Ari

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Ari

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Pese a su edad, se mantenía en buena forma. Duende y yo le seguimos, pero apenas habíamos iniciado la marcha, las tres chicas desaparecieron. Nunca había asistido a nada igual. Nos miramos los unos a los otros, incrédulos, y el mismo efecto provocó en sus perseguidores, que se detuvieron en seco y comenzaron a mirar a izquierda y derecha, para localizarlas.

—¿Dónde están? —preguntó Román a alguien al otro lado de su moderno teléfono.

No nos hizo falta escuchar la respuesta. Habían aparecido en una calle que se abría a nuestra derecha, paralela a la principal, justo detrás del solar situado junto a la mezquita.

Tras un instante de pausa, empezaron a correr en nuestra dirección. Intentaban dirigirse al centro, y no podían atravesar el solar porque se encontraba vallado. Fuimos hacia ellas, pero al reparar en nosotros, pararon bruscamente y echaron a correr en dirección contraria. Imaginaron que también nosotros éramos sus enemigos, y pretendíamos capturarlas.

—¡Queremos ayudaros! —gritó Román. Pero las niñas no lo escucharon o, si lo hicieron, no confiaron en sus palabras.

Aunque nos habíamos olvidado de ellos, por nuestra izquierda, se aproximaban los tres perseguidores, a toda velocidad. Se hallaban ya casi a nuestra altura, cuando unos veinte o treinta metros delante de nosotros, las niñas se detuvieron junto a un pequeño y desierto parque. Una de ellas no podía moverse. Hacía grandes esfuerzos para respirar. Parecía exhausta.

—Debe tratarse de la que ha lanzado el hechizo anterior —apuntó Duende—. Se ha quedado sin energía.

Mientras nos acercábamos, podíamos intuir los gestos de terror en sus rostros.

—¡Tranquilas, no vamos a haceros daño! —repitió Román.

Sin embargo, una especie de llamarada de fuego pasó cerca de nosotros, y estalló justo en el lugar en el que se encontraban las tres. Una de ellas, en el último instante, empujó a la que estaba más cansada hacia la derecha, evitando así la explosión, pero la otra, aunque también se movió, no pudo esquivar del todo el impacto, y yacía en el suelo, inmóvil.

Miramos hacia atrás. Tres hombres altos, con largos guardapolvos negros, avanzaban, ya no corriendo, sino con paso firme, hacia las niñas. Pese a encontrarse prácticamente a nuestro lado, parecían ignorarnos. Se comportaban como máquinas con un solo objetivo. Soldados al servicio del mal, deduje.

Yo no sabía qué hacer en medio de aquel campo de batalla, pero, en cambio, mis compañeros no vacilaron. Duende salió disparado hacia la chica que se había llevado la peor parte, con la intención de curarla. Mientras, a mi lado, Román pronunciaba una frase ininteligible y provocaba que el asfalto, entre nosotros y nuestros enemigos, se abriese de golpe, como una falla en un terremoto. Uno de ellos, absolutamente sorprendido, resultó, literalmente, tragado por la tierra, que se cerró sin atender a sus enormes gritos de dolor. Los otros dos consiguieron zafarse, y nos miraron con asombro, reparando por primera vez en nosotros. Asumiendo que nuestra presencia allí no resultaba casual, como tal vez hubiesen supuesto hasta entonces. No obstante, siguieron avanzando hacia las dos niñas que permanecían en pie. Nada ni nadie iba a detenerlos.

Miré a Román, esperando que usase de nuevo su magia para protegerlas, pero apenas podía sostenerse en pie. El conjuro que había utilizado era muy potente y había acabado con todas sus energías. Lo contemplé, por primera vez, como un anciano desvalido.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

—¡Olvídate de mí, imbécil! —me espetó, casi sin resuello.

Con Duende agachado, intentando salvar la vida de una de las niñas, los dos hombres avanzaban sin oposición hacia las otras, que ya no se movían. Parecían haber aceptado su fatal destino, abrazadas, aguardando un pronto desenlace.

¿Qué podía hacer yo frente a alguien que lanzaba fuego? Por un instante me resigné. La noche me pareció más oscura y profunda que nunca. Supuse que podría durar para siempre si no lograba evitar el desastre. No podía permitir que le sucediera nada a aquellas niñas, no al menos sin morir en el intento.

