Arena

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En una esquina de los astilleros donde daba la sombra, tres enganchados bebían a morro cerveza de una botella y fumaban un canuto.

—Jopo, jopo —soltó Falete.

Los tres enganchados, con la tez renegrida y las aristas de los años en la calle, hicieron un gesto de fastidio pero se largaron sin protestar.

Entramos por una puerta metálica oxidada, decenas de esqueletos de jábegas esperaban en el interior de la nave. Dominaba el olor a madera. Un viejo con un lápiz en la oreja y un metro en una mano comprobaba las láminas de una de las embarcaciones. Tras él iba un joven con una gorra de los Lakers, observaba atento todo lo que hacía el viejo. El hombre hizo pequeñas marcas con el lápiz en determinadas partes de las tablas. El joven se puso a lijar esas zonas con esmero. La escena me produjo sensación de calidez. Pero esa agradable sensación se desvaneció cuando pasamos a una estancia mínima, que apestaba a nicotina, alcohol y humedad. Falete cerró la puerta. La temperatura allí era al menos cinco grados superior a la de fuera. Sentí los goterones de sudor de inmediato. En el suelo había un ventilador sin enchufar. Falete colocó la bolsa negra encima de la mesa. Ahí esperaba el Alcalde sentado en una silla de camping, se levantó con pesadez y deslizó la cremallera. Probó la coca. Movió la cabeza y miró a Falete. Su ayudante sacó una báscula.

—Niño, no es suficiente —dijo el Alcalde, mientras le pegaba un trago a una lata de cerveza—. Ven esta noche al Wizz y te cuento cómo lo terminamos de solucionar. He recibido una llamada interesándose por ti.

Pensé en mi padre. Aunque yo quería preguntarle por el Pérez. No lo hice. Me quedé allí plantado.

—No hace falta que te diga que si no acudes tendrás un problema serio.

Tampoco respondí.

—Venga, chaval, lárgate. ¿O quieres recibir?

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