Ari

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Ari

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Empezaba a carcomerme la idea de no haber llamado a Sonia. Nos comprometimos a hablar una vez a la semana, y aún no había transcurrido una semana de nuestra anterior conversación, pero, incluso así, notaba que la traicionaba cada vez que incumplía la promesa que me hacía a mí mismo de llamarla. Ella era lo más importante de mi vida, lo único que le daba algún sentido, y resultaba estúpido relegarla siempre después del trabajo o, aún peor, después de una borrachera. Como siempre que tropezaba de ese modo, juré que aquello no se repetiría; pero, en el fondo, no dudaba que fallaría de nuevo, desertando de mis propias convicciones, excusándome en cualquier circunstancia aleatoria que atenuara mi malestar.

Tras una inevitable visita al baño, y de buscar algo parecido a café en la cocina, sin encontrarlo, cogí una lata de Coca-Cola y vertí su contenido en un vaso de tubo.

En cuanto empecé a sentirme mejor, decidí que lo más importante que debía hacer ese día era visitar a Román Giovanetti en Marbella; así que llamé al trabajo y pedí que me pasaran con Corrales. Le dije que me acercaría directamente a Fuengirola, a la sucursal bancaria en cuyo cajero Olivia había acudido cada semana a retirar fondos, por si recordaban algo sobre ella; y de paso, me daría una vuelta por los alrededores del apartamento de Ascensión Risdruejo. Le encargué que enviase a Santos a vigilar los pasos del padre, y le relaté la sensación que había tenido cuando hablé con él la tarde anterior, en el sentido de que pudiese estar acompañado de alguien y más nervioso de lo habitual. En cuanto a él y a Mediavilla, ambos seguirían intentando profundizar en las finanzas del matrimonio. Por último, fijé una nueva reunión del equipo de investigación para después del almuerzo.

Subí las escaleras y encontré sin dificultades el dormitorio de Duende. Este roncaba sin cesar, pese a lo cual, no dudé en despertarlo.

—Tienes que hacer esas llamadas. —Le encargué.

Por toda respuesta, balbució algo ininteligible mientras luchaba por darse la vuelta y cerrar de nuevo los ojos. Pero no se lo permití.

—Voy a mi casa a ducharme y a cambiarme. Cuando vuelva quiero que tú también estés listo y que tengamos una cita concertada para esta misma mañana con el señor Giovanetti, ¿me has entendido?

Duende emitió una especie de suspiro que consideré como una afirmación de que había comprendido lo que le pedía. Que lo llevase a cabo o no, ya era harina de otro costal, pero no me quedaba otra que arriesgarme.

Una vez en mi piso, me dirigí directamente a la ducha. El agua caliente se convirtió en una reparadora parada en el camino, bajo la cual despejé mi mente y desentumecí mi cuerpo. Permanecí un poco más de lo estrictamente necesario, pero no lo consideré como una perdida de tiempo, sino más bien como una necesidad, pues ya no me sentía capaz, como cuando tenía veinticinco años, de enlazar una noche de alcohol con un día de trabajo. Esa época había pasado ya a la historia, a la mía, quedando solo como una fotografía en el libro de hazañas que compartir con los viejos camaradas. Ahora, con más de cincuenta años a mis espaldas, recorría un camino muy diferente, en el que cada exceso suponía una consecuencia para mi maltrecha salud.

Me vestí con lo poco que me quedaba limpio en el armario, aunque parecía más bien ropa de entretiempo que de invierno. Tomé un trozo de papel y escribí en letras bien grandes la palabra «lavadora» antes de dejarlo sobre el pequeño mueble del recibidor. Ya no podría esquivar por más tiempo ocuparme de la ropa sucia, salvo que dedicase la tarde a ir de compras, pero eso me aburría tan profundamente que procuraba no hacerlo más que cuando no me quedaba otra alternativa y, entonces, para pasar el mal trago de golpe, dedicaba un día entero a adquirir un buen montón de ropa que me garantizara no tener que acercarme a las tiendas en una larga temporada.

Antes de salir llamé a Duende, más que nada para cerciorarme de que no continuaba en la cama. Para mi sorpresa, respondió a la primera.

—Acabo de concertar una cita con Giovanetti —me aseguró, lo que explicaba lo poco que había tardado en descolgar el teléfono—. Dame media hora para ducharme y vestirme.

—De acuerdo —respondí—, te recojo en la salida del aparcamiento de la calle Aladino, en media hora.

