Arena

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Salí de La Gloria y bajé por el arroyo Los Pilones a la playa. Miré hacia el rincón donde solía ponerse el Pérez. Vacío. Crucé la carretera. El Tato estaba desierto. El dueño me saludó con la mano desde la puerta, estaba apoyado fumando, y devolví el saludo con un gesto mínimo. Economía. Crisis. Atarse los machos. Trivialidades. Contribuir. Confianza. Canibalismo. Cante jondo. Pensé: España es un país en crisis, aficionado al canibalismo, trivial, y ahí me quedé porque Pipo llegó por detrás en la bici, derrapó a mi lado, me pegó un coscorrón en la cabeza, luego me zarandeó, como si quisiera despertarme o sacarme algo de dentro.

—Acompáñame a las Rocas a ver si está entrando algo —dijo, y señaló el manillar para que me subiese.

—Paso.

—Tú mismo.

Lo vi perderse por el paseo, pedaleando rápido, esquivando a la gente que se quejaba, sin camiseta, enseñaba los músculos que ejercitaba día a día en el gimnasio con mentalidad espartana. En su habitación atesoraba pesas, gomas y un banco donde prolongaba el entrenamiento. Bruce Lee le miraba desde todos los ángulos y perspectivas. En una ocasión me tumbé en su cama y me acojoné, tuve la sensación de que el maestro de las artes marciales, que me observaba desde el techo con sus ojos afilados, podría bajar en cualquier momento y guantearme la cara. El póster no estaba totalmente pegado al techo, sino que hacía una bolsa de aire, de modo que cuando alguien abría la puerta del cuarto, la imagen de Bruce Lee bajaba ligeramente, y si tenías los ojos cerrados y los abrías en ese instante, veías cómo el maestro de las hostias descendía de los cielos para patearte el careto. Pipo solo consumía largometrajes de Bruce Lee o de Jean-Claude Van Damme, sus ídolos. Memorizaba frases de sus películas y las introducía en las conversaciones. Las había usado hasta para ligar. Copiaba sus tics y posturas, ensayándolos hasta que los consideraba idénticos a los originales. Él pensaba que nadie se daba cuenta. Tampoco ninguno de nosotros tenía demasiado interés en reventarle la ilusión.

Mediodía. Una hora intempestiva para que aparecieran el Manco o el Bocina, excepto cuando anunciaban olas. El poniente soplaba a rachas. El mar brillaba, destellos de polvo de hadas. Duendes. Hologramas. Una animación, el oleaje, una irrealidad según cómo lo observaras. A veces nada era real, ni las olas; ni nosotros expectantes en el espigón; ni las apuestas de si entraban o no. Ya había chavales con tablas en la orilla. Pipo saltó los escalones del espigón con la Orbea, y llegó hasta donde nos encontrábamos mirando el mar mecerse, a la espera de una señal desde el espacio exterior.

—Háblanos, Mediterráneo —dijo el Bocina. Las palabras rotas en el aire. Dientes de león deshaciéndose. Diseminando las letras, hundiéndose en el agua, arrastradas por los borregos impulsados desde el oeste.

En la orilla los bañistas jugaban con las ondas fofas. Leones marinos que se desplazaban con torpeza. De vez en cuando el salto de un delfín. Pipo decía que no parecía que fuese a caer nada en las rocas. Nos tiramos al agua desde el espigón y nadamos, espoleándonos con el arrastre de la ola para alcanzar la orilla. El agua olía a aceite, a crema, a turista. Esparcidos por la arena, sacos de personas sobre las toallas. Un almacén sin ordenar. La Arena Blanca que dejaba de ser cana. A la altura del espigón, haciéndome el muerto, arriba y abajo, arriba y abajo, acunado por el vaivén, cerré los ojos a los cegadores destellos del sol.

El Manco y yo habíamos chapado Bobby Logan. Salimos de allí con dos suecas de aroma a avellanas a las que habíamos invitado a coca, y nos lanzamos a la playa con un calentón de mil demonios. Caminábamos a trompicones, en zigzag, dos niños que aprenden a andar, la calle demasiado estrecha, los culos y las tetas de las suecas, épicos. Era el momento exacto en que la noche y el día se fundían. El instante en que el halcón y el lobo pueden ser ellos mismos y verse durante apenas un segundo. Desprenderse del maleficio.

En la orilla nos desvestimos con avidez y nos tiramos al agua. Nadamos y animamos a las suecas, que parecían dobles de Michelle Pfeiffer, a que nos siguieran. Pero en un momento de despiste, las hijas de puta nos cogieron el medio gramo que nos quedaba y se piraron dejándonos con el calentón. El Manco y yo nos quedamos allí, en aquel mar turbio, haciendo el muerto. No sé si alguna otra vez tuve esa sensación de paz. De encontrarme en otro planeta. De experimentar que el mundo era muy pequeño y que ese punto, ese minuto, era el centro de todas las cosas. Los recuerdos se llenaron de agua.

—Ah, me cago en tu puta madre, ¿qué coño haces?

—¡Pringao, despierta!

El Bocina me hizo una ahogadilla. La tarde transcurrió indolente. Sentados en el espigón, observábamos el balanceo de las olas flácidas, nos pasábamos un porro, comíamos patatas fritas y bebíamos cerveza, deseando que el poniente nos salvara. La playa empezó a vaciarse pero nosotros continuamos allí. Sabíamos que ya no entrarían olas, y aun así no nos apetecía marcharnos de nuestro rincón. Al encenderse las farolas del paseo, nos acercamos a la Hamburguesería Anita y pedimos unos camperos que dejamos a fiar. Anita nos conocía de toda la vida. Nos los comimos en el borde de la acera. El salitre pegado en la piel, las chanclas con el polvillo de la arena, el pelo domesticado por los baños, la luz de las farolas que parpadeaban difusas si las mirabas fijamente.

Antes de despedirnos quedamos en que nos encontraríamos más tarde en los bancos del Ancla. Andaba por la calle Bolivia, a punto de entrar en mi bloque, cuando escuché mi nombre. Al darme la vuelta, el Manco me hizo un gesto para que lo esperase. El apodo se lo había puesto Pipo el verano anterior, cuando tuvo el brazo en cabestrillo por un accidente con el skate. El apodo es una marca, una señal, signifique lo que signifique.

—Tenemos que ver qué hacemos con el tema —dijo.

Asentí.

En ese momento salió del portal una pareja de vecinos. Actuaron como si fuésemos invisibles, cuerpos radiactivos.

—¿Entonces?

—Vamos donde los Morales.

—Ni hablar.

—Lo pensamos.

—Lo mejor es hacerlo poco a poco.

—Pásamelo. Yo lo guardo mientras vemos qué hacer.

Al Manco le preocupaba tenerlo en el trastero de su casa.

—Mañana te lo llevo.

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