Ari

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Ari

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El camino hacia tu magia, por Alex Truff, daba la impresión de que ofrecía exactamente lo que ella iba buscando. Lo colocó sobre la mesa y comenzó a hojearlo. Al contrario que en la mayoría, en aquel libro apenas había dibujos. Le dio la impresión de no haber leído nunca tanto texto, pues, aunque a su edad ya había acabado muchas novelas, casi todas pertenecían a colecciones infantiles y contenían numerosas ilustraciones para hacer más amena la lectura.

Se dio cuenta de que la tarea que se había propuesto no iba a resultarle sencilla. En el fondo, no era más que una niña, y seguro que quien hubiese escrito aquel manual no lo había hecho pensando en que un niño pudiese comprenderlo. Se sintió desamparada. De repente, la confianza en conseguir todo lo que se proponía se esfumó como un conejo en la chistera de un mago.

Se apartó de la mesa y se rodeó el pecho con los brazos. Empezaba a tener mucho frío. Pensó que, en ese momento, el menor de sus problemas era aprender a desarrollar sus habilidades. Si no encontraba la manera de salir de aquella estancia secreta, moriría de frío y hambre.

La invadió un miedo desconocido. No el miedo a la soledad, al abandono, como había percibido hasta entonces, sino el miedo a la muerte. Supo que aquel miedo resultaba más intenso, más auténtico que ningún otro que fuese a experimentar jamás.

Pese a que sabía que permanecer en movimiento resultaría fundamental para espantar el frío, se sentó con la espalda apoyada en la pared. Alcanzó una muñeca de trapo, con coletas rubias, que se encontraba tirada en el suelo junto a otras dos. Tenía el cuerpo rosa y el cabello rubio cubierto parcialmente por un bonito sombrero blanco.

Sonrió con amargura. Le preguntó a la muñeca cómo salir de allí. Después, temió acabar como ella, en aquel suelo escondido en ninguna parte, rodeada por un montón de objetos inútiles.

Se puso de nuevo en pie, con la muñeca en la mano. Abandonó la habitación y siguió el pequeño pasillo hasta llegar a la primera estancia, por la que había entrado.

Giró sobre sí misma. Miró en todas las direcciones, de arriba abajo y de izquierda a derecha, con la intención de descubrir algún indicio, por pequeño que fuera, que le indicase una manera de salir; pero no lo encontró. Por más que palpaba la superficie de la pared, buscando alguna señal como la que le había permitido acceder hasta allí, no lograba localizarla. Una y otra vez, compulsivamente, volvía a intentarlo, pero siempre con el mismo resultado. Creyó enloquecer. Cada tentativa la hundía un poco más en una sensación de inmenso fracaso, acentuando la percepción de que se acercaba al final de su vida, que le aguardaba un inmenso vacío, un agujero negro que la tragaba hasta hacerla desaparecer.

En un acto de desesperación, perdió el control y arrojó la muñeca contra el suelo con una violencia que le provocó pánico de sí misma. De repente, se contempló como una desconocida, como alguien a quien la angustia ha transformado en una persona violenta, capaz de herir a cualquiera que se cruzase en su camino, sin importar su condición.

Encaraba de nuevo el pasillo con el propósito de regresar y buscar si, entre los libros, descubría una forma de atravesar aquellas paredes, como última y desesperada posibilidad, cuando escuchó algo a su espalda.

El corazón le dio un vuelco.

Lara había entrado.

XVI

Se puso muy nerviosa al no encontrarla. La incredulidad inicial se transformó con rapidez en miedo a las consecuencias que se derivarían de su desaparición. Junto a todos, contemplaba el cielo, ese maravilloso espectáculo de la pequeña ave en llamas, que solo pasaba una vez cada muchos meses, y al retomar la normalidad, Ariadna había desaparecido.

Durante semanas se había acercado a ella con prudencia, dejándola creer que no era como los otros. Poco a poco había notado en sus preguntas, o en sus miradas, que la confianza entre ambas iba creciendo. Aún recordaba la cara de satisfacción del maestro cuando le contó el color de la magia de Ariadna, y cómo la reacción de este la había hecho soñar con recompensas mayores si lograba proveerlo de información importante. Pero ahora, si Ari se esfumaba, todo se iría al garete.

Echaba tanto de menos al mar, con ese azul vibrante por las corrientes, con ese olor tan peculiar mientras su padre remaba para que ella disfrutara del paseo; que solo tenía ganas de llorar.