Determiné que el momento parecía tan bueno como cualquier otro para dedicar unos minutos a la ropa sucia. La separé en varios montones y me decidí por el de color para poner la primera lavadora. Para mi sorpresa y satisfacción, disponía del detergente adecuado y el recipiente del suavizante todavía daba para unos cuantos usos.

Cuando ya abandonaba mi vivienda, sonó el móvil. Comprobé que se trataba de Santos. Dudé por un instante, pero me arriesgué a no responder. Supuse que llamaría para quejarse de la labor que le había encomendado, pues odiaba las vigilancias. Si me equivocaba con respecto al motivo y resultaba algo importante, seguro que insistiría.

Aparcado justo delante de la rampa de salida del aparcamiento, tuve que esperar casi diez minutos a que apareciese Duende. Mi paciencia también tenía un límite, así que estuve a punto, varias veces, de salir del coche e ir a buscarlo. En cuanto apareció le eché en cara su tardanza, pero él justificó la demora en los minutos que había necesitado para buscar en Internet cómo llegar hasta la dirección que le habían facilitado.

—Seguro que tú no sabes el camino, ¿verdad? —me espetó.

No respondí. Me limité a poner el motor en marcha para salir de allí cuanto antes.

Tomé la autovía en Torremolinos, tras dejar atrás el Palacio de Congresos. Unos quince minutos más tarde, después de pasar la Reserva del Higuerón, me situé en la parte izquierda de la calzada, con la intención de ir por la autopista de peaje. Habíamos viajado en silencio hasta entonces, con el único sonido de una tertulia radiofónica de fondo. Como imaginé, Santos no volvió a llamar, por lo que concluí que solo pretendía quejarse para que encargara su labor a otro.

El viento dominaba el paisaje, estirando árboles aquí y allá, zarandeando vehículos, posponiendo paseos o haciéndolos desagradables. También las nubes amenazaban desde el cielo, desafiantes, pero mi ánimo, lejos de resentirse por la climatología o el poco descanso, se encontraba firme en la determinación de dar con Olivia Madueño y, a través de ella, con su hija.

La idea de que la doctora Madueño pudiera haberse arrepentido de sus actos y luchara por repararlos, se consolidaba en mi interior, a la vez que me permitía albergar la esperanza de rescatar a Ariadna, de traerla de vuelta, se encontrase donde se encontrase.

—¿No tienes música? —protestó Duende.

—No de la que tú prefieres.

—Podré soportar una de esas bandas de ancianos, de los setenta o los ochenta, que tanto te gustan, pero si continúo escuchando a esos imbéciles hablar de política vomitaré.

En lugar de buscar algún CD, pulsé sobre el botón número dos del equipo de música del coche, en el que había memorizado Rock FM. A esa hora, Van Halen y su archiconocido tema Jump ponían el cierre a la emisión diaria de El pirata y su banda.

Una vez fuera de la autopista, cometimos un par de errores antes de dar con la dirección correcta. Aparcar, en cambio, no supuso ninguna dificultad, pues la zona se encontraba muy apartada y las casas allí eran inmensas.

Una especie de mayordomo, impecablemente trajeado, nos condujo por el jardín hasta llegar al interior de la vivienda. Ya dentro, nos dirigió hasta un gran salón en el que nos pidió que aguardásemos a nuestro anfitrión que, según nos explicó, se encontraba atendiendo a una visita que se había presentado de forma imprevista, por lo que nos pedía disculpas por el posible retraso.

Con las prisas, no habíamos elaborado ninguna estrategia para encarar aquella conversación. Me preguntaba si resultaría más productivo que Duende tomase las riendas, en su condición de habitante de La Frontera, como Román Giovanetti o si, por el contrario, debía esgrimir desde el principio mi condición de policía al frente de una investigación sobre la extraña desaparición de una niña.

—Hablaré yo —decidí—. Si meto la pata en tu campo, me adviertes con algún gesto.

—Yo nunca he visitado a este tipo, así que tampoco se puede decir que domine los usos y costumbres que se empleen por aquí.

Descubrimos a una mujer de mediana edad saliendo por un pasillo lateral, escoltada por el mayordomo. Su pelo llamaba la atención, tanto por lo corto que lo llevaba como por el color, exageradamente rubio, nada natural. Caminaba con diligencia y, desde la distancia, pude apreciar que su semblante, aunque serio, denotaba cierta alegría, como si hubiese venido a cerrar un asunto importante y el resultado de la gestión hubiese cumplido sus expectativas.

