probabilidad, era que no existía solución.

Cuando aparcamos en la calle Vicente Blanch Picot, muy cerca del portón de entrada a la urbanización, yo nadaba en mitad de un temporal de levante que amenazaba con no dejarme salir nunca de aquella mar brava que me envolvía con una resaca imbatible. La orilla representaba solo un concepto inalcanzable, una palabra perdida en un diccionario desordenado, caótico, en el que atisbarla hubiera resultado tan complicado como inútil, pues yo sabía que no llegaría a alcanzarla jamás.

Me identifiqué ante el gentil y maduro portero que salió a mi encuentro. Recorrimos en silencio las zonas comunes de la urbanización mientras una humedad sin fin se cernía sobre nosotros. Yo casi temblaba mientras exhalaba vaho sin parar en contraste con Duende, que llevaba apenas una cazadora vaquera abierta sobre una camiseta de Kiss negra.

El ascensor continuaba precintado. Pulsé sobre el botón de llamada y, como cabía esperar, las puertas se abrieron para nosotros, pues la cabina permanecía en la planta baja. Los dos accedimos al interior y aguardamos unos instantes a que las puertas se cerrasen de nuevo, puesto que no queríamos arriesgarnos a que algún vecino que se dirigiese al aparcamiento nos descubriera haciendo la comprobación que Duende pretendía llevar a cabo para determinar qué había ocurrido allí.

Extrajo de sus pantalones un pequeño anillo plateado y se lo colocó en el dedo meñique de la mano derecha. En seguida susurró una palabra ininteligible antes de que el anillo se iluminase con una luz blanca, que solo acertaría a describir como celestial. Aquel blanco mágico despertó algo en mí que en ese momento fui incapaz de descifrar. Todo mi interior se agitó y, durante mucho tiempo, cada vez que cerraba los ojos, contemplaba embelesado la luminiscencia que desprendía el anillo. Ese color, de alguna forma, se hallaba íntimamente ligado a mi vida.

En la pared de la izquierda, según se accedía al interior de la cabina, en la que se encontraba el panel con los diferentes botones, cada uno con el número de una planta, junto a un gran espejo, comenzó a dibujarse, de forma cada vez más perceptible, una especie de circunferencia de color amarillo que ocupaba buena parte de su superficie. No sabría explicar muy bien cómo, pero aquella mancha parecía flotar unos centímetros por delante del cristal, pero sin llegar a rozarlo.

Abrí los ojos aún más mientras Duende, tras tocar con precaución la zona, asentía en silencio y giraba sobre sí mismo, como comprobando que ninguna otra mancha hubiera surgido en el interior de la cabina.

Su expresión resultaba tan inescrutable como la de uno de esos actores cuyo gesto permanece igual ante la muerte que ante el amor. Lo miré directamente a los ojos, casi suplicándole una explicación, una respuesta.

—Lo que suponía.

—Entonces, no hay duda de que lo ha hecho ella —concluí.

—Sí, ella lo hizo; aunque, desde luego no la considero capaz de crear algo tan poderoso.

—¿Qué quieres decir?

—Que tuvo que utilizar algún tipo de objeto preparado por otro, igual que yo he usado este anillo para detectar la magia.

—¿Y por qué crees eso?

—Como te expliqué antes, lo normal es que cada uno de nosotros domine una sola cualidad, un solo arte. Si Olivia es una sanadora, como yo, no puede haber hecho algo así. Se requiere ser un auténtico experto en el arte del tiempo y del espacio para generar un portal que te transporte a otro sitio.

—Sin embargo, tú acabas de hacer algo que no se parece en nada a curar.

Duende se puso la mano derecha delante de la cara, con las palmas hacia sus ojos.

—Yo solo he usado el anillo.

—Por tanto —deduje—, puede que ella disponga también de un anillo como el tuyo, que le permita hacer otro tipo de magia.

