Arena

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Me acuerdo del sudor.

Un carroñero instalado bajo la piel.

Me acuerdo de la virulencia de las respiraciones, de las palabras que se repetían entrecortadas y se quedaban grabadas, y de las ganas de perder la conciencia y de abrasarme como cuando de niños quemábamos insectos con una lupa. Me acuerdo de la combustión del hombre vestido con traje de lino. El sabor a metal. El olor a óxido de la colonia Lacoste. Descargas eléctricas absorbidas por mi cuerpo. Hundido durante horas o para siempre en la arena.

Los días de aquel verano transcurrían viscosos. Me acostaba al amanecer y no me levantaba hasta pasadas las dos o las tres de la tarde. Empapado. Con el ánimo apestando a leche agria. Cada roce contra las sábanas tirantes, una arcada.

Me acuerdo de las tardes tumbados en la arena o apoltronados en los bancos, comiendo pipas, bebiendo cerveza, fumando porros y hablando de tías, de cómo sería la noche y de cómo había sido la anterior.

Noches repetidas y que, sin embargo, parecían únicas.

Los mismos nombres. Los mismos lugares. Las mismas acciones. Los mismos deseos. Los mismos lunares. Las mismas estrellas en el cielo. Las mismas luces. Las mismas resacas. Las mismas conversaciones con idénticas preguntas y respuestas una y otra vez.

Me acuerdo del camino de mi cama a la Arena Blanca donde me zambullía. Sin desayunar. Molido. Con resaca. Aquellos baños eran como meterse en una cápsula rejuvenecedora. La picadura de una araña. Listo para la siguiente cerveza. Para continuar con la fiesta. El estado perfecto. El aburrimiento perpetuo. Solo durante unas horas. Luego regresaba el sudor, las arcadas, el ánimo infecto. Tal vez fue ese estado el causante de todo.

Tal vez ya lo tenía dentro —las ganas, el ansia, el picor, el deseo— y ese estado simplemente me desgarró la máscara. La quebró. Dos mitades que se partieron y salí yo. El Pérez me decía: Bruno, ninguno somos nosotros demasiado tiempo. Siempre queremos ser otros. Siempre actuamos como otros. Cuando te olvides de ti sabrás quién eres. El Pérez y sus frases. Sus reflexiones. El Pérez, que vivía en la calle. Cerca del mercado municipal. Iba tirando con los desperdicios de los puestos de frutas y verduras, y con monedas, ropa y objetos inservibles que le daba la gente. Leía periódicos viejos resguardado en una esquina de la biblioteca. Todo lo que hacía el Pérez durante el día era leer, dormir y soltarte esas sentencias que te volaban la cabeza, pero nadie le tomaba en serio. El loco del Pérez. El loco del Pérez que, por otro lado, siempre se enteraba de todo. Al que no se le pasaba nada. Sin moverse de aquel sitio. Con las botas marrones de pescador y el impermeable naranja en pleno verano. Con su calva quemada y sus ojos engurruñidos por el sol. Me acuerdo del Pérez porque fue el primero que me vio. Que supo lo que hacía.

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