Apenas un par de minutos más tarde, un hombre mayor, casi un anciano, calculé, asomó por la puerta por la que habíamos accedido nosotros. Era un tipo delgado, esbelto para su edad, con el pelo canoso y los ojos grises y pequeños. Vestía un inmaculado traje blanco sobre una camisa de seda roja, sin corbata y con el cuello desabrochado. Se movía con elegancia y naturalidad, como si hubiera nacido enfundado en aquella indumentaria, o como si esta hubiese formado parte de su propia piel.

—Señores —anunció mientras nos tendía la mano—, soy Román Giovanetti.

Tras presentarnos también nosotros, sin mencionar mi condición de inspector de policía, Duende y yo nos sentamos en un pequeño sofá mientras él utilizaba una silla frente a nosotros. Agradecimos su invitación de tomar algo, pero la rechazamos.

—Verá, señor Giovanetti, hemos venido para hablar de Ariadna del Cid.

Ni un solo músculo se movió en su cara. No obstante, noté que aquella pregunta le incomodaba tanto como le sorprendía y, su austera irritación, parecía dirigida contra Duende, no contra mí.

—Vaya, pensaba que necesitaban mis servicios.

—Necesitamos su colaboración.

—¿Quién es usted?

—Como le he dicho antes, me llamo Emilio Van der Hayden.

—Sí, eso ya lo ha dicho y, exactamente, ¿a qué se dedica usted?

—Ahora mismo, me dedico a buscar a una niña desaparecida.

Román Giovanetti se levantó pausadamente a la vez que enarcaba las cejas.

—Duende, ¿verdad? —dijo mientras centraba su atención en mi joven acompañante—. ¿Qué nombre es ese? He oído hablar de ti. De tus habilidades y tus posibilidades, incluso de tu inmortal maestro. ¿A qué viene esto? ¿Quién es este tipo? Y por favor, no vuelvas a decirme su nombre, ya me lo he aprendido de memoria.

—Soy inspector de policía. —Me anticipé.

En esa ocasión no pudo disimular la sorpresa que le provocó mi profesión. Sin duda, no podía imaginar que Duende me hubiera llevado hasta él. La arrogancia con que acababa de manifestarse daba paso ahora a una cautela a prueba de bomba.

—¿Y cómo puedo ayudarle?

—Siéntese, solo deseo hacerle unas preguntas.

—Estaré encantado de colaborar, aunque no se me ocurre de qué manera podría hacerlo.

—Con responder a las cuestiones que le plantee resultará suficiente.

—Estoy a su entera disposición.

—¿Qué sabe de Ariadna del Cid?

—Me temo que nada —respondió con rapidez, demasiada rapidez, de hecho.

—Ni siquiera le suena el nombre.

—No, en absoluto.

—¿Y si añadiéramos el segundo apellido, Madueño?

Movió la cabeza en gesto negativo a la vez que componía una extraña mueca con la boca como para acentuar su total desconocimiento sobre aquella persona.

—Bien. Hablemos entonces de Olivia Madueño.

—¿Olivia Madueño?

—Sí, la madre de la niña desaparecida.

—¿Qué le hace suponer que la conozco?

—Oh, vamos —exploté—, no juegue con nosotros. Sabemos perfectamente cómo desapareció la niña. Sabemos que Olivia Madueño es una sanadora, por lo que resulta de todo punto imposible que, por sí misma, sin ayuda, lo hiciese ella.

—¿Qué insinúa? —preguntó con pasmosa tranquilidad.

—No insinúo nada. Sé a qué se dedica, señor Giovanetti, y lo único que pretendo es que nos cuente cuándo acudió a usted la señora Madueño, si le contó por qué intentaba hacer desaparecer a su hija y si conoce o no su actual paradero. Nada más.

Una sonrisa de desprecio se dibujó en la boca de Román Giovanetti. Se levantó y anduvo unos pasos en dirección contraria a nosotros. En seguida se giró, mirándome directamente a los ojos. Su porte elegante no conseguía ocultar la arrogancia que lo dominaba. Aquel hombre, por algún motivo que desconocía, se encontraba lejos de percibirnos como una amenaza, de hecho, dudo siquiera que nos considerase como sus iguales. En los tiempos que corrían, yo no aspiraba a amedrentar a nadie con mi condición de agente de la ley, pero al menos solía alterar el ritmo cardíaco de mis interlocutores, aunque solo se tratara de unas pocas pulsaciones más por minuto; pero con el señor Giovanetti, ni siquiera logré eso.