Duende pareció sopesar por un momento mis palabras, antes de negar con la cabeza, componiendo en su mirada, no sin esfuerzo, un atisbo de comprensión y paciencia, que le agradecí.

—Necesitaría mucho rato para que lo comprendieras, pero no creo que emplease un anillo como este. Existen otras opciones cuando uno no posee los conocimientos suficientes para lo que pretende llevar a cabo.

Cuando salimos de la urbanización Paraíso, el lunes se había transformado ya en martes. La jornada había sido tan larga, viaje a Córdoba incluido, que me pareció mentira que pudiera terminar.

Acerqué a Duende hasta su casa y quedamos en encontrarnos de nuevo la tarde siguiente, cuando yo acabara de trabajar, para seguir contemplando posibilidades, si es que existía alguna, pues él me había pintado muy negro el panorama.

Después de lo que había presenciado en el ascensor, me quedaban pocas dudas sobre la existencia de personas que compartían espacio físico con nosotros, pero que disponían de unas cualidades especiales que mantenían ocultas, en lo que ellos mismos llamaban «La Frontera». Adentrarme en ese mundo no iba a resultar tarea sencilla, pues apenas conocía sus reglas. En aquel instante no podía imaginar, desde luego, que acabaría siendo mi propio mundo y que solo daba los primeros pasos en él.

Aunque me encontraba profundamente cansado, decidí no acostarme. Me sentía demasiado alterado. Necesitaba relajarme un poco antes de intentar dormir. Así que me tumbé sobre el sofá, ya en mi casa, y puse algo de Bruce Springsteen a sonar de fondo, mientras anhelaba desconectar de todo y concentrarme solo en la melodía.

Apenas habían dado las cinco de la madrugada cuando me desperté con un fuerte dolor de espalda. Me había quedado dormido en algún punto entre No surrender y Bobby Jean, y ahora me arrepentía de no haberme ido directo a la cama en cuanto regresé.

Decidí meterme bajo la ducha. Apunté el agua caliente directa a mi zona lumbar, y la mantuve así durante unos instantes, lo justo para no quemarme. Tras salir del baño me noté un poco mejor, más despejado al menos, pero seguía teniendo dificultades para mantenerme erguido. Antes de vestirme me apliqué una crema en la zona que me molestaba. Después me preparé el habitual desayuno, con zumo de naranja incluido.

Hasta entonces no había pensado en el trabajo, en el equipo de investigación. Por supuesto, no podía contar lo que había descubierto a mis compañeros, pues ninguno iba a creerme, pero el caso es que yo sabía cómo había desaparecido Ariadna, y también que, probablemente, nunca la encontraríamos. Así que, de repente, comprendí que mi labor al frente del caso se tornaba realmente complicada, pues iba a verme obligado a fingir constantemente ante mis colegas.

Consideré utilizar el dolor de lumbago como excusa para no acudir a mi puesto y, de esa forma, eludir las complicaciones que se me planteaban; pero al fin decidí que tendría que enfrentar el problema, que retrasarlo no serviría de nada y que, además, nadie entendería que con una niña de nueve años desaparecida, me quedase en casa por un simple dolor de espalda.

Abandoné mi piso con el convencimiento de que, a partir de ese momento, debería llevar una doble vida, además de una doble investigación. Por un lado, junto a Duende, lucharía por encontrar una forma de llegar hasta Ariadna; por otro, en mi trabajo como policía, me vería obligado a fingir y seguir con el caso, como si no supiese nada más; como si no hubiese visto flotar manchas amarillas en el interior de un ascensor o a un anillo emitir una luz blanca.

El tiempo había cambiado. La mañana era fría, pero el viento de levante se había extinguido y las nubes habían partido junto a él. El incipiente sol del amanecer entorpecía mi conducción, pues su luz incidía directamente sobre mis ojos. El tráfico discurría intenso pero fluido. Media hora después, coincidiendo con el horario de apertura de los colegios, la situación se complicaría.

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