Asumí mi final. Me puse en paz con el único dios en el que creía: yo mismo. No vi mi vida pasar, como muchos afirman cuando saben que van a morir, pero sí pensé en mi mujer muerta y mi nieto no nacido. En mi hija a la que no volvería a abrazar. La rabia me invadió al instante. Ya no importaba nada ni nadie. Sobre todo no importaba yo. Necesitaba acabar con esos bastardos.

Mis manos se abrieron con las palmas hacia el suelo.

Mis dedos, los diez, apuntaban hacia ellos.

Una enorme fuerza, de color blanco, surgió de mi interior. Incontenible.

Diez destellos, como flechas fosforescentes, surgieron de mis manos mientras mi grito sobrecogía la noche.

Contuve la respiración y observé que todos me miraban, perplejos. Yo mismo lo estaba. Me sentía ajeno a la realidad, como si lo contemplase todo desde fuera, a cámara lenta.

Los cinco proyectiles de mi mano izquierda impactaron de lleno en uno de los matones, que cayó de inmediato al suelo. Pero, de los de la mano contraria, solo tres alcanzaron su objetivo, que también acusó el golpe, tambaleándose un poco hacia atrás. Desgraciadamente, para mi sorpresa y terror, los otros dos impactaron en una de las niñas.

El esbirro que aún quedaba en pie, aunque renqueante por mi ataque, decidió huir. Echó a correr, sin que ninguno de nosotros le prestase atención.

Duende y yo acudimos a mi víctima involuntaria. Román Giovanetti se sentó sobre el asfalto. No podía ni andar.

Al acercarme a su compañera caída, pude contemplar el rostro de su amiga, la única que permanecía en pie, aunque con gestos de evidente cansancio. Reconocí sin dificultad a Ariadna, la niña que buscábamos. Pese a todo, no tuve tiempo de alegrarme, pues no podía soportar haber herido a una de las crías. El temor a que la hubiese matado oscurecía cualquier otra sensación que pudiera albergar... O no. Puede que una idea se abriese camino en mi interior. Solo con mis manos había matado a una persona y herido a otras dos. Debería sentirme horrorizado; pero solo lograba sentirme poderoso.

XXI

Duende lo descubrió el mismo día de la desaparición de Ariadna, aunque no me contara nada entonces. Yo recordaba que, en el momento de curarme, él había titubeado, como si observase algo extraño en mi interior, y había esquivado mis preguntas al respecto. En realidad, descubrió mi energía mágica que, al entrar en contacto con la suya, crecía de manera inesperada, circunstancia que, al parecer, sucedía en ocasiones.

Esa madrugada en la que las niñas aparecieron, mientras Ariadna y Román dormían, y Lara y Sun se recuperaban de sus heridas, me lo confesó. Me habló de sus dudas respecto a ponerme sobre aviso o no. De la responsabilidad de despertarme y sacarme de mi mundo, que no quiso asumir, por temor a que nada bueno me ocurriera por ello.

Para mí, encontrar ese estanque blanco en mi interior supuso el final de muchas cosas. Con la aparición de Ariadna no solo cerraba un caso, sino también una fase de mi vida, para abrir otra diferente, ante la que me sentía muy excitado. Me acaba de convertir en otra persona. En un instante, mientras aquellos proyectiles surgían de mis dedos, había dejado de ser un policía para ingresar en La Frontera.

En un primer momento, consideré la posibilidad de dejarlo todo, de romper con el pasado de una forma radical y poner en práctica ese concepto tan americano de empezar de nuevo. Sin embargo, nadie garantizaba mi sustento por el simple hecho de practicar la magia. Tenía que seguir ganándome la vida, y la única manera que conocía para hacerlo era ejercer mi profesión. Mis incipientes sueños de grandeza chocaban, como los de tantos otros, con la dura realidad de que el cuerpo humano necesita de alimentos para seguir existiendo.

Cuando asumí en lo que me había convertido, comenzamos a hablar sobre el futuro de las niñas, aunque sin llegar a ninguna conclusión. Ambos convinimos en la necesidad de discutirlo con nuestro anfitrión, el señor Giovanetti, pues sin duda él manejaba claves que nosotros desconocíamos.