—Me desconcierta usted, señor Van der Hayden. Viene aquí a interrogarme, en calidad de policía. ¿De verdad pretende que me lo tome en serio? Usted sabe cómo desapareció esa niña, y sabe que yo le vendí a la madre lo necesario para hacerla desaparecer, ¿y qué hará con eso? ¿Me acusará ante un juez de haber fabricado un portal de teleportación? ¿Le explicará a sus compañeros que Ariadna traspasó las paredes del ascensor para aparecer en un sitio a miles de kilómetros? Vamos, hombre, ¿por quién me toma? Yo no revelo datos sobre mis clientes, si no, nadie confiaría en mí. Y ahora, les rogaría que abandonasen mi casa. Me están haciendo perder el tiempo.

Dicho lo cual, con paso firme y sin mirar atrás o esperar alguna respuesta por nuestra parte, abandonó el salón en el que segundos más tarde apareció el mayordomo, para acompañarnos a la salida.

—Vaya —fue la primera expresión de Duende, una vez fuera.

—Esto no ha acabado. Puede que no podamos acusarlo de nada en la desaparición de Ariadna, pero apuesto a que si buceamos un poco en su entramado financiero lograremos que se muestre más colaborador. Puesto que sus ganancias provienen de actividades que nadie sabe que existen, sus cuentas deben estar manipuladas. Te aseguro que la próxima visita será muy diferente.

Duende sonrió.

XXIII

—Emilio se va directamente a Fuengirola, a la sucursal bancaria en la que se encuentra el cajero del que Olivia Madueño sacaba el dinero —explicó Corrales.

—No parece que apoyes su decisión —aventuró Mediavilla.

—No es eso. Sospecho que no me ha contado toda la verdad.

—¿Crees que ha preparado otra de sus desapariciones?

—No. Este caso se lo ha tomado muy en serio. Más bien supongo que habrá tenido una idea de las suyas y querrá comprobar algo por su cuenta.

Mediavilla sonrió a la vez que negaba con un gesto.

—No te gustan nada las intuiciones, eh.

—Prefiero centrarme en el auténtico trabajo policial. Las intuiciones, como tú las llamas; el famoso instinto, al que se refieren otros, queda muy bien para las novelas negras o las series de detectives, pero nada más.

—A veces hemos resuelto casos basándonos en corazonadas, y lo sabes.

—Claro, en ocasiones toca la lotería, pero la mayor parte de las veces, pierdes el dinero. Se lanzan ideas sin sentido que se siguen sin ningún fruto, y cuando una de tantas se acerca a la solución, entonces se ensalza el instinto policial como si constituyese la piedra angular de nuestro trabajo y no la demostración palpable de nuestros fracasos deductivos.

—Vaya, te has levantado muy analítico hoy. —Rio abiertamente Mediavilla.

—Sí, tú ríete, pero sabes que digo la verdad.

—La intuición no debería ser la base de nuestro trabajo, sino un recurso, en ese punto puedo coincidir contigo; pero nos ha sacado de muchos aprietos, y en el caso de gente como Emilio, suele ir bastante bien encaminada.

—Si tú lo dices.

—Sí, lo digo yo —zanjó el asunto—. Y ahora deberíamos comenzar con ese trabajo policial que tanto te gusta.

Dividieron un buen montón de papeles, con declaraciones de la renta de varios años, contratos de fondos de inversión, notas del registro de la propiedad, etc., en dos mitades más o menos iguales, una para cada uno. Por delante les aguardaba una intensa sesión de comprobaciones rutinarias que, con casi toda seguridad, no arrojaría nada interesante; sin embargo, resultaba fundamental llevarlas a cabo, pues tan importante, en el transcurso de la investigación, era encontrar indicios como descartar otros. Debían avanzar, pero sin dejar ningún cabo suelto.

En cuanto llegó a su sitio y soltó el montón de papeles sobre el tablero de la mesa, sonó su móvil. Mediavilla observó la pantalla. El número no se encontraba en su agenda. Aun así, no dudó en responder.

—Soy Leopoldo Rengel, uno de los socios de José Alberto del Cid, ¿me recuerda?

—Claro, señor Rengel. Dígame.

—Creo que deberíamos vernos cuanto antes.

Mediavilla se puso alerta. Aquel hombre, que tan buena impresión le había causado, que de manera tan eficiente parecía dominar el arte de las relaciones personales, mostraba cierto nerviosismo en su tono.

—¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?

—Sí, hay algo importante que debo contarle, pero preferiría hacerlo en persona.