Ahora se sentía como una maldición para la humilde familia de pescadores de la que provenía. Su padre, que solo la tenía a ella, pues su madre había muerto al darla a luz, habría sufrido otro gran golpe con su desaparición. Dudaba que hubiese resistido ese nuevo envite de la vida. Por edad, aún debería seguir vivo, pero se le hacía un nudo en el estómago al imaginar en qué condiciones se desarrollaría su existencia sin nadie a quien amar.

Algunas lágrimas brotaron de sus ojos. No entendía cómo había surgido la energía mágica en ella, pero, por encima de todo, no entendía qué había hecho para merecer esa maldición. Ese hilo verde grisáceo que salía de ella solo había servido para que la mantuviesen prisionera de por vida, alejada de su padre. Si al menos alguien la hubiese despertado antes y pudiera haber usado la magia, sus sensaciones resultarían diferentes; pero en ese instante odiaba todo lo que representaba aquel mundo al que, quisiera o no, pertenecía. Tantos sueños se habían esfumado de golpe, que se había convertido en una persona vacía por dentro, sin que ninguna llama de esperanza se divisara en el horizonte. Al menos, así había sucedido hasta que el maestro entró en contacto con ella. Se sentía afortunada por el hecho de que él le hubiese encargado una misión. Sabía que el futuro se encontraba en sus manos. No podía desperdiciar una oportunidad como aquella. Costase lo que costase, debía encontrar a Ariadna.

Mientras miraba a uno y otro lado, descubrió a Lara entrando al palacio. De repente, más allá de la sorpresa inicial, la asaltó una intuición. Guiada por su instinto, la siguió al interior. Pero al entrar, no vio a nadie. Recorrió cada centímetro del comedor, del dormitorio y de los baños, pero no encontró ni rastro de Lara y, por supuesto, tampoco de Ari.

Salió otra vez al exterior para confirmar que tampoco habían regresado allí, a caminar en círculos con el resto de niños.

La situación se agravaba por momentos. No una sino dos niñas desaparecidas en la misma mañana. ¿Adónde habían ido? ¿Cómo podía haberse volatilizado Lara, que solo iba unos metros por delante de ella? No entendía nada. Su escasa confianza se desmoronaba de nuevo ante la adversidad de las circunstancias que la rodeaban. Sentía como si el destino conspirase contra ella, o disfrutara de manera cruel con su sufrimiento.

Se tumbó bocarriba sobre el césped, con las rodillas ligeramente flexionadas, para meditar sobre lo que sucedía y, por encima de todo, sobre cómo reaccionar. ¿Debía contactar ya con el maestro o esperar unas horas para comprobar si aparecían Ariadna y Lara? Si se precipitaba podía enojarlo sin necesidad, pero si dejaba pasar demasiado tiempo, la adversidad se convertiría en irreversible y ella pagaría las consecuencias de su descuido. Si lo más importante era controlar a Ari, no sabía por qué había perdido el tiempo mirando al cielo como una idiota.

Suspiró.

No le quedaba otra que esperar, pues para contactar con él necesitaba acceder a la biblioteca, y esta no abría sus puertas hasta después del almuerzo. Con un poco de suerte, deseó, sus dos compañeras se encontrarían de vuelta para entonces y la situación revestiría menor gravedad. Incluso así, debía informar al maestro del extraño suceso.

Hizo memoria. Ya llevaba unos años por allí y, que recordara, nunca nadie había desaparecido. Había contemplado algunas muertes por causas naturales. También había asistido, muy a su pesar, al suicidio de un chico marroquí, llamado Hamed, cuyo patético intento de fuga había acabado con su vida delante de todos. Que alguien pudiese fugarse de aquel bosque constituía un mito sobre el que la mayoría ni siquiera se atrevía a especular. ¿Habrían conseguido Ariadna y Lara lograrlo?

Ella, en los últimos días, había vuelto a soñar con una vida alejada de allí. Contemplaba su relación con el maestro como una inmensa oportunidad que se le abría para, haciendo bien su trabajo, obtener la mayor recompensa que podía imaginar.

En sus primeras semanas allí, cuando todavía no sabía hablar sin hablar y la belleza del lugar ejercía una gran fascinación sobre sus sentidos, aún soñaba con regresar a su hogar. Cada día imaginaba a su padre, con la camisa blanca y el pelo desaliñado, yendo a buscarla. Presentía, en cada acontecimiento, un indicio de que su estancia en aquel paraíso se acabaría de inmediato. Pero el inexorable paso del tiempo había ido acabando con todo, marchitando hasta la más mínima flor que creciera en su interior.