Después de una breve cabezada, recibimos el amanecer entre la ilusión y el cansancio. Pronto, pese a que pocas horas antes parecía encontrarse totalmente agotado, Román Giovanetti se unió a nosotros. Era un hombre de costumbres fijas, y más allá de su estado, se levantaba siempre al alba.

—¿Qué haremos con ellas? —pregunté.

Román se tomó un tiempo antes de contestar. Solía, como el comisario Palacios, evaluar todas las posibilidades, con sus ventajas e inconvenientes, antes de ofrecer su opinión. Todos asumimos que enfrentábamos una situación compleja, pues el futuro de las tres estaba en juego.

—Se han convertido en un objetivo para El Claustro, no deberían salir de aquí.

—Pero han luchado para escapar, para regresar junto a sus familias. No podemos encerrarlas de nuevo —protestó Duende.

—Estoy de acuerdo —lo apoyé—. Tendremos que encontrar otra solución.

—Dudo que exista —se lamentó Román.

Salimos al jardín, donde el frío sol naciente nos reconfortó con su belleza mágica, y nos sentamos junto a la piscina. Unos cuantos gorriones piaban aquí y allá mientras la mañana comenzaba a bosquejarse, todavía lejos de completar sus formas.

—Ellas no lo soportarían.

—Stella aguantó muchos años.

—Vivía junto a su única familia: su hermano.

—Aquí puedo protegerlas, pero fuera no resultará tan sencillo.

—¿Y qué pasa con nosotros? —preguntó Duende.

—¿A qué te refieres?

—Nosotros las hemos ayudado, tampoco creo que pasen por alto ese detalle.

—Más pronto que tarde descubrirán nuestras identidades e irán también a por nosotros.

—Centrémonos en las niñas —pedí—. Opino que Ariadna es la que menos peligro corre.

—¿Por qué?

—Su caso es público. Haremos también público su regreso, y eso la protegerá.

—Yo no estaría tan seguro —dudó el señor Giovanetti—, pero puede que funcione.

—Las otras dos aún deben recuperarse —continué—. Tomaremos la decisión sobre ellas más adelante.

—No olvidemos que, quizás, la única niña de verdad sea Ariadna. Desconocemos las edades reales de las otras.

Hasta aquel momento no había reparado en ese detalle, que podía cambiar radicalmente la perspectiva. Puede que ellas ya hubieran tomado una decisión sobre cómo vivir el resto de sus vidas. Si eran muy mayores, puede que hubiesen asumido que sus familiares directos habrían fallecido o, peor aún, las habrían olvidado.

Me eché hacia atrás en mi hamaca. Por un instante, me permití disfrutar del aire fresco de la mañana. Si Lara hubiese muerto por mi culpa, no sé cómo hubiera reaccionado. Por suerte Duende se encontraba allí y pudo encargarse de sus heridas, que no parecían demasiado graves, aunque al proceder de una fuente mágica resultaban más difíciles de curar.

Sun sí estuvo a punto de morir. De hecho, esa madrugada, aún nadie podía asegurar que sobreviviera. Pero después de que Duende pudiese recargar su energía gracias a un artefacto mágico que poseía el señor Giovanetti, las perspectivas resultaban optimistas.

Empezaba a invadirme un creciente sentimiento de culpa por no resultar capaz de sentir lo correcto, por no preocuparme por la salud ni el futuro de esas pobres criaturas, más allá de guardar las apariencias. Me daba cuenta de que un cambio muy profundo, tanto como cuando acepté dinero de un traficante de drogas por primera vez, sucedía en mi interior. Una batalla más allá de la magia, mucho más profunda, se libraba en mi alma, y aún era pronto para apostar por un ganador.

Después de desayunar, decidí subir a despertar a Ariadna, pues quería llevármela conmigo lo antes posible. Ella deseaba reunirse con sus padres, y solo me pidió ver a sus amigas antes de abandonar la casa.

Mientras lo hacía, planteé otro problema a Duende y a Román.

—¿Qué le decimos sobre su madre? —les pregunté.