—De acuerdo, ¿cuándo podemos vernos?

—Lo más pronto posible. ¿Conoce Casa Aranda?

—Por supuesto. Supongo que podré estar allí en media hora. Salgo de Torremolinos ahora mismo.

Tras informar a Corrales de la llamada que acababa de recibir, cogió su abrigo y su bolso y se dirigió al aparcamiento. La sensación de que se encontraba ante un momento crucial en la investigación se acentuaba. Rara vez los casos avanzaban a una velocidad uniforme. Solían hacerlo a base de acelerones y frenazos. Ahora se hallaba cerca de uno de esos acelerones.

Se encontró un tráfico infame, pues a esas horas la entrada a Málaga desde Torremolinos coincidía con los estudiantes que se dirigían a la universidad y los trabajadores que se incorporaban a sus puestos. Sopesó la posibilidad de utilizar la sirena y dejar atrás la retención, pero finalmente se contuvo. A menudo le sucedía eso. Se le ocurrían ideas audaces, incluso imprudentes, pero rara vez se atrevía a ponerlas en práctica, pues, en el fondo, odiaba tomar riesgos. Desde pequeña le había gustado ir sobre seguro, en todos los órdenes de la vida. A veces se arrepentía de aquella forma de actuar, que algunos podrían calificar, o calificaban, de hecho, como aburrida; pero comportarse de otra forma significaría ir contra su naturaleza y, a la postre, la haría sentirse peor.

Casa Aranda se encontraba en una pequeña calle, casi un callejón, llamada Herrería del Rey, en pleno centro histórico de Málaga, muy cerca del Mercado de Atarazanas. La tradición marcaba que, a media mañana o a media tarde, cuando se visitaba la capital de la Costa del Sol, había que pasarse por allí para tomar un buen chocolate con churros. Lo curioso del establecimiento era que se componía de varios locales situados en esa misma calle, que casi ocupaba por completo. Solía hallarse repleto de gente, y sus pequeñas mesas circulares metálicas constituían toda una seña de identidad de un local que llevaba décadas escuchando las conversaciones de los más ilustres malagueños.

Irene Mediavilla estableció contacto visual de inmediato con Leopoldo Rengel. No podía negar que la idea de reencontrarse con él, de conversar, aunque se llevase a cabo en un contexto estrictamente profesional, le agradaba. En estos pocos días que habían seguido a su primer encuentro, no pocas veces se había cuestionado qué haría si él la invitara a salir. Aceptaría, por supuesto. O tal vez no. Puede que su extremada prudencia la llevase a no iniciar una relación con alguien involucrado en una investigación en curso, incluso aunque su implicación en el caso fuera meramente circunstancial, pues tan solo compartía negocio con el padre de la desaparecida.

Rengel se levantó para recibirla con un caluroso apretón de manos y una sonrisa algo forzada. Ella notó enseguida que algo lo incomodaba. Había perdido gran parte de la seguridad que transmitía el lunes, cuando lo conoció. Ahora se movía por un terreno enfangado, que en nada se asemejaba al mundo profesional que dominaba con soltura. Algún acontecimiento relacionado con la desaparición de Ariadna del Cid le había salpicado. Al menos, a Mediavilla no se le ocurría otra explicación para su llamada y su estado.

—Gracias por acudir tan rápidamente —le dijo él.

—De nada.

—¿Ha estado aquí antes?

—¡Quién no ha estado aquí!

Leopoldo Rengel rio exageradamente mientras hacía gestos de afirmación. Ella, pese a que se encontraba impaciente por descubrir las novedades que él le había prometido, comprendió que debía darle un tiempo para que se tranquilizara, para que recuperara el control y se sintiese seguro. Puede que para una subinspectora de policía, como ella, participar en un caso de secuestro formase parte de la normalidad, pero a un asesor fiscal no podía pedírsele que actuara con tranquilidad al encarar una situación de esa índole.

—Cada vez que veníamos a Málaga —continuó Mediavilla—, mi madre solía traerme aquí. De alguna forma, este lugar forma parte de un recuerdo, de una Málaga que ya no existe, repleta de pequeños comercios especializados a los que acudíamos los que vivíamos en el resto de la provincia. Una ciudad que olía diferente, que se movía de otra forma, a otro ritmo. Que, al menos, en el imaginario de una niña, encarnaba una serie de virtudes que la hacían especial, diferente.

—Nunca se me había ocurrido. Tiene razón, de alguna forma, a la churrería no le ha afectado el paso del tiempo. Ha permanecido indemne a la masiva destrucción que se ha llevado por delante a toda una época.