Se abandonó al cielo líquido que constituía su techo. Dejó que la irrealidad la dominara, la engañara una vez más. Quiso atrapar la inocencia que llevaba años sin experimentar para olvidarse de todo. Imaginó que se perdía por las calles atestadas de gente, bajo la protección de su padre. El ruido y las luces la reconfortaban. Mantenía los ojos bien abiertos, pues temía perderse algo. Los dos se pararon en un puesto callejero y él le compró un kimbap. ¡Cuánto daría por probar de nuevo el peculiar sabor de aquellos granos de arroz rodeados de algas!

No lo consiguió; no pudo evadirse.

Se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba.

Recordó el ave fénix, con su singular belleza en llamas, y alcanzando su bloc de láminas, comenzó a dibujarlo para hacer tiempo hasta que llegase el momento de hablar con el maestro.

XVII

Ascensión Risdruejo se había convertido en pieza clave de la investigación. Necesitábamos, lo más pronto posible, contactar con ella para que nos diese las señas de su apartamento en la costa. También, por supuesto, resultaría interesante poder hacerle algunas preguntas acerca de su relación con Olivia Madueño, pero lo principal era conocer la localización de la vivienda, pues algo me decía que la madre de Ariadna podría estar usándola como escondite.

Santos nos condujo a toda pastilla hasta el Hospital Clínico. En principio, habíamos contemplado la idea de visitarlo para recabar más información sobre la sospechosa, para saber si se relacionaba especialmente con algún compañero de trabajo que pudiese ayudarnos a saber de su paradero, o de lo que había hecho durante el periodo de excedencia. Pero esos aspectos habían pasado a un segundo plano. Puede que, en otro momento, regresáramos sobre ellos, pero ahora solo nos interesaba conseguir una dirección y, sobre todo, un teléfono de Ascensión Risdruejo, y dado que había sido paciente del hospital, nos parecía que allí podríamos conseguirlo sin mayor dificultad.

El hospital se halla en la zona de Teatinos, enclavado en pleno campus universitario, junto a la Facultad de Medicina. Además, se trataba de una de las zonas que más crecía de la capital malagueña a principios del siglo xxi. El tráfico resultaba intenso, y las posibilidades de encontrar un aparcamiento nulas, por lo que no nos complicamos la vida y Pat dejó el coche en el primer paso de peatones que encontró libre, pues el caos que formaban universitarios y pacientes del hospital sobrepasaba cualquier previsión, y la gente dejaba sus vehículos en los lugares más insospechados.

Una vez dentro, nos dirigimos directamente al mostrador de información. Exhibiendo la placa, nos saltamos la concurrida cola, y pedimos hablar con un responsable.

El administrativo que nos atendió, nos hizo pasar a un pequeño despacho y nos pidió que esperásemos un momento.

Apenas dos minutos después, apareció una mujer rubia, de piel muy blanca, cuya edad debía rondar los cincuenta años.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó presta. Daba la impresión de encarnar a la perfección el prototipo de persona eficiente, dispuesta a resolver cualquier problema que se le plantease.

Le explicamos el motivo de nuestra visita. Pese a que Mediavilla había hablado con los compañeros de la doctora Madueño, Ángeles López, que así se llamaba la jefa del servicio de admisión, desconocía la desaparición de Ariadna. Rápidamente comprendió la gravedad de los hechos, y se puso manos a la obra.

Nos dejó solos de nuevo, pero enseguida regresó y nos entregó un sobre con los datos de la señora Risdruejo. Por supuesto, el contenido del sobre hacía referencia solo a los datos de contacto de la paciente, y no a su historial clínico; aunque este hubiera resultado también muy interesante para nosotros dada la pelea que provocó entre Nuria Aguilar y Olivia Madueño.

Le agradecimos su colaboración y, mientras nos dirigíamos hacia el coche, noté que el corazón se me aceleraba. Santos y yo intercambiamos una mirada.

—Llámala ya, joder —me impelió.

—Aquí hay mucho ruido —repliqué—. Cuando estemos dentro del coche, lo haré.

Aceleramos el paso. Los dos sabíamos que nos encontrábamos en un punto decisivo, en el que el curso de la investigación podía cambiar.

Abrí el sobre. La dirección pertenecía a Antequera, pero al menos había dado varios números de teléfono; uno fijo, y otros dos móviles, de algún familiar, supuse.

