Arena

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Sonó el teléfono. No lo habían cortado. Uno, dos, tres, cuatro, cinco timbrazos, descolgué:

—¿Qué haces? —Era el Manco.

—Escribiendo.

—De puta madre. ¿Corremos?

—Ahora no puedo.

—Igual más tarde entran olas. Ha saltado el poniente. ¿Nos vemos después en la Arena Blanca?

—Sí.

Tumbado en el suelo, el único sitio fresco, seguí escuchando el pitido monocorde que salía del auricular, concentrado en descifrar códigos, mensajes que me hablaran desde el subconsciente.

Notaba en el muslo el semen reseco, tirante, queriendo traspasar la carne, abrir un agujero, como los que me hacía el depredador que me devoraba bajo la piel. La casa sudaba. Yo sudaba. Los recuerdos sudaban. De las paredes de gotelé salían sus voces y el murmullo, las aspiraciones y las risas, la colonia Lacoste mezclada con las secreciones, el sueño y el dolor a la mañana siguiente de aquellas noches veladas. Entre las paredes estaban atrapadas sus sombras como si hubieran elegido ese lugar para vivir. Me acechaban. Me recordaban que los fantasmas no se borran ni se transforman. Al igual que el dolor y las humillaciones. Vampiros. Insaciables. Las sombras que en un determinado momento cobran autonomía, se independizan del cuerpo y nos dirigen y ya no sirve solo con coserlas como había visto que hacía Peter Pan.

Es por tu bien, la voz de mi padre, en bucle, salía de la casa a oscuras. Acostumbrado a la penumbra.

Bruno, soy yo. He venido con un amigo, decía mi padre. Su amigo vestido con un traje de lino blanco. Fluido. Imitaba al protagonista de aquella serie que causaba furor. A aquel policía con chaqueta de diseño, camiseta molona, gafas Ray-Ban, mocasines sin calcetines y barba de dos días, que, para colmo, tenía un caimán de mascota.

Humo de Ducados. Quietud. Combustión. Sonrisa. Carroña.

No sé cuánto rato permanecí en el suelo, con el teléfono descolgado, el pitido, el semen reseco en la pierna, contemplando el gotelé del techo, que parecía descolgarse. Granos arrancados en la pubertad. Pus. Pensé en prepararme un café y sentarme a escribir, pero cogí un libro de relatos en el que en un cuento contrataban a un poeta para leer sus poemas en una despedida de soltera, y aquello se convertía en Misery. Quería seguir leyendo pero el picor me latía. Me duché y fui donde Reyes.

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