Un camarero, con camisa blanca y pantalón negro, les tomó nota. Mediavilla no sabía si había llegado el momento oportuno para plantear sus preguntas o no, pero en cualquier caso, ya no podía esperar más. Ella también se notaba acelerada, quizás no solo porque la investigación pudiera encontrarse en un momento decisivo, sino porque aquel hombre de ojos verdes la intimidaba.

—¿Para qué me ha llamado? —preguntó al fin.

El señor Rengel adoptó un gesto serio, casi solemne, al escuchar la pregunta que tanto había temido de labios de la subinspectora. Los músculos de su cara parecieron tensarse todos a la vez, otorgándole una imagen de persona más mayor y menos afable de la que mostraba habitualmente. Ella se preguntó si aquella tensión que sufría acabaría por blanquear su pelo, tan abundante como negro, inmune, al menos hasta entonces, a las huellas del tiempo.

—Verá —se decidió al fin—, José Alberto se incorporó ayer al trabajo.

—Lo sé.

—No permaneció mucho tiempo. Llegó casi a media mañana. Lo noté muy desmejorado, como si llevase noches sin dormir; lo cual, claro, no me extrañó en absoluto, pues la desaparición de su hija justifica de sobra el insomnio. El caso es que, sobre la una y media, más o menos, lo invitamos a unas cañas. Procuramos no mencionar el tema de su hija y pasamos un rato de charla agradable, tras el que nosotros, mi otro socio y yo, regresamos a la oficina mientras él se marchaba a casa. Ambos le dijimos que no se preocupara por el tema profesional, que hiciese lo que estimase oportuno. Él nos agradeció el gesto y nos despedimos.

En ese momento, les interrumpió el mismo camarero que les había tomado la comanda para servir un plato con media docena de churros y un par de humeantes tazas de chocolate.

—El caso es que unas horas más tarde, para mi sorpresa, regresó a la oficina.

—¿Cómo? —preguntó Mediavilla—. ¿Quiere decir que volvió a trabajar también por la tarde?

—No. Acudió a la oficina, pero no para trabajar —aclaró él.

—Explíquese. —Le pidió ella, intrigada, pues estaban a punto de llegar al momento crucial que tanto había esperado.

—Nos pidió que nos reuniésemos en su despacho, y entonces nos lo contó todo.

—¿Qué les contó? —Mediavilla empezaba a impacientarse.

—No sé si debería decírtelo —dudó mientras, por primera vez, la tuteaba—. Le he dado muchas vueltas desde ayer. Le prometimos no acudir, en ningún caso, a la policía. En cierto modo, haberte llamado supone traicionarlo.

—Estás haciendo lo correcto, y lo sabes.

Leopoldo Rengel asintió con varios movimientos de cabeza. Ya no podía disimular su nerviosismo. Agitaba la pierna izquierda, arriba y abajo, de forma cada vez más ostensible, y el sudor le brillaba en la frente de manera acusadora.

—Vamos —lo animó la subinspectora, consciente de que necesitaba un último empujón para revelar lo que sabía.

—Nos confesó que los secuestradores habían establecido contacto con él, que le habían exigido trescientos mil euros para liberar a su hija.

Mediavilla inspiró lo más profundamente que fue capaz. Aquella noticia, además de un gran descubrimiento, entraba en flagrante contradicción con la idea de que la responsable de la desaparición de Ariadna fuese Olivia Madueño, su propia madre. ¿O acaso cabía la posibilidad de que esta quisiese asegurarse un futuro económico y pretendiera, simplemente, obtener un dinero del padre sin, por supuesto, liberar a la niña?

—¿Os ofreció algún detalle más? Por ejemplo, cuándo y cómo se pusieron en contacto con él, o de qué forma se haría el intercambio. No sé, algo más concreto.

—No demasiado, la verdad. Insistió mucho en que se enfrentaba a gente muy peligrosa, que la matarían si no entregaba el dinero. También nos explicó que acudía a nosotros en busca de esa suma porque sospechaba que la policía controlaba sus movimientos bancarios.

Mediavilla intuyó que mi llamada al señor Del Cid de la tarde anterior le habría puesto sobre aviso de que estábamos vigilando sus finanzas, y por eso habría decidido acudir a sus socios.

—¿Le darán el dinero?

—Ya se lo hemos dado —respondió Leopoldo Rengel, soltando, ahora sí, el gran peso que soportaba.

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