Arena

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Cafetería La Gloria. Avenida Juan Sebastián Elcano, frente a la discoteca Bobby Logan. Reyes trabajaba por la mañana en el negocio de sus tíos para sacarse un dinerillo. El padre había muerto en una misión militar de la ONU hacía cinco años. Ella aparentaba llevarlo bien. El padre casi siempre estaba fuera, salvando el mundo, cuando lo más próximo, todo lo que giraba alrededor de su mujer y su hija, se descomponía. A Reyes, la muerte de su padre no le afectó. Experimentó alivio. No siento pena, nos confesó en el entierro, momentos antes de que sellaran el nicho. Actuaba con normalidad, hasta pidió que nos liáramos un canuto, así que cruzamos la carretera de Almería para ir a la playa y fumárnoslo allí. Aunque era invierno lucía un sol enorme. Un viejo nadaba del extremo de un espigón al otro. En la superficie del mar había un grupo de gaviotas que de tanto en tanto levantaban el vuelo y, tras volar en círculos apenas unos segundos, volvían a posarse en el agua. Reyes dio una intensa calada al porro. Lo pasó y empezó a desvestirse. Nadie dijo nada. Acababa de enterrar al padre. La contemplamos mientras el porro rulaba con parsimonia. Nos quedamos mirando la desnudez pálida de Reyes hasta que se la tragó el mar, las gaviotas levantaron el vuelo y ya no volvieron a posarse, sino que se desperdigaron. Está de muerte, gritó Reyes al alcanzar el espigón. Empezamos a desprendernos de la ropa con rapidez, como si fuera un pellejo molesto, y salimos corriendo y gritando hacia la orilla. Qué estupidez que la Sirenita quiera ser humana, ¿verdad?, comentó Reyes cuando llegamos a su lado. El viejo continuaba con los largos. Ese día no nos separamos de ella. Por la noche, fuimos de marcha a Torremolinos y empalmamos en la Arena Blanca, ya de día, y luego, otra vez de noche, volvimos a salir de nuevo. Decíamos que a Reyes el entierro del padre le había dado superpoderes. La madre tampoco tardó demasiado en recomponer su vida. Todo lo que no había salido, todo lo que no había hecho cuando estaba casada, comenzó a hacerlo después de los cuarenta. Su marido fue el único hombre que había conocido hasta entonces. Un hombre bueno con unos códigos estrictos.

—Un café con leche y un dónut.

—¿Te has perdido?

—Tengo hambre.

—Muy temprano para ti.

No dije nada. Cogí el Sur y me puse a hojear los titulares, pasando las páginas, buscando el tesoro escondido.

—La leche, ¿caliente o fría?

—Caliente.

Aunque en la calle el aparato que medía la temperatura marcaba casi cuarenta grados, me asqueaba el café frío. Miré la portada de El País: «La situación económica es muy difícil», decía el encantador de serpientes que presidía el país desde hacía años. Se hablaba de crisis pero también de prosperidad con los juegos olímpicos. Ping-pong. En la foto la imagen de la pena: «Nace una leyenda gitana». Sus últimas palabras: «Madrecita, ¿qué es lo que tengo?». Pena. La pena que ni con las palmas ni con el cante se va. La pena que devora. Ávida. Carnívora. Se adueña y se extiende implacable: metástasis irreversible. En eso consiste la pena: en no poder darle la vuelta. Primero te controla y luego te destruye. ¿En qué fase estoy? ¿Cuánto me queda? Tuve la intención de escribirlo, pero no tenía bolígrafo ni papel y no iba a pedirlos allí. Me propuse memorizarlo para cuando llegara a casa, aunque era consciente de que lo olvidaría. Lo que uno quiere escribir hay que olvidarlo. Apunta lo que no quieras escribir. Lo que te resulte más difícil. Sin máscaras. Lo que te duela, me escupió una vez el Pérez.

Reyes se puso frente a mí, las manos apoyadas en la barra. A mi espalda sonaban las fichas de dominó cuando los jugadores las colocaban en la mesa. Me fijé en los dedos largos y blancos de ella que contrastaban con la madera de pino oscura. La piel a punto de desvanecerse como en aquella mañana del entierro. La melena anaranjada, un alien en aquel local de barrio frecuentado por viejos de tez tostada.

—Tú dirás —dijo.

—¿Quieres leerlo?

—¿Salgo? ¿Me has dibujado?

—Sí.

—Mi parte.

—Hecho.

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