—Que también desapareció —respondió Román, sin vacilar ni un instante, por lo que asumí que ya había reflexionado sobre aquello con anterioridad.

—Es la verdad —afirmó Duende.

—Sí —asentí lacónico.

Cogí el teléfono e hice dos llamadas. La primera, a mi comisario, que se mostró tan sorprendido al principio, sobre todo por mi falta de explicaciones sobre el desarrollo de los acontecimientos, pues todavía no había tenido tiempo para inventar una historia demasiado detallada que explicara la repentina solución del caso, como eufórico cuando se imaginó ofreciendo la rueda de prensa para anunciar la liberación de la niña, no dando lugar, pues, a más críticas de los medios de comunicación.

También llamé a Mónica Fuentes. La verdad es que no podría explicar muy bien las razones por las que lo hice. Había establecido un pacto con ella, pero el desenlace había llegado tan rápido que no le debía nada y, sin embargo, consideré oportuno ponerla al tanto. Me engañé con el argumento de que consolidar su ascenso me daría una buena aliada en el futuro, pues nunca me había relacionado con la prensa, pero la realidad, al menos contemplada desde la perspectiva que me ofrecen los años, era que no deseaba perder el contacto con ella.

—¿Inspector?

—¿La he despertado?

—Casi —respondió con una voz todavía afectada por el sueño.

—Tengo a Ariadna.

—¿Qué quiere decir?

—Que la hemos liberado. Que se encuentra bien. Y que es usted la primera periodista que lo sabe.

—Gracias, Emilio —me dijo antes de colgar.

Ese día pasé muchas horas junto a Ariadna. Desde la comisaría localizaron a su padre, que se encontraba en Alemania, y yo permanecí a su lado hasta que él regresó. Solo me separé de ella para hablar brevemente con mi jefe, que ya no se sentía preocupado por los detalles, y que me felicitó efusivamente.

La niña, en cambio, no pudo ocultar su desilusión cuando le revelé que también su madre se encontraba desaparecida.

—Puede que en los próximos días escuches o leas muchas noticias sobre ella. Para la mayoría se convirtió en la principal sospechosa de tu desaparición. No hagas caso a los comentarios. Yo siempre supe que ella no te secuestró.

Por supuesto decidí ahorrarle los pormenores en lo tocante a la participación de su madre en los acontecimientos. Sobre ese tema, tenía una conversación pendiente con Román Giovanetti, pero asumí, sin saber muy bien por qué, que mi intuición, en el sentido de que la señora Madueño se había arrepentido de sus actos e intentaba recuperar a su hija, resultaba acertada.

Le prometí que la encontraríamos y la traeríamos de vuelta. También la aleccioné sobre lo que debía decir si alguien le preguntaba por lo sucedido.

—Recuerda. Había una persona dentro del ascensor que te durmió. Después apareciste en una pequeña habitación. Te pasaba la comida gente enmascarada. Decidieron trasladarte, porque se sentían observados. Y cuando lo intentaban, aparecí yo y logré liberarte, aunque tus dos secuestradores huyeron.

—De acuerdo —accedió ella.

A eso quedaba añadir cómo llegué yo a enterarme de todo. Decidí acudir al manido argumento del soplo sin identificar para, a la vez que me quitaba cualquier mérito sobre la liberación, eximirme de más explicaciones. Eso bastaría para mi jefe, incluso puede que para la prensa, pero sabía que algunos de mis compañeros, especialmente Corrales, cuestionarían mi explicación, sospecharían que les ocultaba gran parte de la verdad, pero, con más o menos gusto, no les quedaría otra que admitir mi versión, puesto que la niña se encontraba libre, y por tanto tocaba pasar página. Con el tiempo otros asuntos enterrarían a este, o al menos eso esperaba yo.

Restaba, eso sí, para cerrar el caso, la incógnita de la madre. El paradero de Olivia Madueño y su participación en el secuestro continuaban en el aire. También teníamos a unos secuestradores a los que arrestar, pero la investigación dejaría los titulares de los periódicos, que tan brevemente había ocupado, para pasar a un discreto segundo plano. Se hablaría sobre la madre, por supuesto, pero con el final feliz garantizado, nadie, ni siquiera la policía, se preocuparía demasiado porque las demás piezas encajaran. Así funcionaba mi jefe. Así funcionaban todos los jefes. Durante un tiempo nos dejaría a Corrales y a mí a cargo de la investigación, pero si no obteníamos avances rápidos, el caso cedería tiempo y protagonismo a otros nuevos.