Una vez en el interior del BMW, con Santos a mi lado, expectante, saqué el teléfono y me dispuse a intentarlo.

Tras tres tonos, descolgó un hombre que, por su voz, deduje que sería bastante joven.

—Buenos días. Soy el inspector Emilio Van der Hayden, de la Policía Nacional. Necesito hablar urgentemente con Ascensión Risdruejo.

Al otro lado se hizo el silencio. Tal vez fui demasiado directo y sorprendí a mi interlocutor.

—¿Sigue usted ahí?

—Sí, sí —afirmó, recuperándose—. ¿Ha ocurrido algo?

—No se preocupe, solo necesitamos hacerle un par de preguntas relacionadas con una investigación. ¿Se encuentra ahí?

—No —respondió—. Yo soy su sobrino. A estas horas suele salir a caminar, si el tiempo, como hoy, lo permite.

—¿Lleva el móvil?

—No, ella siempre lo deja en casa, pero no tardará demasiado.

—¿Podría usted ir a buscarla y llamarnos? —pregunté.

Antes de que pudiese contestar, Santos, de repente, me arrebató literalmente el teléfono a la vez que meneaba la cabeza.

—Soy el subinspector Santos, un compañero de Van der Hayden —se presentó.

—Ah —balbució el otro, tan sorprendido como yo.

—Necesitamos hablar con Ascensión; pero, sobre todo, lo que más nos urge, es conocer la dirección exacta de un apartamento que, al parecer, posee en la costa, ¿podría usted facilitárnosla?

—Uf —resopló—. Exacta, no.

—Al menos, el nombre de la calle. Algo para ponernos en camino mientras ella nos llama.

—Doctor García Verdugo —afirmó sin titubear.

—¿Y eso dónde queda exactamente?

—En Fuengirola, muy cerca de la salida de la autovía del centro comercial Miramar. En esa misma calle hay un instituto de secundaria, un centro de salud y una oficina de la Seguridad Social.

—Conozco el sitio —afirmó Santos mientras arrancaba el coche.

Quedamos en que, mientras nosotros nos dirigíamos hacia Fuengirola, él iría a buscar a su tía, con la intención de que al llegar pudiésemos hablar con ella para saber la dirección exacta del inmueble.

Con el coche ya en marcha, evaluamos la posibilidad de avisar a Corrales y Mediavilla, para que también ellos acudieran al apartamento, pero, finalmente, decidimos ir solos, pues incluso en el caso de que nos encontrásemos a Olivia Madueño, esta no suponía, al menos en apariencia, un peligro para nuestra integridad física.

Santos no necesitó usar la sirena para pisar a fondo y exprimir los más de doscientos caballos de aquel deportivo. El motor del BMW rugía mientras él disfrutaba como un niño dejando a docenas de coches atrás.

Pensé que nos hallábamos muy cerca de la doctora Madueño, pero yo sabía que Ariadna no se encontraba con ella, y eso me descorazonaba. Nadie a mi alrededor conocía el verdadero destino al que habían enviado a la niña. Sin embargo, dar con la madre supondría un primer paso imprescindible para llegar hasta su hija.

Decidí que, aquella tarde, por muy cansado que me sintiera o muy tarde que acabase, me reuniría con Duende, pues no ignoraba que él se había convertido en el único camino que me podría conducir hasta Ariadna.

Una vez abandonamos la zona de Teatinos, el tráfico se hizo más fluido. En apenas veinte minutos tomábamos la salida de la autovía correspondiente a nuestro destino.

Menos sencillo resultó encontrar un aparcamiento, pues en la misma manzana se encontraban muchos organismos oficiales. Santos recordó que la comisaría de Fuengirola quedaba casi al lado, así que acabamos dejando el coche en una calle reservada para la policía.

La adrenalina nos recorría cuando tomé el teléfono y marqué de nuevo el número de Ascensión Risdruejo. Los tonos de llamada se agotaron sin respuesta. Probé entonces con el móvil.

—¿Sí? —respondió el sobrino.

—Soy el inspector Van der Hayden. ¿Se encuentra junto a su tía?

—Sí. Le paso con ella.

—Soy Ascensión Risdruejo —se presentó—. Dígame.

La voz de la mujer sonó clara y dulce. No daba la impresión de resultar tan mayor como me había imaginado leyendo sus datos. Un montón de preguntas acudieron, en perfecto desorden, a mi mente; pues ella, sin saberlo, se ubicaba en el centro de muchas cuestiones sobre Olivia Madueño, pero en ese instante no tuve más remedio que posponerlas y centrarme en las señas de su apartamento.