—No cuentes nada sobre magia, porque nadie te creerá, y tampoco menciones a tus amigas, porque eso complicaría aún más las situación.

—¿Qué sucederá con ellas? Sus familias viven lejos.

—No lo sé. Hablaremos con las dos, y decidiremos qué es lo mejor. Si quieren regresar a sus casas, las ayudaremos, aunque quizás lo más seguro sea permanecer bajo la protección del señor Giovanetti, pues dispone de medios para cuidar bien de ellas.

—¿Volverán?

—Puede que sí.

—¿Y yo?

—Lo tuyo es diferente. Tu caso ha salido en los medios. Ahora mismo eres noticia a nivel nacional, no creo que se atrevan a intentar nada contra ti.

Asintió en silencio. El brillo de sus ojos, del que tanta gente me había hablado, dejó espacio a una transparente melancolía. Me habló de Jurgen, el chico que había muerto mientras escapaban. Comprendí que aquella niña, aunque resultara la única del grupo que por edad pudiese calificarse como tal, también había dejado de serlo. Los muchos meses alejada de sus padres, las muertes que había presenciado, la fuga, su poder... Demasiadas razones la empujaban ya hacia una vida adulta. Su infancia había terminado de manera abrupta el mismo día en el que subió a aquel ascensor. Ya no dibujaría más paisajes extraños ni sorprendería a nadie con sus gracias. Eso quedaría en el recuerdo de los que la conocieron.

Pensé que los dos pasábamos, en cierto sentido, por lo mismo. Comenzábamos una existencia nueva, que nos llevaría, desde entonces, a lugares desconocidos y situaciones inimaginables aquel día. Atrás quedaba para ella un pequeño camino, y para mí una vida entera, que cada vez iría significando menos.

Pero eso forma parte de otra historia.

Epílogo

Esperó a la medianoche, a que las calles de Torremolinos estuviesen desiertas, para subir a pie hasta el pinar que se extiende al norte. Sabía que en aquel lugar, en el que cada año tenía lugar una concurrida romería, la magia se encontraba muy presente.

Llegó a la pequeña ermita en la que solía celebrase la misa en honor a San Miguel, y se situó a su espalda para que, si pasaba algún coche, no pudiese verla.

La humedad resultaba intensa. Temblaba de frío, pero nada le importaba, solo soñaba con abrazar de nuevo a su hija.

Abrió el cilindro, que tras días de espera le había entregado uno de los hombres que trabajaba para Román, y sacó el acartonado papel escrito con extraños símbolos, que solo gente como ella sabían interpretar.

Pronunció las palabras adecuadas y, tras producirse un resplandor amarillo, un arco apareció un par de metros por delante. Sin perder un segundo, avanzó hasta traspasarlo.

Todo se tiñó de negro. Una extraña molestia se instaló en su estómago, parecida a la que notaba durante el despegue de un avión. Después tuvo la impresión de encontrarse en el interior de un barril que no paraba de girar. La oscuridad resultaba absoluta. Ni siquiera podía ver su propio cuerpo. Temió que fuera a marearse, pero cuando aquello comenzaba a parecerle molesto, se detuvo en seco. Enseguida notó como una fuerza incontenible la empujaba hacia fuera, y cayó rodando por el suelo.

Alzó la cabeza y contempló un hermoso pedestal con una magnífica copa dorada.

Se extrañó, pues desconocía que el Cáliz de Hernor se encontrase junto al bosque de los siempre-niños. Entonces, a su espalda, alguien la llamó por su nombre.

—Olivia, qué sorpresa —dijo una voz masculina, vagamente conocida.

Ella, sorprendida, se giró hacia él.

—¡ Cedric!

Román la había engañado.

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a Fran Robles, Manolo Serrano, Maite Lara y Miguel Ángel Ávalos —mis «lectores cero»—, por sus correcciones, críticas, ideas, etc. Sin duda, vuestras aportaciones han mejorado y enriquecido mi idea.

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