No solo me detalló la dirección completa, sino que me ofreció una precisa explicación de cómo llegar hasta ella. Le pedí que en las próximas horas no se separara del teléfono, pues en cualquier momento podríamos necesitar su colaboración. Así mismo recabé su consentimiento para entrar, si resultase necesario, en la vivienda.

Pulsamos sobre un par de botones en el portero automático, antes de conseguir que nos abrieran, sin identificarnos como policías.

Ya frente a la puerta del sexto B, intercambiamos una rápida mirada. Pese a la experiencia, los nervios nos consumían a ambos. ¿Se encontraría la sospechosa tras aquella puerta?

Pulsamos el timbre en repetidas ocasiones, sin obtener respuesta. También aporreamos la puerta, con el mismo resultado.

Hice un gesto a Santos para que se acercase a la puerta mientras yo me alejaba un par de pasos para comprobar que nadie nos observara. Él sacó un juego de ganzúas y, en un abrir y cerrar de ojos, la cerradura cedió.

El pequeño apartamento permanecía vacío, pero resultaba obvio que allí vivía alguien. Había restos de comida en la cocina, la cama permanecía deshecha y con ropa tirada encima, había algunos restos de agua en el baño, etc.

—Se esconde aquí —afirmó Santos.

—Alguien usa el piso —le corregí—. Resulta un poco precipitado afirmar que hayamos encontrado el escondite de Olivia Madueño.

—Ya —replicó él, despreciando mi exagerada prudencia.

Contacté de nuevo con Ascensión Risdruejo, que me aseguró que no existían más llaves del apartamento que las que poseían Olivia y ella misma. Aunque siempre cabía la posibilidad de que algún intruso, sabedor de que el piso se mantenía desocupado la mayor parte del año, se hubiera colado, la hipótesis de hallarnos ante el escondite de la doctora Madueño parecía la más verosímil.

—¿La esperamos aquí? —preguntó mi compañero.

Negué con la cabeza.

—No sabemos cuándo piensa volver, si es que vuelve. Echaremos un vistazo, dejando todo tal y como lo hemos encontrado. Hablaremos con el comisario para que el lugar permanezca bajo vigilancia en todo momento. Cuando lleguen los del primer turno, nos iremos a Antequera.

A Santos, mi plan le pareció bien.

Palacios se mostró satisfecho con los avances de la investigación y prometió que, en menos de una hora, dispondríamos de un par de agentes por allí, para iniciar las labores de vigilancia.

Cuando dimos por concluido el registro, sin encontrar nada significativo, me pregunté cuánto tiempo hacía que Olivia Madueño se había marchado. «Quizás —me dije—, si hubiésemos llegado unos minutos antes, ahora estaríamos interrogándola y las posibilidades de hallar a su hija resultarían algo más que un objetivo lejano, que una combinación imposible en un juego de azar en el que la banca tendía a ganar casi siempre».

Tomamos un café en un bar situado junto a la entrada del edificio, mientras aguardábamos a que nos relevaran. Aproveché para llamar a Corrales y contarle lo que habíamos descubierto. También para convocar una reunión del grupo de investigación a primera hora de la tarde, cuando, calculaba, regresaríamos de Antequera.

Él, por su parte, me explicó que acababan de empezar a revisar los movimientos bancarios, pues los datos habían tardado más en estar a su disposición de lo que habían previsto en un principio. Todavía no habían dado con nada relevante.

Nos sustituyeron Quintana y Duque, dos novatas que apuntaban maneras, especialmente la primera, con la que había tenido la oportunidad de colaborar en un par de ocasiones, y había podido comprobar que trabajaba de forma meticulosa e inteligente. Yo fui compañero de su padre, que murió unos diez años antes en acto de servicio. Recibió un balazo de un atracador que intentaba fugarse con un botín de seiscientos euros. Después, lo de siempre, una familia destrozada, un par de palmaditas en la espalda y una condecoración a título póstumo como todo consuelo.

De nuevo en el coche, pusimos rumbo a Antequera. Santos rebuscó hasta encontrar un CD de El Barrio.

—No, si te parece voy a poner a uno de esos grupos que chillan en inglés y que tanto te gustan —me espetó al observar mi gesto.

—Pues alguna vez deberías escucharlos.

—Yo prefiero la música de verdad, y no tanta pose y tanta tontería.

—Como tú digas. —Me rendí.

El ritmo de la investigación se aceleraba por momentos. En apenas setenta y dos horas habíamos, no solo determinado el nombre de la principal responsable de la desaparición de Ariadna, sino que también habíamos sido capaces de localizar su más que probable escondite y, pese a todo, mis sensaciones no resultaban buenas. No me quitaba de la cabeza a Duende y la realidad que me había mostrado.

De repente, mientras un desagradable viento del norte se levantaba, y el invierno parecía renacer de sus cenizas, me invadió un sentimiento de culpabilidad por no haber acudido a mi cita con él el día anterior.

De nuevo me recordé a mí mismo, que aquel miércoles de febrero acudiría sin falta a su casa. Me di cuenta de que, con el método policial, podríamos acercarnos a la solución, o incluso atrapar a la madre, pero jamás daríamos con Ariadna. Necesitaba a Duende. Solo él podría ayudarme a traer de vuelta a la niña; y ese precisamente debía ser el único objetivo que me importase.

—No sé —comentó Santos—. Hay algo que no me gusta.

—¿A qué te refieres?

—A que todo resulta demasiado sencillo.

—¿Demasiado sencillo? —repetí atónito—. Hablamos de la niña que desapareció en el interior de un ascensor, ¿no?

—Es cierto, se esfumó de forma inexplicable; pero por suerte había cámaras en el edificio, gracias a las cuales el padre identifica a su mujer. Después nos da el nombre de una paciente suya que posee una segunda vivienda, de la que ella guarda las llaves, y...

Dejó la frase en el aire durante un instante, como si procurase elegir las palabras exactas que quería pronunciar a continuación. Aquella forma de actuar, tan prudente, constituía toda una novedad, pues por lo general, Pat Santos se comportaba siempre de un modo impulsivo.

—Puede que sea una estupidez, pero no me gustan los casos que encajan tan rápido. Intuyo que se complicará.

Por un momento, tuve la tentación de revelarle mi visita, la noche del lunes, al edificio donde había desparecido Ariadna. De detallarle cómo Duende y yo habíamos examinado el ascensor y cuáles habían sido las conclusiones de este; pero me contuve, a pesar de que, de todos mis compañeros, consideraba a Santos como el único capaz de tomarse en serio unas explicaciones como aquellas, pues le encantaba el mundo de lo oculto, lo esotérico, etc. A menudo adquiría revistas especializadas en misterios o leía libros que ofrecían respuesta a los enigmas más dispares; desde la desaparición de los dinosaurios hasta la civilización perdida de la Atlántida, pasando por la construcción de las pirámides de Egipto o la comunicación con los espíritus de los muertos.

No sé qué esperaba de la conversación con Ascensión Risdruejo, pero, desde luego, no obtuvimos nada medianamente interesante. Después de todo, Olivia Madueño le había salvado la vida. La objetividad que esa anciana pudiese mostrar al opinar sobre ella resultaba nula. A sus ojos, la doctora Madueño se convertía poco menos que en un ser celestial, enviado por Dios a la tierra para aliviar el sufrimiento de las personas.

—Si ella ha desaparecido —aventuró—, también la habrán secuestrado. No cabe otra explicación.

Mientras tomábamos unas cervezas sin alcohol y unos bocadillos antes de regresar a Torremolinos, me sentía frustrado. Consideraba que habíamos desperdiciado tres horas de nuestro tiempo para nada en aquella charla intrascendente. Si hubiera hablado con la señora Risdruejo por teléfono, hubiese solventado el tema en cinco minutos.

Odiaba tomar decisiones equivocadas, y más en un caso como aquel, con una niña desaparecida y a la espera de que alguien pudiese rescatarla. Empezó a dolerme la cabeza. Solo deseaba regresar a mi casa y tumbarme sobre el sofá, mientras alguna música sonaba de fondo para alejar a mis fantasmas.

Santos parecía ajeno a mis cavilaciones. Continuamente sonaban mensajes en su móvil. Si con frecuencia cambiaba de modelo de coche, no con menos frecuencia alardeaba de un nuevo teléfono, cada vez con la pantalla más grande o capaz de llevar a cabo funciones impensables solo unos meses atrás.

El camino de regreso lo hicimos en silencio. Lo convencí para que no me torturase con su música, y fuimos escuchando una cadena de radio convencional, que a esa hora ofrecía un programa de información deportiva local al que ninguno de los dos prestó demasiada atención.

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